LA(S) NOCHE(S) DE NUPCIAS
INVITACIÓN AL VIRGO. Aprovéchese la confusión establecida en la Plaza Municipal donde, en la oscuridad retinta, el comisario Parreirinha atropella transeúntes, los canas de la Federal tratan de encender linternas eléctricas, yanquis, de bolsillo, ofrecidas por la CÍA, las linternas no funcionan, se olvidaron de las pilas, y el pistolero reza una oración de exorcismo —se aprovecha la oscuridad del mediodía para reencontrar a los recién casados. En el embarcadero de Valenga, a la espera de la lancha, nerviosos los dos, tomados de la mano. Cae la noche a la hora exacta, noche sin luna, de viuda.
Existe quien esté aguardando con incontenida paciencia este capítulo de la intriga, el del virgo. Pues que no se demore más y se cuente cómo transcurrió, sin omitir detalle. Si a algunos les parece prolija en demasía la descripción de la noche de nupcias, por los mismos idénticos motivos agradará a otros, numerosos: no sólo de padre y obispos se ornamenta la historia, no se nutre apenas de teologías. Está aún por escribirse una buena historia donde no haya sexo, explícito o disimulado, factor de alegría y sufrimiento, fuente de la vida: ni la Biblia se escapa. Muy por el contrario.
El caso se alarga más allá de las previsiones, la escritura es lenta, de acuerdo. Pero la culpa la tiene Adalgisa, que no quiso, o Danilo, que no supo; la culpa es de los dos, que no cumplieron el rito al debido tiempo. Lo ideal sería haberlo hecho antes del casamiento, en ocasión del noviazgo, pero, como ya se señaló y no hay por qué repetir, el puritanismo se impuso y lo impidió. Ahora, sin embargo, están casados, con libreta y alianza, va a comenzar la esperada ceremonia del himeneo, está hecha la invitación. Quien no quiera asistir que saltee las páginas.
LA RADIO DE PILAS. Por suerte había traído para el Morro de San Pablo la radio de pilas, pequeño transistor que llevaba a las canchas de fútbol, desde el término de su carrera de goleador. Asistía al partido siguiendo la narración barroca y los comentarios contundentes de Franca Teixeira, en aquellos tiempos joven comunicador ya popular pero todavía pobre, hincha exaltado del Ipiranga. Fanático y amigo de Danilo, siempre lo había apoyado, contribuyendo sobremanera a popularizarle el nombre: le exaltaba jugadas, le acreditaba victorias, había inventado el apodo consagrador: "Danilo, el príncipe de las canchas." Lo aclamaba, en vena de lirismo, "Príncipe Danilo, el tierno y eterno enamorado de la pelota" o, en el entusiasmo por algún lance del admirado en día de inspiración, lo glorificaba ante el micrófono: "El Príncipe Danilo se sobrepasó, se comió la pelota, abusó."
Reducido, el equipaje de Danilo cupo en un bolso de mano: malla para el baño de mar, dos shorts y dos camisetas con el escudo del Ipiranga para pasear por el pueblo, convivir con los veraneantes, un piyama, un par de ojotas. En compensación, Adalgisa había llenado la valija del padre, como si la luna de miel fuera a durar un mes y transcurriese en Copacabana o en Honolulú. Una pila de vestidos para la mañana, la tarde, la noche, tres pares de zapatos, uno de taco alto, dos más nuevos y un bikini, regalo de Dolores: no seas anticuada, ya nadie usa malla de una pieza. Variedad de bombachas, combinaciones, enaguas, blusas y faldas, media docena de camisones — ¡y él que la quería desnuda en la cama, sin un trapo que le escondiera el más mínimo detalle del cuerpo!—. En el último instante Danilo había metido la radio entremedio de la ropa, inspiración del cielo.
Así pudo pasar la tarde del domingo escuchando la transmisión del desafío interestatal Bahía versus Santos, con Pelé despedazando: tres goles, cada cual más imposible, el tercero ni hablar: Franca Teixeira había llegado a perder el hilo del discurso... Tan notables, consiguieron impedir que Danilo perturbara el sueño pesado en que Adalgisa se había sumergido después del almuerzo. Adormecida en el sofá, suspiraba levantando el pecho: el corpiño y la blusa impedían que se viera la marca dejada por los labios ávidos, mancha azul violeta que partía del pezón izquierdo.
Tan geniales los tantos del Rey Pelé, desviaron el pensamiento de Danilo de los hechos de la noche anterior. Los hechos de la noche anterior, de la noche de bodas, ¡ay! Ay!
RONDÓ DE LA LANCHA. La oscuridad había caído sobre el mar cuando la lancha, venida de Valenca, los desembarcó en el pequeño muelle, al pie del Morro de San Pablo: el morro prestaba el nombre a la isla encantada.
Tinieblas negras, luna nueva, mal podían mirar el interior de la embarcación los atrasados apiñados en el último viaje del sábado. Todos ellos habitúes de los fines de semana en las viviendas a la orilla de la playa, kilómetros de arena fina y blanca, golpeada por las olas, sólo se podía comparar al paraíso. Se conocían todos, conversaban animados combinando programas para el domingo. Danilo se aisló con Adalgisa en la popa de la barca. Una fulana murmuró a la vecina: recién casados; rieron las dos.
La brisa de mayo, arreciante desde el atardecer, había llevado a Adalgisa a abrigarse contra el pecho atlético del novio —ya no más novio, ahora esposo con papeles y alianza en el dedo anular de la mano izquierda. Recostada sobre el pecho viril del marido —su marido, su amo, su señor, su hombre, pensó—, en busca de ánimo, calor y seguridad. La cabeza puesta en reposo en el hombro de Danilo, la recién casada tan fácil de reconocer cerró los ojos y buscó calmarse.
Danilo le amparó el cuerpo trémulo bajo la chaqueta del traje nuevo, azul, cortado y cosido de medida para el casamiento por el sastre de la familia Sampaio, Gustavo Reis, de buena clientela y carero: el que pagó la cuenta fue el doctor Artur Sampaio, padrino platudo. Al acomodarla, aprovechó y posó la mano en el seno que abultaba bajo la blusa de seda: Adalgisa se había cambiado de ropa antes de salir, había abandonado el vestido de novia encima del lecho de soltera. Al toque, ella se sobresaltó, sacudió el busto como si hubiera recibido una descarga eléctrica. ¿Sentía apenas frío o era de miedo que se estremecía? Adalgisa apretó el brazo de Danilo.
Furtivo, él le tomó la mano y la fue llevando del brazo hacia el muslo hasta la altura de la bragueta, colocándola de palma contra el pájaro que amenazaba romper los botones y liberarse, tan ansioso y apto se encontraba. Adalgisa no se dio cuenta de inmediato de dónde le había acomodado la mano, se sentía inclusive alentada por el calorcito que allí se concentraba pero, al percibir en los dedos la pulsación nerviosa, comprendió que bajo los pantalones había algo más, además de muslo: rápida, retiró la mano y la llevó a la boca para ahogar la exclamación —un gemido, ¡uy!—, menos de rechazo que de espanto. Incorregible Danilo: se valió del movimiento de la asustada para pasarle la lengua por la oreja, por fuera y por dentro, osadía inédita, nunca había acontecido antes: un escalofrío recorrió el cuerpo de Adalgisa, de arriba abajo, y le quebrantó la voz:
—¡Por favor! Hay gente mirando...
—¡Tonterías! No nos ve nadie.
Pero ella lo miró con ojos tan suplicantes que Danilo se quedó quieto y durante algunos minutos no ocurrió nada digno de mención. Se redujo a un discurso sincero y apasionado, de palabras elocuentes, preciosas, llenas de lugares comunes románticos y radiofónicos, que ella oyó con evidente agrado y creciente tentación. "Dada, tú eres el sol cenital de mis días, la estrella polar de mis noches", recitó con voz tibia y envolvente.
Cuando la lancha enfiló hacia el muelle de la isla, Adalgisa, deshecha de emoción, volvió a reposar la cabeza en el pecho del marido, rodeándole el cuello con los brazos. Danilo comenzó a besarla suavemente en la frente y, despacio, fue yendo de beso en beso, llegó a la oreja, usó la lengua, tomó el lóbulo en la boca, taimado. Dada no lo impidió ni protestó, ni siquiera cuando él la mordió despacio.
La barca llegó al roquedal, los pasajeros se levantaron, Adalgisa se recompuso, atontada. Danilo le ofreció la mano para ayudarla a saltar. Ella extendió los dedos, sonrió, turbada: le pareció breve el tiempo de navegación.
LOS DESACUERDOS. Navegación pequeña, repleta de audacias y anuencias, difícil aprendizaje de las obligaciones de esposa, de la conquista del placer: Adalgisa suspiró al desembarcar.
Para Danilo, cuarenta minutos lerdos en la soledad del mar, avidez contenida. Había masticado las riendas para no tomar el freno con los dientes, mató el tiempo en declaraciones de amor, ansioso por cobrarse los derechos adquiridos, dedicarse a la posesión de los encantos y vergüenzas de Dada, iniciarla, hacerla mujer, su mujer. En la lancha, imposible.
Cuando se encontraran solos los dos en el dormitorio, ya no existirían testigos, limitaciones, reclamos, miradas suplicantes. Los parcos sucesos del trayecto, él no los consideró siquiera un aperitivo, antipasto: en la coyuntura dispensaba los bocadillos, quería comenzar por el plato fuerte que no era otro que el virgo de Adalgisa. No era que despreciara los refinamientos, las quintaesencias, las exquisiteces, y de ellos se abstuviera: al contrario, mucho los apreciaba y con constancia los practicaba, pero para disfrutarlos con Dada habría tiempo de sobra, la vida entera por delante.
