LA CORREA
ADALGISA EN LA PUERTA DE CALLE CON LAS CINCO LLAGAS DE CRISTO. El grito de Adalgisa estremeció los cimientos de la Avenida del Ave-María:
—¡Ya mismo te vas adentro, mocosa descarada! ¡Perra!
Manela entró corriendo y desapareció de la vista de la tía. Cuando Adalgisa levantó el brazo para el bofetón, ya no la vio; seguramente había entrado por la puerta siempre entornada de la casa de Damiana —parecía la casa de una prostituta, con ese vaivén de gente, tanto entrar y salir. Por la mañana, Damiana preparaba grandes ollas de massa para las tortas depuba, maíz y aipim que un despabilado grupo de chicos vendía a la tarde de puerta en puerta, a clientela segura. Dulcera consumada, la fama de Damiana del Arroz con Leche — ¡ah, el arroz con leche de Damiana!, de sólo recordarlo se hace agua la boca — no se reducía al barrio de Barbalho; su clientela se extendía por las cuatro puntas de la ciudad y, en el mes de las fiestas de San Juan y San Pedro, el mes de junio, no daba abasto a los pedidos de canjica, pamonha y manué. Alegre casa de mucho trabajo, compararla con un burdel de puta exigía exceso de mala voluntad, pero Adalgisa no usaba medias tintas. Además, sobre casas de prostitutas, dentro o fuera de las puertas, Adalgisa no sabía nada: si llegaba a cruzarse con una madama en la calle escupía de costado para demostrar repugnancia y reprobación. Se consideraba una señora y no una sujetita cualquiera: las señoras tienen principios y los exhiben.
Maestra en lanzar indirectas, no bajó el tono de la voz. Se desgañitaba para que la vecina la oyera:
—Juro por las Cinco Llagas de Cristo que voy a terminar con este amorío aunque sea la última cosa que haga en mi vida. Dios ha de darme fuerzas para enfrentar a esta gentuza que quiere llevar a una niña por el mal camino, hacia la perdición. El Señor está conmigo, no tengo miedo de nada, nada me ata, de nada sirven las mañas de negros, yo no soy de la misma laya, no me mezclo con gente a la deriva. Voy a sacar el vicio del cuerpo de la mocosa aunque me cueste lo poco que me queda de salud.
Vivía quejándose de su salud frágil, pues, a pesar de la apariencia saludable, padecía repetidas jaquecas, un persistente dolor de cabeza que a menudo se prolongaba día y noche agriándole el humor, poniéndola fuera de sí. Responsabilizaba a conocidos y parientes, al vecindario entero, sobre todo a la sobrina y al marido, por los achaques que la perseguían y la maltrataban. Doña Adalgisa Pérez Correia, de proclamada sangre española por parte del padre y de oculta sangre africana por parte de la madre: la pesadilla, el terror de la calle.
LAS NALGAS DE ADALGISA Y EL RESTO DEL CUERPO. Ni siquiera era calle. La Avenida del Ave-María no pasaba de ser un callejón sin salida, un cul-de-sac, en la pedante expresión del profesor Joáo Batista de Lima e Silva: en aquel tiempo, todavía soltero a pesar de cuarentón, el profesor habitaba la última casita del pueblo, la más chiquita. Al oír los ecos del arrebato de Adalgisa, se acercó a la ventana, se bajó los anteojos para leer y descansó la vista en las nalgas de la vecina irritable.
Irritable pero fuertona, todo tiene su compensación. En el mediocre paisaje del callejón desprovisto de huertas y jardines, de árboles y flores, la compensación mayor era el trasero de Adalgisa, que reafirmaba la belleza del universo. Cesto de Venus, culo de Afrodita, digno de un cuadro de Goya, en las doctas y viciosas elucubraciones del profesor —también él un exagerado, como se ve.
El resto tampoco era para despreciar, muy por el contrario, comprobaba el profesor, deleitándose. Senos abundantes y rígidos, piernas largas, trenzas negras circundando el rostro oblongo de española donde se encendían ojos de furia, dramáticos. Una pena la expresión agresiva: el día en que Adalgisa perdiera el modo arrogante, de mofa y desprecio, el aire de superioridad, cuando dejara en paz a las Cinco Llagas de Cristo y sonriera sin rencor, sin afectación, ¡ah!, su belleza arrebataría los corazones, inspiraría versos a los poetas. En las horas tardías el profesor Joáo Batista contaba sílabas, rimaba estrofas, pero sus musas eran otras que Adalgisa: ingenuas enamoradas de la adolescencia sergipana.
Por el lado paterno, los Pérez y Pérez, Adalgisa llegaba en penitencia de las procesiones de la Semana Santa de Sevilla cargando la cruz de Cristo —consideraba solamente ese lado; no quería saber de otro, si lo hubiese. No se enorgullecía de las nalgas de Goya y sí, sabía algo de Venus, hermosa pero tullida de los brazos, de Afrodita nunca había oído nombrar.
EL SOCIO MENOR. El rencoroso discurso de amenazas alcanzó el punto más alto de la cólera cuando Adalgisa reconoció, al volante del taxi parado delante de la entrada del barrio, a Miro, perro tinoso, que le hacía señas con una mano — ¡cínico, atrevido, insolente, pobretón!— Sintiéndose observada por el profesor, ciudadano respetable, catedrático, periodista, lo saluda con cortesía, se encuentra en la obligación de explicar la exaltación y los malos modos:
—Estoy cargando mi cruz, pagando mis pecados. Esto es lo que pasa cuando se crían hijos de otros: responsabilidad y mortificación. Esta infeliz está devorando mis carnes, acabando con mi salud, llevándome para el cementerio. Dónde se ha visto, una niña que apenas tiene diecisiete años...
—Cosas de juventud... —intenta disculpar el profesor sin saber exactamente cuál es el delito de Manela pero sospechando puterías con el noviecito: ¿ya se la habrá dado? ¿Niña, a los diecisiete años? La tía es ciega: no ve a la mujer hecha, maliciosa y contoneante, cuerpo de apetito, lista para la cama. ¿No fue candidata a Miss No-sé-qué? —A los jóvenes hay que tenerles paciencia...
—¿Más de la que tengo yo? Usted no sabe nada, profesor... Si yo le contara...
Si todavía no se la dio, anda perdiendo el tiempo, las farmacias venden la píldora sin necesidad de receta médica. Liberadas del miedo de la gravidez, las muchachas de hoy viven a mil, en una prisa desatada, con fuego en el culo. No miran el ejemplo de Adalgisa, casta y honrada.
Como todos están cansados de saber, de tanto oírselo repetir, Adalgisa no tuvo novios antes de conocer a Danilo, primero y único, que la llevó al altar del matrimonio virgen y pura. Virgen, puede ser, pura es más dudoso. No hay moralismo capaz de atravesar incólume un año de noviazgo; siempre terminan ocurriendo algunas osadías, por mínimas que sean: mano en los pechos, palo en los muslos. Danilo Correia, modesto pero activo amanuense en la oficina del notario público Guimaráes Vieira, ex crack de fútbol, hábil adversario del profesor en los tableros de damas y en los dados, marido afortunado, exclusivo señor de aquellas opíparas nalgas y del resto del cuerpo de Adalgisa, señora honesta, virtuosa —¡qué lástima!
Se engañaba el profesor Joáo Batista de Lima e Silva: la sabía honesta pero no la adivinaba pudibunda. Danilo sería, cuando mucho, un socio menor: el que verdaderamente mandaba en el cuerpo de Adalgisa, le trazaba los límites en la cama, era Cristo Nuestro Señor.
NOTICIA HISTÓRICA. Queda firmemente prometido: en breve se retomará el tema candente y controvertido de la pudibundez de Adalgisa, de cama católica, puritana, regida por el padre confesor. Control semanal, los domingos, en el confesionario de la iglesia de Santana, antes de la misa de las diez y de la sagrada comunión. Se trabará conocimiento con la personalidad espartana del reverendo padre José Antonio Hernández, falangista, incorruptible, dueño de las hogueras del infierno, misionero en el Brasil —¡me cago en Dios, qué misión tan penosa y adversa!—, fiscal de la pureza de Adalgisa. Se contará, entonces, con los necesarios detalles, de las vicisitudes y amarguras del escribiente Danilo Correia, víctima no resignada.
Sobre Manela apenas aparecen dudas, levantadas sobre todo por las lucubraciones del profesor Joáo Batista: por qué desea Adalgisa castigarla, si todavía será virgen o ya conoce el sabor de lo que es bueno, si fue o no electa Miss No-sé-qué. ¿Miss Qué? Urge esclarecer tales y otras incertezas pues páginas atrás se anunció que fue con el objetivo principal de liberar a Manela del cautiverio que había venido a la ciudad de Bahía, en visitación, trayendo en bandolera la alforja con rayos y truenos, un orixá de los más temibles, Oyá Yansá, la iabá que no teme a los muertos y cuyo grito de guerra enciende cráteres de volcanes en la cima de las montañas. Después de todo, Manela, ¿de quién se trata?
Manela, así como está escrito y no Manuela como ya se preguntó al leerle el nombre y siempre se pregunta al escucharlo, creyendo que se trata de un error en la grafía o en la pronunciación. Nombre heredado de la tatarabuela italiana, memoria recordada por la familia por haberse tornado legendaria la belleza de aquella primera Manela, belleza escandalosa y fatal. Por ella dos tenientes coroneles, ardientes y tontos, se batieron a duelo desacatando los edictos; por ella se apasionó y se mató un gobernador de la provincia; por ella un padre en camino de las honras del obispado cometió sacrilegio, desdeñó la eminencia, largó la sotana y se amancebó.
