LOS LLAMADOS TELEFÓNICOS
LA SENSACIONAL EXCLUSIVA PERIODÍSTICA O LA GLORIA Y LA MIERDA. Aunque velara la alta madrugada, echado sobre libros en vigilias de estudio o en el rumor de la noche de amigos, don Maximiliano von Gruden se levantaba tempranito, al canto de los gallos en la avenida proletaria, vecina al monasterio.
Lavándose los dientes junto a la ventana, el director del Museo de Arte Sacra se detenía en el movimiento matinal de la población del caserío: hombres saliendo para los lugares de trabajo, soñolientos y apresurados, mujeres iniciando, ya cansadas, el trajín doméstico. Vida de fatiga y menoscabo, mediocre, tan ajena a la suya, don Maximiliano no llegaba a entenderla, a sentirse solidario con las dificultades de aquella gente insignificante. No los despreciaba por ser pobres, no tenía la riqueza en tamaña cuenta, sino por ser ordinarios, por estar sujetos a aflicciones y opresiones en nada semejantes a los desasosiegos y cuidados intelectuales del museólogo. Pero la mañana del jueves, doce horas después de la noticia de la desaparición de la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, habiendo atravesado la noche insomne, se pensó igual a ellos o aún más desdichado, sin puerta de salida. O, si alguna había, era la puerta estrecha de la dimisión y el ostracismo.
Antes de ir a los deberes religiosos inherentes a la condición de sacerdote, cada mañana don Maximiliano leía los diarios colocados en la puerta del cuarto por Nelito, otro de los ángeles a los que se había referido el obispo auxiliar, el malévolo: ángel mensajero, negro retinto, un tesoro. También el jueves, por la fuerza de la costumbre y en cumplimiento del deber, se sentó en una de los sillones de cuero negro que contrastaban con la sotana blanca, los diarios en el piso, amontonados en el orden en que acostumbraba leerlos.
Enseguida se vio en la primera página de A Tarde, de pie, sonriente, hojeando la edición alemana del libro sobre la controvertida imagen. Fotografía de Vavá, pequeña pero excelente: Vavá era un talento, escogía el ángulo correcto y el momento exacto para disparar el obturador de la cámara; tenía que mandarle un ejemplar de la edición brasileña, con una palabra simpática de dedicatoria. Volvió a contemplarse en la foto, se encontró bien, la sonrisa modesta e inteligente. Lindo, ¿por qué esconder la verdad?
"Mañana, Museo de Arte Sacra — Exposición y lanzamiento — Llegó la famosa imagen de Santa Bárbara del Trueno". La llamada, en negrita, remitía al lector a la página tres de la primera sección para la nota referente a la entrevista colectiva y a las informaciones sobre los sucesos y la llegada de la imagen. Abierto en tres columnas en lo alto de la página, el artículo no podía ser mejor ni más completo. Había cubierto la noticia y redactado el texto, con la vivacidad habitual, el cronista José Augusto Berbert, joven de edad, antiguo de oficio, pues había entrado de chico en la redacción de A Tarde. Correcto y capaz, a pesar de excomulgado don Maximiliano lo estimaba —el fallecido cardenal Da Silva había excomulgado, en la década del 30, al jurista Epaminondas Berbert de Castro, padre de José Augusto, y a toda la familia, ad eternum, pero eso es otra historia: daría, además, para una sabrosa novela picaresca.
A pesar de haberse retirado antes de que el llamado telefónico de Edimilson pusiera fin al encuentro con la prensa, José Berbert, en la noticia, extensa y precisa, detallaba lo ocurrido, se deshacía en informaciones, valoraba la presencia del poeta portugués "enviado en misión especial por O Jornal, de Lisboa, para cubrir los grandes acontecimientos: la Exposición y el Libro". A propósito del libro, citaba sus títulos en portugués, Origen y autoría de la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, y en alemán, Der Urspning und der Schofer des Gnadenbildes Barbara, die des Donners, soltaba cohetes: "primorosa confección gráfica, profusamente ilustrado". En cuanto al contenido, se remitía a la opinión de Antonio Celestino, autoridad en el asunto, recogida en el transcurso de la audiencia colectiva: "Obra monumental y definitiva", decretaba el sabelotodo.
Además, la gaceta anunciaba para el sábado un artículo del afamado crítico, el "docto cronista del Patio de las Artes", sobre el volumen del director del Museo de Arte Sacra, aún no expuesto en las librerías y ya consagrado. Adelantaba el título: "El libro de don Maximiliano von Gruden, Obra Mayor".
La nota reproducía otra instantánea: el director del Museo conversando con el poeta y periodista lisboeta: don Maximiliano estaba óptimo —no podía olvidarse del libro para Vavá.
Con la mandíbula caída, la moral casi elevada, el corazón casi alegre, en el silencio del cuarto apenas cortado por el gorjeo de un par de canarios silvestres en el alféizar de la ventana, don Maximiliano se retractó: autocrítica, mea culpa. Había sido injusto con el amigo Celestino, imaginó complots, celadas, miserias, había lanzado bravuconadas, gastado ironías, mientras el buen lusitano, digno de todos los adjetivos de la dedicatoria, sudaba en la máquina de escribir para exaltar la gloria del autor de la "Obra Mayor". Obra mayor, ese Antonio Celestino sabía las cosas: don Maximiliano percibió salpicaduras de gloria en la sotana.
