Marta, Margarita, Raquel

Si de una cosa están seguros en el muelle, con seguridad absoluta, indiscutible, es que el doctor Rodrigo era de familia de marineros y que sus padres, sus abuelos y todos sus antepasados, surcaron los mares en embarcaciones haciendo de esto su medio de vida. Porque de otra manera no se explica que, un médico como él, abandonase las hermosas calles de la ciudad para venirse a vivir a la ribera del muelle, en una humilde casa, con sus libros, un gato y algunas botellas de bebidas. Pena de amor no podía ser. El doctor Rodrigo era muy joven todavía para padecer una enfermedad del corazón sin cura. Seguro —repetían los canoeros—, es de familia de marítimos y vuelve al mar. Y como era flaco y débil, incapaz de conducir un saveiro y levantar una bolsa, atendía las enfermedades de los marineros, revivía a los que traían casi muertos en las tempestades. Y por lo general, era él quien contribuía en los entierros de los más pobres y ayudaba a sus viudas. Y sacaba de la cárcel a los que se emborrachaban y eran llevados por la policía. Mucho hacía por ellos y su fama llegaba hasta donde sólo llegaba la fama de los más valientes marineros. Otras cosas hacía también, pero la gente del muelle de eso no se enteraba. Quizás, únicamente la señorita Dulce supiese que hacía versos sobre el mar, ocultando ese aspecto de sus actividades por considerar que su poesía era demasiado pobre para el motivo. Tampoco la señorita Dulce comprendía por qué vivía allí, siendo rico y estimado en el centro de la ciudad. Vestía un traje muy usado y cuando no visitaba sus enfermos, de los cuales la mayoría gratis, fumaba la pipa y contemplaba el paisaje cambiante del mar.

Tenía un buen aparato de radio y muchos venían a su casa para oír programas musicales. Entraban ya sin desconfianza, miraban con aire de conocidos los gruesos y bien encuadernados libros, que al principio los asustaban un poco y ponían una barrera entre ellos y el doctor Rodrigo, y casi siempre terminaban por apagar la radio y cantar las canciones del muelle para que él las oyera.

De su estada en el muelle, de su vida enteramente consagrada a ellos, el único que parecía tener el secreto era el viejo Francisco. Una vez le preguntó:

—¿Su padre era marinero, no es así, doctor Rodrigo?

—No, que yo lo sepa, Francisco.

—¿Entonces su abuelo?

—A mi abuelo no lo conocí ni mi padre tuvo tiempo de hablarme de él —sonreía el doctor Rodrigo.

—Bueno, pero fue marinero —afirmaba Francisco—. Yo lo conocí. Era capitán de un buque. Un buen hombre. Muy conocido por aquí.

Y Francisco, aunque había inventado este conocimiento, al último llegaba a convencerse a sí mismo del hecho. Y de esto la convicción que había en el muelle. Y todos esperan el día en que el doctor Rodrigo se case con la señorita Dulce. Ellos se encontraban con frecuencia, paseaban juntos, conversaban. Pero nunca habían pensado en un casamiento. Sin embargo en el muelle todos esperan la fiesta de esa boda. Algunos que tienen más confianza, hacen alusión al asunto. El doctor Rodrigo sonríe, parece encogerse en su traje usado y cambia de conversación. Y se absorbe en la lectura de sus libros, en la atención de sus enfermos (un chico tísico le ocupa mucho de su tiempo) y en la contemplación del mar.

Al principio el doctor Rodrigo iba seguido a la ciudad, para gestionar medidas de higiene en los barrios del muelle. Nada consiguió. Dejó de ir. La señorita Dulce le habló del milagro que esperaba. Entonces todo sería más hermoso en la ribera del muelle. Y entonces el doctor Rodrigo podría hacer bellos versos, tan bellos como el mar.