Sometiéndose a los pruritos de pudor de la novia, acatándolos y hasta valorándolos, había esperado, comiendo el pan que el diablo amasó, por más de un año, el momento de "recoger en el jardín de la hermosura y la inocencia la flor virginal", conforme al verso de un poeta de sus relaciones, o sea, desflorar a la más linda y casta doncella de Bahía. Le había costado, además de amarga abstinencia, el precio de la libertad. Obtuvo empleo, se tornó un hombre serio, asumió responsabilidades, dijo adiós a la vagancia, a la buena vida, a la bohemia. Tenía derecho y tenía apuro.
¿Qué sucederá cuando al fin se enfrenten los dos en el cuarto, en el cadalso del lecho, a la hora de la verdad? —se interrogaba Dada al ritmo del balanceo de la barca. La madrina, doña Esperanza, algo le había explicado cuando, al conseguir Danilo empleo en la escribanía, decidieron fijar fecha para el casamiento. Planes enseguida postergados, debido precisamente a la muerte súbita de la madrina, ¡ay, qué desgracia! No hay cómo expresar la falta que ella le hace.
Le había recomendado sumisión y paciencia en el trance crucial —el dolor físico agrava el oprobio: prepárate para sufrir, hijita mía... — en el cual la mujer renuncia a lo más valioso que posee ante los ojos de Dios, la pureza del cuerpo, la virginidad. La posesión de la esposa por el esposo no está catalogada en la lista de los pecados pues el sacramento del matrimonio la santifica pero no por eso deja de ser, en realidad, un acto cruel y un tanto obsceno.
Que estuviera atenta sobre todo a las prohibiciones y limitaciones impuestas a la relación sexual de los cónyuges por la Santa Madre Iglesia, para no practicarlas, no correr el riesgo de verse de repente excomulgada. Existen hombres depravados —la mayoría, mi niña — que abusan de la inocencia de las pobres criaturas y no dudan en arrastrar a las propias esposas por los caminos de la lujuria, de la corrupción, como si ellas fueran prostitutas. Son caminos de ignominia, de perdición. Piensa en tu ángel de la guarda, siempre a tu lado: él presencia todo cuanto haces. La madrina no aclaró sobre lo permitido y lo prohibido y Adalgisa no se atrevió a preguntar, tuvo vergüenza.
Algo sabía, sin embargo. Marilú, compañera de las más evolucionadas, divertida y locuaz, que había intentado introducirla en las bocas del infierno y propuesto presentarla a ejecutivos magnánimos: manos abiertas, pagaban buena tela por paja, chupada, romper el culo —la astuta Marilú hacía ostentación de sus conocimientos, teóricos y prácticos. Parca teoría: además de una torpe adaptación del Kama Sutra, en edición barata, había leído las páginas más candentes de la traducción de Sexus, de Henry Miller, y oído hablar de Freud. Práctica tenía de sobra, para dar y vender.
Adalgisa no se envició con macona ni dio el culo. Fumó una vez sola, no le gustó, y ningún ejecutivo le vio la cara y mucho menos el cuerpo, pero supo, por la condiscípula, cuáles eran y cómo se cometían aquellas cosas. Le oyó críticas y malignidades a propósito de los matrimonios que reducen los embates del sexo al ejercicio puro y simple de la posición denominada "papá y mamá", ridiculizada por renombrados sexólogos, especialistas en la materia, en programas de gran audiencia en las estaciones de radio. Posición clásica, según esas eminencias y además admitida por los cánones de la Iglesia que acepta y hasta bendice la fornicación —coger, traducía Marilú, dejando de lado la erudición—, se practicaba con el objetivo exclusivo de la reproducción de la especie humana. Sacando eso, lo demás es pecado y vituperio. Para Marilú, la sabia de estudios secundarios, era lo mejor que uno podía llevarse al cajón, a la hora del entierro.
Las dos mitades de la misma naranja, decían de Adalgisa y Danilo, debido a la identidad de gustos, a la manera como los novios pensaban y actuaban, siempre de acuerdo. En lo que se refería a las relaciones sexuales, sin embargo, era total y completa la discordancia. Dos concepciones de la vida y el amor, —controversia antigua, milenaria.
No había artificio ni hipocresía, en el comportamiento de Adalgisa; la madrina la había educado española y puritana; tampoco en la conducta de Danilo, producto del machismo imperante. Lo que para ella no pasaba de penosa obligación de esposa, para él significaba plenitud del himeneo. La palabra que le pasaba por la cabeza era himeneo: las demás, casamiento, boda, matrimonio, esponsales, no le parecían a la altura de la situación. Para ella, festín sucio y doloroso, culpa y pecado. Para él, prácticas limpias y saludables, mérito y deleite. Para Dada el infierno, para el Príncipe, el paraíso.
Llegados a la isla, el desentendimiento se implantó, el idilio cedió lugar a la discordia. La noche de bodas, que se había anunciado dulce y placentera en la oscuridad de la barca, se desvió de la seducción a la violencia, Danilo en furia; de la sonrisa tímida al llanto convulsivo, Adalgisa desesperada.
LA FULANA. La fulana, rubia de boca rasgada y mirada de yiro, se apresuró a indicar la casa del señor Fernando Almeida. Hizo un comentario chistoso:
—El señor Fernando vive prestando la casa para lunas de miel. Hasta dicen que de luna de miel pasada ahí seguro nace un chico nueve meses después, contados día a día...
Midió a Danilo de la cabeza a los pies, a la luz casi inexistente de la linterna eléctrica. Habiéndolo evaluado, felicitó a Adalgisa:
—Sí, señora. Con este crack hizo un buen gol. La felicito.
Salió caminando al frente, mostrándoles el camino abierto entre rocas; otros viajeros observaban, curiosos. Al término del sendero accidentado oyeron el rumoreo del mar, las olas reventaban contra la inmensidad de la playa: no se le veía principio ni fin. La rubia señaló la morada a la distancia: divisaron una casa de dos pisos, de casita no tenía ni siquiera la apariencia. Detuvo el paso, lamentó:
—Qué pena que no sea una noche de luna. Conozco el mundo entero, y todavía no encontré un lugar más bonito que el Morro de San Pablo. Ideal para luna de miel. —Una pausa breve. —Y mejor todavía para el adulterio.
Se demoró mirando y oyendo, enajenada, después se dirigió a Adalgisa:
—No necesito desearle buenas noches, seguro que va a ser una noche inolvidable. Es lo que le deseo, linda. —Volvió a medir a Danilo de arriba abajo, se mordió el labio: —Y a usted también, rico.
La fulana rió y, apresurando el paso, los dejó atrás. Marejada de caracoles, la risa fue a morir en la playa.
LA CENA. Mulata fuerte, de pelo grisáceo, la doméstica los recibió en la puerta, risueña y atenta:
—Me llamo Marialva, les voy a mostrar el cuarto. Mientras se lavan las manos, pongo la cena en la mesa.
—¿Cena? —se inquietó Danilo—. No pensábamos...
—Algo liviano. No se van a ir a la cama en ayunas.
Ir a la cama: había subrayado la expresión, ¿la había usado a propósito? Extrañado, Danilo miró a la mujer pero no sorprendió malicia en el rostro benévolo, en la actitud cordial. Solícita, los acompañó al cuarto, en el piso superior. Colocó la valija sobre una banqueta, abrió los cajones de la cómoda donde disponer las prendas, indicó el armario donde colgar los vestidos, comprobó la existencia de agua corriente en las canillas, dejó una de las lámparas de querosén al lado del jarro de flores, llevó la otra al baño. Después de un último vistazo, cerró la puerta, se oyeron sus pasos en la escalera. Danilo tomó a Dada en los brazos y la cubrió de besos. Interrumpió tan grata ocupación para decir:
—No voy a comer nada. Ni quiero oír hablar de comida.
Pero Adalgisa no estuvo de acuerdo, alegando que no quedaría bien dejar los platos enfriándose en la mesa, al final la doméstica se había tomado el trabajo de preparar la cena, debían hacer aunque fuera un simple acto de presencia.
—Y te digo más: me estoy muriendo de hambre, el aire del mar me dio apetito.
Era otro el apetito de Danilo pero no quiso crear un problema. Dada tenía razón, lo reconoció: no podían dejar fama de maleducados, dar motivo de habladurías y burlas.
Hundió la mano en el colchón para considerarle la blandura y lo mullido: de primera, iba a ser un festín. Dio el brazo a Adalgisa, juntos bajaron la escalera ante la mirada maternal de Marialva apostada abajo, esperándolos.
En la mesa, sobre el mantel de lino, bordado, extravagancia en una casa de playa aunque fuera propiedad de un rico industrial, las moquecas —de pescado, de ostra, de camarón — se ofrecían apetitosas, aderezadas con aceite de coco y de dendé. Fuente de farínha, salsa de ají picante triturado con limón, cebolla y cilantro, una botella de vino verde, portugués, helándose en balde de metal cromado. Danilo abrió los ojos. La gentileza sin límites del dueño de casa confirmaba el prestigio de Francisco Romero Pérez y Pérez entre los amigos: se mantenía sólido a pesar de las vacilaciones de la fortuna.
Adalgisa había dicho que tenía hambre, pero se sirvió con cautela: hacía régimen para no engordar y tenía miedo de abusar de las comidas pesadas, sobre todo a la noche. Danilo, que se había mostrado reacio a ir a la mesa, no resistió, se tiró sobre las moquecas con disposición voraz y abundancia de ají picante, comió hasta hartarse, bebió la botella —Adalgisa apenas probó el verde — y cuando, risueña, Marialva mostró el plato de porcelana con la "crema de hombre", mousse de coco con salsa de chocolate, no se contuvo, batió palmas saludando a su postre predilecto, se aflojó el cinto. ¡Qué cosa!
LA FAJA DE GOMA. Revoloteaba en torno de Adalgisa, tratando de desvestirla y dominarla: bufo principal de cómica pantomima. La comparsa escapaba, le huía de las manos, transitando de la valija abierta sobre la banqueta hacia la cómoda y el armario, hacia el baño, retirando y guardando lo mínimo necesario. Se reían los dos, burlescos personajes.
