EL CARURÚ
Del Terreiro de Jesús al Largo del Carmo, en el centro histórico, patrimonio de la humanidad, el carnaval de los franceses se prendió fuego hasta la madrugada: los últimos fiesteros sólo pararon de saltar cuando el albor de la mañana desatrancó la puerta del arco iris y clareó el sábado casi de aleluya.
Los franceses se habían retirado alrededor de las cinco de la tarde, enseguida de terminar las últimas tomas, la grande, la inmensa panorámica de la multitud sambando y los detalles del cuerpo desnudo de Patricia, sofocada, jadeante, ofrecida, frente al padre Abelardo Galváo, carnavalesco a la fuerza, en los estertores de la agonía.
Guardado en el hotel el material de televisión, los gringos acudieron todos, atendiendo a la invitación insistente, al carurú de Jacira do Odó Oyá, en el Mercado de Santa Bárbara. Miro se encargó de llevarlos. No faltó ninguno, desde el jefe Chancel hasta el joven de los cabellos ensortijados y el aro en la oreja, que parecía marica pero tal vez no lo fuera.
El carurú ofrecido por Jacira a la cabeza no tenía motivo especial, no pagaba promesa, no proponía ebó, se destinaba simplemente a festejar a Yansá, patrona del Mercado, santo principal de la puestera. Euá venía detrás bañándose en las fuentes, cisternas y pozos de la ciudad y en las nacientes de agua, en Itaparica.
El eluó, llegado de la fiesta del Gantois en la noche de la antevíspera, le había dicho en secreto que el encantado estaría en la ciudad en visitación, ocupándose con algún trabajo de fundamento, y quien confidenciaba sabía lo que decía, no se trataba de cualquiera, uno de esos sabihondos que sobran en los casos de candomblé, embrollones de marca registrada. Óptimo pretexto para que Jacira reuniera a los amigos, amiguera como era, y para saludar a Oyá, su madre, a quien acreditaba todo lo bueno que le sucedía en el comercio y en el amor. Salió convidando a Dios y al mundo.
Carurú de los mejores: doce gruesas áequiabo. Los puesteros habían contribuido para la compra de los ingredientes, las fábricas de bebidas proporcionaron cajones de cerveza, el doctor Zezé Catarino, jurista afamado, se puso con los litros de batida, encargadas a Vilar y Deolino, abastecedores del Mercado. Batidas de limón, coco, pitanga, caja, mandarina y póngase atención a esto: abundancia, diversidad y categoría. La señora del doctor, doña Regi, dama finísima, era hija de Yansá. Santo incubado, la infanta lo festejaba en casa, cada 4 de diciembre, dando de comer a la cabeza, caviar y champagne, en una cena de amistades selectas. No por partir de blanca rica Yansá despreciaba la ofrenda, no cultivaba prejuicios.
Jacira do Odó Oyá no contaba a los amigos con los dedos. Ella los poseía, y de los buenos, no sólo entre la gente simple que se ganaba el pan de cada día con el sudor de la frente, amigos del alma, sus iguales, sino que los tenía también en los altos círculos de las finanzas, de la política y de la intelectualidad. Antes de ocuparse del puesto en el Mercado de la Bajadita, Jacira había dirigido un discreto burdel en Amaralina. El puesto lo había heredado del hermano, único y soltero, malviviente asesinado de un tiro en conflicto de proporciones, en noche de reunión maleva.
Concurridísimo, sería más fácil decir quién no estaba en el festín de Jacira. No sería posible citar los nombres de todos los bacanes que allí se encontraban lamiéndose los dedos — el carurú no podría ser más sabroso si hubiera sido condimentado por las manos benditas de Anália do Yemanjá—, degustando batidas, conversando, riendo, regalándose. Limítese pues la lista a los pocos nombres de personalidades que, personajes, ya dieron que hablar en estos apuntes de la visitación de Yansá a su ciudad de Bahía en aquel año signado por la monumental Exposición de Arte Religiosa, aún hoy recordada.