Para conocerlo todo de la extensa y agitada crónica de Manela Belini, para detalles precisos de nombres y fechas, patentes y cargos, se recomienda la lectura del capítulo "Aproximación a la historia de la provincia de Bahía", volumen del profesor Luis Henrique Días Tavares, en el cual los acontecimientos aquí citados y otros más son expuestos a la luz de documentos. Los triunfos de la diva en los teatros, entonando arias de ópera para las plateas extasiadas, el mortífero desafío a espada cuando la honra de la Belini fue lavada en sangre — apenas unas gotas, lo suficiente—, los rumores en torno del suicidio del gobernador, el concubinato con el padre del cual resultaron la familia bahiana y la tradición del nombre de Manela. Lectura amena, a pesar del título.
Luis Henrique Días Tavares, historiador, doble del ficcionista Luis Henrique, Luis Henrique tout court, como decía el colega y amigo del alma Joáo Batista de Lima e Silva. El fabulador se aprovechó del episodio del padre y sobre él creó una graciosa novela picaresca —no se sabe a quién elogiar más: si al historiador, si al novelista. De preferencia, hay que leer a los dos.
A Eufrasio Belini del Espíritu Santo, descendiente del sacrilegio, le gustaba recordar en las rondas de cerveza y charla las historias de la bisabuela —italiana redomada, de mal genio, pedazo de mujer: el día que tenga una hija le doy el nombre de Manela. Era romántico y fiestero.
LA PROCESIÓN DE MANELA. Manela no llegaba de Sevilla en el cortejo de la Procesión del Señor Muerto, el Viernes de la Pasión. Su procesión era el Jueves de Bomfim, o sea, el de las Aguas de Oxalá, el mayor de Bahía, único en el mundo. No venía envuelta en compunción y penitencia, cubierta con la mantilla negra, recitando la letanía al son siniestro de las matracas. ¡Mea culpa! ¡Mea culpa! se arrepentía la tía Adalgisa golpeándose el pecho. Manela venía envuelta en júbilo y diversión, vestida con el deslumbrante traje blanco de bahiana. En la cabeza, equilibrado sobre el torso, llevaba el pote de barro con agua de olor para el lavado de la iglesia, iba bailando y cantando músicas de carnaval al son irresistible del trío eléctrico.
Aquel año por primera vez Manela había asumido su lugar entre las bahianas. Para acompañar la procesión —a escondidas de la tía, no es necesario decirlo—, había faltado a la clase de inglés del curso de vacaciones en el instituto de los norteamericanos. Faltó sin rodeos, pues todo el grupo había comunicado la víspera a Bob Burnet, el profesor, la decisión de no asistir a esa clase para participar en la fiesta del lavado. Curioso de las costumbres bahianas, el joven Bob no se limitó a concordar con la idea sino que se propuso acompañarlos, y lo hizo con su conocida eficacia: sambó sin parar bajo el sol ardiente de enero, se empapó de cerveza. Una simpatía de persona.
Manela se cambió de ropa en la casa de la otra tía, Gildete, en el Tororó. Cuando Dolores y Eufrasio murieron en un accidente de auto —cuando volvían por la madrugada de una fiesta de casamiento en Feira de Santana, Eufrasio, de contramano, no tuvo tiempo de desviarse del camión cargado de cajones de cerveza—, Adalgisa se encargó de Manela y Gildete de Maneta, un año más joven. A pesar de ser viuda y madre de tres hijos, Gildete quiso quedarse con las dos. Adalgisa no consintió: hermana de Dolores, era tan tía como la hermana de Eufrasio, asumía sus obligaciones, cumpliría su deber. Dios no le había dado hijos, se dedicaría a hacer de Manela una señora, una señora de principios, como ella misma.
Se reservó lo que pensaba del destino ofrecido a Marieta, relegada a un ambiente cuyos hábitos consideraba censurables —y no perdía ocasión de censurarlos. Gildete, viuda de un puestero del mercado, profesora pública, no era una señora; cuando mucho una buena persona y hasta por ahí no más. Para no esconder nada, vale la pena una sucinta referencia a la opinión general, expresada por conocidos y amigos, acordes en considerar que, en la lotería de las huérfanas, Marieta se había sacado la grande.
Manela había iniciado la ceremonia en la escalinata de la iglesia de la Concepción de la Playa, morada de Yemanjá. Llegó de mañanita en compañía de la tía Gildete, de Marieta y de la prima Violeta, se mezclaron con decenas de bahianas a la espera de que se formara el cortejo. ¿Quién dijo decenas? Eran centenas de bahianas reunidas en las escaleras del templo, todas con los trajes blancos, rituales: la falda amplia, las enaguas almidonadas, la blusa de puntillas y bordados, las sandalias de taco bajo. Ostentaban, en los brazos y el regazo, balangandás de plata, adornos y pulseras con los colores de sus santos. Pote, jarra o cantarillo sobre el turbante, en la cabeza: agua perfumada para la obrigacao. Madres e hijas de santo de todas las naciones afrobahianas —nago, jeje, ijexá, angola, congo — y de la nación cabocla, melindrosas y alegres. Manela, quién sabe si la más hermosa, sobresalía en animación. Encima de los camiones, los atabaques resonaban, convocando al pueblo. De repente estalló la música de un trío eléctrico, y el baile comenzó.
De la Iglesia de la Concepción de la Playa, junto al Elevador Lacerda, hasta la Basílica de Bomfim, en la Colina Sagrada, la distancia es de unos diez kilómetros, un poco más, un poco menos, depende de la devoción y de la cachaca. Hay millares de personas, el cortejo es un mar de gente, se extiende hasta perderse de vista. Automóviles, camiones, carrozas, jumentos adornados con flores y ramas, llevando en el lomo barriles repletos: no puede faltar el agua perfumada. En los camiones, grupos animados, familias enteras, blocos y afoxés. Los músicos empuñan sus instrumentos: guitarras, acordeones, cavaquinhos, panderetas, berimbaus de capoeira. Compositores y cantores populares: Tiáo Motorista, Riacháo, Chocolate, Paulinho Camafeu. La voz de Jerónimo, la de Moráes Moreira. Pantalones anchos, saco blanco, petimetre, pelo crespo de algodón, sonríe Batatinha cruzando la calle. Le estrechan la mano, le gritan el nombre, lo abrazan. Una rubia — ¿norteamericana, itálica, paulista? — viene corriendo, lo besa en la cara negra y linda.
Ricos y pobres se mezclan y se codean. En la ciudad mestiza de Bahía existen todos los matices de color en la piel de los vivientes: van del negro, azul de tan retinto, al blanco leche, albo nieve y la infinita gama de los mulatos... todos comparecen. ¿Quién no es devoto del Señor de Bomfim, de milagros incontables, quién no adhiere a Oxalá, de ebós infalibles?
El General-Comandante de la Región, el Almirante de la Base Naval, el Brigadier del Aire, el Presidente de la Asamblea, el del Superior Tribunal de Justicia, el de la Egregia Cámara de Concejales, banqueros, hacendados del cacao, ejecutivos, senadores, diputados. Algunos desfilan en negras limusinas, otros, sin embargo —el gobernador, el intendente, el capitán de la industria del tabaco, Mario Portugal—, acompañan a pie, junto con el pueblo. También la ralea de los demagogos, candidatos en las próximas elecciones, recorre los kilómetros a pie, distribuyendo abrazos, sonrisas y palmaditas en las espaldas de los posibles electores.
El cortejo ondula al sabor de la música de los tríos: himnos y canciones religiosas, sambas y frevos de carnaval. El acompañamiento crece por el camino, cobra volumen la multitud: baja gente por las laderas, se vacía la feria de San Joaquín, desembarcan atrasados de los ferry-boats y la lanchas, llegan en los barcos. Cuando la cabeza de la procesión alcanza el pie de la ladera, en la colina, del Trío Eléctrico de Dodó y Osmar una voz se eleva, conocida y amada; se hace el silencio, el cortejo de detiene, Caetano Veloso entona el himno al Señor de Bomfim.
La subida de la ladera se inicia al son de los atabaques, al canto de los afoxés, son las aguas de Oxalá. La masa de pueblo se dirige a la Basílica, que está cerrada por decisión de la Curia. Antes se lavaba la iglesia entera, se celebraba a Oxalá en el altar de Jesús, un día volverá a ser así. Las bahianas ocupan el atrio y las escalinatas, comienza el lavado, se cumple la obligación del candomblé: Exé-é-babá!
Llegado de Portugal, en el tiempo de la colonia, en la promesa afligida de un náufrago lusitano, Nuestro Señor de Bomfim; venido de la costa de África, en el tiempo del tráfico de negros, en el lomo ensangrentado de un esclavo, Oxalá. Sobrevuelan la procesión, se encuentran en el seno de las bahianas, se sumergen en el agua perfumada y se confunden, son una única divinidad brasileña.
LAS DOS TÍAS. Aquel Jueves de Bomfim fue decisivo en la vida de Manela. Todo contribuyó a la determinación y el cambio, los episodios y los detalles. La procesión, fausta jornada de canto y danza, la pompa de las bahianas, la plaza de la Colina embanderada con papel de seda, adornada con palmas de cocotero, el lavado del atrio en la Basílica, las jeitos recibiendo a los encantados, el ritual sagrado y el almuerzo con los primos en la mesa de romance, la comida y la bebida, el dendé escurriéndose de la boca hacia el mentón, las manos engrasadas, la cerveza helada, las batidas y el quentáo de cachaqa, canela y clavo, el futin con la hermana, la prima y los muchachos, los assustados en casas de familia y el baile público en la calle, los tríos eléctricos, el encender de los reflectores, de las lámparas de colores en la fachada de la iglesia, ella vagando en medio de la multitud y Miro a su lado, conduciéndola de la mano. Sensación de levedad, Manela se sentía capaz de salir volando, golondrina liberada en la euforia de la fiesta.