Danilo alternaba alegría y despecho, palabrotas y piropos, adulación y queja, rebuznaba interjecciones, los brazos extendidos buscando agarrarla, en la intención de tirarla en la cama y servirse. Dada se agitaba entre la broma y el temblor, alborozada, divertida, salvándose por poco de las garras del apurado. Ya había perdido la blusa, arrancada a la fuerza, uno de los botones había saltado y desaparecido detrás de la cómoda.
En ocasión de mayor riesgo, al escabullirse de los dedos que pretendían bajarle la falda, burlándose del fiasco del marido, le sacó la lengua en desafío. Se burlaba de él, parecía deleitarse con aquel juego de gallina ciega, en el fondo se moría de miedo de lo que pudiese ocurrir si él lograba desnudarla y la extendía sobre las sábanas perfumadas con lavanda. Durante la cena, la doméstica había retirado la colcha de crochet con forro de satén, dejando la cama hecha. Lista.
El tercer saltimbanqui no se dejaba ver pero Adalgisa lo sabía presente y actuante: se trataba de su ángel de la guarda. Responsable de Dada, de la pureza de su cuerpo y la salvación de su alma, atento a las amenazas innúmeras que pesaban sobre la inocencia de la pupila en la noche de nupcias, noche fatal. Dispuesto a cumplir con el deber de guardián de la honra y la virtud, atropellaba los pasos de Danilo, le desviaba las manos, lo hacía tropezar con nada, como si estuviera borracho. En los trances más difíciles, cuando le faltaban las fuerzas y ya no había escapatoria, Adalgisa recurría a él, murmuraba: ¡ayúdame, mi ángel de la guarda! Se zafaba incólume.
Incólume, hasta cierto punto. Superando las contrariedades visibles y las invisibles —la agilidad de Dada, el sopor en las piernas del perseguidor—, Danilo consiguió sacarle la falda; mano de obra complicada y trabajosa. A costa de amenazas — ¡desgarro esta porquería!—, ella levantó los brazos permitiendo que la falda estrecha pasara por encima de su cabeza. Faltaba sólo librarla de la combinación pues el calzón, el corpiño, las medias no constituirían problema cuando la agarrara. Quiso festejar el hecho decisivo pero, en vez de exultante exclamación de victoria, le subió de las entrañas indelicado eructo. Si Adalgisa lo oyó, no lo demostró. Por un instante, el Príncipe perdió el equilibrio.
Recompuesto, alcanzó y aferró con firmeza el ruedo de la combinación y como las amenazas no decidieron a Dada a cooperar, Danilo, indignado, resolvió cumplirlas. Nuevita, la elegante pieza del ajuar, rasgada de arriba abajo, hecha pedazos, rodó a los pies de la virgen, exhibiéndole la desnudez del tronco. El torso enjuto, los senos visibles en la transparencia del corpiño de encaje, el vientre liso, redondeado, el oscuro misterio del ombligo. ¡Pero no le exhibió el trasero, ay, no!
Bajo la combinación, partiendo de las rodillas, prolongándose hasta la cintura, sujetando y comprimiendo las dos bandas del universo, impidiendo la visión soñada, codiciada —después de tan larga espera, iba por fin a regalarse la vista—, se extendía una monstruosa faja de goma. Cinturón de castidad, Danilo ya lo había sentido con los dedos en los últimos meses de noviazgo, le tenía horror y asco. Definitivo, implacable contra la lujuria, le bastaba tocarlo y perdía la calentura.
Adalgisa se había convencido de que el hábito de la faja la haría más bonita, de porte más esbelto y, sobre todo, ayudaría a disminuirle el volumen provocativo de los cuadriles. Garantía afianzada en un anuncio de página entera en una revista de San Pablo: señoras de alta clase, superelegantes, expresaban opinión idéntica. El consejo de Madame Nadreau, francesa viajada, había sido decisivo para que Dada se precipitara a la tienda de don Miguel Najar y comprara la faja de goma: compró dos. Nunca dejó de usarla.
La visión desoladora y odiosa de la faja lo derrotó. Víctima de repentino desánimo, el Príncipe de las canchas movió, melancólico, la cabeza, bajó los brazos, se sentó en la cama. De lo cual se aprovechó la novia para encerrarse en el baño, llevando consigo el camisón. No uno cualquiera sino aquel que, para diferenciarlo de los demás, se llama "camisón de la noche", de la noche de bodas. Obra de arte en crépe de China, espuma blanca, leve, revoloteante, transparente, borde de puntillas, el ruedo apenas debajo de las rodillas, abierto a ambos lados, el de Adalgisa había venido de la Boutique Laura Alves, de Ipanema, Río de Janeiro. Con las disculpas de doña Gloria Machado, imposibilitada de asistir al casamiento por encontrarse de excursión en Tailandia en compañía del marido, el big boss.
Danilo se arrancó los zapatos de charol, suspiró aliviado, se masajeó los pies doloridos. Se sacó la ropa, prenda a prenda, se extendió desnudo en la cama a la espera de que la esposa saliera del baño y finalmente él la volteara. La cabeza descansada sobre la almohada, la naturaleza a media asta, cerró los ojos para ver mejor la cajeta donde, embutido, el virgo se escondía, cosa linda. Se adormeció.
LA ELABORADA. Se engañó por entero, cayó de la rama, aterrizó en el ridículo quien se apresuró a reír a costa de Danilo, haciéndolo blanco de bromas de mal gusto por creerlo dormido a pierna suelta hasta la mañana siguiente, perdiendo la hora y la ocasión. Por cierto, debió usarse el verbo dormitar, en lugar de adormecer como está escrito dando lugar a conclusiones apresuradas y equívocas.
Danilo dormitó sin dormir del todo, el pensamiento puesto en aquello que se sabe. Sin embargo, de vez en cuando abría los ojos, constataba que la puerta del baño todavía estaba cerrada, volvía a bajar las pestañas. Las bajó varias veces pues Adalgisa demoró una buena media hora haciéndose la belleza y cuando retornó al cuarto —cuando entró en la cancha, como escribían los cronistas de fútbol refiriéndose a la entrada triunfal del Príncipe en el terreno de la pelea— estaba simplemente deslumbrante, princesa de cuento de hadas o de Principado de Monaco, la comparación queda a elección de cada uno. Acicalada de cabo a rabo. Se había deshecho de la pintura usada para la ceremonia, tomado una ducha para librarse del sudor, refrescado el rostro con agua de lavanda, perfumado el cuerpo con agua de Colonia —la origínale eau de Cologne, de Koln am Rhein, había recibido un frasco de regalo, fineza de una refinada, doña Eva Adler, consulesa de Austria y cuenta de doña Esperanza—, soltado los rulos del cabello en torno del cuello al modo de ciertas imágenes medievales, se había quitado el corpiño, la faja de goma liberando senos y nalgas, lavado las partes, inclusive el tajo y la escarapela, con desodorante específico para "higiene íntima" que Dolores le había aconsejado: para bañar la chucha, querida, no hay igual, la puerquita queda divina: limpia, perfumada, resbaladiza, ¡enloquecedora! Lujos de Dolores, su hermana, que desde chica se daba a esos descaros.
Acicalarse es lo contrario, lo opuesto de lo que arriba se relata, ¡santa ignorancia! Acicalarse es efectuar elaborado maquillaje —sombra violeta en los párpados, rimel en las pestañas, lápiz en las cejas, lápiz púrpura en los labios, rubor en las mejillas, ¡máscara redomada!—, es exhibir peinado insólito, inventado y esculpido por perito del porte del gran Severiano o por otro coiffeur des dames de igual melindre, es perfumarse con ciencia y arte, usando fragancia francesa, cara y excitante, sexy: una gota exhalando lascivia en el plumaje de los pendejos. ¡Santa ignorancia! Acéptese la censura, la reprensión de quien sabe, practíquese la autocrítica, formúlese respetuoso pedido de disculpas. Pero, así o asá, sea como fuere, acicalada o simplemente aseada, libre de artificios, Adalgisa quedó todavía más linda, más apetecible. Ninguna princesa, de cuento de hadas o de Principado de Monaco, le llegaba a los pies.
Había hesitado al ponerse la camisola corta, fluctuante y transparente, abierta a los lados hasta la mitad de los muslos, prenda de doña Gloria: temía parecer provocativa, ofrecida, descarada. No tuvo más remedio: la otra, cosida por doña Esperanza, la había guardado en la cómoda: de satén, rica, con entremedios de bordado inglés, compuesta, cerrada en el cuello, faja ancha en la cintura, larga hasta los pies, acompañada de robe y calzón de la misma tela, accesorios decorosos. La de doña Gloria era pieza única, sin bombacha, y mucho menos calzón y robe.
Cuando Adalgisa recibió, de las manos de la madrina, las tres prendas envueltas en papel de regalo, con el consentimiento de la regalante deshizo el paquete y se puso el camisón por encima de la combinación para ver cómo le caía en el cuerpo: ¡perfecto! Levantó el calzón para medirlo con los ojos, no necesitaba probárselo, perfecto también: la perfección de doña Esperanza en la máquina de coser. Interrumpiendo elogios y agradecimientos de la ahijada, doña Esperanza pronunció una sentencia cuyo sentido cabal escapaba a Adalgisa: el acento castellano se tornaba aun más cerrado cuando entre dientes se refería a determinados temas. Por supuesto, habría dicho que el camisón era la última trinchera que cubría el bastión de la virginidad cuya conquista, la noche de bodas, debería darse como consecuencia de maniobras y ardides que hicieran de la rendición de la plaza victoria y no derrota. Lenguaje sibilino de viuda pudenda, Dada se quedó sin saber de qué astucias y trampas se trataba, dónde y de quién la derrota y la victoria. En eso había pensado al ponerse la aireada camisola, obsequio de la ricachona carioca.
