EL VÍA CRUCIS
EL SECRETARIO DE SEGURIDAD PÚBLICA. Arrellanado en el sillón giratorio, elevando la mano en un gesto elegante y afirmativo, el doctor Calixto Passos, secretario de Seguridad Pública del Estado de Bahía, encaró al alarmado director del Museo de Arte Sacro:
—¡Otra más! Si continuamos así, no va a quedar ni una sola imagen de valor en las iglesias de Bahía. ¿Sabe, mi estimado maestro, cuántas fueron robadas en estos últimos tres meses? Dieciséis, nada más ni nada menos. Ni catorce ni quince: ¡dieciséis!
Sonrió, enfático; le gustaba oír la propia voz, tribuno aplaudido desde los bancos académicos de la Facultad de Derecho, orador del grupo, abogado en lo civil que tenía a su cargo las carteras de poderosas organizaciones financieras, político próspero. "Calixto Passos, el talento al servicio de la justicia", había escrito un cronista en crisis de adulación a propósito de la elección del nuevo Jefe de Policía. El comisario Parreirinha firmaría con los ojos cerrados la opinión del chupamedias. De pie, al lado de la mesa, asentía con la cabeza, secundando las afirmaciones del jefe: consideraba al doctor secretario sagacísimo, un Águila de Haia, un Rui Barbosa. Don Maximiliano von Gruden, al contrario, la consideraba la madre de la incompetencia.
El doctor Calixto se inclinó en dirección al monje, bajó la voz en tono de confidencia y complicidad:
—¿El culpable, los culpables? Todos lo sabemos: fulano y fulano de tal. Pero nadie se atreve a poner la capucha en la cabeza de los fulanos. ¿Quién se atrevería a hacerlo, si se trata de cabezas rasuradas?
Una bestia cuadrada, una vaca preñada, se dijo don Maximiliano, a quien la desesperación quitaba todo y cualquier resquicio de generosidad. Ahí venía él, tonto jactancioso, a repetir la burra cantinela de la "venta por debajo de la mesa de las imágenes pretendidamente desaparecidas de las iglesias y capillas, ilícito, escandaloso comercio efectuado por los propios curas en las parroquias del interior". Parroquias pobres, algunas paupérrimas, sin dinero para las necesidades más mínimas; unos pedazos de madera, si sirven para ofrecer sopa en las sacristías, ¿quién no los vendería? Don Maximiliano traga indignación, saliva y bilis.
PARÉNTESIS PARA REGISTRAR PROFANAS ELUCUBRACIONES DE DON MAXIMILIANO VON GRUDEN SOBRE LA VENTA -VENTA NO, TRUEQUE- DE SANTOS Y OBJETOS DE CULTO, MIENTRAS, INFLAMADO, EL JEFE DE POLICÍA DA UNA PERORATA. Por cuenta de importantes anticuarios o por cuenta propia, andarines picaros, negociantes roñosos en busca de mercadería, salen a la caza por el interior. Van de localidad en localidad, de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, de casa en casa, infatigables. Regresan con los baúles repletos de todo: preciosidad y basura.
Puede ocurrir, y ocurre, que haya una pieza fuera de serie, un tesoro, suficiente para hacer la independencia del bagallero merecedor de la protección divina. Desde lo alto de los cielos los dioses acompañan con benévola simpatía la jornada laboriosa, extenuante, de los fieles prosélitos de raza y creencia. Jahvé, Jehová revelado en el Sinaí, el buen Dios sirio-libanés de los maronitas y el misericordioso Jesús del Vaticano conducen los pasos de los intrépidos caminantes —cada uno su protegido — a los escondrijos del arca o del oratorio donde yace la pieza incomparable a la espera del intrépido paladín: David, Salim o Joáo da Silva.
Enviados de la providencia divina atenta a los ruegos de los pastores de almas que viven en la escasez, en la penuria, ellos pagan al contado, en moneda corriente, a peso de oro. Pagar, de hecho una miseria, mienten, engañan envuelven y, si surge la ocasión propicia, roban y se apropian. Sea como fuere, son beneméritos pues, con los cobres obtenidos por aquellas inútiles antiguallas, se recuperan las golpeadas finanzas de las parroquias, se cubre el déficit de las limosnas, la mezquindad de los óbolos.
Con el apoyo de los fieles y el aplauso de las devotas, los curas adquieren vistosas imágenes de yeso, todavía frescas la pintura azul de los mantos, la pintura roja de las mitras y las tiaras, para sustituir los trastos carcomidos, en buena hora trocados —los santos no se venden, se truecan — por dinero vivo. Ganan los altares con la sustitución: las modernas efigies dan otro aspecto; se regocijan las beatas: ahora sí, da gusto verlas. Se saldan deudas con atraso, se mantiene al día el ejercicio de la caridad, la atención a los mendigos y carentes de hogar, a los enfermos, a los huérfanos y viudas, y la mejoría del magro pasar del devoto pastor, probo vicario, de la comadre y de los ahijados, pobrecitos. La comadre en la mocedad la más provocativa tentación de la parroquia, todavía conserva en el rostro envejecido y en el cuerpo maltratado trazos de la huida belleza, del encanto apetitoso, descarriador.
