Esmeralda
Livia fue a ver al doctor Rodrigo. Él recomendaba a las mujeres embarazadas que se hicieran atender. Nada les costaba el tratamiento y los partos resultaban fáciles. Y según decían, el doctor Rodrigo no se negaba a «hacer ángeles», es decir, a provocar abortos. Cierta vez la señorita Dulce le preguntó si eso que se decía era cierto.
—Sí, es verdad —le contestó el doctor Rodrigo.
Esas pobres sufren las de Caín, pasan hambre, se quedan en cualquier momento sin marido. Es lógico que algunas no quieran tener más luios. Muchas ya con ocho o diez, sin recursos para criarlos. Me lo piden y no puedo humanamente rehusarme. Y después, que si yo me niego, recurren a las curanderas, y es peor.
La señorita Dulce quiso argumentar algo, pero se quedó callada. En realidad, tenía razón. Bajó la cabeza. No era por falta de espíritu maternal que las mujeres del muelle perdían sus hijos. ¿Para qué tener más hijos? ¿Para verlos desde los ocho años trabajando rudamente? El doctor Rodrigo tenía razón. En la señorita Dulce pugnaba su fracasado instinto maternal. Imaginaba rollizos brazos infantiles, hermosos cabellos rubios, voces balbuceantes. El doctor Rodrigo, concluyó:
—Es necesario enfrentar la realidad tal cual es. Yo no espero milagros…
Ella sonrió con tristeza:
—Usted no deja de tener razón. Pero es una pena…
Livia no fue a ver al doctor Rodrigo para que la librara de su hijo. Fue para saber si era verdad su sospecha, porque su vientre no crecía aún. El doctor Rodrigo casi le dio su seguridad del embarazo. Y se ofreció a hacerle un tratamiento para que tuviese un hijo sano y fuerte.
Guma llegó a media noche. Dejó las cosas que cargaba y le mostró a Livia un regalo que le traía. Era un corte de género que le ganó a un marinero de un vapor del «Lloyd Brasileiro». El barco estaba en reparaciones en el puerto y el marinero había ido a Cachoeira para visitar a su familia. Y apostaron a que Guma con el saveiro no pasaba frente al vapor que partía. Y Guma ganó la apuesta, el corte de género.
—Era medio arriesgado el asunto, pero el corte era muy lindo.
Livia lo censuró:
—No quiero que hagas esas cosas…
—¿Qué tiene?
—Sí, tiene.
Guma se dio cuenta que ella estaba seria.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Yo también te voy a hacer un regalo…
—¿Qué es?
—Paga antes las albricias.
Él sacó una monedas y se las entregó:
—Ya están pagadas.
Ella entonces se le acercó y le dio la noticia:
—Vamos a tener un hijo…
Guma saltó de la cama, todavía no se había desvestido del todo. Y salió afuera apresuradamente. Livia alarmada le preguntó:
—¿Qué haces?
Guma golpeó la puerta a Rufino, golpeó con fuerza. Oyó ruidos adentro de la gente que se despertaba y se quedó avergonzado de haber ido a despertarlos así, a estas horas de la noche, para darles la noticia de que Livia iba a tener un hijo. Rufino ya preguntaba:
—¿Quién es?
—Soy yo, Guma.
Rufino abrió la puerta. Tenía los ojos hinchados de sueño. Esmeralda se había envuelto en una sábana.
—¿Qué sucede?
Guma no sabía qué decir:
—No, nada. Llegué ahora… y quise verlos…
Rufino no entendía:
—¿Pero qué te pasa?
—Es una pavada…
Esmeralda quería saber qué ocurría:
—Vamos, hombre, largue de una vez.
—Es que Livia va a tener un hijo…
—¿Ahora?
Guma estaba con rabia por lo que había hecho:
—No, ahora no. Dentro de unos meses. Pero hoy supe que estaba embarazada.
—¡Ah!
Rufino contempló la noche afuera. Esmeralda le hizo adiós con la mano:
—Mañana voy a darle un reto a esa mentirosa. Me lo negaba.
Rufino salió con Guma. Iban callados.
—Vamos a tomar una copa al «Farol de las Estrellas» para festejar.
Tomaron una copa y siguieron tomando otras. Había bastante gente en el «Farol de las Estrellas». Marineros, canoeros, prostitutas, estibadores. Al finalizar la noche, ya completamente borracho, Rufino dijo:
—Amigos, vamos a tomar una copa para festejar un acontecimiento de mi compadre Guma.
Los otros lo miraron, llenaron sus copas. Una mujer flaca se acercó a Guma:
—¿Qué es?
La mujer no estaba borracha. Guma le explicó:
—Mi mujer va a tener un hijo.