El movimiento del picaporte al abrirse la puerta despertó a Danilo: a la mortecina luz del lugar él la miró, visión irreal, paradisíaca. Pensó que todavía estaba dormido, abrió los ojos para sentirse despierto, se levantó con un rugido, saltó de la cama, la naturaleza en ristre: potente y agresiva, un ariete. Tan arrogante que el ángel de la guarda de Dada vaciló en las alas y, no cabiendo duda sobre lo que iba a pasar, se fugó para no volver más. Salió por la ventana por donde, errante, la brisa del mar entraba en el cuarto y levantaba el ruedo del camisón de Adalgisa.
LA BRISA. La brisa de la noche se divertía levantando el camisón de Adalgisa, alzándolo por encima de las rodillas, mostrando una pizca de muslo: en inesperado alboroto se irguió a la altura del surco del culo. Aun viendo mal bajo la claridad débil de la lámpara de querosene, Danilo sintió un golpe en el pecho y, sin temer las consecuencias, dejó escapar un grito de guerra, vibrante toque de clarín.
La desposada buscaba contener la brisa, controlar el camisón, ojos bajos, sonrisa miedosa sin saber cómo actuar, qué hacer. Jamás lo había visto así, completamente desnudo: en la playa lo admiraba con la malla de baño —slip, moda reciente y osada—, le había palpado la musculatura del pecho y los brazos, los diarios elogiaban la condición atlética del crack del Ipiranga y ella se enorgullecía. Pero he aquí que lo veía sin calzoncillos, sin slip, todo peludo, y aquella arma gatillada: ¡ayúdame, Nuestra Señora de la Purificación!
No quedaba bien llamar a la Virgen Purísima, la Inmaculada, en presencia de desnudez tan desvergonzada, pensó, todavía más confusa. ¿Qué había dicho doña Esperanza acerca del camisón de la noche de bodas? Del otro, no del trapo indecente que, en vez de cubrirla, la exhibía. La brisa le corría por las piernas, le subía entre los muslos, le soplaba los caracoles del pubis, tenue comezón. Estremecida, trataba de hallarlo desagradable, no lo conseguía.
Del otro lado de la trinchera, se aprestaba el conquistador a pasar de la palabra a la acción cuando tuvo que refrenar el ímpetu del ataque para contener el eructo, despacharlo con prudencia y discreción. Digestión difícil, una pelota en el estómago. Mierda.
No sería un ligero malestar lo que iría a disminuirle el entusiasmo, reducirle la intensidad del deseo, colocarlo en córner. Se arrojó, más que decidido e impetuoso: incontrolable como cuando partía en dirección al arco para marcar un gol.
Ahora o nunca. No esperaba encontrar dificultad, resistencia, oposición. El obstáculo... pero el obstáculo era la meta ansiada, lo que de mejor había, el trofeo por conquistar, el virgo de Adalgisa.
LOS CRÉDITOS DEL GARAÑÓN. Danilo poseía alguna experiencia, tenía en su crédito de machote dos virgos tomados en la gloria de los estadios. Retrato en los diarios, perfil latino de galán de cine, elogios a granel en los programas de radio, homéricas descripciones de goles, príncipe de acá, príncipe de allá, podría haberse pasado todas las vírgenes que deseara, de no ser por el recelo de verse envuelto en un escándalo, titular en las gacetas: ídolo del fútbol, amenazado de muerte, se casa apremiado por la ley. Buen tema para Armando Oliveira, cronista chistoso, con público cautivo de millares de lectores: no podría haber mejor asunto para bromear. Además, la posición ocupada por Danilo en el equipo, punta de lanza, se prestaba a juego de palabras, a doble sentido, a ocurrencia, auténtico regalo para Armando Oliveira. ¡Dios me defienda de entrar en un problema de esa especie! No corría riesgos: cuando la amenaza de cometer un desatino le parecía patente, rompía la relación, desaparecía, tomaba las de Villadiego.
Maduros, los virgos que había tomado: fáciles y tranquilos los dos. Inesperado el de Albertina, mayor de veintiún años, funcionaría pública, señora de sí, vergonzosa para dar. Por qué no lo había dado antes, nadie lo sabe. Pero, habiendo comenzado, prosiguió con ganas, conquistando récords. Cuando Danilo la llevó a la cama del burdel de Aurinha Culo de Griega, la pensaba agujereada hacía mucho; cuál no fue su sorpresa al comprobarla virgen, himenuda. Al sentir el inusitado obstáculo, levantó la faena santa, la puso en confesión:
—No me digas...
Albertina lo reconoció, entre presumida y molesta:
—Soy virgen sí. Tú eres el primero... Te lo juro.
Virgo maduro pero entero, como quedó comprobado por la sangre que coronó la calva del reverendo confesor. Tarde gloriosa, fecha marcante: la lluvia plena de verano lavaba las calles de la ciudad de Bahía mientras, en el abrigo del cuarto del burdel, Albertina Carvalhaes, hasta entonces simple oficiala administrativa ejerciendo en la Justicia del Trabajo, iniciaba su carrera de cogedora de las más competentes y éxito de que se tienen noticias. Bajo la égida del Príncipe Danilo, a quien, en la lasitud de la cama, ronroneaba, agradecida: ¡ay, mi Clark Gable!, eres demasiado bueno. Albertina Carvalhaes, feíta de cara, el cuerpo un monumento.
Un poco menos tranquilo y mucho menos entero el virgo de Benzinha. En la oportunidad no había de qué vanagloriarse: Benzinha se había ofrecido, se había entregado, abrió las piernas sin que se lo pidiera, en la Pedra do Sal, cerca de la casa de veraneo de Miss Switt, agregada cultural norteamericana, donde trabajaba de mucama. Romance perturbado pues la chiquita había noviado con Isaías Hormigón, veterano goleador en vías de sacarse los botines, pozo de celos, rudo atleta. Hormigón ejercía extrema vigilancia en torno de la novia de cuya fidelidad tenía sobradas razones de duda: Benzinha era una figurita popular en el tradicional Gafieira5 do Barao.
Hartos de encuentros apresurados, cansados de correrías y carencias, sabiendo a Isaías preso en la concentración del club en vísperas de un match importante, los clandestinos buscaron la soledad de la playa frente a la mansión de reposo del cardenal primado, rincón ideal para una buena sesión de apriete. Apriete tal que, desafiada, Benzinha perdió los estribos y se dio gratis. Se acostó en la arena, se levantó el vestido, no llevaba bombacha, abrió la chucha: tómala, Príncipe, no la quiero guardar para el cornudo de Isaías. Danilo se bajó los pantalones, le satisfizo la voluntad con placer pero, al recordar la proeza, la subestimaba.
Mucha cabeza de pájaro había andado ensanchando la vía de acceso y si ninguna había penetrado por ella, respetando parcos restos de virginidad, se debía al temor que Hormigón infundía: gigante y valentón, de manos enormes. A la distancia, monjas en retiro aprovechaban la media hora de recreo nocturno para jugar en la playa, mojarse los pies en las olas: al eco de sus risas inocentes Danilo desfloró lo que había sobrado del virgo de Benzinha.
Vivió semanas de aprensión, inquieto, receloso de que después del casamiento el cornudo de Isaías, reincidente agresor de jueces y adversarios, al encontrar el camino abierto, hiciera un escándalo, fuera a cobrar los centavitos de la novia.
¿Centavitos? Ni siquiera eso valía el virgo que había. Benzinha, Rita Benta de Lima, galante rostro trigueño, risa provocante, ancas de navegación.
PAUSA POÉTICA. Despachado el eructo, cerrado el paréntesis de los desfloramientos practicados casi a disgusto por nuestro héroe, se retoma el hilo de la historia en el preciso momento en que Danilo parte en dirección a Adalgisa y la toma en los brazos: momento crucial. Esta vez no se trataba de virgo maduro, sazonado en la práctica del libertinaje, reducido a la mitad en el contacto de dedos, lenguas, vergas. Jamás tocado por dedo vicioso, lengua diestra, poronga ni hablar, de Danilo o de otro cualquiera, habiendo sido él el primero y único novio de Dada.
Si fuera nuestro Príncipe lector de poesía, a ejemplo del cronista Lamenha, podría en la circunstancia, para darle un tono romántico, recitar el mágico verso de Lorca, repetido por estudiantes y subliteratos, "verde que te quiero verde", u otros menos desgastados, "en la concha de la cama/ desnuda de flor y brisa todos ellos propicios para la ceremonia. Pero, en amor a la verdad que estricta preside este relato, débese revelar la notable ignorancia del recién casado en materia de poesía, en particular de la poesía de la península ibérica: de la española nada sabía, de la portuguesa conocía a Camóens de oír hablar, de lectura no iba más allá de escasos sonetos de Bocage, picaros.
PRECIPITACIÓN Y OFF-SIDE. La tomó en los brazos levantándole, en el mismo gesto, el camisón hasta los hombros. Beso arrebatado, las manos sobre los senos, los cuerpos pegados, muslo contra muslo, vientre contra vientre: Su Alteza comprimía la encaracolada greña de la Princesa. Brusco movimiento, Danilo derribó a Dada sobre la cama, modeló las curvas de las nalgas, y, aferrando con fuerza, le abrió los muslos, buscando colocarse a punto para el asalto. No cabiendo en el vano conquistado, aumentó la presión de los dedos para obligarla a apartar aún más las piernas, dejando libre el camino del virgo que se le negaba.
Adalgisa gimió, Danilo ahogó la protesta machucándole los labios, devorándolos en un chupón de lengua y dientes, interminable. Sintiéndose asfixiar, ella se debatió, él la contuvo comprimida bajo el peso de su cuerpo, le aferró las muñecas contra el colchón. Para aferrarle las muñecas y mantenerle los brazos quietos, le soltó los muslos. Más que rápida, Dada cruzó una sobre otra, cubriendo, obstruyendo el gol, dejando al precipitado punta de lanza sin campo de juego. Diversas veces, Franca Teixeira, al micrófono, directo desde el estadio, había criticado la osadía del crack para alegría de los hinchas del equipo adversario: el Príncipe Danilo se anticipó sin esperar el pase, el juez hizo sonar el silbato anunciando impedimento, colocándolo en off-side.