Por la mañana, al llegar a la Iglesia de la Concepción de la Playa, era una pobre chica, infeliz. Oprimida, sin voluntad propia, siempre a la defensiva: miedosa, embustera, desanimada, fingida, sumisa. Sí, tía. Ya oí, tía. Ya voy, tía. Obediente. Concurrió a la procesión porque Gildete se lo había exigido, en un ultimátum de amenazas horrendas:
—Si no estás aquí bien tempranito te voy a buscar, y soy muy mujer para partirle la cara a esa tipa si se atreve a decir que no puedes venir conmigo. ¿Dónde se ha visto una cosa así? Piensa que tiene coronita, que es una reina, y no pasa de ser una pretenciosa, una comemierda. No sé cómo Danilo soporta tanto fastidio, hay que tener mucho aguante.
Las manos en la cintura, en pie de guerra, completó:
—Tengo cuentas que saldar con esa presumida, anduvo hablando de mí, tratándome de revoltosa y macumbera. Un día me las va a pagar.
Bonachona, cordial, amorosa, un dulce de coco, la tía Gildete no guardaba rencor; los anunciados desquites, las prometidas venganzas no iban más allá de las palabras. Pero en las raras ocasiones en que se enfurecía, perdía los estribos, se transformaba, cambiaba por completo, capaz de los peores absurdos.
¿No había irrumpido, desatinada, como loca, en el despacho del Secretario de Educación cuando la tentativa gubernamental de suspender la merienda escolar en nombre de la economía? ¡Cálmese, profesora! —y eso fue lo único que dijo el secretario—. Perdió la compostura, abandonó la sala precipitadamente, temeroso de la agresión física, al enfrentar la figura robusta de Gildete en tren de pelea, las rispidas palabras de acusación, en nombre de los chicos pobres, la sombrilla levantada —piernas para qué te quiero. Funcionarías en pánico trataron de detenerla, Gildete las apartó enardecida; resuelta, sin prestar atención a protestas y prohibiciones, fue atravesando las antesalas hasta llegar al recinto sagrado donde el secretario atendía. La fotografía salió en los diarios, ilustrando las noticias sobre el proyecto de supresión de la merienda escolar hasta entonces guardado en secreto; resultó en una tan grande ola de protestas, amenazas de huelga y manifestaciones que la medida fue cancelada y Gildete escapó de desacreditante advertencia en su hoja de servicios. En lugar de reprimenda, elogios, pues el gobernador aprovechó lo sucedido para librarse del secretario, de cuya lealtad política dudaba. Para rematar le atribuyó la autoría de la malhadada idea y lo entregó a las fieras.
Elogios y cierta notoriedad: en un discurso en la Asamblea del Estado, Newton Macedo Campos, combativo diputado opositor, se refirió al incidente, colocó a Gildete en las alturas, tratándola de "ardiente patriota e ínclita ciudadana, noble abanderada de los niños, líder de la sacrificada clase de los profesores". Además, quisieron cooptarla para la dirección del sindicato pero ella se negó: le gustaban los elogios pero no había nacido para líder o heroína.
Sacando fuerzas de flaqueza, Manela obedeció y a la mañana temprano se fue para la casa de la tía Gildete, aprovechando la ausencia de Adalgisa, que había ido, en compañía del marido, a la misa del séptimo día de la esposa de un colega de Danilo. Se llevó los cuadernos y los libros de inglés para que ella la creyera en clase; calculaba estar de vuelta para el almuerzo. Controlaría la hora en el reloj, abandonaría la procesión a tiempo de ir a buscar el vestido y los libros, tomar el ómnibus, todo cronometrado. Así, temblando por dentro, asustada con la propia audacia, se cambió de ropa, se puso las enaguas y la pollera armada, los senos desnudos bajo la bata de bahiana — ¡ay, si tía Adalgisa viera una cosa semejante!
Decir que no se arrepintió, que le encantó, es poco decir. Al retomar el camino a la casa, fuera de hora, era otra Manela: la Manela verdadera, aquella que se había escondido después de la muerte de los padres, que se apagaba al recelar el castigo. Del castigo de Dios que, omnipresente, todo lo ve y todo lo anota para el ajuste de cuentas en el día del Juicio Final, y del castigo de la tía Adalgisa que la criaba y educaba. La tía, atenta y batalladora, al ver o al saber, cobraba en el momento, con el grito y con la correa.
Es de verde que se tuerce el pepino; Manela había cumplido trece años cuando fue a vivir en compañía de los tíos, no era tan chica, y, según Adalgisa, los padres la habían educado muy mal. Niña-muchacha llena de mañas y caprichos, habituada a las malas compañías, al trato de gentuza, suelta con las compañeras del colegio en las matines del cine, en los auditorios de la televisión participando en programas que de infantiles sólo tenían el nombre, en las fiestas, hasta a terreiros de candomblé la habían llevado, los irresponsables.
Adalgisa le había puesto cabestro, le dictaba horarios rígidos, no le permitía andar por la calle, y, en cuanto a fiestas y cines, solamente acompañada por los tíos. Terreiros de santos, ni hablar: Adalgisa le tenía horror al candomblé. Horror sagrado, el adjetivo se impone. Cabestro corto, mano fuerte, la llevaba bajo control, castigaba sin dolor ni piedad. Estaba cumpliendo su deber de madre adoptiva —un día, instalada en la vida, Manela se lo agradecería.
LA HORA DEL MEDIODÍA. Exé-é-babá! Las palmas de las manos abiertas a la altura del pecho, Manela saludó la llegada de Oxolufa, Oxalá viejo, en el atrio de la Basílica de Bomfim: curvándose delante de la tía Gildete al verla estremecerse, cerrar los ojos y quebrar el cuerpo sobre las rodillas, poseída. Apoyándose en la escoba, improvisado paxóro, Gildete salió bailando los pasos del encantado: viejo, quebrantado pero por fin liberto del cautiverio, de la cadena donde penaba sin juicio y sin sentencia, Oxalá festejaba la libertad. Cuando se mostró en la plaza, las campanas repicaban anunciando la hora del mediodía.
Hora en que Manela había calculado estar de vuelta en la Avenida del Ave María, para el almuerzo. Vestida de estudiante, con falda y blusa, los senos presos en el corpiño, en la mano la cartera con los libros y los cuadernos de inglés, como si llegara de la clase en el instituto. Buen día, tía, ¿cómo te fue en misa?
Ciertamente se había olvidado o había desistido y, al oír las campanas, ya no servía de nada acordarse, pues a las doce y media en punto el tío Danilo se sentaba a la mesa y la tía Adalgisa le servía de comer. Si Manela por acaso se atrasaba, el plato se enfriaba a la espera en la cocina: llegó tarde, coma comida fría para aprender a llegar en hora. Aquel día Adalgisa ni siquiera se ocupó de preparar algún plato y ella misma apenas probó el bife a la cacerola con feijáo-fradinho —se quedó en el primer tenedor: el espanto y la indignación le cerraron la garganta. La boca amarga como hiél, la cabeza estallando, muda, sin querer creer lo que los ojos habían visto — antes mejor ser ciega.
LAS AGUAS DE OXALA. Quien anda para atrás es cangrejo, consideraba en la víspera la tía Gildete, amiga de las frases hechas, las historias y los recitativos, concluyendo la diatriba contra Adalgisa. Volviendo a su manera de ser normal, sentada entre las sobrinas, rascando suavemente la cabeza de la hija Violeta acuclillada a sus pies, se había referido a la leyenda de las aguas de Oxalá y la había relatado —si quieren oír, se la cuento. Si lo hizo con algún propósito, no lo proclamó. Se aclaró la garganta y dijo lo que sigue, palabra más, palabra menos: —Cuentan los antiguos, lo oí de mi abuela, negra grunci, que Oxalá salió un día recorriendo las tierras de su reino y de los reinos de sus tres hijos, Xango, Oxóssi y Ogum, para saber cómo vivía el pueblo, con la intención de corregir injusticias y castigar a los malos. Para no ser reconocido, se cubrió el cuerpo con trapos de mendigo y salió a preguntar. No recorrió mucho camino: acusado de vagancia, lo llevaron preso y le pegaron. Por sospechoso lo metieron entre rejas, donde, ignorado, vivió años enteros, en la soledad y la suciedad.
"Un día, pasando por casualidad frente a la mísera cárcel, Oxóssi reconoció al padre desaparecido, dado por muerto. Liberado a los apurones, rodeado de honras, antes de regresar al palacio real fue lavado y perfumado. Cantando y bailando, las mujeres trajeron agua y bálsamo y lo bañaron; las más hermosas le calentaron la cama, el corazón y las partes.
"Aprendí en carne propia las condiciones en que vive el pueblo de mi reino y en los reinos de mis hijos; aquí y allá en todas partes campean el arbitrio y la violencia, las reglas de la obediencia y el silencio; traigo las marcas en mi cuerpo. Las aguas que apagan el fuego y lavan las llagas van a apagar el despotismo y el miedo, la vida del pueblo va a cambiar: empeñó su palabra, puso en juego su poder de rey. Esa es la historia de las aguas de Oxalá, que pasó de boca en boca, atravesó el mar y así llegó a nuestra capital bahiana: mucha gente que acompaña la procesión, cargando potes y cántaros con agua perfumada para lavar el piso de la iglesia no sabe lo que hace. Quiero que ustedes lo sepan y lo trasmitan, a los hijos y a los nietos cuando los tengan: la historia es linda y contiene enseñanza.
Se calló Gildete, sonrió a la hija y a las sobrinas. Tomando a Manela de la mano, la estrechó contra el pecho, la besó en las mejillas y le acarició el pelo enrulado.
Oxalá no logró cambiar la vida del pueblo, es fácil comprobarlo. Aun así se debe reconocer que ninguna palabra pronunciada contra la violencia y la tiranía es vana o inútil: alguien, al oírla, puede superar el miedo e iniciar la resistencia. Así fue que Manela recorrió los caminos de Oxalá en el atrio de la Basílica de Bomfim a la hora en que debía estar llegando a su casa.