En charla animada con Chancel, nuestro estimado y siempre bienvenido profesor Joáo Batista gastaba su francés purísimo, pese a la pronunciación sergipana: le explicaba el carurú, vatapá, gallina de xinxim, quitandé y otros manjares de la cocina afrobahiana, con conocimiento y satisfacción. El crítico de arte Antonio Celestino acaparaba y manoseaba a dos excelentes museólogas —buenas de museo y buenas de cuerpo—y otra tan buena como ellas pero sólo de cuerpo: sin título universitario que ostentar, ostentaba el culo, valía cualquier título, incluyendo el de honoris causa. En el séquito del hidalgo San Juan del Rey, se veía también al poeta portugués Fernando Assis Pacheco, curioso de las costumbres bahianas, por ellas seducido. El vate de Coimbra engulló, con valentía, varios platos hondos de carurú, probó con gusto batidas de diferentes sabores y, como se vino a constatar después, obtuvo de la fiesta inspiración para un poema de desvelo e insomnio, oriflámico. Dando continuidad a los placeres del almuerzo y de la tarde ociosa, el escribano Wilson Guimaráes Vieira y su fiel ayudante Danilo Correia rindieron homenaje a la deuda de los quiabos y la cerveza heladísima. La popularidad del ex crack del Ipiranga, alejado de las lides del fútbol tantos años atrás, todavía se mantenía viva: iban a estrecharle la mano y abrazarlo:
—¿Cómo le va, Príncipe Danilo? ¿Doña Adalgisa no quiso venir?
Adalgisa no frecuentaba esos lugares, no asistía a carurus, renegaba de esas cosas. Danilo había arrastrado al jefe y amigo al Mercado de la Bajadita con la intención de retardar la hora del regreso al hogar. En casa tendría que enfrentar la furia de Dada, iba a ser un escándalo. No se arrepentía de las andanzas de la noche anterior, cuando desobedeció las órdenes de la esposa, se insurreccionara. Vacilaba entre la altivez y el miedo. Había decidido llegar a su casa tarde, a la noche, con la mona de su vida: borracho, sería más fácil. De cualquier manera, iba a pasar un mal cuarto de hora, oír quejas, insultos, amenazas, Dada tomada por el dolor de cabeza, de aquí para allá con la jaqueca, amargada. En fin, que fuera lo que Dios quisiera.
Cítese por último al padre Abelardo Galváo, cura de Piacava en atribulado paso por la capital. Trataba de aparentar ánimo alegre, había hecho honor al carurú, bebido batida de maracujá, néctar de los dioses, pero rao lograba esconder la aprensión que lo tornaba silencioso, retraído. La preocupación no provenía de la presencia en el Mercado de agentes de la Policía Federal y del comisario Parre irinha, fuerte rival del poeta Assis Pacheco en el consumo y el elogio al carurú. La preocupación del predicador de la Pastoral de la Tierra se debía a Patricia, que había perdido por completo la continencia y se demostraba dispuesta a ir a los hechos. Tomaba al padre por el brazo, le daba de comer en la boca, le pasaba la mano por la cara, la metía en los cabellos ondulados, le susurraba en la oreja, lo llamaba mi San Sebastián todo flechado, mi Cordero de Dios, mi Niño Dios, mi ovejita, mi Niño Jesús de Praga, mi lindo, dime mi amor bien bajito, se agarraba de él, se refregaba, le mordió la oreja, le dio un beso en el cuello —y eso que no estaba bebida, cuando mucho alegre. Cabra de Yansá, indócil y dispuesta: u hoy o nunca. El padre Abelardo entre dos fuegos, entre la espada y la pared, el bien y el mal, exaltado y depresivo. Un padre no puede casarse, Patricia, los votos no lo permiten. Patricia parecía no saberlo, no tomaba conocimiento de la prohibición fatal. No sólo ella la renegaba, también la renegaba el corazón del padre, incendiado de amor maldito. ¡Y los huevos, eh!
Gente de candomblé, en cantidad. Además de la madre Olga de Tempo, Olga de Yansá, reina del Alaketu, se hallaban presentes elpai Air de Oxaguian, el babalaó Nezinho, Manuel Cerqueira de Amorim, con casa-de-santo en Muritiba, Mario Obá Tela, zapatero remendón, pozo de sabiduría, el babalorixá Luis da Muricoca que cuida del Exu Sete Pinotes, el pai Balbino de Xangó, Aurelio Sodré, ogan de Bogum, todos de blanco por ser viernes, día de Oxalá. Además, el color blanco predominaba en los trajes de los asistentes, aun los que no eran de santo obedecían el precepto.