Aun en el ejercicio inmaculado de la religión, en estos tiempos de inflación y crisis se torna obligatorio saber arreglarse, defenderse, buscarle la vuelta al modo brasileño, sin lo cual no habrá la sopa de los pobres, y la de la paupérrima familia parroquial se hará rala y poca. En la capital, las autoridades eclesiásticas, severas, amenazadoras, eructan indignación, hablan de impiedad y sacrilegio, rotulan de crimen y escándalo al tráfico de imágenes consagradas, de bienes patrimoniales de la Iglesia. ¿Qué saben esos regalados monseñores, en el usufructo de las comodidades de la Arquidiócesis, de la carencia y los apuros de los sacerdotes desterrados en los sertóes, pobres diablos que sobreviven a la buena de Dios? Satanás pregonando la cuaresma: es fácil criticar con la barriga llena.
Si no fuera porque su misión lo obliga a la discreción, don Maximiliano sorprendería a la bestia del secretario declarándole que, a su manera de ver, ese atacado comercio, si se lo examina a la luz de los intereses de la cultura, revela un beneficio evidente, una innegable utilidad. Robadas o compradas a precio de banana por los ambulantes, piezas de notable valor escapan a la destrucción a que estaban condenadas en los conventos y las curias. Pasando de mano en mano, de lucro en lucro, terminan sanas y salvas, bien cuidadas, en las colecciones particulares o en los museos.
¿Opinión de museólogo hereje? De hereje, incrédulo e impío ya lo calificaron —el padre José Antonio Hernández fue más lejos: para él, don Maximiliano von Gruden era el perfecto ejemplo de lo que no debe ser un sacerdote, era ateo y anarquista. Peligrosísimo, pues se presentaba vestido con la blanca sotana de los benedictinos. En nuestros días de desorden y falta de respeto, de teología de la liberación y otras diabólicas blasfemias, los enemigos de la fe y la doctrina cristianas se esconden en las sotanas y los hábitos, los lobos se cubren con la piel de las ovejas.
LA CARCAJADA. Don Maximiliano se armaba de paciencia —la paciencia no era su virtud cardinal—, esperando el momento oportuno para interrumpir la pesada perorata del secretario de Seguridad y volver al asunto que los había llevado allí. Sobre la gravedad del caso y la urgencia de las medidas capaces de esclarecer el misterio, llevar a descubrir y capturar a los criminales y recuperar la imagen, había discurrido con energía y detalles, al comienzo de la entrevista. Insistió en el carácter secreto de la investigación, secreto indispensable por todos los motivos —don Maximiliano pensaba en el vicario de Santo Amaro y en su reacción al saber de la desaparición de la santa: iba a poner el mundo cabeza abajo.
Habló del valor intrínseco y extrínseco de la escultura, joya sin precio, patrimonio de Bahía y el Brasil. Ochocentista, contemporánea de la creación genial del Aleijadinho: solamente las piezas de su comprobada autoría podían superarla, según la opinión de los peritos, y en breve, ¿quién sabe?, alcanzaría idéntica cotización. Basta tomar en cuenta el hecho de que es la única imagen de Santa Bárbara, la del trueno, que presenta a la Santa empuñando una haz de rayos en lugar de la palma habitual. Santa Bárbara, la del trueno, valor imposible de calcular en dinero: los museos de Europa y los Estados Unidos pagarían, sin discutir, cualquier suma en dólares para tenerla en su acervo.
Llamó la atención sobre la fecha del vernissage de la exposición programado para dos días después: a partir de entonces el valor de la imagen se haría todavía mayor. Expuso, remitiéndose al libro que sería lanzado durante la ceremonia, la tesis audaz sobre la cual ya tanto se hablaba en los diarios: cortés e hipócrita, el secretario afirmó haber oído expresivas referencias.
Si lo había oído o no, poco importaba. Importaba, eso sí, constatar que, en ningún momento, el boquirroto había llegado a percibir la relevancia del asunto; para él no pasaba de ser uno más entre los numerosos hurtos de objetos sagrados que venían sucediéndose en el interior del Estado: don Maximiliano perdió la paciencia y el latín. De nada había servido la exhaustiva explicación, precisa y docta, en el intento de hacer que el jefe de Policía comprendiera que no, no se trataba de un robo más de imágenes en desuso, de cotización desigual, la mayoría sin otros méritos más allá del moho y las polillas.
