Ley
Los barcos de pesca se volvían al muelle. Algunos apenas habían comenzado la pesca y ni para los gastos tenían. Rufino se volvió con su canoa del medio de la bahía. Unos saveiros que ya habían levantado las velas y sacado el ancla, volvieron a echar el ancla y arriaron las velas. Sin embargo el cielo estaba azul y el mar tranquilo. A pesar de eso los barcos de pesca regresaban. Rufino trajo su canoa al Puerto de la Leña, los saveiros atracaban al muelle. Y el agua fue cambiando de color, de azul se puso plomiza. Severino, un canoero decidido, se vino hacia el muelle de los saveiros. Cuando vieron que los saveiros no partían, muchas personas dejaron el mercado y tomaron el ascensor. Pero la mayoría se dejó estar, porque el tiempo estaba lindo, el cielo azul, el mar sereno, el sol brillante. Para ellos no había ninguna amenaza en suspenso.
Severino se acercó y dijo al patrón Manuel y a Guma:
—Va a ser cosa fiera hoy…
—Para salir, solamente loco…
Chuparon las pipas. Algunos entraban o salían del Mercado Modelo. El sol refulgía en las piedras del pavimento. En la ventana de una casa una mujer tendía una toalla. Unos marineros trepados al dorso de un buque lo lavaban. El viento comenzó a soplar haciendo volar la arena. Severino preguntó:
—¿Hay muchos en el mar?
El patrón Manuel observó a su alrededor. Los saveiros se balanceaban en el ligero oleaje.
—Que yo sepa, no. Y los que están afuera se quedarán por Itaparica o Mar Grande…
—Yo no quisiera estar en el agua en un momento de éstos…
El viejo Francisco se reunió al grupo que iba aumentando:
—Fue en un día como éste que Juan Pequeño tragó agua…
Juan Pequeño fue el patrón de saveiro que más conocía su profesión en todo el muelle. Su fama era comentada hasta muy lejos. Gentes de Penedo, de Caravelas, de Aracaju hablaban de él. Su saveiro se aventuraba por sitios donde ningún otro se aventuraba. Y no temía ningún temporal. Tanto conocía la barra, que fue invitado para hacer de práctico. Entraba con los vapores en las noches de tempestad. Los iba a buscar afuera, saltando sobre las olas, y los traía evitando los peligros de la barra, difícil en días de temporal. Y una noche de calma como hoy, que el mar estaba color cobre, se animó a salir. Un vapor, que por primera vez arribaba a Bahía, no conocía el camino. Y Juan Pequeño no regresó de su viaje. El gobierno votó una pensión para su mujer, que después le fue suspendida por economías. Hoy de Juan Pequeño sólo queda su fama en la ribera del muelle.
El viejo Francisco, que lo conocía, llevaba contada más de cien veces la historia de Juan Pequeño. Y los que le escuchaban la oían siempre respetuosamente. Se dice que Juan Pequeño se aparecía en las noches de tempestad. Eran muchos los que lo habían visto navegando en los saveiros en busca del buque perdido en la niebla. Y hasta hoy Juan Pequeño busca el buque. Y no descansará hasta poderlo llevar al puerto. Después comenzará su bien merecido viaje con Iemanjá por las Tierras del Sin Fin.
Es ésta una de las noches en que él aparece. Cuando el viento encrespe las olas y brame haciendo retemblar las casas, cuando la noche caiga sobre el muelle, vendrá para señalar el camino al buque que se perdió. Navegará sobre los saveiros, atemorizando a los que estén en el mar.
Un saveiro se aproxima al muelle. Con el fuerte viento que sopla corre locamente. Las velas tensas al máximo. Los hombres observan:
—Es Javier…
—Es el «Caburé»…
El saveiro está ya cerca y se puede leer el nombre escrito en pintura negra: «Caburé».
—Nunca he visto nombre más feo para un barco… —dice el patrón Manuel.
—Vaya uno a saber sus razones —interrumpe Francisco—. No siempre se conoce la vida de los demás.
—No es por meterme. Digo nomás…
El viento aumenta por momentos y las aguas están agitadas. Desde lejos venía el bramar de un viento fuerte y despiadado. A poco el muelle se fue despoblando. Javier luego de atracar se reunió al grupo:
—Está fiera la cosa…
—¿Hay mucha gente en el agua?