También había sido injusto con el poeta Pacheco. Viéndolo en la foto, cordial y reverente, se daba cuenta de que la pregunta que tanto lo había irritado la víspera no era un pedido de J. Coimbra Gouveia, no escondía segundas intenciones, no contenía ponzoña, no correspondía a una complicidad de allende el mar. Todo aquello no había sido más que imaginación, sospecha infundada, fantasía, y todo estaría en el mejor de los mundos de no ser por la desgracia acontecida. De nada servía la conclusión del artículo, infelizmente engañosa, confirmando la llegada al museo de la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, venida de Santo Amaro: el cronista había presenciado el desembarco —Zé Berbert era a veces exagerado, en el ansia de informar bien y más. Sin embargo, don Maximiliano se encontraba tan alterado por la nota que un vislumbre de esperanza le calentó el corazón: quién sabe, tal vez a esa hora la Policía de Estado, la Federal o la propia Curia ya había develado el misterio, encontrado la imagen, prendido a los ladrones si es que ladrones había. Bien podía ser.
Pero, ¡ah!, la desgracia ocurrida estaba en la primera página del Diario de Noticias donde don Maximiliano vio también una fotografía suya: ¿cómo la habían obtenido, los miserables? En el muelle, con los brazos abiertos, el rostro contraído, al fondo la camioneta y Edimilson. El titular abarcaba la cabeza de la página, bajo el nombre del periódico: LA DESAPARICIÓN DE LA FAMOSA IMAGEN DE SANTA BÁRBARA, LA DEL TRUENO. Debajo de la foto, la leyenda: "Junto a la Rampa del Mercado, el director del Museo de Arte Sacra, en pánico, al tomar conocimiento del robo de la imagen más famosa del Brasil." "Celebérrima y valiosísima", así la calificaba la nota que ocupaba la mitad de la primera página del matutino. La firmaba Guido Guerra, pero si no la hubiera firmado, don Maximiliano no se habría engañado sobre el autor del texto; bastaba la referencia maliciosa a las exigencias del vicario de Santo Amaro para indicar quién la había redactado. Refería, una a una, las diligencias del director del Museo, del Mercado al obispo, del secretario de Seguridad al delegado de la Policía Federal y de vuelta al convento de Santa Teresa con el altar vacío. Exclusiva periodística sensacional, Guido había puesto mierda en el ventilador. ¿Salpicaduras en la sotana? Don Maximiliano se sintió cubierto de pies a cabeza.
EL PRIMER LLAMADO TELEFÓNICO. La misa diaria rezada por don Maximiliano era corta; acababa de despacharla cuando fue llamado al teléfono.
—De la Policía Federal, maestro.
Universitario en el último año de museología, practicando en Santa Teresa, Osear Mafra se admiró de la precipitación con que el director, de costumbre tan mesurado de maneras, corrió a atender: tropezaba con la sotana. Llamado de la Policía Federal, ¡albricias! El día anterior, el coronel le había prometido buenas noticias en plazo breve, cumplía la promesa con loable rapidez, comprobando la eficiencia de la corporación que comandaba. Don Maximiliano se apuraba para oír la novedad que haría del jueves el día de la resurrección: ¡albricias! ¡Aleluya! Subió corriendo la escalera, llegó al despacho sin aliento, levantó el aparato:
—Aquí don Maximiliano.
—Un momento, el coronel Raúl Antonio le va a hablar.
Escuchó la voz anónima y ruda que decía: el hombre ya está, jefe, y enseguida el coronel delegado de la Policía Federal vociferó en el aparato, sin siquiera dar los buenos días:
—¿Por qué no me comunicó ayer que el padre Abelardo Galváo venía en el barco, junto con la imagen? Usted ocultó a la policía un hecho de la mayor importancia, dejó de revelar un dato fundamental. ¿Por qué lo hizo? Respóndame.
—¿Hecho importante? Yo...
—¿Yo, qué?
—Tratándose de un sacerdote, pensé...
—No tenía ni que pensar ni que dejar de pensar, sino, eso sí, colaborar con nosotros. Usted escamoteó la existencia del Padre. ¡Del padre Galváo! ¿Por qué lo hizo? ¿Con qué intención?
—Ninguna. No tuve ninguna intención. ¿Cómo podía imaginar que un sacerdote tuviera que ver...?
—¿Tuviera que ver? Ese padre es la clave de toda la trama. Si no es uno de los jefes de la banda, es un cómplice categorizado.
—¿Cómplice? ¿Jefe de banda? ¡Señor Jesús!
—No venga a decirme que no sabe quién es el padre Abelardo Galváo.
—Realmente no lo sé, coronel. Oigo este nombre por primera vez. —En realidad lo había oído el día anterior de boca del obispo auxiliar, enredado en sospecha y censura. —Sólo supe que un padre y una monja habían venido en el barco...