—Qué lindo… —y bebió un trago de cerveza de una copa. Después se retiró a un rincón donde estaba con el hombre que la había contratado por esa noche. Antes de salir le sonrió a Guma—: Deseo que sea feliz.
Con la mañana volvieron a sus casas.
Guma desparramó la noticia entre todos sus conocidos, que muchos eran, distribuidos en los diversos puntos de la Cintura. Algunos le dieron regalos para el hijo que iba a nacerle y los más le desearon felicidades. Esmeralda se presentó muy de mañana al día siguiente. Muy alborotada, muy parlanchina, di ciendo que estaba tan contenta como si ella fuese a tenerlo. Pero cuando Livia salió para la cocina a preparar el café, se le insinuó:
—Solamente yo no encuentro un hombre que me dé un hijo. Hasta en eso tengo poca suerte… —cruzó las piernas mostrando buena parte de los muslos.
Guma se sonrió:
—¿Y qué hace que no se lo pide a Rufino?
—¿A ése? No quiero hijo de negro. Quiero un hijo de gente más blanca que yo para mejorar la cría…
Miraba a Guma como para hacerle comprender de que era de él que quería un hijo. Sus ojos verdes decían eso, mirando a Guma de un modo extraño, que era un pedido. Sus labios se entreabrían, su pecho estaba agitado. Guma quedó un momento indeciso, después sintió que la deseaba intensamente. Pero recordó a Rufino, recordó a Livia:
—¿Y Rufino?
Esmeralda se levantó casi de un salto. Y gritó a Livia:
—Me voy. Tengo mucho que hacer en casa. Después vuelvo…
Tenía una expresión de rabia, de despecho. Salió apresurada, y al pasar junto a Guma murmuró:
—Zonzo…
Él se quedó sentado con la cabeza entre las manos. ¡Qué mujer del diablo! Lo estaba provocando para que cometiese una barbaridad. ¿Y Rufino? Lo que debía hacer era franquearse con él, contarle lo que pasaba. Pero tal vez Rufino no le creyese, estaba muy agarrado por la mulata, quién sabe si todavía no salía enojándose. Con eso no iba a sacar nada. Pero tampoco traicionaría al amigo. Lo malo era que cuando Esmeralda lo miraba insinuándose, cuando ponía en él sus ojos verdes, ya no se acordaba ni de Rufino, ni de los favores que le debía, ni de Livia embarazada, para sólo ver el cuerpo dengoso de la mulata, sus senos parados, sus ancas vibrantes, su cuerpo llamándolo, sus ojos verdes llamándolo. Una canción habla de los hombres que van a ahogarse en las olas verdes del mar. Así eran los ojos de Esmeralda. ¿Se ahogaría en los ojos verdes de Esmeralda? Ella lo estaba buscando, ella lo deseaba. Y el cuerpo de Esmeralda pasaba ante los ojos de Guma. Y le había dicho «zonzo», pensando que él era incapaz de poseerla, de hacerla gritar de amor. ¡Ah! tendría que demostrarle que no era así. La haría estremecerse de placer, la haría sentir tanto que tendría que confesarle que estaba equivocada. ¿Qué importa de Rufino si ella quiere? Y Livia no va a enterarse. Livia que entraba en ese momento, trayendo un pocillo de café notó la cara demudada de Guma:
—¿Qué te pasa?
Está embarazada, su vientre se hincha cada día más. Tiene ahí un hijo suyo, no merece ser traicionada. ¿Y el pobre Rufino, tan amigo, siempre a su lado desde criatura? Ve en el pocillo de café los verdes ojos de Esmeralda. Tiene unos senos parados como los de Rosa Palmeirón. Y piensa que a Rosa Palmeirón debe comunicarle la noticia. Pero la imagen de Esmeralda no se aparta de su mente. Y Guma huye al muelle y acepta llevar un cargamento de tabaco a Maragogipe, aunque tenga que volverse en lastre.
De Maragogipe se fue a Cachoeira. Livia lo estuvo esperando inútilmente. Quedó a la orilla del muelle mucho tiempo, todo un día y una noche. También Esmeralda lo esperó. Lo deseaba ardientemente, desea a ese marinero casi blanco, que es tan valiente. Y lo desea más porque Livia es tan feliz y tan distinta a ella, siempre preocupada con la comodidad del marido. Quiere herirla en lo más hondo de su corazón. Y sabe que Guma volverá. Y hará todo para conquistarlo, lo tendrá en toda forma.
Guma llegó con un retraso de dos días. Esmeralda lo aguardaba en la ventana:
—Se había desaparecido…
—Andaba navegando.
—Su mujer ya creía que se había escapado.
Guma rió sin ganas.
—Pero yo pensé que andaba con miedo.
—¿Miedo de qué?
—De verme.
—No sé por qué.
