Derrotero del Mar Grande
Malos meses para el muelle. Los saveiros pocos viajes hacían, los fletes de las cargas estaban muy bajos y muchos salían a pescar para poder comer. Guma se movía todo lo posible, llevaba toda carga que se le presentaba, hacía cualquier cosa. Livia casi siempre lo acompañaba. De acuerdo a lo que se prometiera, trataba de estar cuanto podía con su marido. Pero Guma le confesó una noche de temporal que le resultaban penosos estos viajes con ella. Él, que nunca sintió miedo, se aterrorizaba cuando se nublaba el cielo y estaban en el mar. Era el verla a ella en peligro que le traía ese terror, ese miedo a los vientos y a las tempestades. Livia entonces espació sus viajes y sólo lo acompañaba cuando lo veía de buen humor. A veces era él quien la invitaba, viendo el pedido en sus ojos:
—¿Estás con ganas de acompañarme, negra?
Le decía negra cariñosamente. Y ella se iba a preparar dichosa. Guma quería saber por qué quería acompañarlo, pero ella nunca le dijo que temía por su vida. Más bien le daba a comprender que tenía celos de las mujeres que podía encontrar en los puertos. Guma sonreía, chupaba la pipa y la tranquilizaba:
—Qué va a ser. Si me quedo en el barco nada mas que pensando en mi negra.
Cuando no lo acompañaba. Livia se quedaba en casa con el viejo Francisco, que se pasaba contándole viejas historias del muelle, episodios de naufragios, muertes y ahogados, que la llenaban de terror. Su marido estaba en el mar, sobre una frágil embarcación, a merced de los vientos. Podía no verlo más o sólo recibir su cadáver, conducido en una hamaca entre dos hombres sosteniendo la pértiga. Podía volver con su cuerpo lleno de cangrejos como Andrade, cuya muerte le contaba el viejo Francisco mientras remendaba velas ayudado por Livia.
No salía de su memoria esa canción que María Clara cantara el día de su casamiento: «Él se fue a ahogar en las olas de la mar». Asistía ahora todas las mañanas, sin poderlo detener, sin poderlo remediar, a la partida de Guma hacia la muerte. Otras mujeres del muelle miraban partir a sus maridos indiferentes. Pero estas mujeres habían nacido aquí, habían visto llegar el cadáver del padre, de un hermano, de un tío. Y sabían que éste era el destino, la ley del muelle. Hay en el muelle una cosa peor que la miseria de las fábricas, que la miseria del campo: la certeza de que el fin será la muerte en el mar, inesperada, repentina. Las mujeres sabían que era un sino milenario, un destino ya escrito. Nadie se rebelaba. Lloraban a sus padres, se enloquecían de dolor cuando sus maridos quedaban en el mar, y se lanzaban desesperadamente al trabajo o a la prostitución hasta que sus hijos crecían y a su vez se iban también. Ellas eran del muelle y llevaban su corazón ya marcado.
Pero Livia no era del muelle. Vino allí por el hombre que amaba. Y temía por él, trataba de salvarlo de su destino o morir con él para no llorar su ausencia. Si Guma se ahogaba, ella también quería ahogarse. El viejo Francisco sólo sabe historias del mar. Las cuenta todo el día, y siempre son historias tristes, de naufragios, de tempestades. Refiere con orgullo la valerosa muerte de patrones de saveiro que conoció, y escupe con desprecio cuando recuerda a Ito, que por salvarse dejó morir a cuatro compañeros de su saveiro. Escupe con asco. Porque un marinero nunca debe hacer eso. Así son todas las historias que cuenta el viejo Francisco. No dan ningún consuelo al corazón de Livia, lo amargan todavía más, hacen que sus ojos se llenen de lágrimas. Y el viejo Francisco siempre encuentra nuevo repertorio de sucedidas desgracias. Muchas veces Livia huye a su cuarto para no oírlo. Y el viejo Francisco, que ya comienza a chochear, sigue solo contando, sobrio de gestos, sobrio de palabras.