—Y no nos dijo nada, ni sobre el padre ni sobre la monja. Escúcheme bien, don Maximiliano, no lo volveré a repetir: no trate de engañarnos, no le servirá de nada.
—Yo...
—No olvide que sabemos todo acerca de usted. —Como había hecho la víspera, separó las sílabas: —Absolutamente todo.
Colgó de un golpe sin decir hasta luego. Don Maximiliano, en el apuro de oír la buena nueva, había atendido de pie, junto a la mesa de trabajo: se desplomó en la silla giratoria. El practicante, que lo acompañaba, al verlo así deshecho, como una figura de cera derritiéndose en sudor, las manos cubriendo el rostro, se preocupó y se atrevió a preguntar, con miedo:
—¿Se siente mal, maestro?
El monje reaccionó a la preocupación del muchacho, se compuso en la silla, trató de sonreír, sin conseguirlo:
—Estoy bien, Osear, gracias. Vaya a cumplir con sus obligaciones, déjeme solo. Pero antes tráigame un vaso de agua, por favor.
Sacó del bolsillo de la sotana la cajita oval, de esmalte trabajado —en la tapa la miniatura reproducía la Trinidad, de Andrei Roublev, los tres ángeles a la mesa de Abraham—; en ella guardaba las píldoras que le mantenían en orden el nervio simpático, se colocó una en la palma de la mano. Reflexionó y, tomando en cuenta las circunstancias, dobló la dosis: tragaría dos, en cuanto llegara el agua. ¿Qué había dicho el obispo a propósito del padre? Buen tipo no era, ese sujeto. Por eso don Rudolph le había ordenado mantener en secreto su presencia en el barco, y la de la monja, para compensar. Recomendación inútil: ellos, los de la Federal, lo saben todo, absolutamente todo.
EL SEGUNDO Y EL TERCER LLAMADO TELEFÓNICO. Don Maximiliano no atendió el segundo llamado. Diga que no estoy, que salí y usted no sabe a qué hora volveré, ordenó a Osear cuando le anunció la comunicación interurbana, de Santo Amaro. Por cierto que el obispo se irritó pues el muchacho, desubicado, repetía:
—No, no es mentira, reverendo, el director salió. No, no está acá mandándome decirle esto... Salió, de verdad... —Se detuvo para oír, abrió los ojos: —¿Que le diga eso? ¡Ah! ¡Ah no, yo no se lo digo!
Osear colgó el teléfono, tartamudeó:
—El vicario...
—No necesita repetirlo, Osear, me imagino lo que él dijo. —Don Maximiliano curvó los hombros, cruz pesada, cerró los labios, cáliz amargo.
La tercera llamada fue la del Secretario de Seguridad del Estado. El doctor Calixto Passos, al contrario del coronel Raúl Antonio, se deshacía en amabilidades, la voz envuelta en vaselina:
—Muy buenos días, estimado maestro. —Después del intercambio de gentilezas, que se prolongó por unos instantes, el jefe de Policía entró en el tema: —Lo llamo para darle noticias, conforme prometí. Todavía no tengo la solución de nuestro pequeño problema pero estamos actuando; ya obtuvimos varias pistas, una de ellas sensacional... —Repitió: — ¡Sensacional! Además, sobre ella me gustaría oírlo...
Don Maximiliano agradeció la deferencia, se puso a las órdenes, un poco menos disgustado: mejor tratar con un idiota que con un verdugo. Escuchó sin sobresalto la pregunta del doctor Calixto:
—Estimado maestro, ¿usted sabía que en el mismo barco y en el mismo viaje en que venía el... el objeto que nos interesa... estaba el padre Abelardo Galváo?
—Ayer, cuando estuve con usted, todavía no lo sabía, pero hoy por la mañana me dieron esa noticia.
—¿Usted conoce al padre Galváo?
—No lo conozco personalmente ni lo conocía de nombre. Recién hoy oí el nombre de esa persona. Por primera vez. — Para dejar claro su deseo de contribuir al éxito de la investigación, agregó: —Por lo que me dijeron hoy, había también una monja en el barco.
—Sí, tenemos la información. —La voz se apartó del teléfono: está buscando la nota con la información, pensó don Maximiliano; lo oyó murmurar: ¿dónde está? La encontré, aquí está... La voz aumentó de volumen: —Se trata de la hermana María Eunice, del Convento de las Arrepentidas... Va a declarar hoy. Prontuario limpio, ya lo verificamos. Mientras que el del padre Galváo es un prontuario pesado, estimado maestro: el hombre es un agitador peligroso... —Se calló de pronto, seguramente considerando que había hablado de más.
