El mar es dulce amigo

En este sitio fue donde desapareció el cuerpo de Guma. El patrón Manuel detiene el saveiro, arría las velas. En el «Viajero sin Puerto» están el doctor Rodrigo, el patrón Manuel, el viejo Francisco, Mano Manca, María Clara y Livia ya sin lágrimas.

Habían venido por la mañana y dieron vuelta al «Paquete Volador». Tenía un rumbo en el casco, pero era pequeño, un carpintero lo calafateó en pocas horas. Y el patrón Manuel lo llevó hasta el muelle. A Livia la fue a buscar después del almuerzo. Rosa Palmeirón y la tía de Livia quedaron con el chico. Mano Manca vino con ellos.

Éste era el sitio exacto donde desapareció el cuerpo de Guma. Ahora las aguas están tranquilas y azules. Ayer eran tempestuosas y verdes. Pero para Livia las aguas tienen una gran quietud y un color de plomo. Como si el mar hubiese muerto junto con Guma.

Están en silencio. El viejo Francisco enciende el pabilo. Deja caer unas gotas de estearina en el platillo de madera y pega a él la vela. Y lo coloca con cuidado en el mar. Todos los ojos están fijos en el pabilo. El doctor Rodrigo no cree que este artefacto pueda localizar el cadáver de un ahogado. Pero nada dice.

Lentamente el pabilo se aleja. Va despaciosamente sobre las olas. Sube y baja, semejando una minúscula embarcación fantasmal. Los ojos están fijos en él, las bocas mudas. El doctor Rodrigo vuelve a ver a Guma trayendo a Traira herido, en el salvataje del «Canavieiras», salvando gente en los temporales, contrabandeando para pagar sus deudas. El viejo Francisco ve a su sobrino sobre el barco surcando las aguas. El patrón Manuel lo recuerda en el «Farol de las Estrellas», conversando con su voz reposada, echándose hacia atrás su largo y negro pelo. María Clara piensa en él corriendo con su saveiro mientras ella canta. Mano Manca se acuerda de las peleas que tuvieron y de lo amigos que fueron. Sólo Livia no ve a Guma, sólo ella no lo recuerda. Sólo ella espera encontrarlo todavía.

El pabilo anda dando vueltas en las aguas. Aguas plomizas para Livia, aguas de un mar muerto. Aguas quietas, sin vida. El pabilo se detiene. El viejo Francisco dice en voz baja:

—Ahí está.

Todos miran. El patrón Manuel se quita la camisa y se arroja al agua. Mano Manca también. Se zambullen, vuelven a la superficie, vuelven a zambullirse. Pero el pabilo se aleja y continúan la búsqueda. Los nadadores regresan al saveiro.

Mañana el viejo Francisco hará tatuar en su brazo el nombre de Guma. Ya tiene en su brazo el nombre de sus cinco saveiros y también el nombre de su hermano, el padre de Guma. Ahora inscribirá el nombre de su sobrino. El único nombre que nunca tatuará en su brazo es el de su hermano Leoncio, un hombre que no tiene tierra ni puerto. Quizá haga tatuar en su brazo izquierdo el nombre del hijo de Guma, el nuevo Federico. Serán dos con ese mismo nombre: abuelo y nieto. Pero es seguro que Livia lo sacará del muelle y lo llevará a la ciudad para vivir con sus tíos. Así el nombre del hijo de Guma no figurará en el brazo junto a los otros nombres.

El pabilo avanza lentamente.

«Ésta no ha quedado mal del todo», piensa el doctor Rodrigo. Tiene sus tíos. Vivirá con ellos, ayudándolos en su negocio. Otras son más desgraciadas, no les queda otra cosa que la prostitución. Pero Livia merecía otro destino. Quería mucho a su marido y dejó un casamiento de porvenir por amor a él. Ahora tenía un hijo y un saveiro inútil y buscaba el cadáver de su marido con un pabilo flotante. La luz del sol dardea el mar.

El pabilo parece no querer terminarse más. El patrón Manuel mira. Guma era un buen patrón de saveiro, el único capaz de vencerlo en una carrera. Murmura entre dientes a María Clara:

—Era un buen muchacho… Realmente decidido.

Todos lo oyen. Era un buen muchacho, murió muy joven. El único capaz de vencer al patrón Manuel en una carrera. María Clara recuerda:

—Una vez te ganó…

—Pero la primera vez yo le gané. Estábamos a mano.

Livia mira las aguas. Tiene los ojos secos de lágrimas. Lloró mucho en el primer momento, en seguida que lo supo. Pero sus lágrimas se secaron y ella ahora no piensa en nada, no ve nada, no oye nada. Es como si estuviesen hablando a una distancia enorme, de algo que no le interesa. Contempla el pabilo que se pasea por las aguas. Está como atontada, apenas recuerda lo sucedido. Lo que quiere es ver a Guma por última vez, ver su cadáver, mirar sus ojos, besar sus labios. No le importa que ya se encuentre hinchado, disforme, lleno su cuerpo de voraces cangrejos. No le importa: es su marido, es su hombre. Y, de pronto, le vuelve la conciencia de todo lo sucedido. Nunca más se amarán en la cubierta del «Paquete Volador». Nunca más lo verá fumando su pipa, conversando con su voz pausada. Apenas quedará su historia entre las muchas que sabe el viejo Francisco. Nada quedará de él. Ni su hijo, porque su hijo partirá hacia otro destino, subirá a la ciudad alta, olvidará el muelle, los saveiros, el mar que fue el gran amor del padre. Nada quedará de Guma. Solamente su historia que el viejo Francisco legará a los hombres del muelle cuando se vaya con Janaína.