LAS DUDAS. Así comenzó y prosiguió la noche atroz, combate masacrante, prepotencia y rechazo. Guerra declarada entre enemigos profundos y no, como debería haber sido, desvelo de amantes, tierno desvarío. Danilo tratando de mantenerla inmóvil, con las piernas abiertas, ella debatiéndose, resistiendo. Lucha ardua, mortificante, creciendo en violencia y en pavor, perdida la calma, agotada la sangre fría, el habla áspera sucediendo al galanteo, la orden a la súplica, el reproche al cariño, la fuerza a la seducción.
Revolviéndose, ojos lagrimeantes, corazón en agonía, Dada se preguntaba: ¿él me amará, o sólo desea usufructuar mi cuerpo? ¿Por qué me quiere tomar a la fuerza? ¿Por qué no tiene paciencia de esperar? Le dolían los labios, los de arriba y los de abajo, mordidos unos, molestados, estrujados, ultrajados los otros, en el constante estregamiento, en las incesantes tentativas de romperle la resistencia y el himen. Estaba cansada, deprimida, las fuerzas comenzaban a fallarle, era un montón de miedo.
¿Cómo podrá un ciudadano brasileño, casado ante el padre y el juez, en ceremonia simple pero decente, después de seis meses de romance y más de un año de noviazgo, transcurridos en el buen querer y la comprensión, cómo podrá él entender que en la noche de nupcias la esposa se niegue, se debata, tranque las piernas y se ponga a llorar? Durante las primeras salidas y el noviazgo, Danilo había aceptado, se conformó con las limitaciones impuestas por Dada, educada en los rígidos cánones de la Iglesia por la madrina beata y hasta se complacía con tales principios, pruebas de rectitud y honradez. Pero todo en el mundo tiene límites, eran esposos con papel firmado, las nociones de inmoralidad y de deshonra se tornaban descabelladas, intolerables. ¿Me habré engañado y ella no me ama, me enamoró y me aceptó como novio por la vanidad de mostrarse por las calles del brazo del crack de fútbol, el príncipe de las canchas, el ídolo de las multitudes?
Para completar el disgusto, aumentar la humillación, se encontraba pesado, la digestión por hacer, el estómago revuelto, la boca ácida, la barriga quemando, amenazas de eructo paralizándole las iniciativas, facilitando el empecinamiento de Adalgisa. Sudado, irritado, triste, viendo la hora de perder la cabeza y usar el brazo.
EL DOLOR SIN REMEDIO. Tarde a la noche, después de penosa charla, hubo un breve período de apaciguamiento: Adalgisa parecía resignada, consintió en sacarse el camisón, se dejó ver, solamente le pidió cautela y calma: despacio, por el amor de Dios. Por Dios él se lo juró.
Más fuerte aún que la resignada disposición de cumplir con valentía el deber de esposa fue el susto que le dio cuando sintió el pedazo desmedido que forzaba la entrada de tajo tan estrecho, tan pequeño, tan cerrado, jamás sería posible conseguirlo sin lisiarla para siempre. Cuanto más cerrada, pequeña, estrecha, para Danilo más mimosa y deseada: boca del mundo que sus ojos apenas entrevieron y la poronga embestía en busca de un pasaje para un universo de disfrute, océano de delicias. Entre deprimido y exaltado, en un impulso súbito Danilo intentó forzar la barrera. Adalgisa exclamó: ¡ay!
Estaba cansada, aterrada, las fuerzas comenzaban a fallarle. Fue tamaño, sin embargo, el sobresalto, tan fulgurante el dolor que la poseía, que consiguió soltarse, salir de abajo de Danilo y saltar fuera de la cama. El dolor que la había atravesado y en ella se incorporó no lo sintió en las partes vergonzosas, pues Danilo había errado el blanco, se había confundido de entrada. Fue aquel dolor de cabeza que la perseguía desde la adolescencia, repitiéndose insistente, en ciertas ocasiones insoportable. Le cocinaba las meninges, llama, lengua de fuego, devorándole los ojos, cegándola, amenazando enloquecerla. La maltrataba desde que, a los catorce años, tuvo las primeras reglas, jaquecas repetidas: ningún médico le había encontrado el remedio, de nada habían servido las medicinas de las comadres. Cuando te cases todo eso se te pasará, pronosticó el doctor Elsimar Coutinho, médico de la familia, recetando el matrimonio. Por lo visto, la receta no había surtido efecto.
En el ímpetu de la fuga, Dada entró en el baño, se encerró con llave; los sollozos altos, punzantes, resonaron en el cuarto. Danilo paró de aporrear la puerta y vociferar: ¡sal, sal, antes de que haga una locura! Dejó caer los brazos, se quedó parado, desnudo, patético, idiota. La poronga marchita, disminuida a una cosita sin gracia, fláccida y fea y, encima, rasguñada, dolorida.
LA PUERTA DEL BAÑO. A través de la puerta trancada del baño se dio la reconciliación, hicieron las paces, se juraron amor eterno. Al principio, en las voces entrecortadas, perduraban acentos de llanto y amargura, de desilusión y engaño, insatisfechos como estaban el uno con el otro. Pero enseguida prevalecieron escrúpulos de conmiseración y pena, disponiéndolos al perdón y a la esperanza. Cesados los golpes en la puerta, los sollozos, a cambio de agravios y desafueros, las palabras se ablandaron, las amenazas se disolvieron en quejas, las exigencias en súplicas.
—No aguanto más, estoy muerta de dolor de cabeza. Si me amas, déjalo para mañana.
—¿Que si te amo? ¿Todavía lo dudas? ¡Tonta!
—Entonces dame el gusto, bruto. Ten paciencia conmigo. —Repitió: —¡Bruto!
Suplicaba humilde, y Danilo sabía cómo le hacían doler los dolores de cabeza. Pero ella lo había tratado de bruto, reaccionó:
—Quien no me ama eres tú, solamente me estabas engañando...
—¡No digas tonterías!... ¿Entonces dime, por qué motivo me iba a casar contigo? Por favor...
—¿Y mañana? ¿Me dejarás? ¿No vas a hacer como hoy?
—Juro que mañana te dejo. ¡Te lo juro! —Más que cualquier afirmación, la voz dolorida lo convenció: —Ten un poco de consideración por mí, mi amor...
Mi amor entregó las armas:
—Está bien, Dada, queda para mañana. Puedes salir.
—¿No me vas a agarrar?
—Ya te dije que lo dejamos para mañana. Pero mañana sin falta, ¿eh?
Ella exigió una última garantía:
—¿Lo juras por el alma de tu madre?
—Por el alma de mi madre.
Aun así Adalgisa no salió enseguida y él se vio obligado a golpear de nuevo la puerta:
—¡Sal! ¡Sal ya mismo! ¡Vamos!
—¿Por qué tanto apuro?
—Porque necesito entrar, Dada. ¡Rápido!
El tiempo justo para agacharse sobre el inodoro, la bocanada incontenida ensuciándole el mentón. Se metió un dedo en la garganta, vomitó la moqueca y la mousse de chocolate, bolo ácido, asqueante, mandioca y vino. Adalgisa se metió en la cama, desapareció bajo la sábana, se envolvió en ella, se hizo la muerta. Danilo abrió la ventana, aspiró el aire con avidez, Alma en pena en la soledad de las nupcias.
LA NOCHE INOLVIDABLE. ¡Ay, ésa debería haber sido la mejor noche de su vida, noche celeste, sublime, gratificante, motivo de exaltación y de orgullo —superando la conquista del título de campeón bahiano de fútbol, campeonato que él había dado al Ipiranga, según opinión general de los entendidos— deleitoso recuerdo, noche inolvidable! ¡Ay!, fue la peor de todas, la más infeliz, quería borrarla de la memoria. Por nefasta y amarga, por desdichada y humillante: noche de ira y de violencia, de decepción y ridículo. ¡Inolvidable!
Reclinado en la ventana abierta sobre la playa, Danilo asistió a la transparencia de la aurora naciendo en las tinieblas del horizonte, y cuando, al final, volvió a acostarse, cerró los ojos ardidos y el sueño lo tomó hasta avanzada la mañana del domingo. Ya no estaba descompuesto, estaba desmoralizado, cubierto de vergüenza y desengaño. Por entero, de la cabeza a los pies. De la cabeza a los pies, por entero, enrollada en la sábana, en el extremo de la cama, Dada no dejaba aparecer la punta de una uña, un cabello, encogido paquete de pavor. ¿Conseguía adormecerse o hacía de cuenta para que él sintiera pena y la dejara en paz? Adalgisa tenía al menos el miedo que la alimentaba. Él estaba vacío, desolado. Vestido de payaso, vestido no: desnudo, en pelo, justo para la risa y la burla. Poco importaba la ausencia de testigos, las desgracias se adivinan.
LOS TORTOLITOS. Danilo abrió los ojos con la sensación de haberlos cerrado cinco o diez minutos antes, pues perduraban el sabor amargo en la boca y, en el pecho, la sensación de desaliento. Se sobresaltó: el cuarto inundado de sol, la cama vacía —¿dónde andaría Dada? Apurado, miró la hora en el reloj de pulsera encima de la mesita de noche: nueve y veinticinco, se encerró en el baño. Barriga aliviada, barba afeitada, mientras se ponía el pantalón espió por la ventana el movimiento de los bañistas en la playa. Una zambullida en el mar, Amena medida para recuperar el físico y la moral, pero ¿cómo imaginar a Adalgisa, después de lo que había ocurrido, con disposición para programas de playa y baño de mar? ¿Dónde se habría metido?
En la escalera, Marialva limpiaba el pasamanos. Le deseó buen día y en respuesta a la pregunta aprensiva informó que la noviecita estaba esperándolo allá abajo: la señora, enmendó sonriendo. Había bajado temprano, tomado café con leche, comido cuzcuz de maíz y pao-de-ló, después se había sentado en la galería. Un día lindo para bañarse en el mar, para echarse a sol y relajarse. Danilo bajó apresurado por los escalones, de dos en dos.