Por eso Livia se alegró mucho cuando Esmeralda, la querida de Rufino, vino a vivir cerca de ellos. Era una linda mulata, de grandes pechos y fuertes nalgas, una mujerona. Muy habladora, reía mucho, con una carcajada franca, y poco se le importaba de Rufino que estaba loco por ella. No hablaba más que de vestidos, de perfumes, de los zapatos de moda que había visto en las vidrieras. Pero distraía a Livia y le sacaba de la mente esa idea de la muerte. También María Clara venía a veces de visita, pero María Clara, que naciera y viviera siempre en los saveiros, amaba el mar por sobre todas las cosas y al patrón Manuel más que nada. Todo lo que deseaba era que él siguiese siendo el mejor patrón de saveiro de estos lados, le diese un hijo y se fuese valientemente con Iemanjá al llegarle su hora.
Al terminar las clases, la señorita Dulce pasaba frecuentemente a verla y a charlar un rato. Pero la que realmente la entretenía era Esmeralda, con su graciosa voz, los requiebros de su cuerpo y su alocada cháchara. Vivía pidiéndole cosas prestadas, entraba en la casa como si fuese la suya, todo lo averiguaba. El viejo Francisco se lamía los labios y le guiñaba el ojo y ella decía riéndose: «Miren a este pescado viejo…». Rufino andaba con su canoa río arriba, río abajo, una noche en su casa y una semana fuera, pero a Esmeralda nada le importaba. Un día que encontró a Livia llorando, le dijo:
—No sea zonza. No le dé tanta importancia a los hombres… Deje que tengan por allá sus mujeres. Vea, haga como yo, que no tomo en cuenta esas cosas.
—No, Esmeralda, no es por eso. Tengo miedo que se ahogue…
—¿Y todos no nos tenemos que morir algún día? Total, si el mío se ahoga, busco otro.
Livia no comprendía. Si Guma moría ella también moriría, porque, además de lo que era perderlo, no podría aguantar los duros trabajos que esperan a las viudas y nunca iba a vender su cuerpo para comer.
Esmeralda no estaba de acuerdo. Si moría Rufino, ya iba a encontrarse otro y continuaría su vida como si tal cosa. No era la primera vez que lo hacía. Uno se le quedó en el mar, su marido se fue en un carguero y no volvió más, el tercero se le fugó con una novia. Y ella no se hacía mala sangre y seguía viviendo. ¿Se iba a preocupar pensando desde ahora lo que podría pasarle más adelante? Ahora lo que la preocupaba era poderse comprar vestidos, brillantina para estirarse el cabello, buenos zapatos para lucirse en el muelle. Livia se reía hasta las lágrimas. Esmeralda era muy divertida. Suerte tenerla de vecina. ¿Si no qué sería de ella oyendo todo el día los cuentos trágicos del viejo Francisco y pensando en que Guma podría ahogarse?
Pero cuando Rufino llegaba con la canoa, Esmeralda era otra. Sentada en las rodillas del negro, le gritaba a Livia:
—Mi negro ha llegado… Hoy vamos a cenar mejor…
Rufino estaba loco por ella y había quienes decían que la mulata le escribía a Janaína. Rufino la llevaba al cine, al circo cuando venía un circo y muchas veces iban a bailar al «Océano Fútbol Club», que si no tenía equipo de fútbol en cambio daba reuniones danzantes los sábados y domingos para la gente del muelle. Parecían tan felices que Livia sentía envidia de Esmeralda. Aun cuando Rufino borracho distribuía sopapos en la casa. Esmeralda tenía él corazón tranquilo, no temía perder a Rufino.
Había ocasiones en que Livia esperaba la llegada convenida de Guma y se lo pasaba en el muelle tratando de distinguir entre las velas que entraban las del «Valiente». A veces veía una parecida y su corazón saltaba de gozo. Había pedido a Rufino que le tatuara en el brazo dos nombres: Guma y Valiente. Y miraba su brazo y miraba el mar, hasta que comprendía que se equivocaba, no era Guma. Y seguía a la espera de otra vela. ¿Sería ese saveiro que viene ahora? Y la esperanza llenaba su corazón. No era tampoco. Algunos días pasaba toda la tarde y parte de la noche en esa espera. Y cuando no llegaba, atrasado por algún inconveniente, regresaba a su casa con un amargo presentimiento. Y nada valía que Esmeralda le dijese:
—Las malas noticias llegan pronto. Si le hubiese pasado algo ya se sabría.
Nada valía tampoco que el viejo Francisco rebuscase en su memoria casos de algunos que demoraron meses en volver y un buen día se aparecían. Y Livia se quedaba despierta, caminando de un lado a otro de su cuarto, y a veces oía los gemidos de amor de Esmeralda a través de la pared medianera. No dormía y le parecía percibir en la voz del viento la voz de María Clara cantando:
Él quedó en las olas
Él se fue a ahogar;
Me voy para otras tierras
Que mi señor ya se fue
En las olas de la mar.