Guma entró al consultorio. Una mujer gorda escucha a la madre del chico tísico que lleva de la mano. El pobre chico es sólo huesos y tose continuamente y con tanta fuerza que se le saltan las lágrimas. Una chica lo mira asustada desde un rincón y se tapa la boca con el pañuelo. La madre cuenta:

—Hasta a veces pienso, Dios me perdone —y se golpea la boca con la mano—, si no sería mejor que Dios se lo llevase… Es un sufrir que da pena, un sufrimiento para todos. Y toda la noche tosiendo… ¿Qué alegría puede tener, el pobrecito, en la vida? Le juro, le pido a Dios que se lo lleve… —se pasa la manga por los ojos y aprieta contra su pecho al chico, que tose y parece ajeno a todo.

La mujer gorda aprueba con movimientos de cabeza. La chica desde el rincón pregunta:

—¿Y cómo se enfermó?

—Un resfrío… Fue enflaqueciendo, arruinándose cada vez más, y lo agarró la enfermedad…

—¿Y no se lo ha llevado al Padre Anselmo? Dicen que…

—Sí, se lo llevé, y nada pudo hacer… El doctor Rodrigo lo atiende como si fuera de su misma familia…

—Iemanjá lo está llamando —sentenció la gorda.

Guma preguntó:

—¿Va a demorar mucho el doctor Rodrigo, Doña Francisca?

—No puedo decirle. Está con Tiburcio, curándole esa herida de la pierna… ¿Anda enfermo?

—No, no es para mí.

El chico tosía. La gorda habló:

—Usted conoce a la Mariana ¿no? La mujer de Ze Pedrito…

—¡Ah! sí.

—Bueno, ella estaba lo mismo. Se puso flaca como bacalao seco. Echaba cada cuajo de sangre, parecía que iba a largar el corazón. Bueno, fue a ver al Padre Anselmo, le dio una bebida, y tan sana.

—Con mi chico no consiguió nada. Fue él mismo el que me mandó al doctor Rodrigo. Y tampoco el doctor ha conseguido nada. Y le ha hecho de todo…

La puerta del consultorio se abrió y Tiburcio salió rengueando. El doctor Rodrigo apareció con delantal blanco, la cara flaca, huesuda. Saludó a Guma:

—¿Anda enfermo, Guma?

—No, doctor. Quería hablarle de otro asunto. Es urgente…

—Pase. —Se dirige a las mujeres—: Un minuto…

De inmediato salieron los dos. El doctor Rodrigo se había puesto el saco y llevaba su valija de instrumentos. Indicó a las mujeres:

—Vuelvan a las dos. Voy a un caso de urgencia. Desde la puerta hizo una indicación:

—No se olvide el remedio del chico, Doña Francisca. Antes del almuerzo.

Ya llegaban al muelle cuando dijo a Guma:

—Ahora cuénteme cómo pasó eso.

Guma le refirió lo sucedido. Sabía que se podía confiar enteramente en el doctor Rodrigo. Era uno de ellos, como si fuese un marinero. Le contó todo, la muerte del muchacho y de Rita, el balazo de Traira:

—Traira está bastante mal…

Se metieron en el barrial del muelle y subieron al saveiro de Jacques. El doctor Rodrigo bajó a la bodega. Traira seguía delirando y hablaba de sus hijas, de Marta, Margarita y Raquel. Ya todos estaban enterados de que Marta era ya una muchacha crecida, de dieciocho años, Margarita jugaba en las piedras, nadaba en el río, tenía catorce años y largos cabellos, ya iba para grande, pero la que más recordaba era a Raquel, de cuatro años, que todavía hablaba arrevesado, alterando cómicamente las palabras. Jacques dijo:

—Está desvariando…

Llamaba con insistencia a Marta, Margarita y Raquel. Marta tosía y se estaba confeccionando el ajuar a la espera del novio que podía venir en cualquier momento. Margarita jugaba en el río, nadaba como un pescado. Raquel, en su lengua embrollada, conversaba con la muñeca que todo le entendía. A Raquel la llamaba continuamente, era la que más deseaba ver. Raquel le decía a su muñeca que el padre le traería de este viaje una muñeca rubia. Y el moribundo llamaba a Raquel, llamaba a Marta y Margarita, llamaba a su mujer que lo estaría esperando con una rica comida de pescado.