A pesar de que era curioso —lo tildaban de chismoso—, don Maximiliano no hizo preguntas sobre la actuación y la peligrosidad del padre. El obispo se había referido a cuestiones de tierras, por lo que recordaba. Invasión de haciendas... Eso: invasión de haciendas, agitación de ocupadores de tierras, subversión. Mi Dios, ¡en qué honduras se había metido, envuelto con esa clase de gente...! La voz modulada del secretario de Seguridad volvió a hacerse oír:
—Sobre esto hablaremos personalmente. En cuanto tenga adelantada la investigación, voy a pedirle, estimado maestro, que me haga el honor de su visita para una conversación en la que analizaremos juntos la situación. Quizá sea hoy mismo, si todo sale bien.
—Estoy a sus órdenes, doctor Calixto, cuando quiera. Le pido que no olvide la urgencia de una solución, la inauguración de la muestra está marcada para mañana y es imposible posponerla. Para entonces necesitamos haber recuperado...
—...el objeto... —atajó el jefe de Policía—. Creo que sí, que lo tendremos a tiempo. La comprobación de mi tesis vino a facilitar todo. ¿Se acuerda de la tesis que le expuse ayer?...
—Sí.
—Sobre ese tipo de acción criminal, ¿se acuerda? Resultó correctísima. Los autores de... de la hazaña... están siempre próximos, tienen fácil acceso al... objeto...
Esperaba la aprobación, tal vez el aplauso del interlocutor, pero, como persistía el silencio al otro lado del cable, preguntó, un tanto molesto:
—¿Está escuchándome, maestro?
—Con mucho interés, doctor. Pero no sé si capto bien su pensamiento. Hablaba sobre los autores...
—...de la hazaña... Preste atención: ese padre Galváo es Cura en una parroquia del sertáo donde, además, ha dado que hablar. Al venir para la capital dio una vuelta enorme para pasar por Santo Amaro, en el Recóncavo, y embarcarse en la nave junto a la imagen. ¿No le parece extraño, estimado maestro? Santo Amaro, vea bien, digo Santo Amaro de la Purificación...
—¿Qué es lo que tiene Santo Amaro de la Purificación? No entiendo...
—¿No fue de Santo Amaro que desapareció aquella custodia de oro macizo, viejísima, que después fue a aparecer en los presentes ofrecidos al Papa?... ¿Se acuerda, estimado maestro? Se habló mucho de que el vicario estaba involucrado, recuerde. Ahora ate los cabos y saque las conclusiones...
SE ABRE NUEVO PARÉNTESIS PARA EL CHISME DE LA CUSTODIA DE ORO. En la estructura anárquica del relato, entrecortada de idas y venidas, extensos flashbacks, con espacios narrativos diversos y desencontrados, pleine de longueurs, diría el profesor Joáo Batista si lo leyera y analizara, una vez más, y no ha de ser la última, se abre un paréntesis. Para atender la curiosidad malsana de los indiscretos, locos por saber qué historia es la citada por el secretario de Seguridad también llamado jefe de Policía del Estado de Bahía: custodia de oro macizo —¡revieja, estimado maestro!—, pieza rica, magnífica. Robada de la Iglesia de Santo Amaro, surgió enumerada entre las dádivas ofrecidas al Sumo Pontífice por un alto dignatario eclesiástico de visita en el Vaticano.
Don Maximiliano von Gruden, hágase justicia, trató de corregir las informaciones del doctor Calixto Passos, pero la autoridad no le dio tiempo, se despidió después de mandarlo a atar los cabos y sacar conclusiones. Si por acaso había alguna verdad en el cuento, eran erróneos los detalles. La custodia en cuestión no pertenecía a la Matriz de Santo Amaro sino a otra parroquia del Recóncavo, y el padre Teófilo Lopes de Santana, el desgraciado padre Teo, se merecía críticas por las actitudes descompuestas y las maneras groseras, las palabras de mal gusto, pero nada tenía que ver con la mágica travesía, del río Paraguazú al río Tíber, del sagrado hostiario. Siendo, además, como harto se sabe, defensor extremo del patrimonio de su vicaría. ¡Pero vaya uno a convencer a un jefe de Policía, dueño absoluto de la verdad! Para explicar los hurtos de objetos religiosos, el doctor Calixto Passos había creado una teoría brillante y simple, confirmada en la práctica diaria: él mismo la consideraba una obra de arte, él y el comisario Parreirinha. Cherchez leprétre, gritaba, al saber que un bien de la iglesia se había esfumado, imitando en la cita francesa al profesor Joáo Batista: ¡pero qué diferencia de pronunciación!
No era don Maximiliano contrario a la maledicencia, según sus desafectos, la ejercitaba con frecuencia. Así, quien quiera saber el resto de la historia, con exactitud y hartura de pormenores: cuál era la parroquia, la devoción de la Matriz de donde retiraron la custodia suntuosa, el peso en oro, el valor en dólares y la vetustez de la pieza, el nombre del vicario y el de la eminencia que obsequió al Papa con prenda tan cristiana, costosa y bella: quien quiera saber todo eso y más todavía debe recurrir a las luces del director del Museo de Arte Sacra de la Universidad de Bahía, pues en estas páginas beatas no se admite la mala lengua, los dimes y diretes, la difamación.