—Solamente vi a Otoniel, pero estaba cerquita de Maragogipe.
El mar estaba en movimiento, las olas ya era grandes, los saveiros y las canoas en el muelle subían y bajaban. El patrón Manuel se volvió a Javier.
—Dígame, si no toma a mal la pregunta, ¿por qué le puso a su barco un nombre tan poco lindo?
Javier frunció el ceño. Mulato retacón tenía el pelo alisado:
—Cosas de uno… Estupideces no más…
La tempestad se desató sobre la ciudad y el mar. Ahora no había nadie en las proximidades del Mercado, a no ser ellos que formaban un grupo bajo las capas de goma por donde se escurría la lluvia. El viento ensordecía y tenían que hablar en voz alta. El patrón Manuel gritó:
—Algo que le pasó ¿no?
—Bueno, ya que quiere, se lo cuento… Fue cosa de mujer… De esto ya hace mucho tiempo, fue en la otra costa, allá en el sur. Estupideces nomás. Ni vale la pena acordarse. Vaya uno a saber lo que piensa una mujer. ¿Por qué sería que me llamaba Caburé? Sólo ella lo sabía y nunca me lo dijo, solamente se reía, se reía mucho… Era como para que uno se volviera loco, eso era lo cierto…
El viento se llevaba las palabras. Los hombres se encorvaban para oír mejor. Javier bajó la voz:
—Me decía Caburé… Por qué, no lo sé… No hacía más que reírse cuando se lo preguntaba… Y al barco le puse Caburé…
No había nada de raro en eso. Pero él puso de pronto expresión de rabia y gritó:
—¿Nunca han estado metidos con una mujer? Bueno, entonces no saben lo que es desgracia… Prefiero mil veces, y que Dios me perdone —y se golpeaba la boca con la mano—, un temporal como éste que una mujer engañadora… Por qué me llamaba Caburé, el diablo lo sabe. ¿Y por qué me dejó? Nada le había hecho. Al volver un día ya no estaba, ni sus cosas se había llevado… La anduve buscando por el mar, pensando que se hubiera ahogado… Bueno, podemos ir a tomar una copa, ¿no?
Se dirigieron al «Farol de las Estrellas». De allí venía la voz de Rosa Palmeirón que cantaba. El viento arrastraba la arena. Javier dijo:
—La cosa no vale la pena… Pero uno queda pensando… Le puse al barco Caburé. Como me llamaba ella. Me había dicho, poco antes de irse, que estaba por tener un hijo mío… Se fue con el chico en la barriga…
—El día menos pensado vuelve —lo consoló Guma.
—Muchacho, todavía no sabes de estas cosas… Si ella vuelve, la despedazo…
—Claro, por eso era el nombre del barco… Me lo imaginé…
—Si no lo hiciera, me moría de vergüenza…
Dijo algo más, pero el viento se llevó sus palabras. No oían más la voz de Rosa Palmeirón cantando. La oscuridad era dominante. Sólo oyeron de nuevo voces al entrar al salón del «Farol de las Estrellas».
Un hombre de sobretodo gritaba dirigiéndose a Don Babau:
—Pensé que aquí había hombres… Aquí no hay más que cobardes…
El salón estaba vacío. Sólo Rosa Palmeirón que lo escuchaba atentamente. Don Babau extendía las manos sin encontrar argumentos:
—Pero, Don Godofredo, el temporal no es juguete…
—Todos unos cobardes. Los hombres de coraje se acabaron en este muelle. ¿Dónde está la raza de Juan Pequeño?
Se le acercaron. Era Don Godofredo, el de la compañía de navegación «Bahiana», que estaba fuera de sí:
—¿Qué le está pasando, Don Godofredo? —preguntó el patrón Manuel.
—¿Qué me pasa? ¿Así que no lo sabe? El «Canavieiras» está ahí afuera sin poder entrar…
—¿Y el capitán no sabe entrar sólo?
—Qué va a entrar… Es un inglés recién llegado. No conoce nada. Busco un hombre para que sirva de práctico.
Escupió con rabia:
—¿Es que ya no hay hombres valientes en los saveiros?
Javier se adelantó. Francisco creyó que se iba a ofrecer y le tiró del saco.