Con sus ojos de pescado puestos en los ojos azules de don Maximiliano, la insinuación en el susurro y la risita, el doctor Calixto Passos completó su pensamiento:
—En ciertos casos no se trata propiamente de robo, al menos cometido por un ladrón venido de afuera. Quiero decir...Apoyó las dos manos sobre el escritorio, miró a Parreirinha que se babeaba de admiración —el doctor había matado la víbora y mostraba el palo — y prosiguió:
—Quiero decir... enajenación... las piezas cambian de dueño... Por ejemplo: no hace todavía una semana, dos imágenes robadas en Laranjeiras fueron descubiertas en el depósito de una empresa, en la calle de la Independencia. Habían sido traídas de Sergipe y vendidas aquí... —Hizo silencio por una fracción de segundo, para aumentar el suspenso, —...por una persona de la familia del padre...
—Pero, como ya le dije, doctor...
El doctor alzó la mano, interrumpiendo al director del Museo de Arte Sacra, y le preguntó:
—Dígame, estimado maestro: ¿conoce bien al vicario de Santo Amaro? Dígamelo confidencialmente, que quede entre los dos, nadie nos oye... —Parreirinha miró por la ventana como si no estuviera atento. —¿...Usted lo considera una persona digna de confianza o...?
Don Maximiliano von Gruden había llegado al extremo de la inquietud y el nerviosismo, hacía un esfuerzo sobrehumano para no salir a los gritos por la calle, como una marica loca. Pero al oír la pregunta confidencial del secretario de Seguridad Pública del Estado de Bahía sobre la honorabilidad del vicario de Santo Amaro, estalló en la mayor carcajada de la parroquia.
EL CORONEL DELEGADO DE LA POLICÍA FEDERAL. El encuentro con el coronel Raúl Antonio Parreiras había dado al menos un resultado práctico: don Maximiliano recuperó el pedestal que había quedado abandonado en el barco y lo llevó consigo al Museo.
A pedido del delegado de la Policía Federal en Bahía, el Viajero sin puerto había sido conducido por fusileros navales de la Rampa del Mercado hacia el embarcadero de la Marina de Guerra. El coronel se entendió por teléfono con la autoridad naval de turno, decidiendo sobre la suerte inmediata de la embarcación que había transportado la imagen. Designó un agente de vigilancia en las proximidades de la Rampa.
—Con el barco detenido en la Marina, esa pareja va a tener que dar la cara. Vamos a oírlos, interrogarlos un poco, pues seguramente ellos conocen a los responsables; no dudo de que sean cómplices. Lo sabremos en seguida.
Se refería al maestre Manuel y a María Clara. Sin pérdida de tiempo despachó a un policía con órdenes de detener al maestre del barco y a su mujer —la sede de la Policía Federal estaba en el puerto, en un antiguo depósito de carga, entre el mercado y el muelle de la Navegación Bahía, a dos pasos del sitio donde había ocurrido el robo. El detective regresó agitando las manos: los señalados, después del desembarco, habían partido en un taxi, no se sabía hacia dónde. Información obtenida de un puestero retrasado que echaba una cana al aire en el Xispeteó, bar de putas.
Don Maximiliano se levanta del desánimo en que lo habían postrado la incompetencia y el discurso vano del secretario de Seguridad. En la Policía Federal, el coronel oyó al director del museo con atención, interesado: pareció convencido de la importancia capital del problema. Vestido de civil, se arregló las uñas durante el comienzo de la conversación, alternando tijerita, alicate y lima, en la delicada tarea: no parecía el valentón que afirmaban que era.
Se mostró complacido con la visita del monje, intelectual conocido y alabado, entendió las razones del pedido de secreto —ni una palabra, quédese tranquilo; aquí estamos habituados a trabajar en la sombra y el silencio, sin lo cual sería imposible enfrentar a la criminalidad y el terrorismo. Discurría sin prisa, tenía la noche a su disposición. Sobre el robo exteriorizó opiniones que impresionaron a don Maximiliano: no gastaba recursos oratorios, se expresaba en lenguaje de tecnócrata, de perito —convincente.
—Aquí, en la Policía Federal, hemos seguido con la debida atención esta serie de asaltos a las iglesias y abrimos una nutrida carpeta que cubre el tema de forma detallada en el plazo de los últimos veinte años, tal vez más. En mi opinión, existe una mafia organizada detrás de estos delitos, y muy bien organizada. No se trata de hurtos esporádicos, como ocurría en el pasado.
