LA AUDIENCIA COLECTIVA

LA ESPERA. Mientras discurría en un portugués casi sin acento, amenizando con inesperadas expresiones populares la aridez del tema expuesto —relataba investigaciones en archivos nacionales y extranjeros, comentaba estudios especializados, exponía la pasión del arqueólogo—, don Maximiliano von Gruden, director del Museo de Arte Sacra, controlaba por el marco de la ventana el portón de entrada, a la espera. El atraso de la camioneta comenzaba a preocuparlo.

Luego de hacer en el comienzo de la entrevista breves tomas mostrando al monje, ilustre y elegante, rodeado de periodistas, saludando, efusivo, al "enviado especial" de la prensa portuguesa, los equipos de televisión se preparaban para retirarse —el tiempo de la televisión vale oro y se mide por fracciones de segundo. Don Maximiliano necesitó usar mucha labia —y labia no le faltaba, simpático como el que más—, ofrecer nueva ronda de whisky, para mantenerlos en la sala, a los técnicos y a las cámaras, "por unos instantes apenas, mis amigos, para filmar la llegada de la imagen que ya está en camino, ya salió del muelle".

Mentira, no había tenido noticias de Edimilson y la preciosa carga, pero ¿qué importa una inocente mentira cuando se la dice por un motivo justo? En ese caso, justo e imperioso. Para que millones de telespectadores en el país entero pudieran ver los noticiarios de las 20:00, trasmitidos por las cadenas nacionales, don Maximiliano von Gruden al lado de la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, tesoro único del arte brasileño, comparable apenas a ciertas creaciones del Aleijadinho. Preciosidad poco conocida y aun menos estudiada, don Maximiliano había terminado de establecerle la genealogía — linaje, procedencia, fechas casi precisas y autoría, sobre todo la autoría más que probable — en tesis escrita originalmente en alemán, traducida al portugués, publicada en el libro que sería lanzado durante el vernissage de la Exposición de Arte Religiosa marcado para el viernes siguiente. Un ejemplar de la edición alemana, impresa en Munich, primor de gráfica, yacía como olvidado sobre la ancha mesa antigua, holandesa auténtica —hasta los cronistas, poco afectos al trato de los museos y las antigüedades, se daban cuenta de la perfecta armonía de la sala, de la autenticidad y el raro valor de cada una de las piezas allí exhibidas, estatua, cuadro o mueble.

En la tapa, reproducida en colores, la estampa de la Santa. Bastaría con tomar el volumen con gesto casual y hojearlo delante de las cámaras: la coronación, la apoteosis de la victoriosa carrera del santo varón. Santo varón, disculpen, no es la expresión correcta: museólogo ilustre, investigador competente, erudito y conceptuado historiador de arte, doctor honoris causa de cuatro universidades, don Maximiliano von Gruden era todo eso y todavía más; sin embargo, no era un santo varón.

EL ENVIADO ESPECIAL. Don Maximiliano oyó la pregunta del portugués barbudo, entrecerró los ojos azules, sonrió. Más allá de las cámaras de televisión, periodistas de las estaciones de radio empuñaban grabadores, los de los diarios se contentaban con bloques de papel y lápiz. Recubierto de modestia y mansedumbre, el cabello ralo, la cara pálida, la sotana impoluta, don Maximiliano parecía él mismo una figura de museo modelada en cera. Pregunta malvada, que destilaba ponzoña, sugería atrevimiento, tal vez precipitación en las conclusiones de la tesis, dejaba lugar a dudas, a posibles errores. Extendiendo los brazos como si fuera a bendecir al provocador, el monje abrió los ojos y respondió, la voz redonda, aduladora:

—Unos pocos minutos más y mi querido amigo podrá juzgar con los ojos que Dios le dio para ver y saber: la mejor prueba es la imagen, todo lo demás que se diga sin haberla visto no pasa de especulación y palabrería. Si yo fuera dado a la vanagloria, podría proclamar que las conclusiones de mi tesis fueron dictadas por Santa Bárbara, la del trueno, en persona, allá desde el reino de los cielos donde se encuentra... —se permitió una risita maliciosa. ¿Te gustó, charlatán?

La cruda verdad, sin embargo, es que solamente entonces, al oír la pregunta, insidiosa, agresiva, se dio cuenta del ardid tramado por los compadres para desacreditarlo delante de la prensa. De nada había desconfiado cuando, días antes, el corresponsal lisbonés llegó a su presencia envuelto en elogios: periodista de renombre peninsular, casi tan conocido en Madrid cuanto en Lisboa, autor de reportajes sobre arte y literatura de repercusión en todo el continente europeo, citado en la rúbrica cultural de Le Monde, Fernando Assis Pacheco era además poeta consagrado por la crítica. Quien lo presentara con tamaño circunloquio tenía autoridad para hacerlo por compatriota y conocedor, nada menos que el crítico de arte Antonio Celestino, con columna fija en A Tarde, los sábados.

