Capítulo 19

Cuando regresaron con el señor Starr, Rufus advirtió que un hombre que pasaba por la acera se volvía para mirar la casa de su abuelo, apartaba la mirada rápidamente, volvía a mirar otra vez y de nuevo apartaba la vista.

Vio que había varias calesas y varios automóviles, parados y sin ocupantes, al otro lado de la calle, pero que estaba vacío el espacio que quedaba delante de la casa. Ésta parecía de pronto especialmente desnuda, y cambiada, y silenciosa, y sus esquinas parecían particularmente duras y definidas, y junto a la puerta principal colgaba una gran guirnalda de crespón negro. La puerta se abrió antes de que la tocaran y allí estaban el tío Andrew, y su madre, y, tras ellos, el vestíbulo oscuro, y les abrumó una fragancia que mareaba y producía náuseas y una oleada de vitalidad multitudinaria que surgió del interior y les invadió igualmente. Casi enseguida fueron arrastrados a la oscuridad del interior del vestíbulo, y en la fragancia reconocieron el aroma de las flores, y la vitalidad que se derramaba sobre ellos era la de la gente que llenaba la casa. Rufus sintió una gran fuerza y un posible peligro a su derecha, y al mirar fugazmente al interior del Salón Este vio que todos los estores, excepto uno, estaban bajados, y que, contra la luz fría que entraba por esa ventana, la habitación aparecía llena de figuras oscuras que se encogían desconsoladas en el borde de sus asientos, pesadas y primordiales como osos en el interior de un foso; y aún estaba mirando cuando oyó cómo se elevaba un quejido sordo al que se unió otro quejido más alto superado a su vez por un lamento sordo y por otro lamento más alto, y vio cómo una mujer se levantaba de pronto y con un sollozo estentóreo y plañidero se tiraba del pelo de las sienes y luego extendía las manos hacia arriba y hacia el frente: pero en ese momento Andrew se precipitó a cerrar la puerta con una velocidad y un silencio brutales y desesperados, y Rufus se dio cuenta en aquel mismo instante de que sus pasos y aquel gemido habían causado una conmoción a su izquierda, y, al mirar con la misma atención al interior del cuarto soleado en el que yacía su padre, vio un grupo increíblemente denso de gentes vestidas de oscuro, sentadas en sillas endebles y quejumbrosas, que le miraban a su vez y que apartaban la vista tratando de hacer como si no hubieran mirado.

—No importa, Andrew —susurró su madre—. Abre la puerta. Diles que iremos dentro de un momento.

Y llevó a los niños al fondo del pasillo, donde no podían ser vistos a través de ninguna de las dos puertas, y susurró a Walter Starr:

—Papá está en el Cuarto Verde, y mamá también. Gracias, Walter.

—No hay de qué —dijo Walter al pasar junto a ella, y su mano planeó junto al hombro de Mary. Luego entró silenciosamente en el comedor.

—Venid, niños —dijo su madre inclinando el rostro sobre ellos—. Vamos a ver a papá sólo una vez más. Pero no podremos quedarnos. Sólo podemos mirar un momento. Después veréis a la abuela Follet, sólo un momento. Y luego el señor Starr volverá a llevaros a su casa y mamá os verá más tarde.

Andrew se acercó a ella y asintió bruscamente.

—Está bien, Andrew —dijo—. Vamos, niños. —Y, levantando las manos de pronto, dejó caer el velo y los niños vieron su rostro y sus ojos a través de la oscuridad de la tela. Ella les cogió de la mano—. Ahora, venid con mamá —susurró.

Allí estaba el tío Hubert vestido con un traje oscuro; estaba muy limpio y sonrosado con el rostro lleno de pequeñas arrugas. Les miró rápidamente y apartó la vista enseguida. Allí estaba la vieja señorita Storrs, y allí estaban la señorita Amy Field, y la señorita Nettie Field, y el doctor Dekalb, y la señora Dekalb, y el tío Gordon Dekalb, y la tía Celia Gunn, y la señora Gunn, y Dan Gunn, y la tía Sarah Eldridge, y la tía Ann Taylor, y también muchas otras personas a las que los niños no estaban seguros de haber visto hasta entonces, y todas parecían como si trataran de no mirar y como si compartieran un secreto y estuvieran ofendidas porque les hubieran pedido que lo confesaran; y allí estaba el montón de flores más enorme que los niños habían visto en su vida, flores de todas clases, altas y extremadamente frescas y rojas y amarillas, altas y blancas como el almidón, rosas oscuras y rosas blancas, helechos, claveles y grandes hojas de palmeras que parecían barnizadas, todas ellas entrelazadas y sujetas con hilos de alambre y entretejidas con cintas negras y plateadas, y de un dorado brillante, y de un dorado oscuro, y todas ellas de una fragancia casi asfixiante; y allí, casi oculto entre las flores, estaba el ataúd, y junto a él otros dos desconocidos, que, al entrar ellos en la habitación, se apartaron y fueron a sentarse rápidamente; y luego un desconocido, vestido con una chaqueta larga y oscura, se acercó a su madre con silenciosa presteza, los ojos brillantes como gelatina oscura, y, con gesto distinguido, la instó a seguir adelante y se hizo orgullosa y humildemente a un lado; y ahí estaba papá otra vez.