Lo más probable es que la historia, de cabo a rabo, no pase de ser una invención de los infames enemigos de la civilización occidental: individuos sin escrúpulos, echan mano de todos los recursos para alcanzar sus malignos, monstruosos objetivos. Así, haciendo oídos sordos al ladrido de los perros.
Al aullido de los lobos, se puede garantizar sin pudor que la confusión en la prensa, noticias e insinuaciones, revelaciones y desmentidas, exclusivas sensacionales y el silencio abrupto, los rumores en las esquinas ociosas de la ciudad, el epigrama de Clovis Amorim y el folleto de la reportera Edilene Matos fueron embuste y fraude para provocar escándalo. Menos mal que la Censura Federal actuó a tiempo, poniendo fin a la trama. Nada más que trama, se puede jurar si fuera necesario. Conjura siniestra para socavar las instituciones.
No, poner las manos en el fuego es exigir demasiado: existe una nítida diferencia entre arriesgar una afirmación y practicar una temeridad. Ni siquiera para defender intereses santos se debe caer en la exageración, uno se puede quemar la mano.
LOS DEMÁS LLAMADOS TELEFÓNICOS, MUCHOS. Fueron innumerables los demás llamados telefónicos; relatarlos uno a uno sería perder el tiempo y gastar papel: basta de palabrería. La mayoría provino de las redacciones de los diarios y de las estaciones de radio a la búsqueda de informaciones. Secretarios de redacción, redactores y cronistas ansiosos por hablar con don Maximiliano o, en su ausencia, con cualquier funcionario del museo, de preferencia Edimilson, testigo ocular. Durante toda la mañana, el teléfono no dejó de sonar. Son las trompetas del Juicio Final, pensó el rubio practicante pero se tragó el atrevimiento; el maestro no estaba de ánimo para chistes. En cuanto a Edimilson, se había esfumado: partió de vacaciones; adonde había ido a gozarlas no se sabía. Voy a descubrir a ese desgraciado aunque sea en el carajo, vociferó, en el teléfono, Napoleón Sabóia, corresponsal de O Estado de Sao Paulo, rompiendo los tímpanos y los melindres del joven Mafra —lo que el pobre muchacho oyó aquel día no se escribe.
La nota de Guido Guerra había provocado un terremoto en las redacciones bahianas, repercutido incontinenti en las del sur del país y del noroeste. Periodistas que jamás habían oído la menor referencia a la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, salieron tras su pista, decididos a informar bien al público. Y a develar el misterio del robo, tan sensacional como atrevido, practicado a la llegada del barco a la Rampa del Mercado, en la nariz de diversas personas que de nada se habían dado cuenta. En San Pablo, en Río de Janeiro, en Recife, trataban de entrevistar a los apurones a los especialistas más reputados: Pietro Bardi y su esposa, la arquitecta Lina Bo, ex directora del Museo de Arte Moderna de Bahía, Joaquim Cardoso, Renato Soeiro, Joaquim Falcáo, Aloisio Magalháes, Marcos Vinicius Vilaca, para citar apenas a los más importantes.
Sin embargo, ni siquiera los reporteros bahianos, sus conocidos, ni siquiera el amigo José Augusto Berberí, ni un solo periodista consiguió entrar en contacto con don Maximiliano von Gruden, y era él, y no otro, el figurón buscado y requerido por la prensa local y nacional au grand complet — ya andaba rozando la pedantería—. Por todos los títulos: director del museo donde la imagen —pieza de resistencia, punto alto de la Exposición de Arte Religiosa— debía ser mostrada al día siguiente, para eso había venido de Santo Amaro, y autor de un grueso libro sobre el escaldante tema. ¿Dónde encontrar un ejemplar de sobra? Constaba que Tarde se había apoderado del de propiedad de Antonio Celestino y, echado sobre él, Cruz Ríos, un as, pergeñaba el editorial: redactarlo exigía sabiduría y competencia. Don Maximiliano no había salido de vacaciones pero se había hecho humo, igual que Edimilson. El excitado Mafra repetía por teléfono la misma cantinela: el director salió muy temprano, después de celebrar la misa, sin decir adonde iba; volvería enseguida, con certeza, a qué hora no tenía idea —y más que rápido cortaba para evitar los desafueros.
Cortaba y en el mismo instante atendía otra llamada: gacetas y estaciones de radio de Bahía —y las de todo el país a través de las sucursales o en comunicación de larga distancia—. Hubo inclusive la llamada del corresponsal en Brasil de New York Times, Edwin McDowell, con sede en Río de Janeiro. Detalle curioso, al contrario de la mayor parte de los colegas brasileños, el norteamericano sabía de la existencia de la imagen y de su valor. Pues ni a él atendió don Maximiliano: bienvenido en cualquier otra ocasión en que sería homenajeado, llevado en andas, pero no en aquella hora amarga —gusto a hiél en la boca del monje, puñal clavado en el pecho. ¡Ay, el New York Times, ay, calvario de infortunios.
Señor Dios Omnipotente! ¡Ay, Señor, ayúdame!