LA EKEDE. Cuando las campanas repicaron, en la aflicción de la hora perdida, Manela se unió al Señor de Bomfim, para quien nada es imposible. En los altos de la sacristía, todo un piso repleto de agradecimientos y ex votos, el museo terrible de los milagros, testimonio y prueba de poder del santo patrono.
Al mismo tiempo que invoca la protección divina —¡Misericordia, mi Señor de Bomfim!—, en un gesto instintivo, hereditario, Manela inicia el ritual de las ekedes, acolitas de las hechas en el cuidado de los orixás manifestados: desenrolló de la cintura la faja inmaculada para limpiar con ella el sudor del rostro de Gildete: las manos en la cintura, los puños cerrados, Oxalá rezonga órdenes.
Manela tenía conciencia de la dimensión de la falta cometida, del tamaño del delito: mayor no podía ser, ¡ay, no podía! Precisaba inventar una explicación verosímil, imaginar una disculpa admisible que sujetara el brazo implacable de la tía Adalgisa y le callara la boca de improperios —ciertos insultos dolían más que un par de bofetones. Se tornaba difícil engañar a la tía, desconfiada y especuladora, pero a veces Manela conseguía convencerla y escapar del sermón, los retos y la correa. No es que fuera embustera por naturaleza, pero, en momentos de pánico y humillación, no se podía hacer más que mentir. Peor todavía cuando no se le ocurría nada y sólo le restaba confesar el error y pedir perdón: perdón, tía, no lo hago más, nunca más, lo juro por Dios, por el alma de mi madre. El pedido de perdón no evitaba el castigo, cuando mucho lo ablandaba —¿valdría la pena?
Secó la cara de la tía Gildete y, sin pensar, como si obedeciera órdenes —tal vez las órdenes rezongadas de Oxalá—, la acompañó a lo largo de la danza triunfal del encantado, conmemorativa de la libertad conquistada, del fin de la soledad y la suciedad. Se fue entonando, sintió como una comezón en los brazos y las piernas, trataba de equilibrarse, no lo lograba, dobló el cuerpo, se dejó ir. Como en un sueño, se percibió otra, flotando en el aire, y se dio cuenta de que ya no necesitaba inventar disculpas, concebir mentiras, pues no estaba cometiendo un crimen, un delito, un error o una falta, ningún pecado. No había culpa que confesar, motivo para pedir perdón o merecer castigo. En un paso de liberación, Manela bailó frente a Oxalá, Baba Oké, padre de la Colina de Bomfim; evolucionaba ella y la tía Gildete en el atrio de la Basílica en medio de las palmas cadenciadas de las bahianas. ¿Cómo sabía aquellos pasos, dónde había aprendido ese ritmo, adquirido ese fundamento? Alegre y leve, de pie contra el cautiverio, ya no le pesaban en el lomo la culpa y el miedo.
Oxolufá, Oxalá viejo, el mayor de todos, el padre, se acercó a ella y la abrazó, y abrazada la mantuvo contra el pecho, estremeciéndose y haciéndola estremecer. Al apartarse, gritó bien alto para que supieran: Eparrei!, y las bahianas lo repitieron, inclinándose delante de Manela: Eparrei!
Yansá partió tan súbitamente como llegó. Se llevó, para enterrar en el monte, la inmundicia acumulada, toda esa porquería: la pusilanimidad y la sumisión, la ignominia y el fingimiento, el miedo a las amenazas y los gritos, a las bofetadas en la cara, a la correa de cuero colgada en la pared y, peor que todo, a los pedidos de perdón. Oyá había limpiado el cuerpo de Manela, le había hecho la cabeza.
Al susto y a la mortificación que la dominaron cuando las campanas marcaron la hora del mediodía sucedió un completo desahogo: presa de alegría, en el rechazo al yugo y al cabestro, Manela rediviva. Así rodaron aquel Jueves de Bomfim las aguas de Oxalá. Apagaron el fuego del infierno, axé.
EL COUP DE FOUDRE. Aquel Jueves de Bomfim, bajo el sol escaldante y luminoso de enero, al final de la ceremonia de lavado, Manela conoció a Miro.
Coup de foudre, como diría al tomar conocimiento del caso el estimado y conceptuoso vecino, profesor Joáo Batista del Lima y Silva, familiarizado con la lengua y la literatura francesas, si bien en la Universidad enseñaba periodismo. Amor a primera vista en lo que a Manela se refiere, Miro le había echado el ojo hacía bastante tiempo y aguardaba una ocasión propicia para declararse.
Estaba Manela alborozada en los escalones del atrio, rociando con agua perfumada a la multitud en delirio —hijas de santo en trance recibían orixás; diecisiete Oxalás erraban por el patio, diez Oxolufas, siete Oxanguinhas—, cuando oyó a alguien pronunciar su nombre, llamándola con insistencia:
—¡Manela! ¡Manela! Aquí estoy.
Miró y lo vio comprimido junto a las escaleras, puestos en ella los ojos pedigüeños. En la cara negra la boca abierta en risa exhibía los dientes blancos y, por increíble que parezca, en aquel apretujamiento atroz los pies sambaban. Manela tropezó, derramando el contenido del cántaro de barro, cuyas últimas gotas cayeron sobre el pelo rizado del atrevido. Pelo peinado a la blackpower3 ultima moda lanzada por los black panthers4 norteamericanos, sena de la lucha antirracista. Manela no recordaba haberlo visto antes, ¿que importancia tenia?
Miro extendió la mano y dijo:
—Ven.
EL VUELO DE LA GOLONDRINA. Sensación de alivio, de bienestar, el deseo único y urgente de vivir, insidiosa euforia, dulce locura: la golondrina liberta batía las alas, lista para alzar el vuelo y descubrir el mundo: Manela reía sin freno.
En la plaza en torno de la Basílica y en las calles al pie de la Colina, el pueblo había dado comienzo al carnaval: mes y medio de juerga y diversión, de fiesta sin parar, que nadie es de hierro para aguantar durante el año entero las amarguras de la vida, la miseria y la opresión, la desgracia vil e ilimitada. El don de hacer la fiesta aun en medio de semejantes y calamitosas condiciones es propio y exclusivo de nuestro pueblo, y merced del Señor de Bomfim y de Oxalá: los dos juntos suman uno, el Dios de los brasileños, nacido en Bahía.
Desfilaban blocos y afoxés, los Hijos de Gandhi hacían la primera figuración del año, y la música de los tríos eléctricos resonaba en un horizonte de palafito y barro, en la podredumbre de los Alagados. Vendedores atravesaban la multitud ofreciendo cintas de Bomfim, medallas y estampas, santitos de colores, figas y patuás. Numerosa clientela de turistas acudía, alborozada y turbulenta.
En los tableros olorosos, los acarajés, los abarás, el pescado frito, los cangrejos, la moqueca de aratu envuelta en hojas de banana, el acagá de maíz. En los puestos atestados, ruidosos, las comidas de coco y de dende: carurú, vatapá, efó, las diversas frituras y las diferentes moquecas, ¡tantas!, gallina de xinxitn, arroz de haucá. La cerveza bien helada, las batidas, el jugo de lambreta, afrodisíaco incomparable. Las canastas de frutas, suntuosas: mango-espada, calota, corazón de buey e itiúba, mango rosa, sapotas, sapotis, cajas, cajaranas, cajus, pitangas, jambos, carambolas, once clases de bananas, tajadas de ananá y sandía. Todo a punto de agotarse, sin embargo los puestos no daban abasto a la clientela vasta y voraz: comilona a manos llenas.
En varias de las casas destinadas a los peregrinos, alquiladas a veraneantes para las fiestas, pequeñas orquestas —guitarra, acordeón, flauta, pandeiro, cavaquinho— animaban asustados familiares. Entre las parejas enlazadas, no faltaban personas de edad, viejitos que competían con los jóvenes, matando las nostalgias de los buenos tiempos. La inmensa mayoría del pueblo, sin embargo, bailaba al aire libre, en la calle, al son eléctrico de los tríos: frevos y sambas, marchas de carnaval: "Atrás del trío eléctrico sólo no va el que ya se murió", dijo el músico. Baile sin tamaño, sin hora de acabar, perenne y desmarcado, hay que ver para creer.
No pararon de saltar, bandada alegre de bailarines que festejaban el grito de inauguración del carnaval en el Jueves de Bomfim: la hermana, la prima, los primos, enamorados y enamoradas, adherentes, conocidos y desconocidos: Manela fue el alma del grupo, nadie le ganó en animación. Enferma a las puertas de la muerte, en el milagro de la salud recuperada quiso usufructuar todo a lo que tenía derecho. Bailó en el asfalto la danza colectiva y brasileña, integrada en la fiesta del pueblo —del populacho, como se comenzaba a decir para designar a la parte más desposeída de la población. En el entusiasmo de la suave melodía de jazz de los Batutas de Periperi, enlazada en los brazos del galán, aleteó en el blues de su vida. Bailó samba, fox, rock, bolero, rumba, twist, inclusive trazó pasos de tango argentino —Miro era imprevisible—, de pieza en pieza, de meneo en meneo, una cerveza aquí, una batida allá, más allá una copa de licor, la euforia creciendo. Eso sí que era vivir.
LA VELA BENDITA. Gildete fue a romper el ayuno en el puesto Reina del Mar, presidió la mesa harta y la prosa inconsecuente, rió con los hijos y las sobrinas, medió entre los enamorados. Se retiró a media tarde: viuda y cincuentona, ya no le competía el trío eléctrico.