—Usted ha hablado de Juan Pequeño, ¿no? Dígame, ¿qué ganó él? Ni en el infierno descansa. Anda por ahí asustando a la gente. Dígame, ¿qué ganó? Le dieron a la mujer pensión, para disimular… Después se la quitaron… ¿Se cree que uno va a morir nada más que para ser valiente…
—Hay chicos en el buque…
—¿No tenemos nosotros también chicos? ¿Qué es lo que ofrece, vamos a ver?
Don Godofredo hizo una oferta:
—La Compañía da doscientos al hombre que quiera ir.
—¿No le parece poco por una vida, eh? —y Javier se sentó y pidió una cachaza.
Rosa Palmeirón rió fuerte:
—¿Viene su mujer en el buque, Godofredo? ¿O será su amante?
—Cállese, mujer, ¿no está viendo que el buque viene lleno de gente?
Nadie en el muelle simpatizaba con Don Godofredo. Había comenzado como práctico en la «Bahiana» y nadie sabía cómo llegó a capitán. Nunca entendió nada de eso y lo único que hacía era perseguir a los marineros. Después que casi mete el «Maraú» en la barra de Ilhéus, la Compañía le dio un puesto en los escritorios. Y él era la sombra negra de los patrones de saveiros, de los canoeros y de los estibadores.
—Está lleno de gente. ¿Dónde están los hombres del muelle? Antes ningún buque se perdía así.
—¿Tiene alguno de su familia en el «Canavieiras»?
Don Godofredo miró a Francisco:
—Ya sé que ustedes me odian… —sonrió—. Yo no les iba a pedir el favor de salvar alguien de mi familia. Les pago. Doscientos para el que vaya…
Otros hombres llegaban. Don Godofredo repetía su ofrecimiento. Ellos lo miraban con incredulidad. Javier, que bebía en una mesa, dijo:
—Ninguno de nosotros está con ganas de morir, Don Godofredo. Deje que el inglés se arregle solo.
Guma preguntó:
—¿Y por qué no mandan un remolcador?
Se estremeció Don Godofredo:
—Claro, debían mandarlo… Pero la Compañía dice que es mucho gasto… Yo busco un hombre de coraje. La Compañía le da doscientos…
El viento sacudía la puerta del «Farol de las Estrellas». Por primera vez oían la sirena del buque pidiendo socorro. Don Godofredo levantó los brazos (qué bajito quedaba metido en ese gran sobretodo) y dijo casi cariñosamente:
—Yo, de mi bolsillo, doy cien más… Y les juro, que al hombre que vaya lo voy a protejer.
Todos estaban atónitos, pero ninguno se movió. Don Godofredo se volvió hacia Rosa Palmeirón:
—Rosa, usted que es mujer, pero que tiene más coraje que muchos hombres… Mire, Rosa, mis dos hijos están a bordo. Fueron a pasar las vacaciones a Ilhéus… ¿Usted no ha tenido un hijo, Rosa?
Francisco susurró al oído de Guma:
—Ya decía yo, éste tenía alguien de la familia en el buque.
Godofredo tendía las manos a Rosa Palmeirón. Ahora estaba ridículo, tan bajo, con su rico sobretodo, la cara angustiada, la voz pastosa:
—Pídales que vayan, Rosa… Le doy doscientos al que vaya… Lo protejo toda la vida… Ya sé que no me quieren… Pero son mis hijos…
—Sus hijos —Rosa Palmeirón observaba la oscuridad de la tarde.
Don Godofredo se sentó a una mesa y apoyó la cabeza entre sus cuidadas manos. Sus hombros subían y bajaban, semejando saveiros en el mar.
—Está llorando —dijo el patrón Manuel.
Rosa Palmeirón se levantó. Pero Guma ya estaba junto a Don Godofredo:
—Deje de afligirse. Voy yo…
El viejo Francisco sonrió. Y se miró el brazo donde estaban tatuados los nombres de sus hermanos y de sus saveiros perdidos. Todavía quedaba espacio para el nombre de Guma. Javier dejó su copa:
—Es una locura… Y nada se va a sacar…
Guma salió a la oscuridad. Los ojos de Rosa Palmeirón brillaban de amor. Godofredo extendió las manos:
—Salve a mis hijos.