—¿No se acuerda ya del desprecio que me hizo? —el nacimiento pujante de sus senos aparecía entre el escote.
—Algún día puede ser…
—¿Qué puede ser?
Pero Guma huyó. Si no se iba a su casa, ahí mismo la hubiese poseído.
Livia estaba esperándolo:
—Cómo has demorado. Casi una semana para ir a Maragogipe…
—Creías que me había fugado ¿no?
—Estás loco.
—Eso me dijeron.
—¿Quién fue la del invento?
—Esmeralda.
—¿Así que antes de venir a casa te pones a hablar con la vecina?
Y no había ningún enojo en la voz de Livia. Apenas aflicción. Y Guma, sin saber cómo, se encontró de pronto defendiendo a Esmeralda:
—Dijo eso en broma. Nos saludamos y ella empezó a elogiarte. Se ve que te quiere. Eso está bien, porque yo también lo quiero a Rufino.
—Es ella la que no lo quiere nada.
—Ya me he dado cuenta… —dijo Guma con disgusto. Ahora no se acordaba que Esmeralda podría ser su amante. Le daba rabia que la mulata no correspondiese el cariño de Rufino. Es bien claro que no lo quiere. Pero el día que Rufino lo compruebe va a pasar algo…
—No te pongas a hablar mal de los vecinos… —dijo el viejo Francisco que entraba. Venía borracho, lo que no era raro, y se traía a Filadelfio para comer. Lo había encontrado en el «Farol de las Estrellas» sin un centavo, y, después que se bebieron todo lo que el viejo Francisco podía pagar, lo trajo a comer. Y agregó—: ¿Hay comida para uno más? Es un buen diente.
El doctor Filadelfio dio la mano a Guma:
—Lo que haya nomás. No necesitan ponerle agua a la comida —y rió mucho de su chiste, que los otros también festejaron.
Livia sirvió la comida. El eterno pescado de siempre y porotos con carne seca. Filadelfio en medio de la comida se puso a contar el episodio de la carta que Guma mandara a Livia cuando estaban de novios. Y la discusión que tuvieron a causa de cofre o estuche. Preguntó a Livia:
—¿No es más lindo cofre?
Livia se puso de parte de su marido:
—Me gusta más estuche.
Guma se sentía avergonzado. Livia no sabía que en esa carta había colaborado el doctor Filadelfio. Éste insistía:
—Mire que digo cofre dorado. ¿Ha visto alguna vez un cofre dorado?
Cuando ellos salieron, Guma comenzó a explicarle a Livia la historia de la carta. Livia le saltó al cuello:
—Cállate la boca sinvergüenza. Nunca me has querido…
Él la levantó en vilo y la llevó al dormitorio. Livia protestaba:
—Después de comer no…
A eso de la media noche Livia empezó a sentirse mal. Estaba descompuesta, con el estómago revuelto, como si fuese a morirse. Trató de vomitar y no lo consiguió. Se daba vueltas en la cama, le faltaba el aire, el vientre le dolía todo.
—¿Estaré por echar el chico?
Guma salió enloquecido. Despertó a Esmeralda (Rufino andaba de viaje) golpeándole desesperadamente la puerta. Ella preguntó quién era.
—Guma.
Y abrió la puerta, le tomó la mano y lo atrajo hacia adentro. Él le dijo:
—Livia parece que se está muriendo. No sé lo que tiene. Parece que se está muriendo…
—¿Cómo es eso? Voy en seguida. En cuanto me vista.
—Quédese con ella. Yo voy a llamar al doctor Rodrigo.
—Vaya, yo me quedo.
Desde la esquina pudo ver a Esmeralda atravesando el espacio de barro que separaba las dos casas.
El doctor Rodrigo, mientras se iba vistiendo, dijo a Guma que le diera detalles de lo sucedido. Después lo tranquilizó:
—No ha de ser nada… Son cosas del embarazo.
Guma consiguió encontrar al viejo Francisco sentado a una mesa del «Farol de las Estrellas» bebiendo en compañía de Filadelfio y contando una historia a unos marineros. Un ciego tocaba la guitarra. Guma sacó al viejo Francisco de su sopor alcohólico:
—Livia está muy mal…
El viejo Francisco abrió grandes los ojos y quiso salir corriendo a la casa, pero Guma lo detuvo:
—No, ya fue a verla el doctor Rodrigo. Usted vaya a avisarle a los tíos. Vaya rápido.
—Quería ver cómo estaba —dijo el viejo Francisco tartamudeando.
—Dice el doctor Rodrigo que tal vez no sea nada.