Dejó a la hija y las sobrinas al cuidado de los muchachos: Alvaro, estudiante de tercer año de medicina, salía con una compañera de la facultad con intenciones de noviazgo y casamiento; Dionisio, alocado y pintón, cuidaba el puesto del Mercado Modelo, cabeza hueca siempre rodeado de mujeres. En la mesa, dos hermanas gemelas, una oxigenada, la otra morena, se disputaban su preferencia; Dionisio seducía a las dos: ¿no eran gemelas? ¿Y entonces? Súmense los hijos de Gildete, el custodio de Manela, el pretendiente Miro, que no la dejaban ni a sol ni a sombra.
En la punta de la mesa, saboreando sin, Gildete buscaba captar en la cara de la sobrina lo que le ocurría por dentro: Manela nada había dicho sobre la hora de volver a su casa, no había demostrado agitación ni apuro. Si por la mañana parecía preocupada, consultando el reloj con insistencia, a veces inquieta, el pensamiento lejos, a partir de la ceremonia del lavado había dejado de consumirse.
Los indicios de desasosiego habían dado lugar a cierta exaltación: habladora, desinhibida, riendo con motivo o sin él, abandonando la mano en la mano de Miro. ¿Habría la sobrina dado el grito de Independencia o Muerte?, se preguntaba la tía. Maestra primaria, adoraba referir a los niños ejemplos de la historia de Brasil. Levantándose de la mesa para ir en busca del ómnibus, al despedirse de Manela le dijo al oído:
—¿No quieres venir conmigo? Si quieres, te acompaño a la casa de Adalgisa, deja todo en mis manos.
—Gracias, tía, no es necesario. Todavía no quiero ir, me quedo con las chicas, voy con ellas. No te preocupes, tía, está todo "okéi".
Gildete demoró la mirada en el rostro de Manela y por detrás de la animación inmoderada, de la fiebre de la fiesta y del romance, pudo constatar el ánimo firme, la decisión segura —no había dudas, había proclamado la Independencia. De cualquier manera, ella, Gildete, se mantendría atenta por lo que pudiera ocurrir. Para intervenir, si fuera necesario. Diviértanse, chicos, recomendó recogiendo el pote vacío y la escoba.
Terminada la obligación del lavado, las puertas de la Basilica se abrieron al público. Los fieles entraban, iban a persignarse delante de la imagen milagrosa del Señor de Bomfim, a pedirle la bendición y protección. Bahianas poco antes en trance se arrodillaban en la nave del templo para rezar el padrenuestro. Apretados en la sacristía, los turistas adquirían entradas para el Museo de los Milagros, preguntaban si estaba permitido fotografiar, fotografiaban. Las beatas vendían velas, la cofradía facturaba dádivas y limosnas. Un padre, moreno y viejo, el ralo pelo blanco, fue hasta la puerta, contempló la plaza en fiesta. Había llegado a vivir el tiempo en que se lavaba toda la iglesia: nunca había percibido en la ceremonia falta de fe, de devoción, señal de falta de respeto. Jamás entendió por qué sus superiores habían prohibido celebración tan piadosa y conmovedora: el pueblo lavando la casa del Señor. ¿Cosa de negros? ¿Pero no tenían sangre negra todos los bahianos? Casi todos, con certeza, las excepciones son raras.
Gildete, al pasar frente a la Basílica, cortó camino, entró, compró una vela bendita y la encendió. Se persignó en la fila de los fieles, colocó la vela en uno de los varios candelabros frente al altar mayor. Se arrodilló frente a la imagen de Nuestro Señor de Bomfim, murmuró un avemaría, hizo la señal de la cruz y, tomando el pote y la escoba, se fue.
LOS ENAMORADOS. Cuando Manela bajó del atrio, Miro, tirándole de la mano, la condujo al puesto Reina del Mar, donde, en la mesa conseguida por obra y gracia de la relaciones de Dionisio, ya se regalaban los primos: Alvaro con la novia, el cabeza hueca con las gemelas, atendiendo a una y a otra con empeño, destreza y competencia. Al verlo llegar, Dionisio interpeló a Miro, elevando la voz para que lo oyeran en medio del barullo:
—¡Eh, Miro! ¿Qué pasa? ¿Tu novia es Manela?
—¿Conoces a alguna otra? —lo desafió Miro.
Dionisio explicó, atendiendo la curiosidad estampada en el rostro de la prima.
—Este vago dijo que iba a buscar a la novia, y vino contigo. No sabía que ustedes se conocían.
Se sentaron apretados a la cabecera de la mesa, pequeña para el número de comensales. Los ojos de Manela se posaron en los de Miro buscando explicación para la impertinencia. Pero el malvado, antes de descifrar la charada, pidió las moqueóos y las batidas —para ella moqueca de sin y batida de maracujá, para él moqueca de raya y batida de limón — Recién después habló, mirándola con tal expresión de ternura y encantamiento que ella bajó la vista y carraspeó —bajo la claridad ofuscante del sol de verano, nadie notó que Manela se había ruborizado, pero no por eso debe ignorarse el detalle, significativo.
—Tú no te acuerdas, pero yo te conocí hace unos cuatro años en el Candomblé de Gantois, en la fiesta de las quartinhas de oxóssi. Tú estabas con el fallecido Eufrasio y tu fallecida madre, doña Dolores. Parece que fue ayer. Eras muy chica. Después te perdí de vista pero nunca te olvidé. Recién el otro día supe que eras prima de mis amigos y hermana de Marieta. Ahí me dije: esta vez no se me escapa más.
Pretensión y agua bendita no le hacen mal a nadie, bromeó Manela. Bromeó por bromear, preguntó por preguntar, broma y pregunta inocuas no iban a impedir lo que estaba destinado a suceder:
—¿Y si yo no quisiera salir contigo?
—¿Por qué no ibas a querer? No son chicas lo que me falta, loado sea Dios. Acá como me ves, soy la locura de las chicas, no te miento. Pero me faltas tú. Ya te dije que nunca te olvidé y que te estuve buscando todo este tiempo. Me hechizaste.
Se rió con placer, risa de confianza y convencimiento; Manela rió también, rieron los dos juntos, rió Dionisio sin saber por qué, las dos chicas lo acompañaron. Fueron presa de incontrolable fourire —como explicaría el profesor Joáo Batista si estuviera allí—. Dionisio, a las carcajadas, señalaba a la prima y al amigo ante las hermanas y los concurrentes. Todavía no había decidido con cuál de las dos terminaría la fiesta. Tal vez con las dos, para mantenerse en la cresta de la ola, de la ola de la promiscuidad sexual, sentida y atrayente reivindicación de ululantes carnadas de clase media en sabrosa descomposición. Consiguiendo por fin contener la risa, comentó:
—Dos embobados. Enamoramiento de caboclo. Esa no es para mí.
A partir de allí, Manela y Miro no se largaron más. Tomados de la mano circularon por la plaza, se ataron cintas de Bomfim cada uno en la muñeca del otro: tres nudos en cada cinta, cada nudo un pedido secreto. Miro le ofreció un sombrero de paja para protegerla del sol y un abanico de cartón para que se abanicara. Sobre todo saltaron con el trío eléctrico, ni se dieron cuenta del caer de la tarde. La noche los alcanzó en la cadencia doliente de un blues, los rostros juntos, pareja romántica en el assustado ofrecido por el periodista Giovanni Guimaráes y su mujer, Nancy.
Doña Nancy servía licores finos, néctar de las monjas carmelitas; Giovanni discutía de política con amigos: esos milicos son demasiado salvajes, unos incapaces, la dictadura no tiene mucha vida. El doctor Zitelman Oliva contestaba: discúlpeme, maestro Giovanni, pero no lo creo. Infelizmente, esa manga de energúmenos vino para quedarse mucho tiempo. Infelizmente, repetía melancólico y realista.
Para pagar promesa, súplica atendida, los Guimaráes alquilaban todos los años, en enero, una casa en la Colina y festejaban con denuedo al santo bienhechor. Si quedo embarazada, prometo, mi Señor de Bomfim... Doña Nancy había quedado embarazada, dio a luz una linda nenita, bautizada con el nombre de Ludmila, sonoro y eslavo.
¿Para pagar una promesa? ¿Pero no era Giovanni comunista y de los más convictos? ¿Y por qué una cosa tiene que impedir la otra? ¿Qué vienen a hacer aquí las patrañas ideológicas? ¡Fuera! ¡Rápido! ¡Váyanse al infierno, váyanse a la puta que las parió! No caben patrulladores en estas páginas ecuménicas.
EL BESO. Antes del blues, arrastrado y lánguido, habían girado en el rock y el swing, cortejado en el samba y la rumba, y se habían exhibido en la aplaudida demostración del tango arrabalero. Miro bailaba como un príncipe, Manela no se quedaba atrás: un par de virtuosos, además enamorados —conmovedores. Es grato comprobar que todavía existe sentimiento en un mundo cada vez más dominado por el materialismo grosero y por los intereses egoístas —comentó, conmovida, doña Auta Rosa, la esposa del pintor, dirigiéndose al filósofo belga Michel Sooyans, sacerdote católico, profesor de la Universidad de Lovaina, invitado distinguido, personalidad extranjera. Educado, el distinguido concordó sin esconder sin embargo una punta de impaciencia: si por él fuera estaría en medio de la calle, asistiendo al espectáculo extraordinario de la fiesta del pueblo en Bahía. Amaba las fiestas del pueblo, adoraba a Bahía y, padre moderno y esclarecido, siendo adversario (filosófico) no era enemigo del materialismo.
En la lista de las prohibiciones establecidas por la tía, madre adoptiva, no constaba el baile, sorprendente liberalidad. Tal vez porque a Adalgisa le gustaba bailar y lo hacía con elegancia y beneplácito, cuando iba a los saraos del Club Español o al bailecito en casa de familia conocida. No es necesario decir que bailaba exclusivamente con el marido.