Guma desapareció en la noche que había cerrado ya. Levantó las velas y puso el saveiro contra el viento. Aun veía a los que lo acompañaran hasta el muelle. Rosa Palmeirón y Francisco le decían adiós. Javier gritó:
—Recuerdos a Janaína.
El patrón Manuel se volvió a él enojado:
—No se le debe decir a un hombre que va a morir.
Y levantó los ojos y observó la sombra del saveiro que se alejaba sobre el mar plomizo:
—Era todavía una criatura…
Habían desaparecido todas las estrellas. Tampoco salió la luna esta noche, por eso no había canciones en el mar, no se hablaba de amor. Las olas corrían unas sobre otras. Esto dentro de la bahía, antes de llegar al tajamar. ¿Cómo estaría afuera, más allá de la barra, en el mar libre?
El «Valiente» se aleja con dificultad del muelle. Guma trata de ver delante de sí. Pero a su alrededor todo es negro. Lo difícil es atravesar ese trecho con viento en contra. Después será una loca carrera a favor del viento enfurecido, por un mar que ya no es de los saveiros y de las canoas, es el mar de los grandes navíos.
Guma percibe aún las sombras del muelle. Ésa que agita la mano es Rosa Palmeirón, la mujer más valiente y más dulce que ha conocido. Guma no tiene más que veinte años, pero ya conoció varias mujeres. Pero ninguna supo ser tan afectuosa en sus brazos como Rosa Palmeirón. El mar está como Rosa Palmeirón en los momentos de pelea. Estaba color plomo. Un pescado salta sobre las olas. Para ellos la tempestad no tiene ninguna importancia. E impide que los pescadores realicen su faena. El saveiro atraviesa las aguas del muelle. El tajamar está cercano. El viento corre alrededor del viejo fuerte, entra por sus ventanas abandonadas, juega con los antiguos cañones inútiles. Guma ya no divisa el muelle. Es posible que Rosa Palmeirón esté llorando. Ella no es mujer de llorar, pero quería tener un hijo y se olvidaba que ya era tarde para eso. De Guma hacía su amante y su hijo. ¿Por qué en esta hora de muerte pensaba en su madre que se fue? Guma no quiere pensar en ella. Rosa Palmeirón tiene algo de madre en su amor. Ya no es joven y lo acaricia como a un hijo, y muchas veces, olvidando los voraces besos del deseo, lo besa suavemente con besos maternales. El saveiro salta sobre las olas. Avanza con dificultad. El tajamar parece conservar siempre la misma distancia. Tan cerca y tan lejos. Guma se arranca la empapada camisa. Una ola atravesó de lado a lado el saveiro. ¿Cómo estará fuera de la barra? Rosa Palmeirón quería tener un hijo. Estaba cansada de golpear soldados, de estar en las cárceles, del puñal en la liga, del puñal en el pecho. Quiere un hijo para acariciarlo, para cantarle canciones de cuna. Una vez Guma se durmió en sus brazos y ella le cantaba:
Duérmete, mi niño
que el cuco está ahí.
Se olvidaba que él era su amante y lo veía un hijo que tenía en su regazo. Era eso lo que había desencadenado la furia de Iemanjá. Sólo Janaína puede ser madre y amante al mismo tiempo. Y ella pertenece a todos los hombres del muelle y es la protectora de todas las mujeres. Ahora Rosa Palmeirón estará haciéndole promesas para que Guma regrese con vida. Tal vez hasta le prometa (¿qué no puede el amor?) la navaja de la liga, el puñal del pecho. Otra ola lava el saveiro. Realmente —piensa Guma— que le será difícil salir con vida de aquí. Hoy será su día. Y piensa esto sin miedo. Pero ha llegado más pronto de lo que esperaba. Tenía que llegarle, era inevitable. Solamente sentía pena de no haber amado aún una mujer como la que pidiera cierta noche a Janaína. Una mujer que le diese un hijo, que heredase su saveiro y escuchara las historias del viejo Francisco. Tampoco había recorrido otros puertos como pensaba. No se fue como Chico Tristeza por otros mares, por otras tierras. Iría ahora con Iemanjá, que llamaban Janaína los canoeros, y los negros la Princesa de Aiocá. Andaría quizás por debajo de las aguas y conocería posiblemente la tierra de Aiocá, donde vivía ella. La tierra de todos los hombres del mar, donde Janaína es princesa. Las lejanas tierras de Aiocá, perdidas en el horizonte, de donde venía Iemanjá las noches de luna.