Y si el sueño la vencía, si el cansancio la tiraba a la cama, entonces su sueño era de pesadilla, tempestades y cadáveres de ahogados.
Sólo podía descansar cuando oía la voz de Guma en medio de la noche o en la mañana clara. Venía gritando con alegría infantil:
—¡Livia! ¡Livia! Mira lo que te traje…
Pero siempre llegaba primero Esmeralda, que lo abrazaba apretándole los senos en su cuerpo y preguntándole:
—¿Y para mí no me ha traído nada?
—Es Rufino el que tiene que traerle…
—¿Ése? Ni la cola de un pescado muerto se acuerda de traer…
Venía Livia con los ojos ya enjugados y le parecía mentira verlo, tantas veces lo soñara muerto en sus pesadillas.
Un viernes Guma la invitó:
—¿No quieres venir mañana, negra? Tengo que llevar unos ladrillos para Mar Grande. Manuel va también. Tenemos una cuestión con él…
—¿Qué cuestión?
—Una apuesta. Una vez corrimos con los saveiros y él me ganó. Hace tiempo. Ahora lo voy a correr de nuevo. Y vas a cantar para que el «Valiente» gane.
—¿Porque yo cante? —se sonrió ella.
—¿No lo sabes? El viento ayuda al que cante mejor. La otra vez ganó Manuel porque María Clara cantaba una canción muy linda. Yo no tenía quien cantara.
La tomó por la cintura y la miró a los ojos:
—¿Por qué te lo pasas llorando cuando yo no estoy aquí?
—No es cierto. ¿Quién te dijo?
—Esmeralda. Y el viejo Francisco también. ¿Por qué lloras?
Los ojos de Livia no tenían misterio. Eran limpios y claros como el agua, la clara agua del río. Livia acarició los largos cabellos de Guma:
—Si por mí fuera, iría siempre en el saveiro…
—¿Estás con miedo que me pase algo? Yo sé bien lo que es navegar con un saveiro.
—Pero todos se ahogan…
—También allá —señalaba arriba la ciudad— se muere la gente. En todas partes es lo mismo.
Livia lo abrazó. Él la acostó en la cama y apretó sus labios a los de ella con prisa, con su prisa habitual, como la de todos los hombres que no saben qué pasará mañana. Pero la entrada de Esmeralda interrumpió la caricia.
Guma salió para cargar el saveiro. Al caer la tarde Livia se puso su mejor vestido y tomó el ascensor. Iba a visitar a los tíos. Estaba contenta porque al día siguiente viajaría con Guma. Dos días con él, la mitad de los cuales los pasarían en el saveiro porque de Mar Grande iría a Maragogipe.
Al anochecer Guma volvió. Gomo Livia había salido, se demoró en volver. Fue al «Farol de las Estrellas» a tomar un trago. Don Babau rengueaba, el doctor Filadelfio escribía una carta para Mano Manca y bebía copa tras copa. Y se paró a conversar con Esmeralda, que muy competente, coqueteaba en la ventana.
—¿No quiere pasar un rato?
—No, gracias.
Lo invitó con una sonrisa:
—Entre. Sentado va a estar mejor.
Rehusó. Un momento nomás y se iba a su casa. Livia no tardaría en llegar. Esmeralda lo miró:
—¿Es por miedo a Rufino o a ella? Rufino anda de viaje…
Guma la miró sorprendido. Verdad que ella se le apretaba con los senos, que se tomaba ciertas intimidades, pero nunca una cosa tan clara como ahora. Lo estaba provocando, no había duda. Era una mulata de no despreciarla, pero era la mujer de Rufino, tan amigo suyo, y no podía traicionar a Rufino ni a Livia. Guma resolvió hacerse el que no entendía. Pero Livia venía subiendo la ladera. Esmeralda dijo:
—Será otro día…
Ahora lo que quería Guma era satisfacer su deseo. A la mañana la entrada intempestiva de Esmeralda, ahora su respeto a la amistad. ¿O la llegada de Livia? Guma piensa que Esmeralda es una mulata de hacer agua la boca. Y se le estaba ofreciendo, entregándosele. Pero era la amante de Rufino, de su mejor amigo, al que debía muchos favores, su padrino de casamiento. Además Guma es dueño de la mujer más linda del muelle, no necesita de otra. Tiene una mujer que lo quiere. ¿Para qué entonces anda pensando en el excitante cuerpo de Esmeralda? En sus senos que parecían escaparse de su blusa, en sus meneantes ancas de mulata. Y tiene ojos verdes, mulata de ojos verdes. ¿Qué haría Rufino si Esmeralda lo traicionara con Guma? Los mataría con seguridad a los dos, después se perdería en el mar sin límites. Y Livia se envenenaría. Los ojos de Esmeralda son verdes. Livia le avisa:
—Se está enfriando la comida.