Atendió sólo al rector de la Universidad, que llamaba desde Brasilia, donde estaban él y el cardenal, pero ya con el pasaje marcado para el vuelo del fin de la tarde, después de un último encuentro con el ministro. No el de Educación y Cultura, que no resolvía nada, sino con el ministro de Guerra: éste sí podía decidir sobre la suerte de los estudiantes. La audiencia, obtenida a costa de mucho empeño, impidió que el rector, alarmado con las noticias difundidas por las estaciones de radio, anticipara la vuelta a Bahía: en compensación se demoró al teléfono.
Llamada difícil, indigesta. En público, el rector y el director intercambiaban amabilidades y elogios, se hacían declaraciones de admiración y de aprecio: de la boca para afuera, pues en verdad se detestaban. Al rector, hombre práctico, de actitudes claras, la imaginación y los arrobos del fraile lo confundían e incomodaban. El director se quejaba de la poca atención dispensada al museo por el rector, que se había negado a duplicar las partidas a él destinadas en el diminuto presupuesto de la Universidad.
Don Maximiliano relató lo poco que sabía, no escondió la gravedad de lo acontecido; el rector enfatizó:
—¿Hecho grave? Diga gravísimo, de consecuencias imprevisibles para el museo y la Universidad.
Puso a don Maximiliano al frente de sus responsabilidades: usted, que hizo lo posible y lo imposible para obtener la imagen, actúe ahora con la misma tenacidad para recuperarla. Sin ello el museo y la Universidad serían el blanco de las críticas y las censuras más acerbas, de las insinuaciones más desmoralizantes. El museo, como usted sabe, no goza de buena fama, se habla de piezas adquiridas de forma sospechosa, de devolución de copias en lugar de... —y ahí venía la anécdota de San Pedro Arrepentido. Recordó:
—El vicario de Cachoeira no quería...
—¿De Cachoeira, rector? —se vengó don Maximiliano—. Querrá decir de Santo Amaro...
—De Cachoeira, de Santo Amaro, ¿qué diferencia hay? Usted lo obligó...
Así prosiguió, a los tropiezos, el llamado telefónico. Don Maximiliano apartó el tubo del oído: con aquella lata el rector quería dejarlo sin otra puerta de salida que la dimisión, en caso de que la imagen no fuera recuperada a tiempo. ¿Debía decirle que ya había decidido dimitir si tal calamidad acontecía? Se contuvo: ¿por qué darle esa alegría al rector antes de la hora irremediable? Cuando consiguió retomar la palabra, sólo tocó el tema de la fecha del vernissage: ¿debían mantenerla o posponerla?
—No veo motivo para posponerla, al final la Exposición no se reduce sólo a esa imagen, hay mucho más para ver. No tendremos la imagen pero tendremos el libro que usted escribió sobre ella, una cosa compensa la otra, ¿no? —La referencia al libro, dardo feroz, había demorado demasiado, y don Maximiliano la tragó callado. —Inauguraremos mañana, a la hora prevista. El ministro confirmó su presencia. —Se refería al ministro de Educación, el de Guerra tenía otras cosas que hacer.
Entre la conversación con el secretario de Seguridad y la partida —¡espectacular! — de don Maximiliano hacia el palacio arzobispal, el vicario de Santo Amaro llamó tres veces, encarnizado y agresivo, echando pestes: he aquí que, después de tantos galicismos, comienzan los españolismos, ¡válganos Dios! Mal empleado, además, pues el padre Teo vociferaba los desafueros en la lengua del pueblo de Bahía, mejorada por las bocas-de-infierno, de Gregorio de Matos a James Amado, lengua excelente para el uso de la verdad.
EL CERCO. El teléfono era lo de menos. Escépticos al respecto de la ausencia de don Maximiliano, los periodistas acamparon en el atrio, a la entrada del convento de Santa Teresa, delante de la iglesia y de la puerta del museo. Puerta cerrada con llave: debido a los preparativos de la exposición, el acervo no estaba franqueado al público. Un reportero más audaz trató de penetrar por una ventana del primer piso pero perdió el equilibrio en la tentativa de escalar la pared, se lastimó con la caída, fea: bien hecho —al saber del accidente, don Maximiliano lo apreció como era debido, alegría pequeñita pero satisfactoria.
En los corredores de la Secretaría de Seguridad Pública y en los locales de la Policía Federal se aglomeraban periodistas veteranos y novatos. El jefe de Policía, en el deseo de agradarlos y así preservar su imagen de autoridad competente y cordial, prometió recibirlos más tarde, con noticias concretas. Quizá por la mañana pueda proporcionarles una revelación importante; tengan paciencia en beneficio de la sociedad, dijo, en breve speech, una sonrisa de ilusionista de circo listo para retirar el conejo de la galera. El comisario Parreirinha levantaba el pulgar de la mano derecha para reforzar el carácter relevante de la información prometida.