El secretario de Seguridad amaba oír su propia voz, el coronel delegado de la Policía Federal apreciaba exhibir sus conocimientos:
—Ya pasó la época del amateurismo, de las incursiones de artistas por el interior del estado, aventurándose hasta Sergipe y Alagoas para robar santos en conventos y capillas. Los artistas eran listos, vivían más de esos robos que de la venta de cuadros y esculturas. Hoy todos ellos están podridos en plata; ganan el dinero que quieren, no precisan robar imágenes ni asaltar conventos, son unos ricachones. Lamento no saber pintar... La actividad criminal que ejercieron se tornó de conocimiento público, basta leer cualquier artículo sobre Carybé o Jenner Augusto, el jeep de Mario Cravo se volvió folclore, los santos robados por ellos están casi todos en manos de coleccionistas de acá o del sur, en las casas de los ricachones: Clemente Mariani, Odorico Tavares, Orlando Castro Lima.
Metódico, antes de guardar el alicate en el cajón, junto con la tijerita y la lima, lo utilizó para cortar la punta de un cigarro Suerdieck, demorándose en encenderlo. Dio una pitada, aspiró el humo y, reclinándose, tocó el timbre colocado detrás de la silla. Le preguntó a don Maximiliano si no quería refrescar la garganta con una cervecita helada —¡hace un calor de peste! — Ordenó traer botellas y vasos y, sólo después de servir y servirse, prosiguió:
—Actualmente, don Maximiliano, la situación es mucho más seria: enfrentamos a una pandilla audaz que no mide las consecuencias para llevar adelante sus proyectos criminales. Llamo su atención sobre el siguiente hecho, comprobado: las piezas de real valor desaparecen, no vuelven a ser vistas. ¿Por qué? porque se las llevan fuera del país. Seguimos la pista de algunas de ellas: llegamos a Portugal y España, Suiza y Francia. Existe un tráfico internacional de antigüedades, seguramente usted estará al tanto, es cosa sabida. Por detrás de la desaparición de su famosa Santa Bárbara, iremos a descubrir, no tengo dudas, la mano de esa pandilla, de esa mafia. Tenemos que actuar con mucha rapidez para impedir que, valiosa como es, sea enviada al extranjero.
Don Maximiliano estaba harto de escuchar dimes y diretes, chismes, a propósito de ese misterioso tráfico de objetos sagrados. En conversación reciente, había oído de boca de Mercedes Rosa, directora del Museo Costa Pinto, y Carlos Eduardo da Rocha, director del Museo del Estado, dos talentos, dos charlatanes, cosas para estremecerse, que involucraban a figurones de la más alta respetabilidad. Pero por primera vez oía de una autoridad responsable la noticia de la existencia de la cuadrilla internacional organizada y peligrosa. El propio Museo de Arte Sacro poseía piezas de procedencia oscura para no decir sospechosa: don Maximiliano prefería ignorar cómo habían llegado a las salas del convento de Santa Teresa —¿lo ignoraría?—.
La posibilidad del envío de Santa Bárbara, la del trueno, hacia el extranjero —alentada nada menos que por el delegado de la Policía Federal— acabó de liquidarlo:
—¿Usted piensa realmente que hay peligro de que la imagen sea llevada fuera del país...?
—Claro que sí, no soy hombre de bromear con cosas serias. Creo, sin embargo, que no hubo tiempo para que la hayan despachado; todavía debe de estar escondida en alguna parte de la ciudad. Debemos descubrirla, en veinticuatro horas si es posible. Voy a poner a mis hombres en acción de inmediato, comenzaremos a actuar ahora mismo: vamos a controlar las salidas de ómnibus y automóviles, las rutas y los vuelos aéreos. Tenemos las medidas de la imagen, revisaremos todo lo que pueda parecer sospechoso, abriremos cualquier valija o cajón capaz de contenerla. No se preocupe, deje el asunto en mis manos; yo lo mantendré al tanto de cómo anda la investigación.
Al levantarse para conducir a don Maximiliano hacia la puerta del despacho, le hizo la última, espantosa, aterradora revelación:
—¿Sabe adonde va el dinero obtenido con los robos practicados en las iglesias, sobre todo las divisas provenientes del extranjero? ¿No lo sabe? Se lo voy a decir: va a la subversión, el terrorismo, la guerrilla urbana, los comunistas y los padres Sandías, ésos que son verdes por fuera y rojos por dentro. ¿Se espanta? Podría darle detalles, pruebas concretas, pero no lo hago para no perjudicar las investigaciones que estamos llevando a cabo.
Apoyó la mano pesada en el delicado hombro del fraile:
—Existen numerosos padres cómplices de los comunistas; no le estoy diciendo ninguna novedad, el hecho es notorio. Para mí, para nosotros, responsables del orden del país, de la seguridad nacional, esos padres son bandidos aun peores que los comunistas. Además de enemigos, son traidores. —Repitió la palabra, indignado, categórico: ¡Traidores! Pero nosotros vamos a acabar con ellos, con ellos y con los comunistas, con toda esa canalla de perversos. Con todos.