Que se enfríe. La arrastra al dormitorio. Ella se estremece en la cama. Es la mujer más linda del muelle. Él nunca traicionará a un amigo.
La mañana es hermosa, llena de sol. Octubre es el mejor mes de la ribera del muelle. Todavía el sol no es caliente, las mañanas son claras y frescas, mañanas sin misterio. De los cercanos saveiros viene el perfume de la fruta madura que traen al Mercado. Don Babau compra ananás para fabricar una sabrosa cachaza para los parroquianos del «Farol de las Estrellas». Una negra pasa con sus latas de mingau. Otra vende mungunzá en un grupo. El viejo Francisco, que es muy madrugador, compra un poco de mingau de mandioca ácida. Parte cargado un saveiro. Salen barcos de pesca, los pescadores van desnudos de cintura arriba. Comienza el movimiento del Mercado. Hombres que bajan por el ascensor que une las dos ciudades, la alta y la baja.
El patrón Manuel ya está en el muelle con María Clara vestida de rojo y con una cinta en el pelo. El viejo Francisco se les acerca:
—¿Va a salir, patrón?
—Estoy esperando a Guma. Estos recién casados no madrugan…
—Hace ya cinco meses que se casó…
—Y parece que fuera ayer —comenta María Clara.
—Están contentos, eso es lo principal…
Ellos venían llegando. Livia todavía con los ojos hinchados de la noche de amor. Guma con el cuerpo cansado, seguro de perder la carrera:
—Voy a perder la apuesta. Estoy deshecho.
Ella se rió sin malicia y apretó el brazo del marido:
—Es tan lindo…
—Vamos a apurarnos un poco.
Ahora Livia conversa con María Clara, que le dice:
—Me parece que estás engordando mucho, ¿eh?
—No, no hay nada.
—A lo mejor está ahí un patrón de saveiro…
Livia se ruborizó:
—Ni patrón de saveiro, ni canoero. Uno no puede pensar en eso… Apenas nos alcanza para vivir los dos.
María Clara estuvo de acuerdo:
—Es así nomás. Pero si Manuel quiere yo también quiero. Sólo tengo miedo que me salga mujer.
El patrón Manuel se había embarcado. El viejo Francisco se dirigió al grupo que había en el Mercado, pero antes aconsejó a Guma:
—En la vuelta de la isla, gana terreno. Manuel no es muy fuerte en esas maniobras.
—Bueno —pero Guma estaba seguro de perder.
En el Mercado hacían apuestas. La mayor parte por el patrón Manuel, pero Guma, desde el salvamento del «Canavieiras» y, especialmente, después de lo de Triara (en toda la ribera del muelle se supo en seguida), tenía también sus admiradores.
El «Viajero sin Puerto» salió primero. El viento era favorable y rápidamente navegó hacia el tajamar. Guma levaba el ancla y Livia atendía las velas. De cerca del tajamar venía la voz de María Clara:
Corre, corre, mi saveiro
corre, corre con el viento.
El «Viajero sin Puerto» aguardaba en el tajamar. Desde allí comenzaría la carrera. El «Valiente» iba saliendo en las maniobras preliminares. La gente reunida en el muelle, observaba. El «Valiente» sintió el viento, sus velas se hincharon. Pronto estuvo a la par del «Viajero sin Puerto». Y partieron los dos juntos. El patrón Manuel se adelantó un poco. María Clara cantaba y Guma sentía el cansancio de sus brazos, el cansancio de su cuerpo. Livia vino y se echó a su lado. El viento llevaba la voz de María Clara:
Corre, corre, mi saveiro
corre, corre, con el viento.
Y Livia cantó también. Sólo las canciones compran el viento y el mar. Y eran lindas voces, voces del muelle ofrecidas al mar. Livia cantaba:
Corre, corre, mi saveiro
corre, corre más que el viento.