El coronel Raúl Antonio había mandado un cana a despacharlos: nada de declarar y que no se quedaran a hinchar la paciencia de los que estaban trabajando, que se mandaran mudar. Se mandaron mudar del antiguo depósito de carga transformado en repartición oficial, pero se mantuvieron en las inmediaciones. Establecieron cuartel general en el Mercado, donde recogían noticias viejas —el Viajero sin Puerto remolcado al Arsenal de la Marina durante la noche, la prisión por la madrugada de María Clara y el maestre Manuel — y se inundaban de rumores, escuchaban historias espantosas de la boca de Camafeu de Oxóssi, referidas a una paulista y un anillo nigeriano. Tomaban batidas y lambretas en los puestos de bebidas.
Tamaño movimiento de los medios de comunicación llevaría a creer que la desaparición de la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, era el acontecimiento más grave, el único realmente grave, ocurrido en el país en los últimos días. Recuérdese que los hechos narrados en esta crónica, pobre de brillo, rica de veracidad, pasaron en los peores años de la dictadura militar y la rígida censura a la prensa. Había una realidad oculta, un país secreto que no figuraba en las noticias. Los diarios, las estaciones de radio y televisión se encontraban limitados, en las secciones informativas, a hechos en general poco palpitantes. Reducidos en las notas de opinión al loor incondicional del sistema de gobierno y los gobernantes. Prohibición total de cualquier noticiario, de la menor alusión, al respecto de los cotidianos asesinatos políticos, prisiones, torturas, violaciones de los derechos humanos, de comentarios sobre la censura de espectáculos y libros, así como referencias a huelgas, manifestaciones, marchas, protestas, movimientos de masas y tentativas de guerrilla. Nada de eso sucedía en la patria feliz bajo la égida de los generales y los coroneles, si se creía en la lectura de los diarios. Algunos de ellos llenaban los espacios en blanco, debido al corte de temas palpitantes, con la publicación de recetas de cocina —O Estado de Sao Paulo estampó en medio de la primera página una receta de quitande, plato bahiano poco conocido—, de poemas, baladas, odas y sonetos de poetas clásicos, cantos de Os Lusíadas. Los lectores entendían y se alborotaban, tratando de adivinar lo que había sucedido en el país.
No se permitían críticas al franquismo, al salazarismo, tampoco a los gloriosos generales latinoamericanos que ejercían con igual firmeza e incompetencia el poder en la Argentina, el Paraguay, Uruguay, Chile, Bolivia, colegas de nuestros gloriosos —ni en la prensa ni en cualquier otra tribuna. Desde la tribuna de la Cámara Federal, en el ejercicio de su mandato, el diputado Francisco Pinto había calificado a Pinochet de tirano: perdió el mandato y fue metido en prisión. Dos padres franceses que, desde el pulpito de sus iglesias, osaron defender a los siervos de la tierra en los feudos de la Amazonia se encontraron en la cárcel con un proceso a cuestas.
La censura, la corrupción y la violencia eran las reglas de gobierno, vale recordarlo pues existe quien ya se ha olvidado. Tiempo de ignominia y de miedo: las cárceles repletas, la tortura y los torturadores, la mentira del milagro brasileño, las obras faraónicas y la extorsión, la impostura y los arreglos — hay quien tiene nostalgia, es natural.
Ahora bien, se sabe que las buenas intenciones, los acontecimientos felices, la normalidad y la alegría no son asuntos de preferencia de las redacciones: cuanto mayor la desgracia, mejor la noticia. En el sofocamiento y el marasmo de la prensa brasileña de la época, la desaparición de la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, caía del cielo como un regalo. Los profesionales de la crónica policial, en su mayoría, creían en un robo planeado y practicado por ladrones especialistas en templos y abadías, se referían a bandas y receptores, pero algunos no excluían y hasta defendían la hipótesis de complicidad de párrocos y obispos. Complicidad o autoría.
El jefe de la sucursal del Jornal do Brasil, Florisvaldo Matos, poeta apreciado —¡cuántos poetas hay en esta tierra bendita de Bahía, Dios del cielo!—, calentísimo al colgar el teléfono sin haber conseguido hablar con don Maximiliano, insinuó que era bien probable que la clave del misterio estuviera en manos del fraile artero: día más, día menos, la imagen aparecería catalogada en el acervo del museo y allí podría ser vista, en su pompa y realeza. A cambio, en el altar de la Matriz de Santo Amaro se entronizaría una copia en yeso, hecha de medida, Santa Bárbara, la de los truenos fosforescentes, en tecnicolor.
LA FUGA. Los trabajos de arreglo de la muestra proseguían bajo la dirección del arquitecto Gilberbert Chaves, al cual se había unido otro arquitecto, además de pintor, Lev Smarchewski. Don Maximiliano daba las coordenadas, orientaba: exigente como siempre pero silencioso, de poca prosa y ninguna risa, lo contrario del conversador brillante a que estaban acostumbrados los auxiliares y los amigos. Lev había hecho referencia al artículo del Diario de Noticias; lacónico, el director había respondido con una única palabra: irresponsabilidad. No se habló más del asunto; solamente el pedestal vacío recordaba la desaparición de la Santa.
