El árabe Toufick
Había llegado en tercera clase en un barco que tocó veinte puertos. Llegó del otro lado del mundo y no traía casi nada en la cartera de cuero que apretaba contra su pecho al comenzar a subir la ladera de la Montaña. Llegó una noche de tempestad, la noche que el saveiro de Jacques se fue a pique en la boca de la barra. Esa noche, mirando la ciudad extraña que tenía frente a él, lloraba. Venía de Arabia, de una aldea en medio del desierto. Había recorrido mares de arena para venir a ganarse la vida al otro lado de la tierra. Otros vinieron antes que él y tenían ahora bosques de olivos, lindas casas, eran ricos. Él vino también para eso. Partió de entre montañas, atravesó grandes arenales a lomo de camello, se metió en la tercera clase de un buque, pasó muchos días en el mar.
No había aún aprendido la lengua de la nueva tierra y ya vendía sombrillas, seda barata, carteras, a las sirvientas de las casas de Bahía. A poco se familiarizó con la ciudad, con el idioma, con las costumbres. Vivía en el barrio árabe de la Ladera do Pelourinho, de donde salía todas las mañanas con su cajón de mercachifle. Después mejoró de vida. Cuando conoció a F. Murad, el árabe más rico de la ciudad. La casa de F. Murad ocupaba casi una manzana de la calle Chile. Según rumores se enriqueció con el contrabando de seda. Muchos de sus propios compatriotas lo odiaban, porque decían que de él no se podía esperar ninguna ayuda. Pero la verdad era que F. Murad tenía una prolija información de sus compatriotas que vivían en Bahía y cuando alguno de ellos se revelaba como una persona que podía prestarle utilidad, lo empleaba en alguno de sus diversos negocios. Tiempo hacía que se interesaba por Toufick. Recibió una carta informándolo de los verdaderos motivos de la venida de Toufick. No era sólo para hacerse rico que vino. Abandonó su patria porque quiso ser olvidado por allá, detrás de él quedaba un rastro de sangre. Y F. Murad lo tenía en observación desde hacía meses, lo veía prosperar rápidamente, pudo ver que era un hombre de agallas capaz de cualquier negocio que le reportara beneficios. Y cuando lo creyó oportuno lo llamó y lo colocó en uno de sus negocios de mayor rendimiento. Ahora era Toufick que trataba directamente con los despenseros de a bordo, con los comandantes de los buques, con los pilotos, para todos los cargamentos de sedas que eludían los impuestos. Y se reveló habilísimo, nunca estos negocios estuvieron tan bien manejados.
Dentro de algunos años Toufick podría regresar a la patria de montañas entre arenas, borrando su deuda de sangre, y plantar por su cuenta un monte de olivos.
Toufick conocía el muelle como pocos. Los patrones de saveiros le eran familiares, sabía el nombre de todos los barcos, aunque los pronunciaba en su lengua pintoresca. Javier, el patrón del «Caburé», trabajaba para él. Y si Javier no se había hecho ya rico, era porque vivía a disgusto y su dinero apenas le alcanzaba para beber en el «Farol de las Estrellas» y jugar en las ruletas clandestinas de la ciudad alta. Era el «Caburé» el que iba a recibir en el secreto de la noche los cargamentos de seda que traían los buques y el que los transportaba hacia sitios poco conocidos. Y Toufick, de tanto acompañar en estos viajes, ya era un verdadero patrón de saveiro. Por lo menos oía encantado las canciones que en la noche cantaba el soldado Jeremías en el viejo fuerte. Y una noche de cerrazón cantó en su lengua una canción del mar que oyera cantar en su patria a los marineros el día que se embarcó para América. Era una extraña melodía en medio de la cerrazón de la noche. Pero las canciones de los marineros, por más distintas que sean en su letra o en su música, siempre hablan de amor y de muerte en el mar. Por eso todos los marineros las comprenden, aunque las cante un árabe de las montañas y vengan de un sucio puerto de Asia.