Capítulo 13

A lo largo de Laurel la oscuridad era mucho mayor; las gruesas hojas ensombrecían la luz del cercano farol. Andrew sólo oía sus pisadas; su padre y su madre, se dijo, ni siquiera eso. Qué quietas os vemos brillar. Sí, entre las copas de los árboles. En su lento caminar dejaban atrás las pálidas volutas, y los porches, y las ventanas oscuras de las casas; no había una sola luz encendida en ninguna casa, y así kilómetro tras kilómetro, calle tras calle, ya fuera residencial o comercial; sobre tu dormir profundo y sin sueños, pasan las estrellas silenciosas.

Ayudó a su madre a bajar de la acera; ese traqueteo lento e irregular de sus pequeños pies.

Las estrellas ya están cansadas. La noche casi ha pasado.

La ayudó a subir a la acera opuesta.

El aire, en sus rostros, era maravillosamente puro, distante y suave; y el silencio de la noche en la ciudad, y las estrellas, eran más secretos y majestuosos que la maravilla de la campiña más recóndita. En su lento caminar dejaban atrás casas pequeñas o grandes, amplios porches decorados con volutas, ventanas oscuras, hojas de árboles henchidas ya de mayo, casas con habitaciones que albergaban el sueño como algo tan preciado como la miel, y ni una sola luz en ninguna casa. A lo largo de la avenida Laurel la oscuridad era aún mayor. El farol que tenían detrás ya no proyectaba sus sombras; a la luz del que tenían delante, un trozo pequeño y distante de pavimento parecía arrasado por el vacío, un rojo ácido tocaba unas cuantas hojas, y las columnas y los postes torneados de un porche eran de un blanco implacable. Ayudando a su madre a través de la oscuridad, Andrew andaba mucho más despacio de lo habitual en él, de forma que todas esas cosas llegaban a su interior lenta e intensamente. Conmovido, descubrió que el encanto y la despreocupación de la noche primaveral le afectaban al menos tan profundamente como la muerte. Es como si no me importara, pensó, pero no le preocupó. Sabía que le importaba; sintió gratitud hacia la noche y hacia aquella ciudad que, de ordinario, le atraía poco. Qué quietas os vemos brillar, oyó que decía su mente. Repitió aquellas palabras secamente para sí, y oyó la melodía; una voz infantil, la suya, la cantaba en su interior.

Hm.

Trató de recordar cuándo había caminado por última vez a esa hora de la noche. Ni siquiera estaba seguro de... Dios mío, hacía años. Siete. Tendría entonces unos dieciséis años y aún se creía Shelley mientras contemplaba el río. Inclinado sobre el pretil del puente rezaba impulsado por la gratitud que le producía estar vivo.

Volvió la cabeza instintivamente para que sus padres no pudieran verle la cara.

Yo tampoco quiero verla, pensó.

Por aquel entonces, Jay trataba de estudiar derecho por libre.

Sobre tu dormir profundo y sin sueños, pasan las estrellas silenciosas.

Siempre le habían conmovido esas palabras; por alguna razón, cada año volvían a recordarle la Navidad más que ninguna otra cosa. Ahora le parecían tan hermosas como la poesía más bella que hubiera oído jamás.

Las repitió para sí lenta y reposadamente: una simple declaración.

Efectivamente pasan, pensó mirando al cielo. Efectivamente pasan. Y, ¡Dios mío! ¡Qué cansadas parecen!

Es esa hora de la noche.

Pasan las estrellas silenciosas, dijo, no en un susurro pero sí en una voz lo bastante baja como para asegurarse de que no le oían.

Los ojos se le llenaron de lágrimas; en su garganta, en su pecho, un nudo se transformó en un profundo sollozo que consiguió dominar al tiempo que sentía en las mejillas el escozor de las lágrimas.

¡Pero en tus calles oscuras brilla, cantó en voz alta, casi furioso, en su interior, la luz eterna!, y al decir estas palabras estremeció su cuerpo un sollozo que no logró dominar y sólo esperó poder ocultar.

Ellos no se dieron cuenta.

Esto es una locura, se dijo incrédulo. No tiene ningún sentido.

¡La luz eterna!

Los temores y esperanzas, continuó en su interior una voz tranquila e implacable; de todos estos años, dijo en voz baja.

Se encuentran en ti esta noche, susurró; y en medio de una ancha llanura, en medio de la ciudad oscura y silenciosa, bajo la losa de una luz sin sombras, vio al hombre muerto y, al verlo, se golpeó el muslo con los puños con todas sus fuerzas.

Lo único que podía oír en este mundo eran sus pasos; su padre y su madre, pensó, ni siquiera podían oír eso.

La ayudó a bajar de la acera —ese traqueteo lento e irregular de sus pequeños pies— y a cruzar ese espacio de luz implacable.

La ayudó a llegar a la acera opuesta, y siguieron tras sus sombras absurdas hasta que todo, de nuevo, fue una sola sombra.

Ninguno de los tres habló en todo el camino; cuando llegaron a la esquina que debían doblar para llegar a casa, fue como si los tres hablaran admitiendo el hecho, porque los dos hombres aumentaron suavemente la presión de su mano sobre el codo de la mujer mientras ella, inclinando la cabeza, apretaba las manos de ambos contra sus costados. Bajaron la empinada cuesta caminando aún más despacio y tensando las rodillas, vieron la única luz que permanecía encendida y entraron en su casa, como ladrones, por la puerta de atrás.

• • •

Se pararon al pie de la escalera.

—Mary —preguntó Hannah—, ¿hay algo que pueda hacer?

Quieres subir conmigo, cayó en la cuenta Mary.

—Creo que prefiero estar sola —dijo—. Pero gracias. Gracias, tía Hannah.

—Llámame si quieres algo. Ya sabes que tengo el sueño ligero.

—Estaré bien, de verdad.

—Mañana descansa. Yo me ocuparé de los niños.

Mary la miró con los ojos brillantes y dijo:

—Tía Hannah, tendré que decírselo.

Hannah asintió y suspiró:

—Sí. Buenas noches —dijo, y besó a su sobrina—. Que Dios te bendiga —dijo con la voz rota.

Mary la miró fijamente y dijo:

—Que Dios nos ayude a todos.

Se volvió, subió la escalera y luego, justo antes de desaparecer, se inclinó sonriendo y susurró:

—Buenas noches.

—Buenas noches, Mary —susurró Hannah.

Apagó la luz del vestíbulo y la de la sala, entró en el dormitorio iluminado, bajó el estor y cerró las puertas. Se quitó el vestido, lo dejó sobre el respaldo de una silla, se sentó en el borde de la cama para desatarse los cordones de los zapatos y dudó un momento hasta que recordó con seguridad que había apagado las luces de la cocina y el baño. Se puso el camisón sin meter los brazos por las mangas y acabó de desnudarse bajo él; era demasiado grande y tenía que recogerlo y levantarlo en torno a ella. Se arrodilló junto a la cama, rezó un padrenuestro y un avemaría y descubrió que su corazón y su mente estaban vacíos de oraciones e incluso de sentimientos. Que las almas de los fieles, intentó decir; apretó los dientes y, un momento después, rezó furiosa: que las almas de todos lo que han vivido y han muerto en el seno de la fe o fuera de ella descansen en paz. Y, especialmente, la suya. Fulmíname, pensó. Lanza sobre mí tus rayos. No me importa. No puede importarme.

Perdóname si me equivoco, pensó. Si puedes. Si quieres. Pero eso es lo que siento y se acabó.

De nuevo su corazón y su mente estaban vacíos; aun ahora, cuando sentía el aliento del abismo, no podía experimentar otra cosa, nada le importaba y nada temía.

Señor, creo en Ti. No permitas que caiga en la incredulidad.

Pero ni siquiera sé si creo.

No puedo rezar, Señor. Ahora no. Trata de perdonarme. Estoy demasiado cansada y demasiado abatida.

Treinta y seis años.

Treinta y seis.

Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué ha de ser un momento mejor que otro? Dios sabe que esto no es un lecho de rosas, no lo creó para que lo fuera.

En tus manos encomiendo mi espíritu.

Hizo la señal de la cruz, subió el estor, abrió la ventana y se acostó. Mientras sus pies desnudos se deslizaban entre las sábanas limpias y sentía su frescor y su suave limpieza bajo ella y sobre ella, por un momento tembló y sintió una gran soledad y recordó haber tocado la mejilla de su madre muerta.

Oh, ¿por qué estoy viva?

Se quitó las gafas, las dejó cuidadosamente a su alcance junto a la lámpara y apagó la luz. Se estiró sobre la espalda, cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos.

Esta noche ya no puedo preocuparme de nada más, se dijo. Dios tendrá que ocuparse de todo.