Acaricia la voz al «Valiente». La radiante mañana pone reflejos en las aguas azules. Guma poco a poco va dejando de sentir el cansancio de la noche de amor y ayuda al saveiro, ayuda al viento. Van casi aparejados ahora y el patrón Manuel le grita:
—Va a ser brava, muchacho.
La isla de Itaparica es una mancha verde en el mar azul. Tan quieto, que en ciertos puntos se ven las piedras del fondo. Cuando andaba de novio con Livia sólo pensaba en poseerla. ¿Y acaso piensa en otra cosa ahora? Venía de una noche de amor y en estos momentos no piensa en la carrera, no piensa en la apuesta, sólo piensa en tenerla nuevamente entre sus brazos, apretarla contra su cuerpo. La llama. La voz de María Clara atraviesa la boca de la barra.
—Acuéstate aquí, Livia.
—No. Después que ganes.
Sabe que de acostarse a su lado, él ya no pensará en el timón, ni en la carrera, ni en el buen nombre del saveiro. Sólo pensará en el amor.
Los saveiros van en una misma línea. El viento los lleva, los patrones los ayudan. ¿Quién vencerá? Nadie puede decirlo. Guma está dando todo. María Clara canta. Livia vuelve a cantar. Y el «Valiente» acorta distancias. Pero el patrón Manuel se agacha sobre el timón del «Viajero sin Puerto» y toma la delantera.
Ahora están sobre la curva. Aquí mismo hay un bajío de piedra. El patrón Manuel vira hacia la derecha, ganando distancia para la curva. Marcha bastante adelante. Pero, Guma hace, cosa que nadie hizo nunca, la curva cerrada sobre el bajío que llega a rozarle el casco del barco. Y cuando el patrón Manuel da vuelta a su saveiro, ya el «Valiente» ha pasado adelante. En el muelle de Monte Grande los pescadores saludan al héroe de esta hazaña. Jamás han visto a nadie dar la curva sobre el bajío. Sólo un viejo pescador censura:
—Éste ganó, pero el otro es mejor marinero. Un buen marinero no echa así su barco sobre las piedras.
Pero la gente joven no quiere oír las palabras sensatas del viejo y aplauden a Guma. Atraca el «Valiente». En seguida llega el patrón Manuel. Riendo le dice:
—Estamos a mano. La otra vez gané yo. Un día de estos vamos a desempatar.
Y poniéndole la mano en el hombro, agrega:
—Pero tienes que pensar que dos veces no se hace lo que has hecho hoy. En la segunda vez uno se queda…
Pero Guiña no da importancia al hecho:
—Es cosa fácil…
Livia sonríe. María Clara bromea:
—¿El que viene hará eso también?
Livia se ha puesto seria. Su hijo nunca hará nada así. Sin embargo no puede menos de pensar que esta vida tiene su belleza y que es digna de un verdadero hombre.
Guma y el maestro Manuel están descargando sus saveiros. Después los cargarán nuevamente y partirán para Maragogipe, de donde han de regresar con cigarros y tabaco para Bahía. Consiguieron juntos este viaje, en estos malos meses de poco movimiento.
María Clara y Livia se van a caminar por la única calle de Mar Grande que es la playa. Las casas son de paja. Pasan hombres vendiendo pescado, los pantalones arremangados, tatuados los brazos. Aquí en Mar Grande hay famosos candomblés y respetados Padre de Santo. En la zona de los veraneantes se levantan algunas casas de piedra. Ésta es tierra de pescadores. De aquí salen todas las mañanas los barcos para la pesca y regresan todas las tardes a eso de las cuatro. En otro tiempo llevaban y traían veraneantes de la ciudad. Hoy una lancha hace ese servicio.
Octubre y todavía sopla el sureste. Pero al llegar el verano soplará el «fresco», que es un débil noreste. Cuando vienen los veraneantes tienen que desembarcar en brazos de los pescadores para transponer la faja de arrecifes de la playa, donde la lancha no se aventura. Sólo los saveiros penetran en ellos. En lugar alguno los temporales son tan fuertes como en esta parte de Mar Grande.
En esto piensa Livia mientras caminan por la húmeda calle. María Clara va callada, de tanto en tanto recoge una valva de la playa:
—Es para hacer un marco para retrato —explica.