En la ocasión, don Maximiliano, encantado de contar con la participación de un periodista portugués, venido de Lisboa, en el encuentro previsto con la prensa para la presentación de la imagen, no reparó en los detalles —no obstante evidentes— comprobatorios de la trampa. Pero bastó una única pregunta, avanzada subrepticiamente por el portugacho mientras aguardaban la llegada del pedestal con la Santa, para que descubriera los hilos del ovillo y los desenrollara, para encontrar, escondida detrás de dos comparsas, la figura detestada del incorregible J. Coimbra Gouveia, caprichoso, insolente rival, cuyo placer en la vida parecía ser el de contestar y denigrar los estudios del homólogo bahiano (nacido en Baviera).

El tal Fernando Assis Pacheco, gran periodista y gran poeta según sus propias reglas, no se encontraba allí, en la sala del director del Museo de Arte Sacra, chupando whisky importado, debido a los azares del viaje de vacaciones a Brasil, conforme afirmó en la visita anterior. Ni se debía apenas a la curiosidad intelectual el visible interés en torno de la procedencia y la autoría de la imagen, de la incógnita de los rayos y truenos. Don Maximiliano, al presentarlo a los cofrades nacionales, le dio el título de "enviado especial" para valorizar la entrevista colectiva. Enviado especial, no cabía duda, pero no de la empresa periodística sino, eso sí, del taimado J. Coimbra Gouveia, que en aquel momento se rascaba los huevos abierto de piernas en el mugriento sillón del despacho del director del Museo da Pena: la vista de la sierra de Sintra es deslumbrante.

EL LLAMADO TELEFÓNICO. Escondidas intenciones, designios inconfesables habían traído al vil Pacheco a Bahía en el momento exacto del mayor triunfo de don Maximiliano von Gruden, cuando la intelectualidad patricia se curvaba reverente ante el doctor emérito que acababa de finalizar una controversia centenaria, esclareciendo definitivamente las múltiples cuestiones referentes a la imagen de Santa Bárbara, la del trueno. El perverso Assis trataba de mancharle la reputación con la baba de la envidia —don Maximiliano levantó el ruedo de la sotana para resguardarla de la baba de la envidia.

Ahora percibía por qué el falso Celestino se había empeñado tanto en obtener con anticipación un ejemplar de la tesis, pretextando un artículo que escribir y publicar antes de que la edición se entregara al público: quería ser el primero en saludar acontecimiento tan significativo en la vida cultural luso-brasileña. Don Maximiliano le creyó —¿qué mortal, díganme, es capaz de quedar incólume ante una avalancha de elogios? Si existe alguno, no se llama Maximiliano von Gruden. Escribió en el ejemplar —uno de los cinco primeros enviados por la editorial— dedicatoria calurosa, no regateó los adjetivos lisonjeros, quedó a la espera del artículo.

Tan distante estaba de la idea de un complot que ni se acordó de los lazos de amistad existentes entre Celestino y Coimbra Gouveia, el primero de los cuales se proclamaba el "modesto discípulo" del segundo, que se hospedaba en la rica residencia de aquél en sus venidas a Bahía para chismorrear de iglesias, conventos y sacristías. En medio de parrandas monumentales —don Maximiliano había participado en algunas y, para ser justo, debía alabar la calidad de los manjares y los vinos, estos portugueses saben tratarse—, el forastero anunciaba descubrimientos capaces de revolucionar el arte de los azulejos y las imágenes. Nada de eso se le ocurrió al autografiar con aquel desenfreno de loores el ejemplar para el "agudo Antonio Celestino, exponente de la crítica de arte". Ejemplar enviado hacia Portugal por el exponente, por cierto ese mismo día, por vía aérea, para que el infame Gouveia le pasara el peine fino de la contestación.

Una semana después, cuando Celestino se le apareció llevando al periodista lusitano, tampoco desconfió de nada. Abrió los brazos al recién llegado, efusivo: se vio brillando en las páginas de los periódicos de Lisboa y Porto, proclamado autoridad máxima, innegable. Tenía esas ingenuidades, en contrasté con la fama de sabedor —más sabedor que ratón de iglesia, decía de él el profesor Udo Knoff, especialista en azulejos; eran enemigos íntimos. Fue necesaria la pregunta venenosa para ponerlo ante la sucia realidad de la conjura. Se sintió como un boxeador que, en el momento de ser proclamado campeón, recibe un directo en el estómago, a traición. Sin embargo, pronto se levantó con ansias de liquidar de una vez al adversario, la sonrisa de mofa subrayando la respuesta, inmediata y perentoria.