Como si no bastaran el desasosiego, la ansiedad, el disgusto para consumirlo, don Maximiliano sintió un frío en los huevos: la cordialidad que había presidido el encuentro se desvanecía, dando lugar a un cuma cargado, de advertencia y amenaza; el coronel asumía de pronto la imagen del matón que decían que era. Leve compresión de los dedos de hierro en la frágil espalda del director del Museo, el coronel Raúl Antonio Parreiras —nombre de triste fama— dijo, mirándolo fijo a los ojos:
—Sé todo a su respecto, reverendo —recalcó las sílabas—, ¡absolutamente todo! Sé que usted, aunque no apoya ostensiblemente a nuestro patriótico gobierno, tampoco lo combate, se mantiene al margen de la política, no conspira contra la Revolución, nuestra benemérita Revolución de 1964 que salvó al Brasil del comunismo. Continúe así y nadie lo incomodará, puedo garantizárselo. Manténgase lejos de la subversión, ese es el consejo que le doy.
Ablandó la voz, aflojó los dedos, sonrió con los labios y con los ojos, de nuevo amable, deferente ciudadano:
—Gracias por la visita, tuve mucho gusto en conocerlo personalmente y hablar con usted. —Tendió la mano a don Maximiliano: —Que le vaya bien; en breve tendrá noticias mías, buenas noticias: cuente con nosotros.
Mandó a un agente que acompañara al nombrado intelectual hasta el auto, llevando el pedestal. Intelectuales, mala raza... El coronel escupió en el piso, refregó el pie encima.
EL REVERENDÍSIMO SEÑOR OBISPO AUXILIAR. El vía crucis de don Maximiliano en aquella noche de prueba había comenzado con el encuentro con la combativa e influyente figura de monseñor Rudolph Kluck, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Bahía. Larga conversación en alemán, lengua materna de guerreros.
El perplejo director volvió a enviar a Edimilson al museo y salió del muelle hacia la residencia cardenalicia, en el Campo Grande. Debía, ante todo, informar al cardenal, decidir con él las providencias a tomar, pedirle consejo y amparo. Su Eminencia había demostrado real interés por el éxito de la exposición, y su mediación había sido decisiva para el préstamo de la imagen.
En Campo Grande se enteró de que el cardenal había acompañado al rector de la Universidad a Brasilia, en la tentativa de obtener de las autoridades responsables, si no la conmutación, al menos el ablandamiento de las drásticas medidas decretadas contra los estudiantes, a raíz de la huelga general y las manifestaciones: para evitar que perdieran el año.
A falta del cardenal, don Maximiliano telefoneó al obispo auxiliar, segunda persona en la Arquidiócesis, solicitándole audiencia inmediata pues el asunto por tratar era de la mayor importancia. Si realmente es tan urgente, puede venir, lo espero, consintió el reverendísimo.
Alemán como don Maximiliano, ahí terminaba, en la nacionalidad de origen, toda y cualquier identidad entre los dos sacerdotes. En lo demás, polos opuestos, agua y fuego, sal y azúcar, el huevo y el asador. Flaco y alto, pálido, elegante, melindroso, el museólogo; robusto, bajo, sanguíneo, desaunado, cáscara gruesa, el teólogo inconcluso.
Se trataban con mesura y ceremonia cuando de vez en cuando se encontraban; se toleraban a duras penas. Había quien atribuía a la malicia de don Maximiliano el apodo de "Lefebvre de los pobres" aplicado a don Rudolph Kluck a causa del lanzamiento de un volumen más de su obra ya considerable de teólogo —cuatro gordos tomos— que analizaba y condenaba al mestizaje y el sincretismo, defendiendo la pureza de la fe, la exactitud de los dogmas. La burla había caído en el vacío pues, además de unos raros prelados y el profesor José Calazans que, aparte de haber dirigido un seminario sobre el Concilio Vaticano II, no soportaba oír misa rezada en portugués —impertinencia de sergipano— nadie en aquellos lares tenía idea de quién era monseigneur Marcel Lefebvre y cuál era el papel desempeñado por el jefe de los integristas franceses en las luchas intestinas de la Iglesia.
Decían que don Rudolf había sido designado obispo auxiliar para compensar la elección del nuevo cardenal de Bahía, primado del Brasil, considerado simpatizante con las posiciones progresistas de cierta parte del clero —la llamada Iglesia de los Pobres — en lo que se refiere a lo social y lo político: en cuanto a las cuestiones doctrinarias, se inclinaba hacia los conservadores, apoyaba a los tradicionalistas. Contradicción corriente en los medios eclesiásticos exprimidos entre la miseria de la población y los dogmas y misterios de la doctrina, entre la reforma agraria y la misa en latín. Pero continuemos, pues tales metafísicas no caben en estas páginas pirrónicas — disculpen la palabrota.