Hasta mañana.

Mary no se molestó en encender la luz; podía ver bastante bien con la que entraba por las ventanas. Se puso el camisón, se desnudó bajo él, dejó la puerta entreabierta a causa de los niños y se metió en la cama antes de darse cuenta de que eran las mismas sábanas y antes de recordar que no había dicho sus oraciones. ¡Y durante cuánto tiempo había deseado quedarse a solas sólo para eso!

No pasa nada, se dijo en un susurro; no pasa nada, susurró en voz alta. Quería decir con eso que estaba segura de que Dios entendería que no podía rezar y la perdonaría, pero se dio cuenta de que también quería decir que todo estaba bien, todo, que realmente todo estaba bien. Que se haga tu voluntad. Todo está bien. Realmente bien. Permaneció muy derecha de espaldas con las manos abiertas y las palmas hacia arriba junto a los costados, y, en medio de la oscuridad sutilmente iluminada, apenas pudo distinguir una mancha familiar que en distintas ocasiones le había parecido un peñasco, un galeón, un pez o una cabeza siniestra. Esta noche era sólo una mancha con un ojo carente de significado. Le pareció que, postrada, caía hacia atrás y hacia abajo a través de toda la eternidad; no le importó. Sin preocupación alguna oyó que una voz hablaba en su interior: desde las profundidades te he llamado, oh Dios. Escúchame, Señor, dijo uniéndose a la voz. Permite que tus oídos oigan mi queja. La primera voz no dijo nada más y, consciente de su presencia silenciosa, Mary continuó, susurrando en voz alta: Si tú, Señor, castigas nuestros errores con tanta severidad, ¿quién podrá soportarlo? Y con estas palabras comenzó a llorar copiosa y calladamente, y sus manos, con las palmas vueltas ahora hacia abajo, se movieron a lo ancho de la cama.

¡Oh, Jay, Jay!

Bajo la tapadera del hervidor el agua estaba tibia; una por una, las últimas burbujas reventaron y desaparecieron a lo largo del firmamento curvado.

Hannah yacía boca arriba con las manos cruzadas; en las profundas cuencas de sus ojos, bajo párpados tan frágiles como membranas, sus ojos eran auténticas esferas. No quedaban arrugas en su cara; podría haber sido una mujer joven. Tenía la boca abierta y cada espiración era un suspiro ligero.

Mary yacía mirando el techo; ¿quién podrá soportarlo?, susurró.

Silencio.

Una tras otra, un millón tras otro, hasta la última hoja de aquella parte del mundo se movió presagiando la aurora.

La casa de Rufus se encontraba en el camino del colegio de un barrio de tamaño considerable, y pocos minutos después de que su padre se despidiera de él con un movimiento de la mano y desapareciera, las aceras se llenaban de otra cosa tan emocionante para la vista como eran los niños y niñas que ya tenían edad para ir a clase. Al principio, Rufus se contentó con mirarlos por la ventana; eran criaturas que pertenecían a un mundo apenas imaginable; él no conocía a nadie que tuviera siquiera edad suficiente como para ir a un jardín de infancia. Más tarde sintió con respecto a ellos una mayor afinidad, una mayor curiosidad, una gran envidia y una considerable admiración. Aún no se imaginaba que algún día podría llegar a ser uno de ellos, pero comenzó a sentir que, en cualquier caso, de algún modo pertenecían a su misma especie. Empezó a salir hasta el jardín, luego hasta la acera, incluso, con el tiempo, hasta la esquina, donde podía verlos llegar por tres caminos diferentes. Le fascinaba su aspecto, los chicos tan bien vestidos, las chicas casi tan arregladas como si fueran a una fiesta. Casi todos iban en grupos de dos o de tres y se llamaban a menudo los unos a los otros. Era evidente que se conocían bien; todos ellos formaban parte de un mundo. Y todos llevaban libros de diferentes colores y tamaños, los almuerzos preparados en paquetes o en cajas, los lápices en otras cajas diferentes, o todo junto en una mochila. Le encantaba la forma en que llevaban esas cosas; les confería una dignidad y un significado extraordinarios; era la marca que los distinguía como pertenecientes a un mundo privilegiado. Admiraba y envidiaba especialmente la forma en que los chicos que llevaban los libros sujetos por unas tiras de lona marrón podían columpiarlos en el aire, excepto cuando los blandían sobre su cabeza. Entonces se asustaba y se sorprendía mucho, y el niño que había fingido ir a golpearle, y cualquier otro que lo hubiera visto, se reían al ver la expresión de temor y sorpresa en su cara, y él se sentía desconcertado y triste ante sus risas.

Pero eso no ocurría con tanta frecuencia como para desanimarle, y acudir a la esquina a la hora en que iban al colegio y a la hora en que volvían se convirtió para él en una costumbre casi tan gozosa y excitante, a su manera, como atisbar la llegada de su padre por la tarde. A veces, cuando su mirada se cruzaba con la de alguno de ellos, hasta llegaba a decir «Hola», impulsado tanto por su vergüenza como por su deseo de establecer comunicación. Por supuesto, sólo muy raramente le contestaban; los niños se limitaban a mirarle un segundo o dos con una mirada que unas veces expresaba interés y otras, las más, frialdad, y las niñas, dependiendo de su edad y de su carácter, o se reían de una forma que le llevaba a desviar la mirada rápidamente o hacían como si ni siquiera le hubieran visto u oído. Pero como, después de todo, no había esperado ninguna respuesta, le resultaba extraordinariamente agradable que, de vez en cuando, un niño mayor le sonriera y le dijera «Hola»; algunas veces, hasta extendían el brazo y le revolvían el pelo. En una ocasión en que saludó a unas chicas mucho mayores que él, una de ellas gritó con esa voz extraña, empalagosa, que había oído antes en mujeres adultas: «¡Oh, mirad qué niño tan mono!».

Durante unos momentos se sintió violento pero también agradablemente halagado; luego oyó a unos cuantos chicos gritar las mismas palabras, pero no sinceramente, sino con un odio y un desprecio que le horrorizaron y le hicieron desear ser invisible.

Nunca llegó a saber los nombres de más de dos o tres de aquellos niños, porque la mayoría vivían a unas cuantas manzanas de distancia, pero bastantes, con el tiempo, llegaron a conocerle muy bien. Casi siempre se le acercaban con la misma pregunta: «¿Cómo te llamas?». A él le parecía raro que olvidaran su nombre de un día para otro, porque siempre lo decía con una claridad perfecta, pero pensaba que si lo habían olvidado y volvían a peguntárselo, él debía volver a decírselo, y cuando lo hacía, cortésmente, todos se reían. Al poco tiempo empezó a darse cuenta de que si se lo preguntaban, día tras día, no era porque lo hubieran olvidado, sino para tomarle el pelo. Así que empezó a tener más cuidado. Cuando le preguntaban «¿Cómo te llamas?», se avergonzaba y decía: «Sabes muy bien mi nombre, sólo quieres tomarme el pelo».

Algunos se reían con disimulo, pero, invariablemente, el niño que le había preguntado decía muy serio y educado, «No, no sé cómo te llamas, nunca me has dicho tu nombre», y él empezaba a preguntarse si se lo habría dicho o no.

—Sí te lo he dicho —contestaba—. Me acuerdo. Te lo dije anteayer.

Y volvían las risas disimuladas, pero el que había preguntado se mostraba aún más serio y amable, y uno o dos de los niños que iban con él parecían igualmente serios, y el que había preguntado decía:

No, de verdad. No fue a mí a quien se lo dijiste. Yo no sé cómo te llamas.

Y uno de los otros chicos decía, muy razonablemente:

Oye, si supiera cómo te llamas no te lo preguntaría, ¿no?

Y entonces Rufus decía:

—Sólo queréis tomarme el pelo. Todos sabéis cómo me llamo.

Y uno de los otros decía:

—A mí se me ha olvidado. Lo sabía, pero se me ha olvidado del todo. Si lo supiera lo diría, pero no lo recuerdo.

Y también él parecía muy sincero. Y el primero que le había preguntado decía casi suplicando y con una expresión muy amable:

Venga, dinos cómo te llamas. Quizá se lo dijeras a él, pero ya no se acuerda. Si se acordara me lo diría, ¿no? ¿Verdad que me lo dirías?

—Si me acordara, claro que te lo diría. Me gustaría que volvieras a decírmelo.

Y dos o tres niños más, con el mismo tono de amabilidad, respeto e interés, intervenían en la conversación:

Venga, dinos cómo te llamas.

A él le sorprendían mucho esa amabilidad y ese interés, porque en ninguna otra ocasión parecían tratarle así, pero los creía auténticos. Y después de pensarlo un momento, mirando con atención y seriedad al niño que había olvidado su nombre, decía:

—¿Prometes que de verdad se te ha olvidado?