No tuvo tiempo de saborear el embarazo, la confusión del portuga: sonó el teléfono y don Maximiliano, sin esconder el alborozo, se dirigió a la mesa, listo para oír la noticia de la partida de la kombi transportando la imagen. En aquel preciso instante comenzaron las desventuras del director del Museo de Arte Sacra, en la antevíspera del vernissage de la Exposición de Arte Religiosa. Duraron dos días, un siglo por lo menos.

EL ORATORIO. Mientras don Maximiliano, todavía eufórico, atiende el teléfono: —Soy yo, Edimilson, dime...—, los periodistas aprovechan la oportunidad, unos para irse sin esperar la imagen, otros, la mayoría, para reabastecer los vasos. Se precipitan, horda sedienta, se atropellan delante del oratorio convertido en bar, pillería de don Maximiliano que en él esconde las botellas de whisky importado y las de vino de Oporto envejecido en barril, en el Douro.

—Un pillo, eso es lo que él es —afirmó sobre el director del Museo de Arte Sacra el austero y discreto profesor Renato Ferraz, director del Museo de Arte Moderna, allí presente, chupando dosis doble del sagrado escocés —puro con apenas dos cubitos de hielo—. Imagínense si no fuera austero y discreto.

En cuanto al oratorio, "suntuoso, de gran tamaño y mucha arte", conforme aseverara en un artículo sobre "Los tesoros del Museo de Arte Sacra de Bahía" el citado Antonio Celestino, provenía "de las calles estrechas habitadas por los talladores seiscentistas, de la calle do Piolho o del callejón das Caganitas, de la calle da Indiana o la cortada dos Gatos, de la callejuela dos Marchantes, en la ciudad lusitana de Braga, pieza de terso y genuino barroco portugués". Colocado en la sala de la dirección, el mueble precioso se conservaba útil, sólo que en lugar de imágenes de santos abrigaba licores caros, también ellos objeto de extensa y cálida devoción.

El exquisito crítico de arte saboreaba una copa de Oporto, gota a gota, suspiro a suspiro. Oyó el comentario ácido del profesor Ferraz, el sabor de la ambrosía, ¡un terciopelo!, no le permitió concordar ni discordar. Prepotente, sabedor, pillo, mañoso, presumido, etcétera y todo lo demás, pero nadie le negaba a don Maximiliano competencia, iniciativa y autoridad.

Un haz de luz cae sobre la copa del vino fino y aleonado, en la mano señorial del maestro Celestino. Las llamas del crepúsculo circundan la iglesia y el monasterio, penetran por las ventanas, se derraman en oro en las paredes de piedra, el sol se precipita en el jardín entre las acacias.

EL INOPORTUNO. ¿Qué? Casi un grito, la pregunta despierta la atención de Guido Guerra, joven escriba en los comienzos de su carrera en la prensa y la literatura, en busca de un asunto sensacional capaz de proyectarle el nombre más allá de los límites de la provincia. Ojos agrandados, boca abierta, don Maximiliano von Gruden escucha, anonadado, pero se compone al percibir el interés del cronista del Diario de Noticias: cierra la boca, semicierra los ojos, se controla. Los periodistas brindan por la inminente llegada de la Santa tan comentada.

—No entiendo... Repite... ¡Quédate tranquilo, repite! — La voz apenas audible, por el rabillo del ojo examina a la concurrencia, el agitado Guerra continúa atento: —No, es mejor que me esperes sin salir de ahí, llego enseguida. —Vuelve a oír, conteniendo la impaciencia; concluye, orden imperiosa: —Espérame ahí, ya te dije.

Cuelga, encara al grupo que se aproxima, cada palabra le cuesta un esfuerzo pero cuando habla la voz resuena tranquila, casi categórica, trasluce cordialidad; don Maximiliano llega a sonreír:

—Les pido disculpas. Los convoqué para que recibiéramos juntos aquí a la incomparable imagen de Santa Bárbara, la del trueno, que por primera vez deja su altar de la iglesia matriz de Santo Amaro para figurar en nuestra exposición. Acabo de enterarme de que un imprevisto provocó un pequeño atraso en los plazos establecidos y que recién mañana podremos acoger a nuestra huéspeda celestial —ensanchó la sonrisa.

—¿Mañana, a qué hora? —La preocupación de Leocadio Simas tenía razón de ser. Conocedor de los hábitos establecidos por don Maximiliano para los encuentros con la prensa, en el museo, sabía que a la tarde se servía whisky mientras que por la mañana apenas jugos de fruta, aunque variados: de umbu y caja, mangaba y cajú, maracujá y graviola. Inclusive depitanga, un placer.