Ahí estaba ella, estirada en la reposera. Linda, mi Dios, ¡qué linda era! Los pies descalzos, las manos cruzadas, los muslos envueltos en un pareo floreado, el bulto de los senos bajo la malla, pañuelo de seda apresando los cabellos, anteojos de sol. Al verlo, se quitó los anteojos y sonrió: ojos magullados, labios entumecidos. Danilo se acercó con el corazón palpitante: la besó levemente en la boca, vio de reojo la marca de los dientes en el labio inferior. Le tocó la cara con dedos de delicadeza. Preguntó, dejándole a ella la decisión:
—¿Quieres ir a la playa? ¿O no?
Adalgisa balanceó la cabeza, de acuerdo. Estando Danilo inclinado sobre ella, lo atrajo hacia sí y le ofreció la boca para un nuevo beso; de hecho fue ella quien lo besó y lo hizo con fuerza y despacio. Como si lo hiciera a propósito, en una afirmación, sin importarle el estado de los labios doloridos, la hinchazón y la equimosis. Prueba de amor, Danilo se dio cuenta y no abusó a pesar del estremecimiento que lo recorrió cuando sintió que la punta de la lengua de Dada le tocaba los dientes. Tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—Vamos.
—Antes toma el desayuno.
De pie, junto a la mesa, tragó media taza de café, masticó un pedazo de pan, no probó cuzcuz, aunque era su golosina preferida. El porche daba sobre la playa extensa hasta perderse de vista, la arena blanca y limpia, repleta en el trecho frente al caserío: salieron tomados de la mano. Adalgisa parecía libre de preocupaciones, segura de sí y animada.
—¿Estás mejor del dolor de cabeza, Dada?
—Ya pasó, gracias a Dios.
Danilo no se admiró. Inesperado y terrible, así como venía se imponía, el dolor de cabeza desaparecía sin más, se iba de repente. Cruzaron entre miradas y sonrisas, en un rastro de cuchicheos, en busca de un lugar tranquilo donde extender la estera: corriendo, Marialva los había alcanzado con las toallas y la estera de paja. A pesar de que había dejado de jugar hacía más de un año, la notoriedad de Danilo despertaba la curiosidad de los bañistas, que no dejaban empero de reparar en la opulencia de las formas de Adalgisa y en la malla fuera de moda. Lamentando que se cubriera tanto quien tantos tesoros tenía para ostentar.
Anduvieron un buen trecho hasta donde encontraron menos turistas. Extendieron la estera sobre la arena, distante de la agitación y el bullicio, de la curiosidad y las atenciones. Se demoraron al sol antes de enfrentar las olas; Danilo, buen nadador, cruzó en dirección a las lanchas y los barcos anclados a lo lejos, Dada se contentó con algunas brazadas.
Mañana tranquila de romance, de conversación amable y agrados contenidos. Cambiaron besos: tengo labios de negra, dijo ella, pero no lo dijo quejándose, hasta sonreía. Miró alrededor, bajó el escote de la malla para mostrar la mancha morada en el pecho, resultado de un chupón. Mira lo que me hiciste, bruto: la voz era mimosa.
Entonces, en el gozo de aquella mañana de sol y ternura, Adalgisa, afligida, se refirió al pasar a los sucesos y a los in sucesos de la noche anterior: pidió disculpas y paciencia. Danilo no se quedó atrás: confesó haberse mostrado demasiado ansioso, había sido grosero, que lo perdonara. ¿Perdonar? Quien debía pedir perdón era ella, pues se había mostrado cobarde y necia, incapaz de asumir como es debido la condición de casada para la cual, por otro lado, la madrina la había preparado. Pero, si él entendía y confiaba en ella, habría de resultar una buena esposa y el hogar que iban a construir, bajo la bendición de Dios, sería un hogar feliz, estaba segura. Así será, aseguró Danilo. Ella ronroneó, deshecha en mimos:
—¿Juras que me amas?
Danilo no llegó a jurar debido a la interferencia de una simpática pareja que fue a presentarse. Laura y Darío Queiroz vivían en Valenca pero tenían casa en el Morro, donde pasaban la mayor parte del año. Fanático del fútbol, Darío, a pensar de ser hincha del Victoria, sabía todo sobre la carrera del ex príncipe de las canchas, sacó conversación: ¿por qué colgaste los botines cuando todavía tenías fútbol para varios años? Quiso volver a recordar los desafíos clásicos y golazos, pero Laura no lo permitió:
—Vamos, los tortolitos quieren quedarse a solas.
EL DOLOR DE CABEZA. No se admiró Danilo y nadie debe admirarse, imaginando artimaña de Adalgisa para huir al hierro candente: inesperado y terrible como venía y se imponía, el dolor de cabeza desaparecía sin más, se iba de repente. Vale la pena repetirlo para que no se mantenga la sospecha de ardid.
Al encontrarla postrada por la crisis de jaqueca —acontecía con frecuencia—, Danilo siempre conjeturaba si no Nendría razón doña Teodolina cuando garantizaba que se trataba de arrimo: eso es algún espíritu atrasado que se arrimó la pobrecita. Siendo de origen sobrenatural, el achaque era de cura fácil: en pocas sesiones en la Tienda de las Aguas de Jordáo, con oraciones, consultas al más allá y la formación de corrientes de pensamiento positivo, la hermana Fátima, aquella santa, después de iluminarlo, despacharía al perturbado hacia los círculos espaciales de donde había venido.
Doña Esperanza oía en silencio la lata de doña Teodolina en deferencia a la dienta adinerada pero renegaba del consejo y de la santa. Llevar a la ahijada a una sesión espiritista, recorrer las médiums, además de ser pecado mortal le parecía prueba de ignorancia y atraso. Condenaba con vehemencia tales supercherías y creencias: peor que sesión espiritista y médium, solamente baticum de candomblé y madre de santo.
Sin referirse de forma expresa al casamiento, compartía la opinión del doctor Elsimar Coutinho: un día todo eso se le pasará.
LA ESPERA. Danilo le pidió a Marialva que a la noche sirviera apenas una comida liviana y frugal. Había sido harto abundante el almuerzo de langosta fresca, pescado a la marinera y camarón frito, sin hablar del aperitivo de patas de cangrejo, todo regado con cerveza y guaraná. Llegados de la playa, llenos de hambre, los recién casados hicieron las honras merecidas a la refección. Danilo ensayó una invitación al cuarto pero Adalgisa se tendió en el sofá y en el mismo instante se zambulló en el sueño, durmió la tarde entera.
Marialva había prometido:
—No se preocupe, haré algo rapidito, comida leve. —No variaba la sonrisa atenta en la afabilidad del rostro.
Marialva tenía nociones muy particulares sobre lo que era una comida frugal: un simple café con leche, había dicho. Para acompañar el simple café con leche cocinó aipim, inhame, choclos e hizo un cuzcuz de tapioca con leche de coco, ése que no va al fuego. Antes, empero, sirvió un pollito asado con arroz blanco: todo liviano, no se puede negar. Nerviosa, Dada apenas pellizcó. Los recuerdos de la víspera contuvieron la gula de Danilo.
La inquietud de Adalgisa iba in crescendo, desde que despertó al fin de la tarde, al ponerse el sol. Se restregó los ojos, vio a Danilo frente a ella —al acecho, pensó con un escalofrío. Transcurrió entonces un tiempo de gato y ratón, largo de silencios, pesado de intenciones, parco de palabras. Dejando el sofá, aún en la morriña de la playa y la siesta, Dada se dirigió a la escalera, él amenazó acompañarla.
—Vuelvo enseguida —atajó ella rogando que la esperase.
Demoró bastante pero bajó nueva, con un vestido simple, de entrecasa. La ducha la había librado de la lasitud pero no del nerviosismo. La noche había caído sobre la colina, del muelle, la barca partía hacia el continente con exceso de pasajeros. Marialva preguntó si podía servir la comida.
—Sí, puede —respondió Danilo sin lograr esconder la agitación: cucaracha tonta incapaz de calentar una silla.
Si dependiera de su voluntad habrían subido al cuarto tan pronto cruzaron los tenedores y dejaron la mesa. Pero Adalgisa propuso dar una vuelta frente al caserío: para ayudar a hacer la digestión. ¿Qué digestión, si no habían comido casi nada? Pero como la invitación había sido hecha delante de la doméstica, Danilo contuvo la impaciencia, no discutió, le dio el brazo, cruzaron el porche.
—Voy a abrir la cama... —La voz cándida de Marialva deseando las buenas noches, renovando las sospechas de Danilo. —Cuando entren, basta con pasar la traba de la puerta, aquí no hay ladrones.
En la calle el movimiento era poco, raros paseantes, algunas parejas bajando la comida, saludaban, reconocían y seguían a los tortolitos con ojos de curiosidad y benevolencia. El viento llevaba remolinos de arena, de diversas casas llegaban sones de música: bailecitos y mesas de canasta y póquer, había explicado la doméstica informando sobre los usos y costumbres de los veraneantes. Bajo las estrellas, a alta velocidad, las lanchas potentes de los ricachones surcaban el mar de whisky y regalías.
Silencio cortado apenas por algún saludo amable o por el ruido de los motores de las lanchas al pasar. ¡Esta gente sabe gozar de la vida!, envidiaba Danilo tratando de sacar conversación: Adalgisa no respondía, tensa, los dientes apretados. Anduvieron hasta donde comenzaba la subida hacia el muelle, volvieron al mismo paso, que él trataba de acelerar y ella mantenía despacioso. Al regreso, al llegar delante de la casa del doctor Fernando Almeida, —en la sala la lámpara encendida, dejada por Marialva—, Danilo se detuvo y dijo:
—Vamos. —No pedía asentimiento, reclamaba.
Adalgisa bajó los ojos hacia el suelo, la madrina le había recomendado sumisión y coraje en el trance crucial, balbuceó:
—Vamos...