Y devolviéndole la mirada con la misma seriedad, él contestaba:

—Te doy mi palabra.

Entonces algunos volvían a reírse disimuladamente y Rufus se daba cuenta de que unos cuantos le estaban tomando el pelo, pero si no eran los principales protagonistas de la escena no le importaba demasiado. Así que no hacía caso de las risas y decía a los chicos que le miraban amables y serios:

—¿Me prometéis que de verdad no me estáis tomando el pelo?

Y ellos se lo prometían. Y entonces Rufus decía:

—Si os lo digo, ¿me prometéis que haréis todo lo posible por recordarlo y no volver a preguntármelo?

Y ellos decían que claro que sí y le daban su palabra. En el último momento, cuando estaba a punto de decírselo, experimentaba una duda tan súbita y profunda acerca de su sinceridad que se resistía a seguir, pero siempre pensaba: «Quizá lo digan en serio. Y si es así, no estaría bien no decírselo». Así que siempre se lo decía. «Bueno —decía siempre sin estar totalmente convencido, y repetía su nombre en un tono especialmente tímido y apagado (casi había llegado a sentir que su nombre sufría físicamente en esas ocasiones y no quería dejar que volvieran a hacerle daño)—, bueno, me llamo Rufus.»

Y en el mismo instante en que el nombre salía de su boca se daba cuenta de que habían vuelto a engañarle, de que ni uno solo había sido sincero, porque en aquel mismo instante todos ellos gritaban a pleno pulmón con una alegría feroz, como si todo el grupo se rompiera en pedazos lanzando violentamente sus fragmentos por todo el barrio, mientras gritaban su nombre con regocijo y, al parecer, con una especie de desprecio; y muchos de ellos gritaban también un verso que parecían encontrar gracioso aunque Rufus no lograba entender por qué:

Rufus Rastus Johnson Brown,

¿qué vas a hacer cuando llegue el alquiler?

mientras otros gritaban: «Es un nombre de negro, es un nombre de negro», y cantaban un verso que él les había oído corear detrás de niños de color y hasta de algunos adultos:

Un negro, negro como un tizón,

en un tranvía quiso montar,

el tranvía se estropeó

y él quiso su dinero recuperar.

Tres o cuatro, en lugar de correr, se quedaban gritándole su nombre y esos versos y la palabra «negro» mientras le clavaban el dedo índice en el pecho y en el estómago y en la cara, y él, avergonzado y seguido por los gritos, andaba tristemente hacia su casa.

Aquello le desconcertaba profundamente. Si, como parecía, sabían su nombre, ¿por qué volvían a preguntárselo como si nunca lo hubieran oído o como si no pudieran recordarlo? Lo hacían sólo para reírse de él. ¿Pero por qué querían reírse de él? ¿Por qué les divertía tanto? ¿Por qué era tan divertido fingir ser amable y estar interesado, y fingirlo hasta el punto de que otro te creyera a pesar de sí mismo, sólo para demostrar que le habías engañado una vez más, porque si esta vez tú se lo habías preguntado sinceramente, él no quería dejar de decírtelo si de verdad parecía que tenías tanto interés en saberlo? ¿Por qué cuando unos cuantos le preguntaban, y otros les apoyaban o sólo miraban, flotaba en el aire en torno a ellos una especie de fuerza tensa y extraña que les hacía parecer muy unidos mientras que él se sentía muy solo y deseoso de caerles bien, de sumarse a ellos? ¿Por qué seguía creyéndoles? Sucedía una y otra vez, y Rufus no podía recordar una sola ocasión en que se hubieran mostrado solícitos, y simpáticos, y amables, y que al final no hubiera resultado que no eran en absoluto sinceros. Los que de verdad eran simpáticos, los que nunca le engañaban ni se reían de él eran unos cuantos chicos de los más mayores, que nunca parecían ni tan interesados ni tan amables y sólo le decían «Hola» y le sonreían al pasar, o quizá le revolvían el pelo o le daban un ligero puñetazo, no para hacerle daño ni para asustarle, sino sólo jugando. Ellos eran diferentes; nunca le prestaban tanta atención ni parecían tan afectuosos, pero eran buenos con él mientras que los otros eran malos con él todo el tiempo. Pero siempre era igual. Cuando empezaban, él se sentía absolutamente seguro de que esta vez no cedería; pero en cada ocasión, mientras ellos hablaban, cada vez se sentía menos seguro. Y cuanto menos seguro estaba, más seguro estaba, lo cual le confundía y le molestaba, y cuanto más seguro estaba de que toda esa aparente amabilidad no era más que engaño y maldad, más ansiosamente estudiaba sus caras con la esperanza de que esta vez fueran sinceros. Cuanto menos les creía, más le impulsaban a creerles y más fácil le resultaba hacerlo. Y cuanto más solo se sentía, más deseaba sentir que no estaba solo, sino que era uno de ellos. Y cada vez que finalmente cedía, se sentía más seguro, justo antes de ceder, de que no volvería a arriesgarse. Y cada vez que decía finalmente su nombre, lo decía un poco más tímidamente, un poco más azarado, hasta que comenzó a sentir una especie de vergüenza por llamarse así. La forma en que todos le gritaban, y gritaban ese verso que tanto les hacía reír, le llevó a pensar que el nombre en sí debía de tener algo de malo, de manera que a veces, hasta en su propia casa, cuando su madre lo decía y él lo oía de improviso, sentía una especie de oscuro estremecimiento de vergüenza. Pero cuando preguntó a su madre si Rufus era realmente un nombre de negro y por qué les hacía reír a todos, ella se volvió bruscamente y le dijo con una voz cortante, como si estuviera acusándole de algo: «¿Quién te ha dicho eso?», y él contestó, temeroso, que no sabía quién, y ella dijo: «No hagas caso. Es un nombre antiguo muy bonito. Hay hombres de color que se llaman así también, pero eso no tiene nada de malo y no tiene por qué avergonzarles, ni a ellos ni a los blancos. A ti te pusimos ese nombre porque era el de tu bisabuelo Lynch, y es un nombre del que debes estar orgulloso. Y Rufus, no vuelvas a decir la palabra “negro”».

Pero él pensó que aunque quizá ella estuviera orgullosa de ese nombre, él no lo estaba. ¿Cómo podía uno estar orgulloso de un nombre del que todos se reían? En una ocasión en que los chicos alborotaban menos de lo habitual y uno le dijo con calma «Ése es un nombre de negro», él había tratado de mostrarse orgulloso y había dicho, «No es verdad; es un nombre antiguo muy bonito y lo he heredado de mi bisabuelo Lynch», y entonces ellos gritaron: «Así que tu abuelo también es negro», y salieron corriendo calle abajo vociferando: «Rufus es negro, el abuelo de Rufus es negro, es negro, es negro», y él había gritado tras ellos: «¡No es verdad, era mi bisabuelo y no era negro!»; pero después de aquello a veces empezaban la conversación preguntando: «¿Cómo está tu abuelo negro?», y él tenía que volver a explicar que no era su abuelo sino su bisabuelo, y que no era de color, pero ellos, al parecer, no le hacían ningún caso.

No entendía por qué les divertía tanto ese juego ni por qué tenían que fingir tanta amabilidad y tanto interés sólo para engañarle otra vez cuando él sabía que ellos sabían que no debían hacerlo, pero poco a poco empezó a ver con claridad que, por mucho que fingieran, sus intenciones eran siempre malas, y que la única forma de defenderse era no creerles nunca y no hacer lo que le pedían que hiciera. Y con el tiempo descubrió que, por mucha que fuera la amabilidad con que se lo preguntaban, no conseguían engañarle; él no les decía su nombre y eso hacía que se sintiera mucho mejor, excepto que ahora, al parecer, habían perdido gran parte de su interés por él. No quería que pasaran de largo sin mirarle siquiera, o que sólo le dijeran algo desagradable o despectivo, fingiendo tan perfectamente que iban a golpearle con sus libros que él tenía que agacharse; sólo quería que no le engañaran ni se burlaran de él; sólo quería que fueran simpáticos con él y caerles bien. Y para conseguirlo siguió dispuesto a hacer lo que fuera necesario, excepto una cosa, decirles su nombre, algo que claramente no era conveniente hacer. Y así, mientras no le preguntaran su nombre (y ellos comprendieron pronto que esa broma ya no funcionaba), siguió esperando contra toda esperanza que no trataran de engañarle ni de reírse de él de ninguna otra forma. Ahora se acercaban a él muy serios, los mayores, y decían, como si se tratara de algo muy importante:

Rufus Rastus Johnson Brown,

¿qué vas a hacer cuando llegue el alquiler?