El viejo Francisco partió. Guma volvió a su casa. Tenía miedo de llegar. Corría, de pronto, se detenía receloso de encontrarla muerta, perdido su hijo y su mujer. Entró a su casa con temor. El candil estaba en el dormitorio de donde venían voces. Esmeralda salió apresurada para regresar con una palangana con agua y una toalla. Y Guma no tuvo valor para interrogarla. Después salió el doctor Rodrigo. Guma con un esfuerzo se le acercó:
—¿Cómo está, doctor?
—Bien. No es nada. Pero si no me llama tan a tiempo podía haber abortado. Ahora necesita mucho reposo. Mañana pase por casa que voy a darle un remedio…
La alegría de Guma le salía por los ojos, por la boca:
—¿Entonces no le va a pasar nada?
—No, puede estar tranquilo. Lo que requiere es reposo.
Guma entró al dormitorio. Esmeralda se puso el dedo en los labios recomendándole silencio. Acariciaba la cabeza de Livia, sentada en el borde de la cama. Livia viendo a Guma, sonrió:
—Me pareció que me iba a morir.
—El doctor Rodrigo dice que no es nada. Debes dormir ahora.
Esmeralda le dijo que saliese del cuarto. Salió. Ya no sentía por Esmeralda el deseo de poseerla, sino una cosa distinta, impulsos de acariciarla. Era tan buena con Livia.
La sala estaba oscura. Había una hamaca tendida de una pared a otra y se acostó encendiendo su pipa. Oyó los pasos suaves de Esmeralda que venía del dormitorio con el candil. Debía caminar en puntas de pie. Su cuerpo elástico se movería como un saveiro en el mar. Sus nalgas se balancearían como un marinero. Era una hermosa mulata. Ella depositó el candil sobre la mesa. Se fue acercando a la hamaca donde estaba Guma que siente los pasos de ella, apagados. Y el deseo le va tomando el cuerpo. La respiración todavía fatigosa de Livia llega hasta allí. Pero los pasos de Esmeralda están próximos, su rumor cubre la respiración de Livia.
—¿Está dormido? —dice.
Se recostó contra la hamaca junto a él:
—Pasó un buen susto ¿eh?
—La hice levantar. Debe estar cansada…
—No es nada. Lo hago de todo corazón por usted…
Se sentó en la hamaca. Sus piernas tocaban las de Guma. Y de súbito se echó sobre él, mordiéndole la boca. Se enrollaron en la hamaca y él la poseyó sin sacarle la ropa, casi sin pensarlo. La hamaca cruje, Livia se despierta:
—¡Guma!
Se saca a Esmeralda de encima. Corre al dormitorio. Livia le pregunta:
—¿Estás ahí?
—Sí.
Iba a acariciarle la cabeza, pero su mano todavía tiene el calor del cuerpo de Esmeralda y suspende el ademán. Ella le pide:
—Acuéstate aquí conmigo…
Él no sabe qué decirle. En la otra pieza Esmeralda lo espera para continuar lo comenzado. Pero recuerda que los tíos de Livia están a llegar:
—Mejor que te duermas. Yo estoy esperando a tus tíos. Los fue a llamar Francisco…
—¿Para qué? Se van a asustar los pobres.
—Yo me asusté también bastante.
Nuevamente suspende su deseo de acariciarla. Ha recordado a Esmeralda y un nudo se le hace en la garganta. ¿Y Rufino? Livia se da vuelta en la cama y cierra los ojos. Guma sale del dormitorio. Esmeralda está tirada en la hamaca, se ha abierto el vestido y sus senos aparecen desnudos. Él la mira, de pie, como un loco. Ella le tiende la mano y lo llama. Lo arrastra sobre ella, se aprieta contra él. Pero Guma está distante. Ella dice:
—¿No te gusto?
Y él se aprieta a ella. Está enloquecido, no sabe lo que hace, no piensa en nada, no recuerda a nadie. Solamente ese cuerpo que aprieta contra el suyo en una lucha que parece a muerte. Y cuando caen uno sobre otro, Esmeralda dijo quedamente:
—Si Rufino nos viese…
Guma vuelve en sí. La que está ahí es la mujer de Rufino. Y Livia duerme enferma en el cuarto de al lado. Nuevamente Esmeralda habla de Rufino. Guma no puede oírla más. Sus ojos están rojos de sangre, su boca está seca, sus manos buscan el cuello de Esmeralda. Comienzan a apretar.
—No te hagas el zonzo… —dice ella un poco alarmada.
La va a matar y después irá al encuentro de Janaína en el fondo del mar. Esmeralda asustada ya está por gritar, cuando Guma oye la voz de los tíos de Livia que llegan conversando con el viejo Francisco. Salta de la hamaca y Esmeralda se arregla la ropa apresuradamente, pero la tía de Livia mira hacia adentro con ojos espantados. Guma mueve sus manos ahora inútiles:
—Ya está mejor Livia.