De las sombras surgió el hincha Darío Queiroz dispuesto a comentar los goles de Pelé. Aprovechando el desconcierto de Danilo, que se disculpaba —lo dejamos para mañana, mañana sin falta—, Dada se escabulló al cuarto. Cuando él llegó, jadeante, ella acababa de meterse en la cama, debajo de las sábanas. Se había puesto el camisón cosido por la madrina, el del sacrificio.
¡FINALMENTE, UFF! Danilo apagó el pabilo de la lámpara de querosén, la oscuridad se sumó al silencio, bajo la sábana Adalgisa apretó los ojos. En el sueño, durante la siesta de la tarde, el ángel de la guarda la había cubierto con las alas, protegiéndola. El ángel de la guarda, mirándolo bien, era Danilo —el marido es el guardián del hogar, el defensor de la esposa: qué confusión, Dios mío.
En el cuarto, ni pensar podía, avasallada por el miedo: el ángel flameante, inflamado demonio, arrancó la sábana y la arrojó lejos, comenzó a levantar el camisón cuerpo arriba. El tinoso exigía que ella levantara la cola para dar paso al camisón —ordenaba con determinación, no cabía discutir.
Dada levantó no solamente la cola sino también los brazos y la cabeza: había bastado vacilar un poquito para que la determinación se mudara en rispidez. Dispuesta a seguir los consejos de la madrina, obedeció: el camisón siguió los pasos de la sábana. Igual que lo que aconteciera la noche anterior, estaba desnuda y había llegado la hora: apretó los dientes.
Danilo le separó las piernas, le abrió los muslos, se estiró sobre ella, le besó la boca con ardor pero sin furia en deferencia al labio inflamado. Ilusionada por aquella prueba de consideración, Adalgisa le dejó los movimientos libres, él se aprovechó para situar con comodidad la punta de la lanza: flameante, ostentosa, fulgurante, apetitosa, magnífica, queda la elección del adjetivo a cargo de las señoras, sólo quien se sirve y se sacia puede calificar y celebrar. En ristre, la punta de la lanza en los labios virginales del tajo: Danilo empujó con fuerza y decisión.
También Adalgisa se había dado cuenta del aguijón candente que la lastimaba, pronto para el asalto, y esperaba, los nervios tensos, el corazón en suspenso, dispuesta a soportarlo todo, como venía haciendo hasta allí, con resignación y estoicismo, sin un solo gemido, sin ninguna protesta. Pero cuando él empujó y el dolor se hizo temible, ella olvidó la decisión tomada, gritó y se revolcó. Le arañó la espalda, intentó morderlo.
Al contrario de lo que había sucedido la noche anterior, no logró soltarse, él la mantuvo agarrada y abierta, y de nuevo arremetió, violento, incontrolable. Ella dijo, entre gritos y sollozos: ¡ay, para, por el amor de Dios, para, no aguanto, me voy a morir me voy a morir! El dio una embestida más, definitiva y atroz, y penetró cajeta adentro.
Si hubo algún baboso que, oyéndola gritar ¡ay me voy a morir!, pensó que Adalgisa se deshacía de gozo, se rompió la cara: rasgada, dilacerada, Adalgisa sólo sentía dolor, dolor y nada más. Gemía sin parar, mientras Danilo se enseñoreaba en la plaza conquistada, tomaba posesión, se instalaba, moviéndose impetuoso y acelerado. También él gemía, se le escapaban ayes: los de él, ésos sí, de puro gozo. A los suspiros de placer se mezclaban aullidos de triunfo. También él dijo me voy a morir, cuando se derramó dentro de ella y, agotado, se desplomó encima de Dada y la besó. Levantó la cabeza para anunciar: ¡mi mujer! A ella y al mundo.
Retiró al guerrero del reducto conquistado, de la plaza al fin rendida, Adalgisa gimió fuerte, un bramido. Danilo se limpió en la sábana: si la doméstica, la amanerada Marialva, durante el arreglo del cuarto se había admirado de encontrar las cobijas inmaculadas, sin vestigio de desfloramiento, a la mañana siguiente ya no tendría motivo de sospecha y duda, la prueba de sangre estaba hecha. Sagrada y sacramentada: sanare en profusión. Finalmente, ¡uff! Ya era hora, qué virgo más dificultoso.
POSDATA. Para el buen entendimiento del relato, en lo que se refiere a lo ocurrido y sus consecuencias, sobre las cuales se hablará más adelante, se hace útil mencionar dos detalles por más irrelevantes que puedan parecer.
Cuéntese primero, con brevedad y sin comentarios, que Danilo, no dándose por satisfecho con la metida difícil —para Adalgisa, dilacerante—, volvió a la carga sin atender a los ruegos de la violada, la penetró y se deleitó en posesión lenta y prolongada, y aun hubo una tercera vez. Tajo estrecho, apretado, dádiva de Dios.
Paró en la tercera, no porque estuviera saciado o le faltase calentura: que nadie haga tal injuria, sino para permitir que Adalgisa descansara. No había apuro, les quedaba una semana de luna de miel para disfrutar en el Morro de San Pablo: playa y cama.
Cuéntese también que Dada, tirada entre las sábanas, sin fuerzas, incapaz de resistencia, continuaba gimiendo pero a los gemidos se mezclaba una imperceptible cantilena. Danilo aproximó el oído: ojos cerrados, manos cruzadas, Adalgisa movía los labios, él adivinó una oración: Dada rezaba. Danilo sonrió al verla agradecer al Señor el haberse tornado mujer completa y acabada, esposa y amante. Oración de gracias, no podía ser otra cosa.
También podía ser que ofreciese a Dios Todopoderoso el sacrificio en pago de los pecados, los pecados de la carne cometidos durante los meses de noviazgo, prometiendo no volver a caer en tentación. Por las dudas, aquí queda como posdata.
ALTAR Y LECHO DE ADALGISA. Diecinueve años habían transcurrido, como se escribe en los mejores folletines, desde la luna de miel, los inolvidables días del Morro de San Pablo, y la situación es la que se sabe: Danilo regalándose en los burdeles para compensar la carencia en que vivía, para engañar la calentura, rechazada y reprimida por la esposa. Diecinueve años después de los acontecimientos inolvidables, repítase el adjetivo, tanto para ella cuanto para él, el ex príncipe de las canchas continuaba padeciendo lecho exiguo: plazos dilatados, escasa variedad. Circunscripto a la pernada escasa y módica, promedio de una por semana, al clásico papá y mamá blanco de crítica y bromas por parte de la sabihonda Marilú, hoy la muy digna señora Liberato Covas Albufeira, pozo de virtudes, patrona de obras pías. Así llega la oportunidad de buscar los datos con qué establecer la moraleja de la historia, remate de cualquier historia que se precie.
Al desembarcar de la lancha para ocupar el cuarto nupcial en casa del doctor Almeida, el Príncipe había desdeñado los aperitivos para arrojarse con exclusividad sobre el plato fuerte y lo comió sangriento, con avidez de hambreado y bastedad de salvaje. Diecinueve años después, aún no se había dado cuenta del error cometido, no lo reconocía, no había establecido la relación entre el culo y los calzones.
Los aperitivos, las entradas, los postres, sabores raros, gratos al paladar, sabrosuras de la lengua, azúcar, jengibre y pimienta, los manjares de la cama, no habiéndolos degustado en la luna de miel, tampoco los obtuvo en el lecho de casado. Por más que tratara de convencerla con cantatas y astucias, palabras seductoras o imprecaciones de rabia, nunca consiguió que Dada aceptara participar en el banquete o el festín, se sirviera caviar ofromage camembert bienfait —merci, estimado profesor Joáo Batista—. Estricta, ella no servía, ni consumía, nada más allá de lo magro y trivial ya sin la sauce au poivre — una vez más merci, maestro Batista — del virgo que atiza el apetito. Porfía difícil, sobre todo en los primeros meses.
El clima inicial, amoroso, de la luna de miel se deterioró enseguida en un barullo de reproches, recriminaciones, quejas, censuras y, en consecuencia, en la repetición de jaquecas: la celebrada armonía de los novios se fue al diablo y con ella casi se va el casamiento. Aún en el Morro de San Pablo, en día más adverso, Adalgisa amenazó, a los sollozos:
—Yo no te gusto de veras, me parece que lo mejor es que me vaya. Vuelvo a la casa de mi padre. Sola.
Danilo se sintió culpable, se deshizo en disculpas, en juramentos de amor. ¿Cuantas veces, en la playa o en la cama, hicieron las paces y se besaron en el auge de la pasión? En el auge de la pasión, en el calor del beso, confundiendo mansedumbre con docilidad, él volvía a pedir, ella volvía a negar:
—Si me quieres, sácate esas cosas de la cabeza, eso no es amor.
Habiendo comenzado en el Morro, el desacuerdo se acentuó al regreso a la ciudad y poco faltó para que sucediera lo irremediable. Juramentos y conjuros, dolores de cabeza, dolores de codo, Adalgisa terminó ganando, ya en Bahía, a pesar de que Danilo se negaba a aceptar la derrota definitiva. Consiguió mantenerlo en los límites de lo permitido por la madrina y por el padre confesor, sin darle el menor margen para cualquier abuso. La madrina la había alertado sobre el peligro del primer paso en la ladera resbaladiza de las indecencias: el primer paso es fatal, hijita. El padre José Antonio, en el confesionario, trataba de mantenerla alerta: nada más allá de lo necesario para la reproducción de la especie humana. La voz del padre José Antonio, de costumbre discursiva, poderosa, se apocaba, baja, ronca, trémula, al aflorar el tema espinoso: por pudor, seguro.
LA MUÑECA. Correcta, Adalgisa no se había negado a cumplir el deber de esposa. Durante la luna de miel, cada noche, sin excepción, y en tardes extras para evitar la discordia y la pelea, como Danilo reclamaba como loco, se había entregado y lo había recibido. Poco a poco se tornó más fácil, menos incómodo cada vez, ya no era el sufrimiento extremo del estupro, pero sólo dejó de lastimar pasado un mes.