De pronto se encuentran con unas gitanas. Antes pasó un gitano con unas cacerolas. Las gitanas son cuatro. Sucias, hablando en una extraña lengua, parecen discutir entre ellas. María Clara propone a Livia:
—¿Vamos a hacernos adivinar la suerte?
—¿Para qué? —se resiste Livia que les tiene miedo.
Pero María Clara llama a las gitanas sin escucharla. Una gitana vieja toma la mano de María Clara:
—Dame plata y adivino todo, presente, pasado, porvenir…
Otra gitana dice a Livia:
—¿Quieres que te diga la suerte?
—No.
María Clara la anima:
—Deja que te adivine la suerte, te va a decir todo…
Livia entrega una moneda y la mano. La vieja le está diciendo a María Clara:
—Veo un viaje… Vas a viajar mucho… Vas a tener muchos hijos…
—Janaína te oiga —ríe María Clara.
La otra gitana, embarazada con grandes aros en las orejas, profetiza a Livia:
—Estás pasando malos momentos de dinero, pero va a irte peor. Después tu marido va a mejorar mucho, pero con grandes peligros…
Livia está asustada. La gitana continúa:
—Si me das otra moneda te saco el peligro.
Livia no tiene dinero y se lo pide a María Clara. Le entrega la moneda a la gitana que murmura entre dientes un rezo extraño. Después se van, reanudando entre ellas la interrumpida discusión. María Clara comenta riéndose:
—Me dijo que iba a tener una docena de hijos. Manuel va a ponerse furioso. A mí me gustaría. Los metía a todos en el saveiro y nos arreglaríamos.
Livia sigue oyendo las palabras de la gitana: «Pero con mucho peligro». ¿Cuál será ese peligro para Guma? Tal vez fuese la misma vida que llevan diariamente los marineros. La playa de Mar Grande se extiende infinitamente. Regresan al puerto. Los saveiros ya están descargados y Guma y Manuel fríen pescado. Los dos ríen y olfatean el aire oloroso a pescado frito. Termina la comida y vuelven a cargar los saveiros.
A la noche parten. El mar se presenta tranquilo en una difícil ruta de Mar Grande. Desde los saveiros oyen las músicas y las canciones de los gitanos. Son lindas, pero tristes. Guma comenta a Livia:
—Es una música que parece anunciar desgracias…
Livia, baja la cabeza sin contestar. El cielo está lleno de estrellas.
Esa parte de Mar Grande es muy difícil. Por eso los saveiros navegan con gran cuidado sorteando los arrecifes. Aquí han quedado muchos. Días después, en una tempestad, aquí quedaron Jacques y Raimundo, su padre. Guma fue el que descubrió los cuerpos cuando volvió de Cachoeira. El viejo todavía aferraba la camisa de Jacques, seguramente queriendo salvarlo. Y esa noche quedó viuda Judith. Livia había esperado a Guma en el muelle esa noche y dio a Judith la noticia de la muerte de su marido. La suegra de Jacques la había hospedado en Cachoeira cuando huyó de su casa para casarse.
En los arrecifes de Mar Grande quedaron Jacques y su padre. Ruta difícil ésta de Mar Grande, recorrida diariamente por decenas de embarcaciones. La gitana dijo a Livia que Guma tendría grandes peligros. Guma navegará por la ruta de Mar Grande. La vida de Livia es una desesperación continua, una angustia obsesiva. Cuando parte el «Valiente» para Mar Grande piensa en una desgracia. Ya le ha dicho María Clara que así le va a traer mala suerte a Guma.
Ruta difícil esta de Mar Grande, que ya costó tantos hombres. Un día le llegará su vez a Guma, pero antes, dijo la gitana, le esperan muchos peligros. ¿Será navegando por la zona de Mar Grande? ¿Quién sabe cuáles serán esos peligros? Nadie lo sabe, ni las gitanas, que no se conoce de dónde vienen ni adónde van, las gitanas que oyen la voz del mar en un caracol. Ni ellas saben.
Livia había traído de Mar Grande un puñado de valvas y con ellas hizo un marco para un retrato de Guma, uno que se sacara en la plaza, debajo del ascensor, recostado a un árbol. El otro, el que tenía en el «Valiente» Livia se lo mandó en un sobre a Janaína, pidiéndole que no se llevase al padre de su hijo. Porque María Clara tiene razón, en sus entrañas hay un ser que vive, un ser que un día —nadie puede con el destino— hará también la ruta de Mar Grande.