De soltera, antes de conocer a Danilo, Adalgisa había ganado el primer lugar en un disputado concurso de pasodoble, en el salón del Centro Gallego, teniendo como pareja al diestro Dmeval Chaves, en la época joven empleado de librería. Adalgisa todavía posee el broche de oro con amatistas, premio ofrecido por los gallegos de la Casa Moreira, acreditado comercio de antigüedades. Al entregarle la prenda, en improvisación breve pero inspirada, Manolo Moreira la comparó con Terpsícore, eligiéndola "musa bahiana de la danza". Por esas y otras razones, en las fiestitas de cumpleaños, bautismo y casamiento, en los bailes del Español, Manela tenía permiso para bailar, dentro de los límites de la decencia, es claro.
Límites de la decencia, ¡ay!, en la ausencia de Adalgisa, ¿quién podría trazarlos un Jueves de Bomfim, ya llegada la noche, después de tanta cerveza bebida en los puestos, las batidas y las caipirinhas, sin hablar de los licores de convento y, aún más dulce y embriagadora malvaría, la ininterrumpida declaración de amor? Cuando la luz faltó en la sala —¿se quemó el fusible o algún descarado la desconectó? ¡Vaya a saber!—, Miro la besó en la boca y le pasó la mano por los pechos.
LA DESAFORADA. Eran más de las nueve cuando Manela apareció en la entrada de la Avenida del Ave María: la tía Adalgisa la esperaba en la puerta. El flojo del marido había salido para no presenciar la escena, dejando a la esposa, pobre ser enfermo, la preocupación y la responsabilidad. Madre adoptiva, Adalgisa había asumido las obligaciones y las cumplía aun sintiéndose, como se sentía, al fin de sus pocas fuerzas: palpitaciones en el corazón, la boca amarga, la cabeza a punto de estallar.
Manela no llegó a pronunciar una sola palabra: no me vengas con mentiras, perra sinvergüenza, que ya lo sé todo. Dos bofetadas, una en cada mejilla, la mano abierta y pesada de la tía, allí en la puerta de calle, a la vista de los vecinos.
Entró cobrando. Bofetones que estallaban y la voz airada de Adalgisa que la insultaba con los peores nombres. Le echó en cara los malos instintos, la vocación macumbera y meretriz y, no dándose por conforme, trajo de la paz del cementerio la memoria de Eufrasio: tuviste a quien salir, al negro cachacero, el borracho que mató a mi hermana, pobrecita. Pasó de largo los orígenes, las maneras y las costumbres de la pobrecita de la hermana, atribuyendo a la sangre y a la influencia del cuñado las inclinaciones deplorables que insistían en apartar a la sobrina del buen camino para conducirla al pecado y la perdición.
Se olvidaba de que en su hermana, Dolores, había prevalecido el otro lado, el africano. La sangre española que le corría por las venas no le había impuesto leyes ni hábitos, no la había hecho blanca. Por el brazo católico del padre, don Francisco Romero Pérez, llamado Paco Negrero en homenaje a sus prioridades en materia de hembras, Adalgisa había tomado los caminos de la colonia española y de la Santa Madre Iglesia, sin desvíos. Por la mano plebeya de la madre, Andreza de la Anunciación, llamada de Yansá porque ninguna exhibía tamaño garbo al recibir al encantado de los truenos en la ronda de las hechas, Dolores, sin dejar de frecuentar a los gallegos con agrado y la misa con piedad, no se perdía fiesta, grito de carnaval, obligación de candomblé. En el axé secular de la Casa Blanca se rapó la cabeza, hija dilecta de Euá.
El lado afro de Dolores se acentuaba en las hijas, morenas color de cobre, pues Eufrasio, a pesar de la turbulenta abuela romana y del apellido Belini, era bien oscuro, brasileño de muchas sangres mezcladas —Belini Alves del Espíritu Santo, italiano, portugués y negro. Con tantos muchachos blancos, de buena familia, ¿por qué diablos, se preguntaba la ibérica Adalgisa, Dolores había elegido al cabo-verde? ¿Qué había visto en él, además de la guitarra y el saber cantar?
Al oír a la tía despotricar contra Eufrasio, tratándolo de borracho y asesino, solamente entonces Manela abrió la boca, levantó la voz, le interrumpió el discurso, deteniendo el caudal de bilis:
—No hables de mi padre. Habla de mí, di lo que quieras, no me importa... eres mi tía, vivo en tu casa, tienes derecho. Pero sácate de la boca el nombre de papá, que no está vivo para defenderse.
Fue tan inesperado, tan insólito y absurdo, que Adalgisa se calló, confundida. Fuera de sí, no se había dado cuenta de la extraña actitud de la sobrina, que hasta allí se había mantenido en silencio, cobrando callada, sin llorar ni pedir perdón. ¿Dónde estaba la Manela sumisa y temerosa, deshecha en lágrimas y sollozos, caída de rodillas solicitando clemencia? Basta, tía, juro que no lo hago más, lo juro por mi salvación, por el alma de mi madre. Por fin destrabó la boca, recuperó la voz, pero lo hizo para ordenarle a la tía que se callara. ¿Qué había pasado, capaz de tornarla así de osada, de exhibir tamaño atrevimiento? ¿Qué estaba ocurriendo?
—Te enseño, desagradecida. ¡Te arranco la lengua, desaforada!
Se dirigió al fondo de la sala y sacó la correa de la pared.
EL NOTICIARIO DE LA UNA EN LA TELEVISIÓN. Adalgisa escuchaba radio durante el día entero, sabía de memoria los horarios de las principales emisiones, no se perdía los programas de concursos y de música sertaneja, los preferidos. No se separaba del aparato de transistores, llevándolo de aposento en aposento: en el baño a la mañana temprano, sobre la cómoda en el dormitorio, en la cocina mientras preparaba el almuerzo, encima de la máquina de coser en la sala. La apagaba de noche para mirar novelas en televisión; seguía dos, la de las siete y la de las ocho, la primera casi siempre con el marido, también él novelero. Terminados los deberes escolares, Manela se reunía con los tíos.
El televisor, aparato caro y noble, no tenía el mismo gasto, la misma utilidad que la radio de pilas: no podía transportarlo de cuarto en cuarto, prestar atención al programa mientras se encargaba de las tareas de la casa. Lo apreciaba sobre todo por la noche: novelas, miniseries, películas, transmisiones directas de los acontecimientos importantes. Danilo prefería los programas deportivos, fanático del fútbol, su pasión. Había jugado en el Ipiranga, club de su corazón, primero y único. En él se había iniciado cuando todavía era un chico, en él se había hecho conocido, punta de lanza celebrado, popular. Rechazó propuestas millonadas del Bahía y del Victoria, jamás cambió de camiseta hasta sacársela como consecuencia de una contusión grave que lo apartó de la cancha para siempre.
Otra preferencia del marido: no se perdía los noticiarios, inclusive el de la una de la tarde: desde la mesa donde almorzaba, se ponía al tanto de lo que sucedía en Brasil y en el mundo, comenzando por las noticias de Bahía. Adalgisa miraba el noticiario desatenta: los azares de la política y los rumbos del universo poco le interesaban, con excepción de los desfiles de modas y las informaciones respecto de las cortes europeas, de España, de Monaco, de Inglaterra: se babeaba por la familia real inglesa. ¡Qué divina!, exclamaba al divisar en la pantalla a la Reina Madre.
Ahora bien, acontece que aquel día, habiendo encendido como de costumbre el televisor para que Danilo viera el noticiario, a Adalgisa casi le da un patatús al ver en el video a su sobrina Manela en pleno lavado de Bomfim. La depravada desparramaba agua perfumada en la melena de un vagabundo cualquiera: días después el vagabundo resultó ser chofer de taxi, el vehículo parado delante de la entrada del pueblo, la bocina implacable. Menos mal que Adalgisa tuvo tiempo de sentarse. Danilo exclamó: ¡Pero es Manela, mira, Dada! Le resultaba gracioso, al infeliz. Dada murmuró: ¡Ay, Dios mío!, y se puso la mano sobre el corazón para impedir que estallará.
Trasmitido en vivo desde los altos de la Colina de Bomfim, el reportaje sobre la fiesta del lavado comenzó presentando esa alegre imagen de Manela junto a las escaleras, el cántaro en la mano —quien la vio no la olvidó. Después, habiendo mostrado al gobernador y al intendente saludando el uno y el otro a la multitud, las cámaras se movieron en flashes sucesivos, algunos realmente afortunados, de las bahianas bailando en el atrio de la Basílica en honor a Oxalá. Adalgisa reconoció a Gildete llevando a Violeta, Manela y Marieta. Gildete y Violeta, impenitentes candombleras madre e hija, sin conformarse con inducir a esas usanzas impías y desbocadas a la sobrina Marieta, huérfana indefensa, arrastraban a Manela a escondidas, en rebeldía contra la madre adoptiva —apuñalaban a Adalgisa por la espalda.
Una de las cámaras aisló a Manela una vez más para mostrarla, impúdica, revoleando las ancas, el rostro brillante de sudor e impudor, los pies endemoniados. No la veía de la misma manera el locutor que se desparramaba en elogios a la fiesta, a las bahianas y a Manela en particular. Llamaba la atención de los telespectadores sobre la pureza del traje blanco, ritual, los collares y las pulseras, según él expresiones auténticas de una cultura; en la opinión de Adalgisa, bárbara y afrentosa ornamentación de candomblé. Un sátiro, cínico y pedante, el descaro escondido debajo de las barbas a lo Che Guevara, de moda entre la muchachada contestataria y rockera, el locutor se declaró incapaz de "describir como es debido la belleza café con leche de Manela; para hacerlo como se lo merece se exige la inspiración de un poeta, la imaginación de Godofredo Filho, la fantasía de Carlos Capinam". Poeta o no, se deslumbraba el cronista con la gracia adolescente, la expresión altanera, la hermosura de la bahiana, flor de la raza brasileña cumpliendo su obligación de hija de santo en la procesión de las aguas de Oxalá. Con qué placer abofetearía Adalgisa al charlatán si lo tuviera allí, delante de ella, en persona y no por televisión. En el video, la cara de Manela, pervertida, riendo como una perdida, los pies de Manela trazando pasos de macumba, el busto semidesnudo bajo la blusa suelta, cara, pies y busto en el noticiario de la una de la tarde, programa visto y oído por centenas de miles de personas, en la capital y en el interior. ¡Qué ultraje! ¡Qué goce!