Don Maximiliano sacaba de entremedio de otros objetos, en un estante, el primor de un cáliz de oro, incrustado de piedras preciosas, de origen eslavo, para destacarlo, aislándolo sobre un pedestal, cuando. Osear Mafra vino del despacho, donde hacía guardia al lado del teléfono, para trasmitirle un recado urgente:
—Maestro, llamó el padre Soares. —Se trataba del secretario del obispo auxiliar. —Don Rudolph pide que usted comparezca inmediatamente en el palacio. El padre Soares pidió que no demorara. —Imitó la voz gangosa del reverendo: — Dígale que venga enseguida, Su Excelencia lo está esperando.
Por el borde levantado de la cortina, don Maximiliano examinó el patio colmado de periodistas y fotógrafos. ¿Cómo hacer para cruzar hasta el portón de salida? Parecía imposible. Aun de espaldas, percibió la interrupción del trabajo en la sala. Sin darse vuelta, dijo:
—Continúen, por favor. Todavía hay mucho que hacer y el tiempo urge. Para la media tarde de mañana todo tiene que estar listo.
Siguió mirando por la hendija de la ventana, por fin giró hacia la sala, dio dos pasos en dirección a Lev:
—Lev, dígame: el auto que está estacionado al otro lado de la calle, en la puerta del taller de Roque, es suyo, ¿no?
—Sí, es mío, don Maximiliano. Está a sus órdenes.
—Gracias, Lev: le agradezco y le acepto. Oiga bien. Dentro de cinco minutos, la puerta del museo será abierta y los periodistas serán invitados a entrar para ver cómo marchan los trabajos. Cuando sea franqueada la entrada y ellos comiencen a subir la escalera, usted, Lev, baja, pasa entre ellos, andando sin apuro, y va hacia su auto. Enciende el motor y me espera. Yo salgo por la iglesia, entro en el coche, usted aprieta el acelerador. —Recorrió la sala con la mirada, no llegó a sonreír pero por un instante el ardid imaginado para engañar a los periodistas los confortó.
Dicho y hecho, el plan funcionó a las maravillas. Nelito abrió la puerta de entrada al museo, Osear Mafra transmitió la invitación a los reporteros: don Maximiliano manda decir que los señores pueden entrar. Se precipitaron, sorprendidos y victoriosos: el fraile bajaba los brazos. Fue una corrida espectacular, escaleras arriba. Se cruzaron con Lev: la exposición está quedando una belleza, adelantó el arquitecto sin responder a las preguntas sobre don Maximiliano: ¿el director, dónde está? Las cámaras de televisión cerraban la marcha.
Saliendo por la media hoja abierta en la puerta central de la iglesia, don Maximiliano comenzó a cruzar el patio vacío, con pasos rápidos. De repente, un cronista se acercó a una de las ventanas para tirar el pucho del cigarrillo y lo reconoció. Dio la alarma a los gritos: ¡Allá va, huyendo! Olvidando la compostura, don Maximiliano agarró el ruedo de la sotana y echó a correr. Corriendo, cruzó el portón, se metió en el auto, Lev salió a toda velocidad Ladera de la Pereza abajo.
EL SOSPECHOSO. Cuando dieron las once de la mañana llegaron a los diarios, por vías irregulares, los primeros rumores sobre el envolvimiento del padre Abelardo Galváo en la desaparición de la imagen de la Santa. Llamados anónimos informaron a los redactores jefes o a los secretarios de redacción la existencia de la pista, idéntica en la Policía Federal y en la Secretaría de Seguridad, que apuntaba al cura de Piacava como el sospechoso número uno. Que se quedaran en sus puestos, recomendaban, pues nuevas y mayores informaciones serían trasmitidas. Detalle curioso: los llamados, fue fácil comprobarlo, no provenían de las reparticiones policiales, pero tampoco hubo desmentidas: ni en el edificio del Largo de la Piedad ni en el depósito del Muelle del Puerto.
La desaparición de Santa Bárbara, la del trueno, asumió a partir de entonces un carácter realmente sensacional, connotación insólita, inesperada. La participación del padre Galváo establecía un eslabón entre el hurto de la imagen peregrina y el problema de las luchas de los sin tierra contra el latifundio, las invasiones de haciendas, la reacción de los propietarios, los cadáveres de campesinos agujereados de bala, la acción —benemérita o criminal, depende de quién lea y juzgue— de los padres de la Iglesia de los pobres, asunto explosivo.
La actuación del cura de Piacava había comenzado a ocupar espacio en los archivos y relieve en las páginas de los diarios. En más de una oportunidad, en los últimos meses, su nombre había aparecido en títulos gordos, en caja alta. ¿DISCÍPULO DE DON HELDER, EL PADRE ABELARDO FUNDA COMUNIDAD -EL CURA DE PIACAVA COMANDA INVASIÓN EN LA FAZENDA SANTA ELIODORA -HACENDADO ACUSA AL PADRE GALVÁO DE INCENDIARIO.
En un diarucho de escándalo, sin fecha segura de publicación —salía cuando algún interesado aflojaba los cordones de la bolsa—, el título anunciaba una nota picaresca: EL PADRE ABELARDO GALVÁO, RASPUTÍN DE LOS POBRES. El subtítulo mencionaba el nombre de Patricia.