¿Dónde estará el tajamar que nunca lo alcanzaba el saveiro? Guma se esfuerza en el timón pero le es muy difícil mantener al barco contra el viento. Pasa bajo la sombra del viejo fuerte. Ahí, fuera de la barra, está un buque que llama con su sirena. El viento trae este grito de socorro. No es por dinero que Guma va con el «Valiente», para traer este buque al puerto. Él mismo no sabe por qué afronta así la tempestad. Pero bien sabe que no es por el dinero ofrecido. ¿Qué hará con ese dinero? Le comprará regalos a Rosa Palmeirón y un traje nuevo a Francisco y tal vez una vela para el «Valiente». Pero podría prescindir de todo esto, no es por dinero que un hombre se expone a morir. No es tampoco porque Don Godofredo tiene en el «Canavieiras» dos hijos y llora como un chico abandonado. No es por nada de eso. Es porque viene un pitar triste del buque que pide socorro y es ley del muelle que se ayude a los que en el mar piden socorro. De esta manera Iemanjá quedará satisfecha de él, y, si regresa con vida, le concederá la mujer que pidió. Pero Guma no puede responder al llamado del buque. Debe estar cerca de la luz del Farol de la Barra, esperando el socorro, y los hombres tratarán de tranquilizar a los niños y las mujeres. Buque sin rumbo, perdido en las cercanías del puerto. Por eso, Guma va. Porque un barco, un saveiro, una canoa, una tabla, cualquier cosa en el mar, es la patria de los hombres del muelle, la gente de Iemanjá. Y ellos no saben si en el maderamen de un buque, en las velas rotas de un saveiro, no está la tierra de Aiocá, donde Janaína es princesa.
Pasó por el tajamar. En el viejo fuerte una luz oscila, corriendo como un fantasma. Guma grita:
—¡Jeremías! ¡Jeremías!
Jeremías aparece con el farol. La luz cae sobre el mar y salta sobre las olas. Jeremías pregunta:
—¿Quién va ahí?
—Guma.
—¿Por qué diablos has salido?
—Voy a buscar el «Canavieiras» que está fuera de la barra…
—¿Y no puede esperar a mañana para entrar?
—Está pidiendo socorro.
Atravesó el tajamar. Jeremías todavía tiene tiempo de gritarle levantando la luz de la linterna:
—¡Buena suerte! ¡Buena suerte!
Guma se aferra al timón. Tampoco Jeremías tiene esperanzas de volverlo a ver. No espera verlo más atravesar el tajamar con el «Valiente». Ya Jeremías no cantará más para Guma. Jeremías es el que dice en la noche: «Es dulce morir en el mar». Ahora, una carrera loca. Tiene el viento a favor. El saveiro casi vuelca en la maniobra. El viento lo arrastra, echa agua sobre el saveiro, empasta el cabello de Guma, aulla en sus oídos. El viento se pasea por todo el saveiro. Apaga su linterna. Las luces de la ciudad, cada vez más distantes, pasan veloces. El barco inicia una carrera sin fin, todo escorado sobre una banda. ¿Hacia adónde lo arrastra este viento? La lluvia empapa el cuerpo de Guma, le chicotea la cara. Nada distingue en la oscuridad. Sólo la sirena del «Canavieiras» le marca el rumbo. Podrá pasar muy lejos de él, podrá dar en Itaparica o en una piedra cualquiera del fondo del mar. Ninguno tuvo coraje para salir. Hasta Jeremías se admiró cuando lo vio pasar. Y Jeremías es un soldado veterano. Vive en el fuerte, solo como una rata, desde que lo dieron de baja por vejez. Se vino a vivir allí, en el fuerte abandonado, para estar cerca de los cañones, de las cosas que le recordaban el cuartel. Seguía su destino hasta el fin. Así iba Guma, cumpliendo el suyo que estaba en su saveiro. Iba en una carrera desatada. Tal vez no llegara nunca y los hombres mañana buscarían su cuerpo. El viejo Francisco iba a tatuar su nombre en el brazo y contaría su locura a los otros hombres del muelle. Rosa Palmeirón lo olvidaría, amaría a otro y pensaría en un hijo. Pero, no importa, la ley del muelle había sido cumplida y su historia sería ejemplo para los tiempos venideros.