¡Manela está con todo!, dijo Danilo, ancho por los merecidos elogios a la belleza de la sobrina. No llegó a decir que eran merecidos, se tragó el resto de la frase, pues Adalgisa lo miró de tal manera, ojos mortales de furia y dolor, que el buen Danilo en el mismo instante se dio cuenta, horrorizado, del error cometido y percibió la extensión criminal del acontecimiento: Manela había ido a la procesión por libre y espontánea voluntad, sin pedir permiso, sin el acuerdo de Dada y, todavía peor, aceptando la invitación de Gildete. Y él, la bestia del tío, la aplaudía.
¡Flor de la raza, hermosura adolescente, rostro altanero! Adalgisa miraba en el televisor la cara sudorosa, grosera, corrupta —esa es la palabra justa — de la vil desvergonzada: hipócrita, pérfida, falsa, desleal, gentuza de la peor especie, entregándose a la nefanda práctica de la hechicería. Apuñalada a traición, el puñal clavado en el pecho, Adalgisa se levantó de la cruz en el estertor de la muerte, apagó el televisor. Danilo dejó la servilleta y, sin esperar el café, se fue cantando bajito.
El dolor de cabeza, insoportable, un nudo en el estómago, sensación de náusea, malestar creciente, generalizado, Adalgisa elevó los ojos moribundos a la estampa del Corazón de Jesús entronizada en la sala: ¡Socórreme, Señor, en este trance! ¡Dame fuerzas para corregir a la pecadora, para traer a la oveja descarriada de vuelta a tu rebaño!
EL CÓDIGO DE CASTIGOS. Decir que en casa de los padres Manela jamás había cobrado sería mentir, falsear los datos de la narración, mala costumbre hoy corriente entre los conspicuos señores que escriben la Historia —la grande, con H mayúscula. La hacen a gusto, a la medida de los intereses de los dueños del poder, acomodando los hechos según la conveniencia de los dictadores. No se trata, explican ellos, de desfigurar la Historia sino de limpiarla de acciones y personajes que le comprometen la imprescindible pureza ideológica.
Alguna que otra vez, tanto Eufrasio como Dolores le calentaban la cola cobrándole una travesura más osada. Unas pocas palmadas, más para constar que para doler. Zurra propiamente dicha, digna de ese nombre feo, Manela recibió apenas una, y la merecía. Tenía doce años, cursaba el primer año del Colegio Manuel Devoto y formaba parte de un grupo pesado.
Invitado a comparecer al colegio, Eufrasio se encontró con otros padres y madres en la sala del director y fue informado de que recaía sobre Manela y sus demás compañeros una amenaza de expulsión debido a la gravedad de la indisciplina cometida el día anterior. Sólo los padres saben de las dificultades para obtener vacante para los hijos en un establecimiento oficial, gratuito. Eufrasio debía la vacante para Manela a la recomendación del doctor Wilson Lins, además de escritor, prócer político.
Indignados por el cero puesto, de pura maldad, por el profesor de Educación Moral y Cívica a la totalidad de la clase, los cuarenta alumnos —veintidós chicos, dieciocho chicas —le habían derramado en el cuaderno de notas una generosa cantidad dé aceite de dendé y, como todavía sobraba en la botella, esparcieron el resto en la silla donde el déspota asentaba el flaco trasero. Escuálido, intolerante y aburrido pero mayor del Ejército, el profesor puso al director contra la pared. La amenaza de expulsión no pasó del susto, imposible expulsar a un grupo entero y, por fortuna, se trataba de un mayor retirado. No por eso Eufrasio dejó pasar el hecho por alto: paliza para el recuerdo.
La vida regalada, en el cariño y la confianza de los padres, sin miedo y sin mentiras, terminó al mudarse a la casa de los tíos después de la tragedia del accidente automovilístico. En seguida comenzaron las reprimendas y los castigos. Severos y continuos, sobre todo en el transcurso del primer año, cuando Manela todavía mantenía veleidades de resistir a las órdenes de Adalgisa. Antes de que cambiara de táctica y se dispusiera a mentir y a fingir, a actuar a escondidas.
Comenzaron y prosiguieron, oír sermones y cobrar bofetadas se tornó hábito, humillante y doloroso, al principio inevitable. Adalgisa había aprendido con el padre José Antonio, su director espiritual, a no usar la palabra castigo: la madre no castiga, enseña, corrige. Decía: mereció un correctivo, yo se lo apliqué, cumplí con mi deber pues la estoy criando en el respeto a la ley de Dios, para hacer de ella una señora.
De Danilo, Manela no tenía quejas. El tío jamás había levantado la mano para castigarla ni abierto la boca para insultarla, retarla, tratarla de mocosa, de inmunda ingrata, de ordinaria, de excomulgada. Si había dejado de defenderla del rigor de la esposa —llegó a intentarlo pero luego desistió, no se atrevía a contrariar a su intempestiva Dada, una pila de nervios, siempre con las eternas jaquecas—, por cierto que en lo íntimo reprobaba los métodos educacionales usados por la consorte, íntegra, pía e iracunda. Además, en la manera de actuar y comportarse de Adalgisa había un montón de cosas que él desaprobaba y deploraba.
Jovial y gentil, Danilo introdujo a la sobrina en las sutilezas de la dama y el backgammon, le enseñó juegos de paciencia y trucos de baraja. De paciencia y trucos necesitaba Manela para soportar y transgredir, cumplir y violar el reglamento que le dictaba la conducta y le comandaba la vida. Código severo y estricto; cada falta con su pena.
Penas de las más variadas, para que ningún verdugo encontrara defectos. Dejar de ir con los tíos al cine, quedar encerrada en el cuarto a la hora de la novela de la televisión, de los programas de Chico Anisio y Jo Soares, prohibición de frecuentar casas de amigas, no hacer la visita semanal a la tía Gildete, quedarse sin postre, rezar el rosario de rodillas y en voz alta, éstos eran algunos de los castigos más corrientes. Reprensiones, palmadas, tirones de orejas, golpes en la cara y, cuando la culpa, el error, el pecado pasaba de venial a capital, para corregirlo ahí estaba, colgada en la pared, la correa de cuero, antigua, informe, aterradora —eficiente. La lista de los pecados mortales establecida por tía Adalgisa, mucho mayor que la del catecismo, aseguraba la utilidad de la correa. Regalo del padre José Antonio al saber que la cara diocesana había decidido criar a la sobrina huérfana: le va a ser útil, no tenga escrúpulos en utilizarla, corregir a quien prevarica no es pecado, no ofende a Dios, es de su agrado. Está en la Biblia, hija mía: castigar con firmeza es una de las maneras de demostrar misericordia.
No se debe perder tiempo, dejar para mañana lo que se puede hacer hoy: al día siguiente del entierro de Dolores y Eufrasio, cuando Manela regresó de la clase, los ojos todavía hinchados de llorar, Adalgisa la puso en confesión y le rezó el credo. Vamos a aprovechar para aclarar las cosas desde ya, poner los puntos sobre las íes para que después no digas que no sabías. Si eres obediente y te portas bien, si sacas buenas notas en el colegio, si procedes con decoro y pundonor, demuestras temor a Dios y devoción, y no les das disgustos a los tíos, nada te faltará y tendrás derecho a regalías.
Cuáles eran las regalías nunca lo supo, pero tomó conocimiento inmediato de la extensa relación de lo que le estaba prohibido. Frecuentar malas compañías; asistir a matinees, auditorios de televisión, bailecitos, fiestas de cualquier clase, a no ser acompañada por los tíos; andar por la calle; dar cuerda a los muchachos, salir con alguno. De candomblé, umbanda, esas hechicerías, mantener la mayor distancia, ni oír hablar, son antros de perdición donde el demonio se apodera de las almas de los cristianos.
No le impedía ver a la otra tía, la hermana del padre, pero esas visitas debían ser Limitadas, no más de una por semana y ya era mucho. Si la hermana quisiera verla, que fuera a la casa de Adalgisa y Danilo, ¿no eran también tíos de ella? Fue un largo monólogo, repetitivo, la voz ora blanda y cariñosa, ora agresiva y amenazadora, Adalgisa se exaltaba fácilmente.
El fin justifica los medios, ya lo enseñaban con provecho Hitler y otros padres de patria, guías geniales de los pueblos: voy a hacer de ti una señora, cueste lo que costare. Para concluir la exposición con broche de oro, le señaló el látigo en la pared, entre una estampa de la Virgen Santísima y un retrato amarillento de Adalgisa y Danilo felices el día del casamiento. Si era necesario, ella, Adalgisa, tía con responsabilidades de madre adoptiva, no dudaría en usar la correa, sin hesitación ni asco. Será para tu bien, un día me lo vas a agradecer.
LA CASI MISS. Manela vino a conocer el peso de la fusta, el ardor del látigo, cortante como un filo de navaja, transcurrido más de un año desde aquella conversación inicial y terminante. Lo consideraba, desde hacía mucho, objeto simbólico, sin otra función fuera de la de advertir, intimidar.
Se había tornado bastante habilidosa en el arte de engañar a la tía, de adormecerle la vigilancia, envolviéndola en complicada trama de mentiras e invenciones. Para mejor convencerla, había conseguido comprometer, en una especie de amigable conspiración, a amigas del colegio y hasta a vecinos apenados por las restricciones y las correcciones impuestas a Manela, víctima indefensa de una saña desnaturalizada. Ni los asesinos en la cárcel cumplen pena tan férrea —se rebelaba Damiana, vecina del otro lado de la pared obligada a oír gemidos y sopapos, pedidos de perdón. Esa mujer es una víbora, no tiene corazón, decía en voz alta, para quien quisiera oírla.