No se había movido ni un milímetro y, sin embargo, había cambiado. Su rostro parecía más remoto que antes, y mucho más corriente, y como si estuviera cansado o aburrido. No parecía tan grande como era en realidad, y el perfume de las flores era tan fuerte y la vitalidad de los asistentes al duelo tan dominante y formada por tantos espíritus tan compuesta y penetrada por el decoro y el comedimiento, y sintieron con tanta insistencia la fuerza de todos los ojos posados sobre ellos, que vieron a su padre casi tan distraídamente como si fuera una pintura o una imagen que le sustituyera, y en consecuencia tuvieron poca conciencia de su presencia y sintieron poco interés por ella. Y aún seguían mirando, aturdidos por esa curiosidad vacía, cuando los sacaron de allí, y pasaron con su madre junto al piano cerrado, y entraron en el Cuarto Verde. Y allí estaban el abuelo y la abuela, y el tío Andrew, y la tía Amelia, y la tía Hannah; y la abuela se levantó enseguida y abrazó a su madre, y le dio unas palmadas enérgicas en los hombros, y el abuelo se levantó también; y mientras la abuela se inclinaba y abrazaba y besaba a los dos niños diciendo «Hijitos, hijitos» con una voz un tanto alta y descontrolada, vieron la cabeza elegante y cínica de su abuelo, quien en ese momento abrazaba a su madre, y se dieron cuenta de que no era tan alto como ella; y mientras tanto su tía Amelia permanecía tímidamente de pie con los brazos en jarras. Cuando su madre les sacó de la habitación miraron hacia atrás y vieron que el hombre de la chaqueta larga y otro desconocido habían cerrado el ataúd y lo atornillaban rápida y silenciosamente.

Walter Starr estaba de pie en medio del vestíbulo como si no supiera qué hacer. Su madre fue derecha hacia él.

—Ya estamos dispuestos, Walter —dijo.

Él asintió tímidamente y se apartó un poco mientras ella hablaba a los niños.

—Ahora vais a iros —les dijo—. Volveréis a casa del señor Starr, como él os dijo esta mañana. Pasadlo bien y sed buenos, y el señor Starr os traerá con mamá más tarde. —Enderezó el cuello del vestido de Catherine que había languidecido—. Y ahora, adiós —dijo—. Mamá no tardará en veros.

Los besó levemente.

Ya no tardará; no tardará.

Pasaron tan calladamente ante la puerta del salón y a través del porche silencioso y de los escalones de la entrada que Rufus pensó que se movían con tanto sigilo como ladrones.

Cuando casi habían llegado a la casa del señor Starr, éste dobló por sorpresa una esquina, y luego otra, y después dijo a los niños:

—Creo que querréis verlo. Quizá no, pero creo que más tarde os alegraréis de que os haya traído.

Y condujo un poco más deprisa a lo largo de la bocacalle vacía y silenciosa, volvió a doblar otra esquina, avanzó muy lenta y silenciosamente y paró.