Danilo no se contentaba con un orgasmo, siempre hacía bis y a veces lo repetía: Adalgisa ponía el pensamiento en otra cosa. La palabra orgasmo y su significado, Dada la había oído y aprendido de la boca de Marilú, ¿de quién otra podía ser? Pero la condiscípula, sexóloga incipiente, no le había dicho que las mujeres también son capaces de orgasmo y gozo.
Al deber de esposa, se sometía no con agrado, al menos sin resistencia y hasta con un aliento de esperanza. No de llegar a disfrutar con la penetración y el vaivén pues ni siquiera sabía que la mujer pudiera encontrar placer en la relación sexual, sino en la esperanza y la voluntad de quedar embarazada. Enseguida, de ser posible. En ocasión del desembarco, la fulana había sido agorera: luna de miel en casa del doctor Almeida, niño nueve meses después, contados día a día.
El sueño mayor de su vida era tener un hijo, de preferencia nena, para eso se había casado. Mientras la adelantada Marilú participaba en programas, frecuentaba garconniéres, Adalgisa, boba, jugaba con muñecas. Enormes, espectaculares muñecas españolas que caminaban y hablaban, traídas de los Viajes, en tiempos de bonanza, por Paco Pérez, padre atento. Era en la hija, rubia, color de rosa, linda, igual a la muñeca favorita, que Dada, la dolorida, la masacrada, ponía el pensamiento cuando, para concebirla, se sometía mientras Danilo se extenuaba en la cópula. Cópula, palabra fea. Cogida, diría Marilú, como ya se oyó. Marilú no tenía pelos en la lengua, sino destreza.
Anticipadas, las reglas llegaron en la última noche de la luna de miel, decepcionando a Adalgisa. La fulana había errado en la previsión: descarada y mentirosa.
LA FANÁTICA. Adalgisa sabía, de un saber sin duda que, para quedar preñada, embarazada, no necesitaba de otra providencia de cama además de aquella a cuya observancia diaria se había abandonado, sirviendo todo el resto apenas a la satisfacción diabólica de la carne. Durante el noviazgo y aun en te travesía de Valenca al Morro de San Pablo, había estado a punto de sucumbir a la tentación, incurrir en error, dejarse corromper. Salvó los pecados con el sacrificio — ¡horripilante! — de su cuerpo en la noche de nupcias: en la segunda, pues la masacre duró dos noches, ¿cómo había podido soportarlo? El Señor que la amparaba, dándole fuerza y valor para cumplir la obligación de casada, la asistiría, le daría fuerza y valor para cumplir las obligaciones de católica practicante, temerosa de Dios.
Durante la luna de miel, Danilo tuvo que contentarse con el plato fuerte: fuera de él, abstinencia total. Así continuó al regresar ambos a la capital, y luego fue peor. Mientras tuvo esperanzas de quedar embarazada, Adalgisa se dio sin hacerse rogar, pero cuando el doctor Elsimar Coutinho, basado en los exámenes de laboratorio realizados por el doctor Brenha Chaves, diagnosticó la esterilidad de Danilo —resultante por cierto de la actividad en los campos de fútbol, trompada en las guindas, explicaba el ex crack; congénito, sin cura, conforme confió el doctor Eisimar a la esposa en llanto—, Dada redujo la asiduidad de las modestas relaciones sexuales: además de modestas, se tornaron escasas.
A situaciones así infaustas, menos raras de lo que en general se piensa, conduce el fanatismo religioso: no sólo el religioso, también el político, los dogmas de cualquier secta, sin excepción alguna. Limitan, deforman, envilecen, castran. ¿Es esta la moraleja de la historia? En parte sí, pero falta completarla. Un poco de paciencia, por favor, ya llegaremos juntos al fin de estas enfadosas consideraciones.
EL MACHOTE. Sin querer disminuir la influencia ejercida por los dogmas ultramontanos en la vida del matrimonio, no cuesta preguntar, en el afán de establecer con perfecta corrección la moraleja de la historia, si Danilo, machote brasileño, no tendría culpa él también.
Dados los antecedentes del noviazgo, Adalgisa no imaginó que la luna de miel fuera a transformarse en decepción y desencanto, conflicto que en Bahía se prolongó en un período crítico de lágrimas, irascibilidad, reproches, amenazas: amenazando inclusive acabar el casamiento. Convencida de que el marido no la amaba, después de escena penosa, la cabeza estallando, el dedo en ristre, ella habló en serio, dispuesta a poner fin de una vez por todas a la situación insostenible:
—¿Qué es lo que estás pensando? ¿Cómo te atreves a proponerme esas porquerías? ¿Piensas que soy una mujer de la vida, una prostituta? Las que se prestan a esas suciedades son las locas de los burdeles. Una mujer que se precia no se rebaja a eso. Entre nosotros se terminó todo. No aguanto más, toma tus cosas, vete. —Vivían en el departamento de Graca, en compañía de Paco.
Sin saber, Adalgisa acababa de salvar el casamiento. Danilo se quedó pensativo, entontecido, la mirada perdida:
—Y yo que nunca había pensado en eso...
No se separaron, Danilo prometió comportarse bien, lo hacía siempre, con vehemencia y juramentos, no le costaba prometer. Volvieron a las buenas relaciones en el cine, yendo a ver una de esas películas lacrimógenas, las preferidas de Adalgisa.
Si bien las limitaciones fueron impuestas por las leyes del catecismo, la frigidez en que Dada se encerró, según todo indica, provino de la manera como se dio la posesión: la violencia, la carnicería del desfloramiento. Carnicería, expresión pesada, fue tomado del notable ensayo de la doctora Graciela de la Concha Carril, psicoanalista argentina a cuyas luces se recurre —es siempre aconsejable buscar apoyo en quien posee autoridad y competencia. "La precipitación —escribe la aplaudida psicóloga—, la ignorancia, la imposición, el mandonismo del macho y señor, impaciente por tomar posesión del himen comprado con el matrimonio, son responsables de la cohorte de mujeres que, en la cama de casadas, atraviesan la vida sin conocer, sin saborear los placeres del sexo" (doctora Graciela de la Concha Carril: La mujer frígida, crimen machista, traducción de Fanny Rechulski, Diaulas Riedel, editor, San Pablo)
Cabe sobrada razón a la científica: inmensa es la legión de brasileñas para quienes los embates de la cama no pasan de monótonas obligaciones de esposa. Jamás alcanzaron el orgasmo, jamás gozaron. Terminan secas, apáticas, tristes, afligidas, malas. Objetos de placer, víctimas de los dogmas puritanos y de la violencia machista. Infelices.
Alarmada, Adalgisa se refería a la tentación, en la barca, durante la travesía —¿recuerdan?—, estuvo a punto de perderse. Si Danilo hubiera persistido en la conquista mansa y apacible, habría, quién sabe, derribado la muralla del puritanismo: ha ocurrido.
Reflexionada en las dos caras de la trágica realidad, la moraleja de la historia puede resultar de utilidad a pesar de que en los días de hoy, con la píldora anticonceptiva y la revolución de los hippies, ya no sobran vírgenes para las noches oficiales de bodas. Cuando los novios derriban puerta abierta, comen comida recalentada. De cualquier forma, aquí queda la lección, vale aprenderla: un virgo debe ser tomado sin precipitación, con garbo, cariño y cortesía. Así se da por finalizado este capítulo de la trama, capítulo del himeneo que se deseó alegre y placentero, repleto de caricias y ayes de amor: resultó en lo que se vio.
EXPLICACIÓN OBVIA. ¿Quedó alguna cosa por explicar? ¿Cuál? ¿De qué manera Adalgisa salvó el casamiento cuando comenzó a romperlo para siempre? Pero la explicación es obvia, está a la vista, es demasiado simple, ¿cómo es posible que alguien no la percibiera?
En la indignación de su discurso, Adalgisa dijo, palabra por palabra: "Las que se prestan a esas suciedades son las locas de los burdeles." ¿Es así? ¿Y entonces? Sin saber y sin querer, ella indicó a Danilo el puerto seguro donde anclar el barco del matrimonio presto a zozobrar.
Al día siguiente, a la tarde, después de cuatro meses de ausencia, el Príncipe de grato recuerdo volvió al burdel de Fadinha, en la Ladera de San Francisco: en el ocio de los juegos, por las ventanas entreabiertas del edificio de dos plantas, las parejas podían ver a las beatas y los turistas entrando en la iglesia de San Francisco, toda de oro.
—El que está vivo siempre aparece... —exclamó Astrund cayéndole en los brazos.
NOTA BENE. Hubo paréntesis y post scriptum, hacía falta la nota bene y llega a propósito para impedir celos y protestas, aflicciones. Al sabor de las exigencias del argumento, fueron citados algunos regalos recibidos por los novios y los nombres de los amigos que los enviaron. Los matrimonios Fernández, Cotrim, Machado —el indiscreto, y por qué no decir excitante camisón de nupcias, elección y atención de doña Gloria—, la consulesa Adler, el comerciante Artur Sarñpaio.
Los presentes, sin embargo, no se redujeron a esos pocos, otros hubo y de alta jerarquía. Por el costo elevado, vale mencionar el de los matrimonios Lucía y Paulo Peltier de Queiroz, Ana y Angelo Calmon de Sá, Regina y Newton Rique y, por lo pintoresco, agregar el berimbau ofrecido por él maestro Pastinha, con quien Danilo anduvo tomando lecciones de capoeira.
Enumeración extensa, se torna imposible nombrar a todos pero a cada uno Adalgisa envió una graciosa tarjeta —en lo alto dos corazones atravesados por una flecha tirada por Cupido — agradeciendo los regalos y ofreciendo la residencia. La dirección era la misma de Paco Pérez, la joven pareja no tenía dinero para alquilar. Humilde empleado en la escribanía, Danilo ganaba una miseria. Menos mal que Dada había aprendido con la madrina la profesión de sombrerera.