El pabilo se detiene. Mano Manca se arroja al agua. Nada, se zambulle, inútilmente. Mano Manca sube a la superficie. Sin embargo el pabilo está detenido ahí. La cabeza de Mano Manca aparece en la superficie del agua:

—No hay nada.

El patrón Manuel se zambulle también. Inútil. Mano Manca sube al saveiro. El pabilo seguía parado en el mismo sitio, no salía de ahí. El patrón nadaba, se zambullía, trataba de llegar al fondo. No encuentra el cuerpo de Guma. El viejo Francisco afirmaba con convicción:

—Tiene que estar ahí.

Ahora se zambullían Mano Manca y el patrón Manuel. Y nadaban en torno al pabilo. El viejo Francisco se quitó la camisa y se arrojó también al agua. Él estaba seguro.

Pero nada encontró tampoco. Con el oleaje que hacían los nadadores el pabilo siguió andando. Los nadadores subieron al saveiro. El viejo Francisco no se daba por vencido:

—Estaba aquí, ahora salió.

A Livia se le caían los brazos. Sólo sabe que tiene que encontrar el cuerpo de Guma. Es todo lo que sabe. Tiene que verlo por última vez, que despedirse de él. Después se irá, volverá la espalda al muelle y al mar para siempre.

El pabilo se aleja. El saveiro lo acompaña. El doctor Rodrigo está impaciente con este andar. Él no cree, le parece un absurdo, pero es tal la confianza de estos hombres que ha terminado por contagiarse. Y es él que advierte casi con un grito:

—Se paró.

—Ahí está —afirma el viejo Francisco.

Nuevas zambullidas inútiles. Pero pronto el pabilo reanuda su marcha. Y ellos lo siguen lentamente con el saveiro.

Nunca más se amarán extendidos en la cubierta del «Paquete Volador». Nunca más oirán juntos esas canciones del mar. Es necesario encontrar el cuerpo de Guma para que, por última vez, hagan juntos el viaje en un saveiro. Murió salvando a dos personas, la muerte heroica del muelle, la muerte de los hijos predilectos de Iemanjá. Dejó una buena fama, fue un patrón de saveiro como pocos. Pero Livia quiere no recordar. Livia mira el pabilo que anda, que busca inútilmente. Su hijo en casa llamará al padre y a la madre. Rosa Palmeirón tendrá los ojos húmedos de lágrimas, quería a Guma como a un hijo. Livia deja caer la cabeza sobre el brazo. El doctor Rodrigo extiende la mano sobré su cabeza y el silencio reina de nuevo.

El patrón Manuel enciende su pipa. María Clara abraza a Livia y trata de consolarla: «Es nuestro destino».

Pero María Clara nació en el mar, vivió siempre allí. Para ella esto es un sino fatal: un día el hombre queda en el mar, muere con el saveiro que se va a pique. Y la mujer busca su cadáver y espera que el hijo se haga también hombre para verlo morir. Pero Livia no ha nacido en el muelle. Vino de la ciudad, vino de otro destino. El camino largo del mar no era su camino. Ello lo tomó por amor. Por eso no se conforma. No acepta este sino como una fatalidad, como lo acepta María Clara. Ella luchó, iba a vencer. Iba a vencer… Todo tan próximo. Los sollozos destrozan el pecho de Livia.

El viejo Francisco baja la cabeza. María Clara extiende la mano hacia Manuel y parece querer protegerlo, como si la muerte rondara en torno suyo. Las aguas del mar están tranquilas. Para Livia son aguas muertas.

Una vez más el pabilo se detiene. La tarde cayó, el sol se entra. Manuel se zambulle, se zambullen Mano Manca y el viejo Francisco. Salen con la ropa pegada al cuerpo. La noche viene. Mano Manca dice:

—Tal vez vuelva con la noche. Ellos siempre vuelven de noche…

El doctor Rodrigo aplica una inyección a Livia. Ella está también como muerta. En el muelle cantan esa vieja canción:

él se fue a ahogar.

Livia abre los ojos. Viene del misterio de la noche recién llegada la triste voz de la canción:

mi señor ya se fue

en las olas de la mar.

Livia escucha. Él ya se fue en las olas de la mar. María Clara la apoya en su pecho. El «Paquete Volador» anclado en el muelle, se balancea mansamente. Pero su guía, el que lo dirigía, ya se fue en las olas de la mar. La canción llena el muelle, agobia a los hombres que bajan del saveiro. La noche ha cerrado.