El doctor Rodrigo examinó la herida. Traira no sentía nada, no oía nada, no los veía. Sólo veía a sus tres hijas, bailando a su alrededor, jugando risueñas, riendo alegremente. Marta, Margarita, Raquel. Raquel tiene entre sus brazos una muñeca nueva, conversa con ella, la muñeca que él le trajo de su viaje. Él se va ahora en un buque, se va en una nube, y Marta, Margarita y Raquel bailan en el muelle, bailan las tres de la mano, como en los felices días que el padre llegaba de sus largos viajes y depositaba sobre la mesa los regalos traídos. Marta se ha puesto las ropas de su ajuar, Margarita baila sobre unas piedras que ha recogido del río, Raquel aprieta contra su pecho la muñeca nueva.

—Esto hay que operarlo.

—¿Cómo, doctor?

—Hay que extraer la bala… Y con todo… Deben llevármelo al consultorio. ¿Tiene familia este hombre?

Traira deliraba:

—Marta, Margarita, Raquel.

—¿Y cómo hacemos para llevarlo? —preguntó Jacques.

Pero se arreglaron. Lo transportaron en una hamaca. Primero el saveiro navegó hasta los fondos del muelle, donde no había nadie, pusieron a Traira en la hamaca, le pasaron una pértiga y se la echaron al hombro. En el consultorio ya el doctor Rodrigo tenía preparado el instrumental y comenzó a operar. Guma y Jacques ayudaban y vieron cortar las carnes, extraer la bala, coser por último la herida. Era como si fuese un pescado. Ahora Traira dormía, no deliraba más, no llamaba a sus hijas.

Guma preguntó al doctor Rodrigo:

—¿Se sanará?

—Me parece difícil que resista. Ha sido demasiado tarde. —Y el doctor Rodrigo se lavaba las manos.

Guma y Jacques miraban al herido. La cara pálida, la cabeza rapada, el cuerpo hinchado, el vientre cosido, como si ya se hubiese ido, como si ya no fuese más de este mundo. Guma dijo:

—Tiene familia. La mujer y tres hijas. Un marinero no debía casarse.

Jacques, que se iba a casar dentro de un mes, bajó la cabeza. El doctor Rodrigo preguntó:

—¿Y dónde está su familia?

—Viven por el lado de Santo Amaro.

—Es necesario que le avisen.

—Ya lo deben saber… Las malas noticias andan rápido.

—Con seguridad que la policía ya estuvo por allá.

El doctor Rodrigo les dijo:

—Vayan a sus ocupaciones que yo lo cuidaré.

Salieron. Guma todavía echó una mirada a Traira que roncaba afanosamente. Al verse solo el doctor Rodrigo, miró el mar por la ventana. Miserable la vida de estos marineros. Guma dijo que no debían casarse. El día menos pensado la familia queda a pedir limosna. Y hay muchas Martas, Margaritas y Raqueles que pasan hambre. La señorita Dulce esperaba un milagro. Rodrigo comprendía que este hombre agonizando era una protesta contra sus versos descriptivos sobre el mar. Y por primera vez el doctor Rodrigo se hizo el propósito de hacer algún día un poema que hablase de la miseria y el sufrimiento de la gente del muelle.

Después de la muerte viene la calma. Ahora Traira no se iba más en ningún buque. El doctor Rodrigo llamó a Guma y Jacques. Y Traira vio todavía a los tres hombres alrededor suyo. Extendió la mano, no hacia el médico y los dos amigos. Hacia sus tres hijas que estaban rodeándolo, las tres hijas que venían a despertarlo porque la mañana estaba ya avanzaba (el sol entraba al consultorio) y era necesario salir con la canoa. Extendió la mano, sonrió tiernamente, murmuró el nombre de sus hijas y se embarcó en su canoa.

Se embarcó en su canoa.