Siempre pensaba que, cuando decían eso, seguían riéndose de él a causa de su nombre; pronunciaban «Rastus» en un tono que le hizo comprender que los dos nombres les disgustaban y que los despreciaban, y no podía entender por qué le daban tantos nombres cuando él sólo tenía uno y su apellido era Follet. Pero al menos ahora sabían cómo se llamaba. Aunque la mayoría le llamara «Rufián» en vez de Rufus, al menos no fingían ignorar su nombre; la cosa ya no era tan grave. Además, lo que hacían ahora era preguntarle una cosa: «¿Qué vas a hacer cuando llegue el alquiler?». Y aunque la pregunta era siempre la misma y no tenía ningún sentido, parecía que estaban muy interesados en saberlo. Si él pudiera contestarles, podría decirles algo que ellos no sabían, y entonces les caería bien y no se reirían de él. Pero se dio cuenta de que con esa pregunta también se reían de él. La verdad era que no tenían ningún interés en saber la respuesta. ¿Cómo podían querer saber la respuesta si la pregunta no tenía ningún sentido? ¿Qué era un alquiler? ¿Cómo sería cuando llegaba? Probablemente era algo muy malo, o quizá parecía bueno pero resultaba ser malo cuando descubrías lo que era. ¿Y qué hacía uno cuando llegaba? ¿Qué podía hacer uno si ni siquiera sabía qué aspecto tenía? ¿Y si fuera sólo una invención, nada vivo, sólo un cuento? Quería preguntar qué era el alquiler, pero sospechaba que eso era exactamente lo que ellos querían que preguntara, y que cuando lo hiciera, si llegaba a hacerlo, resultaría que todo aquello no era más que una trampa de algún tipo, una broma, y que al preguntar había hecho algo ridículo o vergonzoso. Así que ahora era lo bastante sensato como para no hacer una cosa: preguntar qué era el alquiler, y aquélla era también una de esas cosas sobre las que estaba seguro de que no debía preguntar tampoco a su padre o a su madre. De manera que cuando ahora se acercaban a él, siempre sabía que iban a hacerle esa pregunta tan tonta, y cuando se la hacían se mostraba obstinado y tímido, decidido a no preguntar qué era el alquiler; y una vez que le habían hecho la pregunta y se quedaban contemplándole con una mirada curiosa y fría, como si tuvieran hambre, él les devolvía la mirada hasta que se sentía demasiado violento, y entonces veía cómo empezaban a sonreír de una forma que quizá fuera cruel o quizá fuera amable, y por si era amable, él sonreía también, inseguro, y miraba al suelo y murmuraba: «No lo sé», lo cual parecía divertirles casi tanto como cuando les decía su nombre, aunque no se reían tan fuerte; y entonces, algunas veces, se apartaba de ellos, y con el tiempo supo que no debía contestar esa pregunta del mismo modo que no debía contestar cuando le preguntaban cuál era su nombre.

Cuando se alejaba de ellos, o cuando se negaba a contestar, se daba cuenta de que, de algún modo, les había vencido, pero también se sentía desconsolado y solo, y a veces, a causa de eso, volvía atrás cuando ya se había apartado un poco, y miraba, y ellos se acercaban, y le rodeaban de nuevo, y otras veces, cuando seguía alejándose, aún se sentía más triste y más solo, tanto que pasaba entre las casas para llegar al jardín trasero de la suya y se quedaba allí porque no le gustaba que ni siquiera su madre le viera así. Empezó a pensar en aquella esquina con tanta tristeza como esperanza, y en ocasiones no iba; pero cuando volvía a ella después de no haber ido unas cuantas veces, le preguntaban dónde había estado y por qué no había acudido el día anterior, y entonces él no sabía qué contestar, a pesar de que le animara a hacerlo el hecho de que le hablaran de un modo que daba lugar a pensar que de verdad les importaba dónde hubiera estado. Pero a los pocos días las cosas comenzaron a cambiar. Los niños mayores y más perspicaces se dieron cuenta de que el juego había cambiado, y de que si querían contar con que Rufus estuviera allí y que siguiera siendo tan tonto como había sido siempre, tenían que parecer mucho más amables; y los más estúpidos, al ver lo bien que funcionaba aquella nueva táctica, les imitaron lo mejor que pudieron. Rufus empezó a sospechar muy pronto de la sinceridad de sus más flagrantes exageraciones de amabilidad, pero los chicos más sutiles descubrieron, con extraordinaria delicia, que bastaba con variar ligeramente el cebo de vez en cuando para lograr engañarle. Él siempre estaba dispuesto a complacerles. Cómo había empezado aquello, ninguno lo sabía ni a ninguno le importaba, pero todos sabían que si insistían lo suficiente él les cantaría su canción y sería tan tonto como para pensar que de verdad les gustaba. Ellos le decían: «Canta una canción, Rufián», y él les miraba como si supiera que se estaban riendo de él y decía: «¡Bah, no queréis oírla!».

Y entonces ellos decían que claro que querían oírla porque era una canción muy bonita, mejor que las que ellos sabían, y que también les gustaba cómo bailaba cuando la cantaba. Y como desde el principio se habían esforzado por escuchar la canción con respeto y amabilidad aparentes, era muy fácil persuadirle. Y así, sintiéndose extraño y tonto, no porque pensara que estaban engañándole o riéndose de él, sino porque con cada repetición se sentía más tonto y menos seguro de que la canción fuera tan bonita o tan agradable como él quería creer, les dirigía una última mirada cargada de inquietud, la cual les divertía especialmente, y luego levantaba los brazos y daba vueltas y vueltas mientras cantaba:

Soy una abejita muy, muy laboriosa,

soy una abejita que en el trébol canta.

Mientras cantaba y bailaba podía oír a través de sus propias palabras unas cuantas risitas oscuras de incredulidad, pero casi todas las caras que veía cuando giraba, las de los mayores, eran serias, atentas y sonrientes, lo cual compensaba el desprecio que veía en los rostros de los medianos; y cuando había acabado y estaba recuperando el aliento, los mayores aplaudían con verdadera aprobación y decían: «Es una canción muy bonita, Rufus, ¿quién te la ha enseñado?».

Y de nuevo él sospechaba que había mala intención en esa pregunta y se negaba a decir nada hasta que le habían engatusado lo suficiente, y entonces decía: «Mi mamá»; y al llegar a ese punto algunos de los más pequeños podían estropearlo todo con sus gritos y sus risas, pero a menudo, aun cuando lo hacían, los mayores podían salvar la situación gritando severamente: «¡Callaos! ¿Es que no sabéis apreciar una bonita canción?» y, volviéndose hacia él con caras que aislaban a los pequeños y le incluían a él entre los mayores, decían: «No les hagas caso, Rufus, son unos ignorantes y no saben nada de nada. Tú canta esa canción». Y entonces otro intervenía: «Sí, Rufus, vuelve a cantarla. Es una canción muy bonita»; y un tercero añadía: «Y no te olvides de bailar»; y para esta audiencia, tan reducida como selecta, él volvía a repetir su actuación.

Al llegar a este punto, uno solía decir de pronto: «Vamos, tenemos que irnos», y, tan bruscamente como si alguien hubiera apartado la silla en que se disponía a sentarse, le dejaban completamente solo; ni siquiera aplaudían antes de marcharse. Pero algunos de los chicos que le miraban con expresión más amable tenían buen cuidado de decirle antes de irse: «Gracias, Rufus, ha sido muy bonito», y de añadir: «No te olvides de estar aquí mañana», lo cual compensaba con creces aquella duda que producía en él siempre una gran perplejidad. ¿Por qué se iban siempre tan corriendo? ¿Por qué se volvían a mirarle entre risas, hablando en voz baja con las cabezas juntas y con esas súbitas carcajadas? Casi parecía que se estuvieran riendo de él. Y en una ocasión en que uno de los niños mayores levantó los brazos de pronto y empezó a dar vueltas en medio de la calle cantando con voz chillona «Soy una abejita muy, muy laboriosa», supo con seguridad que no les había gustado su canción ni les había gustado él por cantarla. Pero si no les gustaba, ¿por qué le pedían que la cantara? Y luego, otra vez, oyó que uno de ellos, al final de la manzana, gritaba: «Mi mamá», y sintió como si algo le perforara el estómago, y todos se echaron a reír, y entonces supo casi con total seguridad que, al menos para esos chicos, todo aquello no era más que una especie de broma perversa. Pero entonces recordó lo amables que habían estado aquellos que a él le caían mejor y en los que más confiaba, y pensó que ellos no trataban de reírse de él de ninguna manera.