Habituada a las confesiones de Manela —asumía las faltas aun sabiendo que no escaparía al castigo: tiene algo bueno y lo reconozco, no es mentirosa—, Adalgisa había creído con cierta facilidad, durante meses, las explicaciones, las disculpas para los atrasos, las razones para las salidas y las visitas. Sabes, tía, llego tarde porque acompañé a Telma al Hospital Portugués donde está internado el padre; operación de cáncer, pobrecito, no se salva. Adalgisa se interesaba: ¿cáncer? No me digas. ¿Ya tiene metástasis? Operaciones y hospitales, enfermedades y tribulaciones, temas de su agrado. En las tramas engendradas por Manela siempre había una punta de verdad y, si era el caso, un cómplice acompañaba a la embustera a la puerta de casa, pronto a confirmar la patraña, sobre todo las de mayor envergadura.
Tantas veces va el cántaro a la fuente que al final se rompe y el agua se derrama: las patrañas crecieron y se volvieron tan frecuentes que Adalgisa terminó con la pulga en la oreja. Como quien no quiere la cosa, haciéndose la tonta, pasó a someter a control riguroso las disculpas, las justificaciones y los pasos de Manela. No tardó en descubrir los cuentos de la sobrina, duplicó la dosis de los castigos conforme le pareció recomendable y equitativo, pues a la falta se sumaba la mentira, uno de los siete pecados mortales del catecismo.
Del concurso para la elección de Miss Primavera, sin embargo, Adalgisa se enteró por accidente, aunque a tiempo, ¡bendito sea Dios!, de evitar que ocurriera lo peor. Tomada por sorpresa, había quedado inmóvil, despavorida: unos breves segundos, nadie se dio cuenta. Luego se recompuso y fue a la guerra.
Le llamó la atención una dienta, Norma Martins, señora rica, exponente del topset, a pesar de ellos criatura simple además de competente médica ginecóloga. Le había encargado un sombrero para usar en el casamiento de la hija del doctor Jorge Calmon, el de A Tarde, evento que había hecho a Adalgisa trabajar día y noche, seis sombreros de alto lujo que entregar en el transcurso de la semana.
Palabra va, palabra viene, durante la prueba de la obra maestra en flores artificiales y discreto velo de tul, doña Norma, que no perdía ocasión para hablar del hijo, entonces alumno secundario pero ya con la locura del piano —más que locura, vocación—, se refirió a Manela:
—Renatito es promotor electoral de su hija...
—¿Mi hija? —se admiró Adalgisa, pero enseguida comprendió a quién se refería la médica — ¡Ah, sí! Mi sobrina, hija adoptiva. La crío desde que murió mi hermana. ¿Su hijo conoce a Manela?
—¿Si la conoce? Pero le estoy diciendo que Renatito está entusiasmadísimo, haciéndole la campaña; me dijo que la decisión está entre ella y esa chica que trabajó en la película de D'Aversa, no me acuerdo el nombre...
Historia sin pies ni cabeza, Adalgisa creyó que se trataba de un equívoco, error de persona:
—¿Haciéndole la campaña a Manela? ¿Está segura, doña Norma? ¿Campaña para qué?
—Para el concurso de Miss Primavera, ¿su chica no es la candidata del diario de Ariovaldo? Ese que sale los domingos: tiene buenos artículos, es gracioso, pero no va a andar: le da con todo al gobierno...
—Rió complaciente pensando en el diario de Ariovaldo.
Adalgisa se apoyó en el respaldo de la silla puesta al lado del espejo para la prueba del sombrero: una debilidad en las piernas, la cabeza que latía. Forzó una sonrisa, consiguió articular:
—¡Ah!, el concurso, sí...
Por suerte doña Norma había salido en busca de dinero para pagar el material y la hechura de la prenda, grácil y cara:
—Quedó lindo, doña Adalgisa, usted es una artista. Deseo que su chica sea la elegida. Renatito dice que ella es la más bonita de todas. Felicitaciones.
Todavía tuvo que agradecer las felicitaciones y los elogios a Manela. Su hijo es muy amable, doña Norma. Salió echando humo hacia la casa de Aydil Coqueijo, otra dienta, buena de lengua y de información. Nadie más al tanto de esos descaros de concursos de miss y festivales de música popular que doña Aydil y su marido, figura numerosa: magistrado austero, jurista acatado, profesor de derecho, cronista amable, compositor premiado, bueno para el piano y la guitarra, voz afinada, inspirador y promotor de arreglos y sucesos, multipresidente.
Dio en el blanco. Ni precisó confesar el motivo de su interés: apenas mencionó el concurso, la dienta, atenta y entusiasta, le dio los datos completos con derecho a jocosos comentarios. La elección de Miss Primavera se realizaba todos los años, en septiembre; las candidatas representaban los diversos diarios de la ciudad, promotores del certamen, y algunos establecimientos comerciales que cargaban con los gastos, entraban con los cobres. Un jurado, compuesto por personas conocidas, dictaba el veredicto, después de los desfiles: traje folclórico, vestido de noche y bikini.
¿Bikini? ¿Dos-piezas? Divertida, doña Aydil se burló del espanto de la sombrerera: Adalgisa, no sea antigua: la malla enteriza es cosa del pasado. El juzgamiento sería el domingo, dos días después, en el Teatro Villa Vieja. Doña Aydil se proponía ir a ver desfilar a las jovencitas: esa muchachada de hoy que no tiene límites. ¿Le interesa? Si quiere asistir, puedo conseguir entradas para usted y su marido.
Acerca del pasquín representado por Manela y del lugar de la orgía, nada preguntó, sabía de ellos por el padre José Antonio: había oído duras palabras de condenación. El semanario destilaba el veneno ruso, la propaganda de los rojos. El recto sacerdote no encontraba explicación para la absurda apatía de las autoridades —¿por qué aún no habían prohibido la circulación del papelucho? Dirigido por un columnista de mala entraña: decían que era buen escritor pero no pasaba de pornógrafo y subversivo, por subversivo había estado preso, se llamaba Ariovaldo Matos.
En el escenario del teatro Villa Vieja se montaban los peores espectáculos, los más degradantes, piezas que atentaban contra las buenas costumbres, la moral y la religión. Los shows con músicas de protesta, los humoristas irrespetuosos y obscenos, el baile de las actrices. El de Oxum, el libertinaje, una bacanal. Lugar donde se reunía la baja ralea de los intelectuales —de Glauber Rocha a Joáo Ubaldo Ribeiro—, vagabundos de mala muerte, enemigos del orden establecido y de los santos preceptos de la ley divina.
Adalgisa regresó a la casa con la boca llena de hiél y el corazón pesado: Manela marchaba a pasos rápidos hacia el lodo y la podredumbre, hacia el abismo —la aguardaban la prostitución y el infierno. En la sala, interrumpiendo los deberes, Manela recibió a la tía con una sonrisa cándida y un pedido:
—El domingo, tía...
El domingo, sí, dijo Adalgisa, y fue en dirección a la pared donde estaba colgada la correa. Quién sabe, a lo mejor todavía había tiempo de impedir la caída y la maldición.
Manela tenía quince años; uno y medio del cautiverio al que había sido destinada después de la muerte de los padres, cuando estrenó la correa de cuero. La tía no tuvo contemplación ni piedad: le cortajeó el cuerpo entero, sólo respetó la cara. Cuando le faltaron las fuerzas y dejó de golpear, encerró en el cuarto a la ex favorita del concurso, a pan y agua, a partir de aquella tarde de jueves de septiembre hasta la noche del domingo. Para que meditara y se arrepintiera.
El lunes, al llegar al colegio, cabizbaja, el cuerpo molido, apenas pudiendo sentarse, los ojos hinchados de llorar, deshecha y desmoralizada, Manela supo que Marilda Alves, la chica de la película, candidata del vespertino O Estado da Bahía y del cronista Renot, había sido proclamada, por unanimidad, Miss Primavera.
LA CORREA. Manela recibió el primer latigazo, la alcanzó a la altura de los riñones, le cortó las carnes. Más cortante e intolerable el insulto escupido por la tía:
—¡Perra!
Adalgisa levantó el brazo, haciendo zumbar la correa, utilizada con frecuencia en los dos años transcurridos desde el concurso de Miss Primavera, pero antes de que lo bajara de nuevo, Manela dio un paso al frente y, sin gritar, la voz apenas un poco más alta que lo normal pero grave y categórica, ordenó:
—Para, tía. Larga esa fusta si quieres que siga respetándote.
—¡Perra! ¡Excomulgada!
Adalgisa movió el brazo, el látigo silbó en el aire, pero el segundo golpe no llegó a alcanzar a la perra excomulgada. Peregrina de la fiesta de Bomfim, el cuerpo limpio, la cabeza hecha, Manela aferró con la mano derecha la muñeca de la tía, con la izquierda le abrió los dedos: tomó la correa y la tiró lejos. Ojos abiertos, incrédula, perdida, sin acción ni palabras, Adalgisa miró a la sobrina, vio a Satanás en su frente —era el fin del mundo.
—Nunca más me pegues con esa correa. Se acabó, tía. Si quieres que siga viviendo en esta casa y obedeciéndote.
Adalgisa se estremeció de la cabeza a los pies, se pasó las dos manos por el rostro congestionado, hilos de baba en las comisuras de los labios, cerró los ojos, respiró hondo como si el alma se le escapara del pecho, cayó al piso.
El cuerpo en contorsiones, temblores en los brazos y las piernas espuma saliendo por la boca, golpeando la cabeza contra el piso, la tía Adalgisa parecía en trance, poseída.