Se encontraban en la calle lateral, justo enfrente de la casa del doctor Dekalb y frente a la esquina y la ancha faja de hierba. Podían ver la casa de su abuelo y todo lo que ocurría y sabían que no les veían. Seis hombres, su tío Andrew, su tío Ralph, su tío Hubert Kane, su tío George Bailey, el señor Drake y un hombre al que no habían visto nunca, llevaban por las asas, desde la casa hasta la calle, un cajón alargado, brillante y gris, y supieron que ése era el cajón en el que yacía su padre y que debía de pesar mucho. Los hombres eran de alturas diferentes, de forma que el tío Andrew, que era alto, y el tío George Bailey, que era más alto aún, tenían que flexionar un poco las rodillas, mientras que el tío Hubert, que era el más bajo, se estiraba hacia fuera lo más posible. Inmediatamente detrás de ellos iba su abuelo, que parecía andar aún más despacio, y una mujer alta cubierta con un velo negro, que, por su altura y su gracia humillada, supieron que era su madre; e inmediatamente detrás de ella, con la tía Jessie a un lado y el padre Jackson al otro, iba otra mujer cubierta con un velo negro, que, por su baja estatura y su cojera, supieron que era su abuela Follet. E inmediatamente detrás de ellos iban la abuela y la tía Hannah, y la tía Sally y la tía Amelia, y la tía Celia Gunn y la señora Gunn y la señorita Bess Gunn, y el viejo señor Kane, y la señorita Amy Field, y la señorita Nettie Field, y el doctor Dekalb y la señora Dekalb y el tío Gordon Dekalb, y el porche y los escalones del porche seguían llenos de gente vestida de oscuro cuyos rostros y porte reconocían vagamente pero cuyos nombres ignoraban, y de personas que no estaban seguros de haber visto hasta entonces, y de otras muchas que seguían saliendo lentamente por la puerta principal. Y un poco más arriba de la casa, tras ella, había un coche de un negro reluciente, y dos hombres pequeños y rápidos, vestidos de negro, corrían a él constantemente desde la casa sacando del interior grandes brazadas de flores de colores brillantes y cargándolas en el interior del automóvil. Y al pie de los escalones que bajaban a la calle, el hombre de la chaqueta larga que les había acompañado hasta el ataúd hizo ahora un gesto imperioso y, arrastrada por tres caballos negros y relucientes y un caballo de un castaño rojizo brillante, una caja alta, estrecha y alargada, adornada con volutas, y de un negro reluciente, y cerrada por un cristal negro, avanzó un corto trecho y luego un poco más, de modo que la parte trasera, negra y reluciente, quedó sólo un poco más allá del arranque de los escalones; y los hombres que llevaban el ataúd de su padre dudaron en lo alto de los escalones, y el hombre de la chaqueta larga asintió cortésmente mientras se volvía y abría las puertas traseras de la carroza alta y cegada, de forma que, con dificultad y cuidado, ellos bajaron los estrechos escalones apretujándose con cautela, y el hombre se quedó a un lado de las puertas abiertas y, al parecer, les habló y les dio instrucciones con las manos, y mientras su madre y su abuelo dudaban en lo alto de los escalones y, detrás de ellos, la columna oscura de asistentes al duelo dudaba igualmente, los hombres que llevaban el pesado cuerpo de su padre lo alzaron como si fuera difícil de levantar, con cuidado pero como contra su voluntad, y con mucha cautela y reverencia, entre codazos y movimientos bruscos, empujaron el ataúd hasta el fondo de la oscura carroza de manera que sólo se veía el extremo, y entonces oyeron un tranvía que se aproximaba. Y el hombre de la chaqueta larga cerró una de las puertas y ya sólo pudieron ver una esquina de la caja, y luego cerró la otra puerta y ya no pudieron verla, y el hombre aseguró la brillante manija plateada que mantenía las puertas cerradas, y uno de los caballos movió nerviosamente las orejas, y el tranvía, que se había parado, se oyó ahora más fuerte. Y la carroza oscura y alargada avanzó unos pasos, y volvió a pararse, y un coche de caballos cerrado y de un negro brillante avanzó y se colocó tras ella, y el tranvía pasó, y vieron cómo las cabezas de los viajeros se volvían a mirar por las ventanillas y un hombre se quitaba el sombrero, y cómo su madre y su abuelo bajaban los escalones, y su abuelo ayudaba a su madre a subir al coche, y la abuela Follet y la tía Jessie y el padre Jackson bajaban los escalones, y su abuelo y el padre Jackson ayudaban a la abuela Follet a subir al coche y ayudaban también a subir a la tía Jessie, y el ruido del tranvía se fue apagando, y el tío Ralph se hizo a un lado para que el abuelo pudiera subir, y luego él y el padre Jackson se hicieron a un lado para que la abuela Lynch pudiera subir, y, después de dudar un poco, ayudaron a subir a la abuela, y el tío Ralph subió después y echaron las cortinas de las ventanillas, y la carroza larga y negra y el coche de caballos negro avanzaron, y un segundo coche ocupó su lugar y una larga fila de calesas y de coches, tras un momento de duda, avanzó también, y un hombre que había estado parado en la acera desierta de enfrente echó a andar hacia el oeste, y cruzó la calle delante de los niños poniéndose el sombrero al llegar al bordillo opuesto, y oyeron los últimos ecos del tranvía, pero también oyeron el fuerte piar de dos gorriones que picoteaban unos restos que había en la calle, y el señor Sparr dijo: «Será mejor que nos vayamos», y entonces se dieron cuenta de que no había apagado el motor, porque apenas había acabado de decirlo cuando dio marcha atrás lo más silenciosa y cuidadosamente que pudo, y dobló la esquina marcha atrás y bajaron despacio por la misma bocacalle silenciosa que les había llevado hasta allí.

Cuando hubo parado el coche delante de su casa, antes de bajarse, dijo:

—Quizá sea mejor que no digáis nada de esto. —Siguió sin hacer ademán de bajarse, así que ellos también se quedaron sentados y quietos. Al poco rato, él dijo—: No, haced lo que os parezca mejor.

No les miró; no les había mirado en todo este tiempo. Ellos contemplaron cómo se movían las sombras y se agitaban las hojas.

Él bajó del coche, abrió la puerta y tendió las manos hacia Catherine.

—¡Arriba! —dijo.