Pero al poco tiempo empezó a dudar también de éstos. Quizá se mostraban siempre tan amables sólo para conseguir que hiciera cosas que él no haría si sólo se mostraban amables algunas veces y así poder reírse de él. Pero si eran amables con él todo el tiempo, tenía que ser porque eran sinceros. Y sin embargo, por la forma en que se reían los otros, lo que él hacía tenía que estar mal o ser una tontería. Tendría mucho más cuidado. Tendría mucho cuidado de no hacer ni decir nada de lo que le pidieran, a menos que estuviera seguro de que se lo pedían con auténtica amabilidad y sinceridad. Ahora, incluso a los niños que le caían mejor los miraba con una cautela muy especial, y ellos se dieron cuenta de que, a menos que fueran mucho más astutos, iban a estropear el juego otra vez. Empezaron a prometerle recompensas, una pastilla de chicle, el cabo de un lápiz, tiza o un caramelo, y eso parecía convencerle. Con frecuencia, los menos astutos no le daban la recompensa prometida, lo cual, naturalmente, era más divertido, pero los más listos cumplían siempre, de forma que con ellos él nunca se negaba. De hecho, la cosa era tan fácil que empezó a aburrirles. Comenzaron a valorar las bromas que le gastaban los más estúpidos, como ponerse uno a cuatro patas detrás de él cuando bailaba mientras otro le empujaba hacia atrás, pero eran lo bastante inteligentes como para no participar en ellas, como para fingir censurarlas, como para ayudarle siempre a levantarse, como para sacudirle el polvo con la mano y consolarle si se había dado un golpe en la cabeza y lloraba, como para ocultar siempre su delicia y su asombro ante su absoluto desconcierto y su absoluta credulidad, y como para ocultar su desprecio y su asombro ante su completa falta de valor para revolverse contra sus verdugos, su incapacidad, incluso, de manifestar un enfado fuerte y verdadero. Y como siempre estaban allí y siempre parecían estar de su parte, podían mantenerle lo suficientemente engañado como para que él volviera a caer en la trampa más de lo que habría caído cualquiera que hubiera estado en su sano juicio.

Los de más edad comenzaron a avergonzarse vagamente y también a aburrirse. Eran mucho mayores y más listos que él; hasta los más pequeños eran lo bastante mayores como para que no resultara sorprendente que Rufus cayera siempre en el engaño y nunca se revolviera contra ellos. Pensaron que esa cancioncilla, por ejemplo, era demasiado ñoña como para resultar divertida por más tiempo. Pensaron que deberían hacer cosas más violentas. Pero ellos no podían hacerlas. Si le demostraban que no estaban de su parte, la diversión se acabaría. Y aunque no se acabara, sabían que sería injusto hacer cosas realmente violentas, cosas que inevitablemente exigirían una respuesta violenta, a un niño tan pequeño, por muy tonto que fuera. Además, tenían indicios suficientes para pensar que aunque le impulsaran a pelear, él no tendría valor suficiente para hacerlo, que ni siquiera se daría cuenta de que era lo obligado. Pero tenían curiosidad por ver qué ocurriría. Y así fueron dejando más y más el campo libre a los niños más pequeños, más crueles y más tontos. Pero fue inútil. Él se limitaba a mirarles con sorpresa, dolor y reproche, se levantaba y se iba; y si alguno de los mayores que normalmente se mostraban amables le consolaba demasiado, él estallaba en sollozos que a la vez les disgustaban y les deleitaban.

Con el tiempo encontraron la fórmula perfecta: incitar a niños tan pequeños como él a hacerle objeto de burlas que otros de más edad no habrían tenido derecho a poner en práctica.

• • •

Después de comer acostaron a los bebés y a los niños, excepto a Rufus, para que durmieran un poco, y su madre pensó que él debía dormir también, pero su padre dijo que no, que él no tenía que hacerlo, así que le permitieron seguir levantado. Se quedó en el porche con los hombres. Estaban tan hartos de comida y tan soñolientos que ni siquiera trataban de hablar, y él estaba tan harto y tan soñoliento que apenas oía ni veía, pero, medio adormilado a la sombra entre las rodillas de su padre, mientras trataba de mantener los ojos abiertos, oía el rumor sordo y perezoso de sus voces, y las voces más locuaces de las mujeres que hablaban en la cocina más animadamente, aunque siempre muy bajo para no despertar a los niños, y el entrechocar de los platos que fregaban, y, de vez en cuando, sus pasos aquí o allá por la habitación; y con los ojos medio cerrados y una mirada que el sueño desenfocaba, dejó que su atención vagara sobre el lento titilar de los millones de hojas de los árboles, y sobre el lento parpadeo de las hojas del maíz, y sobre las gallinas que, más cerca, picoteaban en la tierra del gallinero y en el borde desigual del suelo del porche, y todo flotaba, como en un sueño, en una brillante neblina plateada, y una baja colina alargada de un azul plateado aislaba todo de un cielo de un blanco azulado, y él se recostó en el pecho de su padre, y oyó el latido de su corazón y los gruñidos de su estómago, y notó la presión de sus rodillas en sus costados, y cuando quiso darse cuenta estaba abriendo los ojos y estaba viendo la cara de su madre, y estaba en la cama, y ella le decía que tenía que despertarse porque iban a visitar a su tatarabuela, que estaría deseando verles, especialmente a él, porque era su tataranieto mayor. Y él, y su padre, y su madre, y Catherine se acomodaron en el asiento delantero, y el abuelo Follet, y la tía Jessie y su bebé, y Jim-Wilson, y Ettie Lou, y la tía Sadie y su bebé se sentaron en el asiento de atrás, y el tío Ralph se quedó de pie en el estribo porque estaba seguro de que podía recordar el camino y porque no había más sitio en el interior, y avanzaron con mucho cuidado por la calle para que nadie sufriera sacudidas violentas, y antes de que llegaran a la carretera su madre pidió a su padre que parase un momento e insistió en que Ettie Lou fuera con ellos delante para que tuvieran más sitio atrás, y después de que insistiera un rato él accedió, y luego arrancaron de nuevo y su padre condujo el coche con tanto cuidado sobre los baches y hacia la carretera en dirección opuesta a LaFollette siguiendo las indicaciones de Ralph («sí, lo sé —dijo su padre—, hasta ahí lo recuerdo»), que casi no sintieron ninguna sacudida, y su madre comentó lo bien y lo cuidadosamente que conducía su padre cuando no se olvidaba y empezaba a correr demasiado, y su padre se ruborizó, y a los pocos minutos su madre empezó a dar muestras de inquietud, como si tuviera que ir al baño pero no quisiera decirlo, y poco después dijo:

Jay, lo siento muchísimo, pero creo que te estás olvidando.

—¿De qué? —dijo él.

—Quiero decir que corres demasiado, querido —dijo ella.

—Este trecho de carretera es bueno —dijo él—. Tengo que adelantar cuando la carretera es buena. —Aminoró un poco la marcha—. Si no recuerdo mal —dijo—, cerca de aquí hay tramos que no puedes cruzar ni en mula, ¿no es verdad, Ralph?

—¡Dios mío! —dijo su madre.

—Era una broma —dijo él—. No son tan malos. Pero aun así es mejor adelantar mientras podamos.

Y aumentó un poco la velocidad.

Al cabo de tres o cuatro kilómetros, el tío Ralph dijo: «Al salir de esta curva llegas a una bifurcación y doblas a la derecha», y llegaron a la bifurcación y entraron en un camino de tierra que se abría entre los árboles, y su padre fue un poco más despacio, y una fresca brisa los envolvió, y su madre comentó lo agradable que resultaba la sombra después de ese sol tan terrible, ¿verdad que sí?, y todos los mayores murmuraron que desde luego que sí, y casi inmediatamente salieron del bosque y recorrieron tres kilómetros de tierra abrasada con tocones y a veces árboles enteros que surgían del suelo angulosos y crueles, y había moras y madreselvas por todas partes, y, delante, una colina y su sombra. Y cuando llegaron a la sombra de la colina, el tío Ralph dijo en voz baja: «Ahora sigues hasta la colina, la rodeas por la izquierda y coges el camino de la derecha», pero cuando llegaron allí sólo había un camino a la izquierda y ninguno a la derecha, y su padre cogió el camino de la izquierda, y nadie dijo nada, y al cabo de un minuto el tío Ralph dijo:

—Supongo que no había mucho donde elegir, ¿no? —y se rió contrariado.

—Es verdad —dijo su padre, y sonrió.

—Me parece que no tengo tan buena memoria como creía —dijo Ralph.

—Lo estás haciendo muy bien —dijo su padre, y su madre lo dijo también.

—Habría jurado que había un camino en cada dirección —dijo Ralph—, pero hacía veinte años que no venía por aquí.