No oye la sirena del buque. Las luces de la ciudad son casi invisibles. A pesar de sus esfuerzos el saveiro se apartó mucho de la ruta que debía seguir. Está cerca de la costa de Itaparica. Fuerza el timón y sigue la carrera tratando de orientarse. ¿Cuánto durará esto, cuánto correrá de esta manera? Ya tarda mucho en tener fin. ¿Por qué no le llega su momento de ver a Iemanjá si no debe encontrar al «Canavieiras»?
Tenía muy poca edad para morir. Hubiese querido conseguirse antes una mujer joven (así como la señorita Dulce cuando estaba en la escuela), que hubiese sido nada más que de él. No dejaría un hijo y su saveiro se despedazaría. No teme a la muerte, pero no puede menos que pensar que aún es muy pronto para morir. Quería morir cuando hubiese dejado una historia que se recordara en la ribera del muelle. Todavía era pronto para morir. Todavía era pronto para irse con Janaína. No estaba iniciado en sus fiestas, no cantaba sus cantos, no podía llevar al cuello su piedra verde.
Lo que llevaba en su cuello era la medalla que le dio la señorita Dulce. La señorita Dulce iba a ponerse triste cuando supiese que había muerto. Ella no comprendía la vida de ellos, esa vida dura, siempre acechada por la muerte, y esperaba un milagro. ¿Quién sabe si no se produciría? Por eso Guma no quiere morir. Porque el día que llegue el milagro todo será más lindo, no habrá tanta miseria en el muelle y ningún hombre arriesgará su vida por un puñado de dinero.
Nuevamente está en buen rumbo. Oye la sirena del buque, que llama. Pero una ola arranca a Guma de su sitio junto al timón. Nada hacía el saveiro que sigue, desarbolado, dando tumbos con el viento. Tal vez sea esto el fin, y él no tiene un nombre para decir en esta hora. No ha llegado todavía su momento. Porque aún no encontró «su mujer». Nada con desesperación, alcanza la borda del saveiro, toma el timón. Está en línea directa con el buque que ya divisa a la distancia. Lucha contra el viento, contra las aguas, contra su cuerpo que tiembla de frío.
Recomienza la carrera. Aprieta los dientes con fuerza. No siente ningún miedo. Quiere que esto termine de una vez. Próximo, muy próximo, resplandece el buque iluminado. Pesadamente cae la lluvia. El viento rasga las velas del saveiro, pero Guma ya está gritando junto al casco del «Canavieiras»:
—¡Una escala!
Los marineros acuden. Le arrojan un cabo al que amarra el «Valiente». Después la aventura de pasar del saveiro a la escala oscilante de a bordo. Dos veces está a punto de caer y entonces no habría salvación posible, entre el buque y el saveiro quedaría aplastado.
Sonríe. Está empapado y sin embargo es feliz. En el muelle a estas horas pensarán que ha muerto, que su cuerpo viaja ya con Iemanjá.
Sube al puente de mando y el inglés le entrega el buque. Los maquinistas ponen en marcha las máquinas, los foguistas avivan el fuego, los marineros maniobran. Guma es quien comanda. Él da las órdenes. Sólo así un hombre del muelle puede llegar a capitán de un buque. Sólo por magia de Iemanjá. Será una única noche. Mañana ni el inglés, ni Don Godofredo, lo saludarán cuando pase con el «Valiente». Nadie lo tendrá por un héroe. Guma lo sabe. Y sabe que siempre ha de ser así y que únicamente un milagro, como el que espera la señorita Dulce, puede cambiar las cosas.
Dos horas después —todavía la tempestad dominaba la ciudad y el mar— el «Canavieiras» atracaba al costado del muelle. El «Valiente» tenía sus velas rotas, su casco hundido por el roce con el buque, el timón inutilizado.
Cuentan en el muelle que nunca más se apareció Juan Pequeño, porque el buque había encontrado el camino del puerto. Y fue desde ese día que se comenzó a hablar de Guma en la ribera del muelle de Bahía.