Decían muchas cosas, no siempre agradables; don Rudolph hacía oídos sordos y proseguía en la tormentosa catequesis: artículos y entrevistas, homilías y sermones, prédicas en la radio —usaba la radio con asiduidad, por ser el medio de comunicación más popular—. Desde la ventana de su celda, en lo alto del Convento de las Ursulinas, donde residía, acostumbraba contemplar el paisaje de la ciudad de Bahía — de Bahía no, de la ciudad del Salvador—. Bella sin duda, no negaba la evidencia, pero habitada por gentíos idólatras y mestizos, la mayor parte de color negro, que, ignorantes de las hegemonías de raza y cultura, la raza aria, la cultura occidental, ensuciaban la ley y corrompían el evangelio, mezclaban los colores del arco iris y, en lecho de amor ilícito, fundían sangres y dioses.
Urgía separar el trigo de la cizaña, el bien del mal, el blanco del negro, imponer límites, trazar fronteras. Con pena de tener que guardar en lo recóndito del pecho el ejemplo sin par, don Rudolph no se atrevía a pregonarlo: no caería bien en medio de la barahúnda reinante a partir del fin de la Gran Guerra, de la derrota: en África del Sur se había refugiado la perfección del mundo.
EL ANILLO EPISCOPAL. La conversación fue en alemán, lo que la hizo aún más rispida y penosa. Habiendo escuchado, sin interrumpir, el relato minucioso del director del Museo de Arte Sacro, el primer comentario de don Rudolph Kluck se refirió a la declaración de Edimilson:
—Mire usted, don Maximiliano, a lo que conducen las mezclas: a la debilidad de espíritu, a la imbecilidad. Ese auxiliar suyo, perdóneme que se lo diga, es un imbécil.
Don Maximiliano tragó en silencio. No pretendía enfrentar al superior jerárquico, discutirle las tesis, exacerbarle la mala voluntad acostumbrada: el obispo auxiliar no le perdonaba los pruritos de independencia y la lengua ácida. La situación recomendaba cordura y acatamiento, el monje bajó la cabeza.
Aprovechando aquel raro momento, don Rudolph se restregó las manos, cerró los ojos, habló despacio, saboreando las sílabas y las pausas, destilando el veneno gota a gota:
—Me han hablado acerca de su... ¿Cómo era exactamente la frase? ¡Ah, sí! La cohorte de los ángeles del Museo... Fue eso lo que me dijeron...
Don Maximiliano tragó en seco, se obligó a tener paciencia, curvó la espalda; don Rudolph prosiguió, implacable:
—Pensé que se referían a imágenes del acervo, ángeles de piedra o madera... Me engañaba... Los ángeles son los funcionarios... —levantó la voz— ...Si al menos fueran capaces y no debiloides...
Sin alterar la postura —el día de la cobranza llegaría, el señor obispo no perdería por esperar—, don Maximiliano consideró:
—Podremos conversar sobre los funcionarios del museo en cualquier ocasión que Su Excelencia desee; explicaré los criterios que presiden las contrataciones, realizadas, además, por el rector y no por mí. Pero ahora me gustaría que nuestra conversación se restringiera al problema de Santa Bárbara.
Dicho y hecho: el obispo auxiliar era maligno y maledicente pero no había nadie más vigilante y responsable cuando se trataba de la doctrina y los bienes de la Iglesia. Con el dedo, donde resplandecía el anillo episcopal, tocó el hombro curvado del monje:
—Tiene razón, el asunto es grave, vamos a él.
De común acuerdo establecieron un plan de acción; don Rudolph dictaba la táctica y la estrategia, analizaba cada paso por dar, todavía más eficiente por estar resolviendo un problema cuya solución no cabía a la Arquidiócesis y sí a la Universidad Federal a la cual pertenecía el Museo de Arte Sacra, niña de los ojos de Edgard Santos, el fallecido rector de hecho magnífico que lo había fundado.
Del padre y de la monja se ocuparía el obispo auxiliar; no era recomendable hablar de ellos, que don Maximiliano hiciera como si desconociera su existencia, que dejara que la policía los descubriera por información de terceros: así habría tiempo para que las autoridades eclesiásticas los oyeran.
—El padre, sé de quién se trata; acudió al llamado, tiene hora fijada conmigo mañana a la mañana, en el Arzobispado. Tal vez usted ya haya oído hablar de él, el padre Abelardo Galváo, vicario de Piacava, en el sertáo, antes de Conquista. ¿No sabe quién es? Es uno que anduvo invadiendo las tierras del coronel Joáozinho Costa, al frente de una banda armada, creó un problema que todavía nos da dolores de cabeza: lo mejor es mantenerlo lejos de la policía el mayor tiempo posible. La monja no sé quién pueda ser pero es fácil localizarla. Esos dos quedan por mi cuenta.