Por el amor de Dios, dijo su madre, pues si era así ya podía decir que tenía buena memoria.

—¿Cuánto hacía que no venías tú por aquí, Jay? —Jay no dijo nada—. ¿Jay?

—Estoy mirando —dijo él.

—Ahí tienes la desviación —dijo Ralph de pronto, y tuvieron que retroceder para tomarla.

Emprendieron un lento ascenso, largo y sinuoso, y Rufus oía sólo a medias, y apenas entendía la conversación desarticulada. Hacía casi trece años que su padre no iba por allí; la última vez, justo antes de trasladarse a Knoxville. Siempre había sido el favorito de su bisabuela. Sí, dijo el abuelo de Rufus, era verdad, siempre había sido su ojito derecho. Resultó que de todos los que iban en el coche, era el último que la había visto. Le preguntaron cómo estaba, como si la hubiera visto hacía un mes o dos. Él dijo que la salud le fallaba en muchos aspectos, le costaba sobre todo moverse, y, en cuanto al reumatismo, estaba bastante mal, pero de cabeza estaba como nueva, aunque no sabía cómo encontrarían ahora a la pobre mujer, era inútil decirlo. No, dijo el tío Ralph, eso era verdad; el tiempo volaba, ¿verdad que sí?; para cuando querías darte cuenta, había pasado un año. Ella no había visto nunca a los hijos de Jay, ni a los de Ralph, ni a los de Jessie, ni a los de Sadie; seguro que verlos iba a representar una gran alegría. Una gran alegría y una sorpresa. Seguro que sí, dijo su padre, suponiendo que aún pudiera reconocerles. ¿Incluso podría haber muerto?, quiso saber su madre. Oh, no, dijeron todos los Follet; si hubiera muerto, ellos se habrían enterado. De hecho sabían que estaba bastante desmejorada. A veces la pobrecilla perdía la memoria y lo confundía todo. Es lógico, dijo su madre, pobre señora. Preguntó cautelosamente si estaba bien atendida. Oh, sí, dijeron ellos. Desde luego que sí. Sadie vivía prácticamente dedicada a ella. Sadie era la hermana mayor del abuelo Follet y la pequeña Sadie se llamaba así por ella. Vivía con la anciana atendiéndola, noche y día. Qué maravilla, dijo su madre. Era la única que podía hacerlo, dijeron todos de acuerdo. Los demás se habían casado y se habían ido, y la abuela, aunque todos se lo ofrecieron una y otra vez, no quiso ir a vivir con ninguno de ellos porque se negaba a dejar su casa. He criado a mis hijos aquí, había dicho, he vivido aquí toda mi vida desde que tenía catorce años y quiero morirme aquí; hacía sus buenos treinta y cinco años, casi cuarenta, que había muerto su marido. ¡Por el amor de Dios!, dijo su madre, ¡y ya era una anciana entonces! Y su padre dijo solemnemente:

—Tiene ciento tres años. Ciento tres o ciento cuatro. No lo recuerda exactamente. Pero sabe que no nació ¿después de 1812. Y siempre ha supuesto que debió de nacer en 1811.

—¡Cielo santo, Jay! ¿De verdad? —Él asintió sin apartar la mirada de la carretera—. Imagínate, Rufus —dijo ella—. Imagínatelo.

—Es una señora muy, muy vieja —dijo su padre gravemente, y Ralph se mostró de acuerdo igualmente grave y orgulloso.

—¡Las cosas que tiene que haber visto! —dijo Mary con suavidad—. Indios, animales salvajes... —Jay se echó a reír—. Me refiero a animales que comen seres humanos, Jay. Osos, gatos monteses... cosas terribles.

—En estas montañas había gatos monteses, Mary. Los llamábamos «panteras». Cuando yo era niño todavía quedaban algunos por aquí. Y todavía hay osos, o eso dicen.

—¡Cielo santo, Jay! ¿Has visto alguna vez alguna? ¿Alguna «pantera»?

—Vi una a la que habían disparado.

—¡Dios mío! —dijo Mary.

—Era un bicho de aspecto terrible.

—Lo sé —dijo ella—. Quiero decir que estoy segura. Lo de tu bisabuela, no puedo creerlo... Es casi tan vieja como esta tierra, Jay.

Oh, no —dijo él riendo—. No hay nadie que tenga tantos años. Leí en algún sitio que estas montañas son las más viejas...

—Me refería a esta nación —dijo ella—. A Estados Unidos, quiero decir. Déjame ver... este país tenía casi la edad que tengo yo ahora cuando ella nació. —Todos calcularon un momento—. Ni siquiera tenía mis años —dijo ella triunfante.

¡Caramba! —dijo el padre de Jay—. No se me había ocurrido. —Meneó la cabeza—. ¡Caramba! —dijo—. Es cierto.

—Abraham Lincoln sólo tenía dos años —murmuró ella—. Quizá tres —rectificó—. Imagínate, Rufus —dijo al cabo de un momento—. Más de cien años. —Pero se dio cuenta de que él no podía entenderlo—. ¿Sabes quién es? —dijo—. Es la abuela del abuelo Follet.

—Es verdad, Rufus —dijo su abuelo desde el asiento trasero, y Rufus miró en tomo a él, capaz de creerlo pero no de imaginarlo, y el anciano sonrió y le guiñó un ojo—. No creías que ibas a oírme llamar a nadie abuela, ¿verdad?

—No —dijo Rufus.

—Pues hoy vas a oír cómo lo digo —dijo su abuelo—. En cuanto la vea.

Ralph empezó a murmurar entre dientes con aspecto de preocupación hasta que su hermano le dijo:

—¿Qué mosca te ha picado, Ralph? ¿Te has perdido?

Y Ralph dijo que no estaba seguro, que aún no podía jurarlo, pero que, maldita sea, en cualquier caso ya no estaba seguro de que ése fuera el camino.

¡Oh, Ralph, qué pena! —dijo Mary—. Pero no te preocupes. Quizá lo encontremos. Quizá pronto reconozcas alguna señal y podamos encontrarlo de nuevo.

Pero su padre, con expresión sombría y esforzándose por ser paciente, aminoró la marcha y finalmente paró en un lugar sombreado.

—Será mejor que lo resolvamos ahora mismo —dijo.

—No reconozco nada de por aquí —se lamentó Ralph—. Quiero decir que lo mejor será que volvamos atrás mientras aún recordamos el camino de vuelta. Podemos intentarlo otro domingo.

¡Oh, Jay!

—Lo siento mucho pero tenemos que estar de vuelta esta noche, no lo olvides. Podemos intentarlo otro domingo. Saliendo muy temprano.

Pero decidieron seguir adelante un poco más. Descendieron a un valle estrecho y alargado, a través de cuyos árboles podían ver ocasionalmente unas crestas oscuras. El camino seguía una dirección que Ralph consideraba casi con seguridad equivocada, y encontraron una cabaña que apenas se destacaba del bosque, como comentaron más tarde, en medio de lo que apenas podía llamarse un campo de maíz y que no era mayor que un corral; pero los que vivían allí, taciturnos y desconfiados, dijeron que no sabían nada de la anciana; y después de un largo trecho el valle se abrió un poco y Ralph empezó a pensar que quizá sí lo reconocía, sólo que, si era el mismo, no lo parecía, y de pronto una curva desembocó en una pradera medio arbolada y, a través de los árboles mecidos por la brisa, vislumbraron una casa gris y Ralph dijo: «¡Caramba!», y de nuevo: «¡Es ésa! Seguro que sí. Sólo que ésa es la parte de atrás», y su padre empezó a estar seguro también, y la casa se hizo más grande y la rodearon para ver la fachada delantera, y su padre, y su tío Ralph y su abuelo dijeron: «Seguro que sí», y seguro que era, y «Ahí está», y ahí estaba: una casa grande y gris construida a base de troncos, cerrada por una galería cubierta, y con un segundo piso de madera, y un enorme roble que surgía de la tierra apisonada, y un gran aro de hierro, la llanta de una carreta, colgado de un árbol con una cadena que la rama había engullido. Y a la sombra del roble, que era tan grande como todo el campo de maíz que acababan de ver, una anciana se levantó de una silla de cocina al doblar ellos lentamente para entrar en la zona de tierra apisonada, y otra anciana siguió sentada muy quieta en su silla.