—Todavía no puedo determinar la hora, pero la comunicaré a las redacciones en cuanto tenga informaciones más precisas... —con un gesto discreto, ordenó al bedel trancar la puerta del oratorio antes de que Leocadio, esponja notorio, volviera a servirse.

—¿Y qué fue lo que sucedió exactamente, lo que motivó el atraso? —quiso saber el indiscreto Guerra, la cara ávida, la nariz de papagayo, el olfato de perro; no consumía whisky, prefería los jugos de frutas tropicales: ¡sería mejor que consumiera!

¿Qué había sucedido? Eso era lo que don Maximiliano quería saber, averiguar cuanto antes. Se dirige al inoportuno, traga la impaciencia y la irritación, la cabeza trabaja a todo vapor en busca de una justificación válida capaz de contener las habladurías, la desconfianza del peligroso calavera. Peligrosísimo, vive entrometiéndose donde no lo llaman: ¿no fue él quien descubrió el agujero en los cofres de la cooperativa del maíz y lo divulgó en un reportaje que hizo época, desencadenando un escándalo monumental? Don Maximiliano lo toma por el brazo, lo aparta de los demás; todavía no sabe qué decir, para ganar tiempo le secretea al oído:

—Si yo le contara, mañana saldría en el diario y podría...

—Prometo no publicar nada, a no ser con su consentimiento.

Don Maximiliano se exprime los sesos, no encuentra explicación digna de crédito pero el propio periodista, metido a detective, acude en su ayuda al insinuar:

—¿No será otra de las exigencias del vicario?

Guido había destacado en su diario las dificultades creadas por el párroco de Santo Amaro; asumía, además, una posición simpática, criticando lo que llamaba "una actitud tacaña y retrógada" del sacerdote al oponerse al préstamo de la imagen. Don Maximiliano aceptó el pie y se lanzó —una imprudencia, como fue a constatar enseguida:

—Guarde la información para usted; se lo cuento en confianza pero tiene que prometerme que no va a divulgarla...

—¡Prometido! Dios es testigo...

—Pues bien: no contento con el seguro y las garantías ofrecidas por el museo, el vicario exigió un documento más. Siendo la imagen tan valiosa, no le niego razón... Ustedes, los de la prensa, anduvieron esparciendo tantas mentiras sobre el museo y sobre ese pobre hombre de Dios que lo dirige, que el resultado es éste.

—¿Mentiras, don Maximiliano? ¿Cuáles?

—¿No hubo quien dijo que, al devolver la imagen de San Pedro Arrepentido a la capilla de Monte Serrat, entregamos una copia y nos guardamos la pieza original en el museo...?

—¿Y eso es mentira, don Maximiliano?

Don Maximiliano sonríe, balancea la cabeza sin aceptar la provocación pero Guido Guerra es insaciable, quiere saber cuál es el nuevo documento que exigió el vicario.

—Una garantía de fiscalización extendida por el Patrimonio Histórico. —Lo inventó en el momento, ni sabe cómo. Descansa la mano en el hombro del cronista en un gesto amigo: —Por favor, Guido, ni una sola palabra sobre este asunto; el vicario podría ofenderse. Le hice una confidencia al amigo, no le proporcioné una noticia al periodista. Cuento con usted.

¿Ofenderse? El vicario, imbuido de la mayor mala voluntad, iba a ponerse como loco si la inocente invención por desgracia llegara a su conocimiento —un enemigo más, intenso, en la extensa lista de los que deseaban comparecer al entierro de don Maximiliano.

—No se preocupe, maestro. Soy una tumba... —la fisonomía juiciosa, respetuosa: cara de santo, si no fuera feo como el Diablo.

Nunca había estado don Maximiliano tan apurado en su vida; aun así se demoró estrechando las manos de periodista en periodista, lamentando el tiempo perdido por el personal de los canales de televisión, se habían molestado con todos esos bártulos para nada. Una pena, realmente una gran pena: don Maximiliano von Gruden había nacido para exhibirse en el video, las cámaras le valoraban la postura y la elegancia. Abraza al poeta portugués como si no hubiera advertido las escondidas intenciones que le dirigían los pasos:

—Volveremos a conversar, estimado Antonio Aleada Baptista. —Tan humillado, y sin embargo aún consigue molestar al atrevido cambiándole la identidad: los poetas son sensibles, tienen la vanidad a flor de piel. —Aclararemos todas las dudas.

Espera verlos atravesar los portones, el fin del trajín con los materiales de la televisión, antes de precipitarse escaleras abajo: Dios del cielo, ¿qué había sucedido? En el teléfono, el pequeño Edimilson parecía perdido, no decía nada coherente, repetía absurdos.