Aconsejó a don Maximiliano procurar inmediatamente, sin perder un minuto, al secretario de Seguridad y al coronel delegado de la Policía Federal: los consejos de don Rudolph más bien parecían órdenes. Él mismo habló por teléfono con las dos autoridades, solicitó y combinó los encuentros. Acentuó la necesidad de que la investigación fuera rodeada del mayor secreto: si la noticia circulaba se iba a crear una confusión de los mil demonios. ¿Ya pensó en la reacción del personal del Patrimonio Histórico? Don Maximiliano lo había pensado y temido, pero sobre todo temía la reacción del vicario de Santo Amaro.
¿El vicario de Santo Amaro? Escarmentado, también don Rudolph Kluck se asustó. Conocía la aspereza y la mala crianza del tosco provinciano, insolente, hueso duro de roer. Había intentado conseguir que limpiara la fiesta de Nuestra Señora de la Purificación de las impurezas, las inmundicias fetichistas que tanto la envilecían, oyó un no rotundo e irrespetuoso: quien festeja a la Santa es el pueblo. Su Excelencia va a tener problemas con esas pavadas de intransigencia, austeridad y rigidez. Ni catequesis ni intimidación lo hicieron cambiar de parecer: nombre otro vicario si quiere llevar a cabo la frescura de convertir la fiesta en penitencia. Por el tamaño de la burrada, se ve enseguida que Su Excelencia es gringo, que no entiende a nuestra nación brasileña.
No podían dejar de comunicarle lo ocurrido pero podían retardar, quién sabe evitar, el alboroto, la estampida de la manada:
—Es mejor dejarlo para mañana, tal vez para el mediodía ya se tenga la solución de ese problema...
Por una vez en la vida don Rudolph y don Maximiliano coincidían en la letra, en la música y en la vihuela.
El señor obispo auxiliar apresuró el término del coloquio; se aproximaba la hora marcada por el jefe de Policía para recibir al Director del Museo:
—Recomiendo prisa y sigilo, hable de nuestra preocupación.
Vocación de diplomático, don Maximiliano anunció:
—Mañana haré llegar a manos de su Excelencia un ejemplar del libro de mi autoría que será lanzado en la Exposición. Fruto de investigación y estudio, creo que con él concluyo la polémica sobre la imagen de Santa Bárbara, la del trueno. — Se hizo el modesto: —No es un triunfo mío, sino de la Iglesia.
Don Rudolph dijo ya saber del libro y su importancia, agradeció el ejemplar—no se olvide del autógrafo — y, no queriendo quedarse atrás en materia de erudición, especuló al despedirse.
—Si estuviéramos ante la aparición de un dios, podríamos hablar de teofanía. Pero tratándose de una desaparición, ¿cómo decirlo? Se me ocurre la palabra encantamiento. El encantamiento de Santa Bárbara, la del trueno. ¿Qué le parece, don Maximiliano?
Usó la palabra justa sin saberlo, sin que tampoco lo supiera don Maximiliamo, sobre cuyo cadáver parecía que estaba bailando el obispo. Bajó la cabeza, don Rudolph elevó la mano y lo bendijo. En el dedo índice el anillo episcopal, signo de grado y poder del jerarca.
EL ALTAR. El primer piso del antiguo Convento de Santa Teresa, transformado en sede del Museo de Arte Sacro de la Universidad Federal de Bahía, estaba iluminado cuando, casi a la medianoche, don Maximiliano von Gruden detuvo el fusca en el patio y, con la ayuda del portero, retiró el pedestal del asiento de atrás.
Bajo la dirección del arquitecto Gilberbert Chaves, que se ofreció para colaborar en el montaje de la exposición, dos auxiliares del museo — dos muchachos mulatos, dos ángeles de la cohorte de don Maximiliano, maligna invención de don Rudolph: ese don Rudolph, grosero campesino de mala entraña, lengua de víbora—, disponían las piezas en las salas ocupadas habitualmente por el acervo. Don Maximiliano saludó a Gilberbert, le preguntó por la salud de Sonia y, acompañado por los presentes, inició la inspección. Se detuvo ante el sitio destinado a la imagen de Santa Bárbara, la del trueno. Bajo la mirada atenta del arquitecto y los funcionarios, don Maximiliano se demoró observándolo.
—¿Vamos a colocar la imagen ahora, maestro? ¿Dónde está?
—Ahora no. Vamos a colocarla sólo pasado mañana, algunas horas antes de la inauguración. Para evitar que empiece a aparecer gente a verla, perturbando nuestro trabajo. — Completó para impedir objeciones: — Hay personas a las que no podrimos negarles el acceso; lo mejor es evitar cualquier visita anticipada. —Intentó una sonrisa, lo consiguió: —Santa Bárbara está bien guardada.
—¿Dónde la dejó, maestro? ¿En la iglesia?
—No. Lejos de aquí, a salvo.
Gilberbert Chaves contemplaba el pedestal que el portero había dejado en el suelo, estudiándole los detalles:
—Ya en el pedestal solo es una obra de arte, una preciosidad. Merece ser expuesto.