La más joven de las dos era la tía abuela Sadie, quien los reconoció en el momento en que les vio y se acercó directamente al coche antes de que ellos hubieran bajado. «Dios bendito», dijo con una voz baja y áspera, y luego puso las manos sobre el borde del automóvil mientras sus ojos iban de uno a otro. Sus manos eran largas y delgadas y tan grandes como las de un hombre, con los nudillos hinchados y agrietados. Tenía los ojos negros, de mirada dura, y una tenue salpicadura morada en todo el lado izquierdo de la cara. Los miró de una forma tan seca y silenciosa, uno detrás de otro, que Rufus pensó que debía de estar enfadada con ellos. Luego empezó a asentir con la cabeza.

—Dios bendito —volvió a decir—. Hola, John Henry —añadió.

Hola, Sadie —dijo su abuelo.

Hola, tía Sadie —dijeron su padre y su tía Sadie.

Hola, Jay —dijo ella mirando severamente a su padre—, hola, Ralph —y miró del mismo modo a Ralph—. Supongo que tú eres Jess, y tú eres Sadie. Hola, Sadie.

—Ésta es Mary, tía Sadie —dijo su padre—. Mary, ésta es la tía Sadie.

—Me alegro de conocerte —dijo la anciana mirando fijamente a su madre—. Me imaginaba que debías de ser tú —añadió mientras su madre decía:

—Yo también me alegro mucho de conocerte.

—Éstos son Rufus y Catherine, y los hijos de Ralph, Jim-Wilson y Ettie Lou, y el hijo de Jessie, Charlie, que se llama así por su padre, y la hija de Sadie, Jessie, que se llama así por su abuela y su tía Jessie —dijo su padre.

—Dios bendito —dijo la anciana—. Venga, bajad de ahí.

—¿Cómo está la abuela? —preguntó su padre en voz baja sin moverse todavía.

—Todo lo bien que se puede esperar —dijo ella—, pero no os disgustéis si no os reconoce a ninguno. Puede que os reconozca o puede que no. La mitad de las veces ni siquiera me reconoce a mí.

Ralph meneó la cabeza y chascó la lengua contra el paladar.

—Pobrecilla —dijo mirando al suelo.

Su padre espiró lentamente hinchando las mejillas.

—Yo de vosotros me acercaría a ella con cuidado —dijo la anciana—. Hace una eternidad que no ve a tanta gente junta. Lo mismo que yo. Puede que se asuste si os acercáis todos de golpe armando ruido.

—Claro —dijo su padre.

—Sí —susurró su madre.

Su padre se volvió.

—¿Por qué no va a verla usted primero, padre? —dijo en voz muy baja—. Usted es el mayor.

—No es a mí a quien quiere ver —dijo el abuelo Follet—. Son los críos los que le harán más gracia.

—Supongo que es verdad, si es que se da cuenta —dijo la anciana—. Menuda alegría se llevó cuando supo que había nacido tu hijo —dijo a Jay—. Mary o no Mary. Más contenta que unas Pascuas estaba ella. Porque era el primero —le dijo a Mary.

Sí, lo sé —dijo Mary—. Hacía la quinta generación.

—¿Recibiste la postal, Jay?

—¿Qué postal?

—No —dijo Mary.

—Ella me dijo lo que tenía que escribir en una de esas postales y que la echara al correo para los dos, y eso es lo que hice. ¿No la recibisteis?

Jay negó con la cabeza.

—La primera noticia que tengo —dijo.

—Pues yo estoy segura de que la eché al correo. ¡Cómo no voy a acordarme si tuve que ir hasta Polly para comprarla y volver después para echarla!

—Pues nunca la recibimos —dijo Jay.

—¿A qué calle la enviaste, tía Sadie? —preguntó Mary—. Porque nos mudamos poco antes de...

—No la mandé a ninguna calle —dijo la anciana—. No sabía que tuviera que hacerlo con Jay trabajando en Correos.

—Dejé de trabajar en Correos hace mucho tiempo, tía Sadie. Antes de eso.

—Entonces supongo que eso fue lo que pasó. Porque yo la mandé a «Oficina de Correos, Cristóbal, Zona del Canal, Panamá». Y lo escribí bien claro. C-r-i...

—Oh —dijo Mary.

—Vaya —dijo Jay—. Tía Sadie, creí que lo sabías. Nos fuimos a vivir a Knoxville unos dos años antes de que naciera Rufus.

Ella le miró con gesto de enfado, levantó las manos lentamente del coche y las bajó de pronto con tanta brusquedad que Rufus se sobresaltó. Luego asintió varias veces sin decir nada. Al fin habló fríamente:

—Deberían echarme a pastar con los animales que ya no valen para nada —dijo—. O tirarme al suelo y pegarme dos tiros en la cabeza.

Vamos, tía Sadie —dijo Mary suavemente, pero nadie le hizo caso.

Un momento después la anciana continuó solemne mirando fijamente a Jay:

—Lo sabía tan bien como sé mi nombre, pero se me fue de la cabeza.

—Qué pena —dijo Mary compasiva.

—No es pena lo que siento —dijo la anciana—. Es asco.

—No he querido decir...

¡Aquí! —Se palmeó con fuerza el estómago antes de volver a poner la mano sobre el coche—. Si yo también empiezo así, ¿quién va a cuidar de ella?

—No es para tanto, tía Sadie —dijo Jay—. A todo el mundo le falla alguna vez la memoria. A mí me pasa también y no tengo ni la mitad de años que tú. Y deberías ver a Mary.

—Dios mío —dijo Mary—. Soy una despistada.

La anciana miró brevemente a Mary y volvió a mirar a Jay.

—No es la primera vez que me pasa —dijo—, ni de lejos. Sólo hace tres días... —se detuvo—. Pero hablar de sus problemas nunca ha ayudado a nadie —dijo—. Esperad aquí un momento.

Se volvió y se acercó a la otra mujer, se inclinó hacia su oído y dijo en voz alta pero sin gritar:

Abuela, tenemos visita.

Fijaron la vista en los pálidos ojos de la anciana, que todo ese tiempo habían estado posados en ellos a la leve sombra del ala de su cofia, inmóviles y apenas parpadeantes; querían ver si ahora cambiaban, pero no cambiaron. Ni siquiera movió la cabeza ni la boca.

—¿Me oyes, abuela? —La anciana abrió y cerró la boca hundida, pero no como si hablara—. Son Jay y su mujer y sus hijos. Han venido desde Knoxville para verte —dijo—, y entonces vieron que las manos de la anciana se deslizaban sobre su regazo, y su rostro se volvía hacia la otra mujer, y oyeron un tenue chasquido seco, pero ninguna palabra.

—Ya no puede hablar —dijo Jay, casi en un susurro.

Oh, no —dijo Mary.

Pero Sadie se volvió hacia ellos, brillantes sus ojos de mirada dura.

—Sabe quiénes sois —dijo en voz baja—. Acercaos.

Y ellos bajaron del coche y subieron, lenta y tímidamente, a la tierra apisonada.

—Le hablaré de los otros dentro de un momento —dijo Sadie.

—No queremos confundirla —explicó Ralph, y todos asintieron.

A Rufus le pareció un largo camino el que recorrieron para acercarse a la anciana, porque todos se movían tímidamente y con mucho cuidado, casi como si estuvieran en la iglesia.

—No gritéis —aconsejó tía Sadie—, porque eso le asusta. Sólo tenéis que hablarle alto y claro, pegados al oído.

—Lo sé —dijo Mary—. Mi madre también está muy sorda.

—Sí —dijo Jay. Y se inclinó para hablarle al oído—. ¿Abuela? —dijo, y luego retrocedió un poco hasta donde ella pudiera verle mientras su mujer y sus hijos les observaban, cogidos estos últimos de la mano de su madre. La anciana le miró directamente a los ojos pero su rostro no cambió; miraba como si contemplara un puntito situado a gran distancia, con una intensidad total pero también ociosa, como si lo que veía no fuera en absoluto asunto suyo. Su padre volvió a inclinarse, y la besó suavemente en la boca, y volvió a apartarse otra vez hasta donde ella pudiera verle y sonrió un poco, ansiosamente. El rostro de la anciana se recuperó del beso como la hierba después de ser pisada; sus ojos no se alteraron. Su piel parecía como de un mármol marrón sobre el cual hubiera corrido el agua hasta dejarlo tan suave y pulido como el jabón. Su padre volvió a inclinarse para hablarle al oído.

—Soy Jay —dijo—. El hijo de John Henry.

Las manos de la anciana se deslizaron sobre su falda; los huesos y las venas negras se destacaban en ellas a través de la piel salpicada de manchas pardas; los nudillos arrugados formaban pequeñas bolsas; una goma roja protegía su anillo de boda. Su boca se abrió y se cerró y oyeron un chasquido tenue y seco, pero sus ojos no cambiaron. Brillaban en la leve sombra, pero con un brillo impersonal, como dos ojos de cristal perfectamente moldeados.

—Creo que te ha reconocido —dijo Sadie en voz baja.