Pasaban de las siete de la tarde, la comilona llegaba al fin y la embriaguez apenas comenzaba, el Mercado regurgitando, cuando, por sugerencia del babalaó Nezinho, retiraron del puesto del árabe Jamil los atabaques que allí quedaban guardados, a salvo. En el carurú sobraban tocadores, un alabé se presentó. Improvisaron la orquesta en el espacio mayor, de donde habían sacado las ollas y los platos. Los atabaques comenzaron a batir, algunas hechas se pusieron a bailar, la primera fue Gildete, no es necesario decirlo. Olga comenzó el canto de salutación a los orixás:
Agó lele
agó lo daké
óxaooró
A continuación saludó a Yansá, dueña de la fiesta, patrona del Mercado:
E ialoia
é ialoia ó ó
No había terminado de cantar: atravesando el carnaval de los franceses, Oyá se mostró en la puerta central, llegó meneando el cuerpo, murmurando salutaciones, escupiendo fuego, grupera a cuestas, en la mano la correa de cuero. Adalgisa, la Yansá de la Grupera, nunca nadie la había visto antes y se asombraron. Corrió un estremecimiento en las alas del Mercado, Jacira do Odó Oyá se acostó en el suelo, de bruces como si estuviera en el terreiro. Era verdad lo que le habían contado en secreto: Yansá estaba en la ciudad, había aceptado el carurú, venido a festejar. Oyá levantó a la hija y tres veces la abrazó. Desencadenó al santo, Odó Oyá montó a Jacira, la danza se alargó.
Las Yansás fueron llegando, una a una. Los invitados se apretujaban, todos querían ver. Creció el sonido de los atabaques, se oyó el acompañamiento del agogó y de la cabaca. Olga do Alaketu partió, caballo al galope, disparado, ¡qué belleza! Enseguida se presentó Oiaci, vodun de la nación jeje, cabalgó a Margarita do Bogun, Margarita de Yansá, mujer del ogan Aurelio. Después fue la vez de Vero do Veludo, que había llegado aquel día de Río de Janeiro.
Cuando el padre Abelardo se dio cuenta, Patricia, tomada por la santa, se arrancó los zapatos de los pies y entró en la rueda. Bailaban las cinco Yansá en torno de la Oyá de la Grupera que presentaba al pueblo a su hija Adalgisa, durante cuarenta años abicun insumiso, ahora iaó dócil y obediente. Hablando ioruba, latín de los candomblés, mandó que retiraran la grupera, ya el pueblo la había visto en las calles de la ciudad, la mayoría rió pensando en una broma, otros entendieron y sonrieron con discreción. Nezinho, Mario Obá Tela y Gildete hicieron lo necesario, la grupera quedó depositada en el puesto de Jamil. Terminada la fiesta, la buscaron, nadie supo dar noticias, objeto grande y pesado, había desaparecido que ni Santa Bárbara, la del trueno.
Seis Yansás se manifestaron en el carurú del Mercado de la Bajadita, todas bellas para morirse, la Yansá de Adalgisa era de todas la más bella, incomparable. Sólo quien la vio bailar, el amplio busto estremeciéndose, levantando las caderas monumentales, sabe lo que es bueno.
Danilo se había quedado más en los fondos del mercado, mientras discutía el apasionante asunto del penal, marcado por el juez paraibano, que había dado la victoria al Santa Cruz de Recife en el partido contra Bahía, reciente. El juez había salido de la cancha un tanto machucado, fue poco. Danilo oyó gritar su nombre, era el escribano Wilson, que lo llamaba, agitado, estupefacto. El ex Príncipe de las Canchas fue llegando, en la mano el vaso de cerveza, miró hacia donde apuntaba el dedo extendido del jefe y amigo, poco faltó para que se cayera de espaldas:
—¡Dios mío, es Dada!
Montada en Adalgisa, su caballo mangalarga, Oyá fue en dirección al buen Danilo, le entregó la correa de cuero y, tomándolo de las piernas, lo levantó como Manela había hecho con Miro, y lo presentó al pueblo: otro ogan en la corte de Yansá, su predilecto.
Ya llegada la noche, la fiesta declinó, cada cual partió hacia su casa. Oyá entregó a Adalgisa, la de la Grupera, al babalorixá Luis da Muricoca: cuide de ella con desvelo. Durante cuarenta días ocuparía la camarinha del ilé para aprender los puntos, los pasos de danza, las cantigas de santo. Liberada del dolor de cabeza, del fanatismo, de la maldad:
Ya cerré la puerta,
ya la mandé abrir.