—En una exposición de artesanías, sin duda, pues es realmente un primor. En ésta, la nuestra, no va. —Don Maximiliano se volvió hacia el portero y ordenó: —Guárdelo en el depósito, Almerio, para restituirlo junto con la imagen.
Seguido por los tres colaboradores, recorrió las salas; el arreglo de las piezas iba adelantado. Elogió el trabajo pero, mientras caminaba, fue haciendo modificaciones, cambió un crucifijo de lugar, corrigió la posición de dos pedestales, hizo transportar un oratorio al salón mayor. Uno de los muchachos le comunicó:
—Ya me olvidaba de decirle que el vicario de Santo Amaro telefoneó tres veces. La primera preguntó si el barco ya había llegado; le respondí que sí y dije que usted había ido al muelle al buscar a la Santa. Telefoneó de nuevo, dos veces, para saber si usted ya había vuelto. Dejó el recado de que lo llame en cuanto llegue.
—Ahora ya es muy tarde, ya es más de medianoche.
—Me dijo que lo llamara a la hora que fuera.
Se aprovecha la frase para informar que el vicario de Santo Amaro respondía al nombre de Teófilo López de Santana pero toda la gente lo llamaba el padre Teo, y doña Marina, el ama de llaves, en la intimidad lo trataba de Teteo.
Se despide Gilberbert Chaves, los dos muchachos aceptan que los lleve en su coche, van con él, don Maximiliano se queda solo entre las imágenes, retorna con pasos lentos, demorando la mirada en cada pieza. Muestra en verdad excepcional, en raras ocasiones se había exhibido en el Brasil riqueza semejante: tantas piezas, todas ellas singulares. En lugares de honor, esculturas de fray Agostinho da Piedade y de fray Agostinho de Jesús, y el Cristo en la Columna, trágico y deslumbrante, de Chagas, el Cabra, préstamo del Museo do Carmo. Solamente en Minas Gerais, debido a la herencia del Aleijadinho, habría sido posible realizar algo comparable. Don Maximiliano sintió que los ojos se le humedecían: aquello era su obra, fruto de su trabajo, de su saber, de su amor. Al posar, sin embargo, la vista empañada en el pedestal vacío, destinado a recibir la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, se contrajo el corazón del monje.
Para él, la estupenda, la incomparable Exposición de Arte Religiosa de Bahía quedaba malograda, un fracaso, un desastre, marcaba el término de su carrera, el fin de su vida. No pensó en el suicidio pero llegó a pensar en renunciar y regresar a la celda y al claustro en la Abadía de Sao Bento.
LOS APOSENTOS. Hambriento: no había tocado un alimento desde el almuerzo frugal al mediodía —un vaso de leche, una pequeña omelette de queso, una tajada de jamón. Extenuado del trajín del día y la amargura de la noche, atormentado, don Maximiliano von Gruden enfrentó la escalera empinada que conducía al sótano donde quedaban los depósitos del museo y los recién construidos aposentos del director: pequeña sala, cuarto amplio, baño completo. Mi celda de anacoreta, decía él, escondiendo la risa.
En la sala, saliendo de los estantes, pilas de libros por el piso, en cinco lenguas, sin contar el latín. En el escritorio inglés con gavetas secretas, la máquina portátil, de las más chicas, papel en blanco, lapiceras, lápiz y goma —usaba lápiz para corregir los textos— y un estilete de jade, recuerdo de la China. En el cuarto, dos sillones de cuero negro, modernos, confortables. Preciosa mesita de pico-de-jaca, obra y presente del artesano Joáo dos Prazeres; encima de ella, en una bacinilla del siglo XVII, blanca y azul, loza de Macau, florecía una planta de rosas verdes, raras, enviada de Goiás por la estimada colega Amalia Hermano Teixeira: historiadora, museóloga y botánica. Palangana y jarra de cerámica portuguesa, procedentes del convento de Mafra, cocidas por el artista José Franco, pintadas por su mujer Helena: flores y pájaros azules. Colcha de terciopelo labrado, cubriendo una cama de matrimonio Gopau-marfin.
Ni una sola estampa, ni una sola imagen. En las paredes, apenas una vieja fotografía entre dos vidrios sujetos por ganchos de metal: en el paisaje de pinos bajo la nieve, una aldea alemana; en vetusto marco restaurado, moderno xilograbado coloreado de Emanuel Araújo, un gato musculoso y sutil en el celo de la noche brasileña. En el rincón, sobre el reclinatorio de los tiempos de la colonia, una reproducción italiana de buen tamaño del David de Miguel Ángel, el divino.
Don Maximiliano von Gruden entró en la suite, garqonniére de bon vivant, celda de anacoreta, se arrodilló junto a la cama, bajó la cabeza casi tocando la colcha de terciopelo, rezó, se dio el puño contra el pecho, pidió perdón a Dios.