—No puede hablar, ¿verdad? —dijo Jay, y ahora que no la miraba era como si hablaran acerca de un tronco seco.

—A veces sí —dijo Sadie—, y a veces no. Tiene tan pocas ocasiones para hacerlo que supongo que ha perdido la facilidad. Pero creo que te ha reconocido y no sabes cuánto me alegro.

Su padre miró a su alrededor en la sombra con expresión triste e insegura y luego le miró a él.

—Ven aquí, Rufus —dijo.

—Ve con él —dijo su madre susurrando por alguna razón y empujándole suavemente mientras le soltaba la mano.

—Llámala abuela —dijo su padre en voz baja—. Háblale al oído, como haces con la abuela Lynch, y dile «Abuela, soy Rufus».

Él se acercó a ella tan silenciosamente como si estuviera dormida, y, con la extraña sensación que le causaba hacerlo solo, se quedó de pie de puntillas a su lado mirando hacia abajo, hacia la cofia y la oreja de la anciana. Tenía la sien hundida, como golpeada por un martillo, y tan frágil como el vientre de un pajarito. Sobre su piel se entrecruzaba una red de innumerables arrugas tan finas como los cortes de una navaja de afeitar, y, sin embargo, cada corte era suave como una piedra pulida; su oreja era un colgajo sinuoso adornado con un aro dorado; su olor era tenue pero penetrante; olía a setas nuevas, y a antiguas especias, y a sudor, como aquella uña que se le cayó una vez.

Abuela, soy Rufus —dijo con mucho cuidado, y unos pelos de un blanco amarillento se agitaron junto al oído de la anciana. Podía sentir el frío que despedía su mejilla.

—Ponte donde pueda verte —dijo su padre, y él retrocedió, se alzó más todavía sobre las puntas de los pies y se inclinó hacia ella donde podía verle.

—Soy Rufus —dijo sonriendo, y de pronto los ojos de la anciana se movieron un poco y miraron directamente a los suyos pero sin cambiar en absoluto de expresión. No eran más que colores; así, de cerca, a través de un punto en el centro, se veía un color apagado como el negro azulado del petróleo, y luego un círculo de un azul pálido, casi blanco, que parecía un cristal roto en miles de trocitos que chispeaban tenuemente, un cristal roto infinitamente viejo y paciente, y luego un aro de un azul oscuro, tan fino y nítido que ni una aguja habría podido dibujarlo, y después como un coágulo amarillo lleno de diminutos garabatos de sangre, y luego una curva invertida de un bronce rojizo y unas cortas pestañas negras. Una luz difusa chispeaba en el azul agrietado del ojo como la ira de un remoto antepasado, y la tristeza del tiempo habitaba en el centro oleoso, que respiraba azul, perdido, solo y lejano, más profundo que el más profundo de los pozos. Su padre dijo algo, pero él no le oyó, y entonces habló de nuevo, tratando de ser paciente, y entonces Rufus le oyó.

Dile: «Soy el hijo de Jay». Dile: «Soy el hijo de Jay, Rufus».

Y de nuevo él se inclinó hacia el interior de la vieja y olorosa caverna del oído de la anciana, y dijo:

—Soy el hijo de Jay, Rufus —y sintió que el rostro de la anciana se volvía hacia él.

—Ahora dale un beso —dijo su padre, y él salió de la sombra de la cofia de la anciana, y luego se inclinó hacia delante, y volvió a entrar en la sombra, y besó la boca de papel, y la boca se abrió, y un aliento frío y dulce que olía a podredumbre y a especias surgió de ella al mismo tiempo que un gorgoteo seco, y, a través de sus ropas, sintió que le cogían por los hombros unas manos que eran como cuchillos y tenedores de hielo. La anciana le atrajo hacia ella y le miró casi airada, tal era la grave intensidad de su mirada. Pareció chuparse el labio inferior, y sus ojos se llenaron de luz, y luego, tan bruscamente como si las dos caras diferentes se hubieran yuxtapuesto sin transición en la película de un cinematógrafo, ya no estaba seria sino que sonreía tanto que su barbilla y su nariz casi se tocaban y sus ojillos profundos reían de alegría. Y de nuevo surgió aquel gorgoteo de su boca formando lo que seguramente eran palabras, pero palabras incomprensibles, y le sujetó por los hombros con mayor fuerza, y le miró aún más intensa e incrédulamente con sus ojos risueños apenas visibles, y sonrió y sonrió, e inclinó la cabeza hacia un lado, y entonces, con un cariño repentino, Rufus volvió a besarla. Y oyó la voz de su madre que decía: «Jay», casi en un susurro, y a su padre que decía «Déjala» con una voz baja, rápida y airada, y cuando al fin le liberaron suavemente de las manos de la anciana y se encontraba ya a cierta distancia, pudo ver que, desde la silla, corría sobre la tierra un reguero de agua, y su padre y su tía Sadie parecieron tristes, y enternecidos, y graves, y su madre se esforzó por ocultar que lloraba, y la anciana siguió allí sentada consciente solamente de que algo se le había arrebatado, pero recuperó la calma y nadie dijo nada.

Una tarde, a última hora, llegaron el tío Ted y la tía Kate nada menos que desde Michigan. La tía Kate era pelirroja. El tío Ted llevaba gafas y sabía hacer muecas divertidas. Le trajeron un libro y lo que más le gustó fue una ilustración en la que se veía un hombre muy gordo sentado en un cojín con borlas, con una tela enrollada en la cabeza y en la boca un tubo que parecía una serpiente. La ilustración decía:

En Bombay un hombre había

que estaba fumando un día.

Una agachadiza entró

y su pipa se llevó,

lo cual mucho le irritó.

Pero en la ilustración no había ninguna agachadiza. Su padre dijo que probablemente andaría por ahí papando moscas.

No eran realmente tíos, sino que eran como la tía Celia. Sólo amigos. Pero la tía Kate era una especie de prima. Era la hija de la tía Carrie, y la tía Carrie era la hermanastra de la abuela. Hermanastros eran los que tenían el mismo padre o la misma madre, y ellas tenían la misma madre.

Durmieron en el sofá cama nuevo del salón.

A la mañana siguiente, antes de que amaneciera, todos se levantaron y fueron a la estación del ferrocarril de la línea Louisville & Nashville. Un hombre vino a buscarlos en un coche porque no había ningún tranvía que fuera a esa estación. Llevaban tantas cosas que le encargaron a él de una de las cajas. Se sentaron en la sala de espera, que estaba llena de gente. Su madre dijo al tío Ted que esa estación le gustaba más que la del Sur porque había muchos campesinos, y su padre dijo que a él también le gustaba más. Olía a tabaco de mascar, y a pis, y también a establo. Algunas mujeres llevaban cofia para protegerse del sol y muchos hombres llevaban sombreros de paja, pero no de los de ala plana. Una mujer amamantaba a su hijo. Tuvieron que esperar mucho tiempo; su padre dijo: «Con Mary puedes estar seguro de que no vas a perder el tren, aunque si te descuidas puedes coger el del día anterior», y su madre dijo: «Jay», y el tío Ted se rió. Oyó anunciar varios trenes, con voz sonora y vibrante, al hombre de la estación, quien finalmente comenzó a nombrar una retahíla de estaciones, y entonces su padre se levantó y dijo: «Ése es el nuestro», y reunieron todos los bártulos y, tan pronto como el hombre dio el número del andén, salieron corriendo, lo cual les permitió coger dos asientos y colocarlos de forma que quedaran enfrentados, y al poco el tren arrancó y ya era completamente de día. Los mayores iban como adormilados y no hablaban mucho, aunque lo intentaban, y al cabo de un rato la tía Kate se durmió y apoyó la cabeza en el hombro de su madre, y los hombres se rieron, y su madre sonrió y dijo: «Dejadla, pobrecilla». El vendedor de dulces y periódicos recorrió el vagón, y el tío Ted, a pesar de las protestas de su madre, le compró a él una locomotora de cristal llena de caramelos de colores alegres y a Catherine un teléfono de cristal con los mismos caramelos dentro, una cosa que su padre nunca había hecho. Su padre y su tío Ted pasaron mucho tiempo en el vagón de fumadores para poder fumar y dejarles más sitio. Empezó a hacer calor y se nubló. Pero al cabo de un largo rato su padre volvió apresuradamente por el pasillo y le dijo a su madre que mirara por la ventana, y su madre miró y dijo: «¿Qué pasa?, y él dijo: «No... ahí arriba», y los tres miraron, y allí, en el cielo, por encima de la colina cubierta de maleza, surgía una elevación espléndida de un color azul grisáceo que parecía como si pudieras ver la luz a través de ella, y luego el tren trazó una gran curva y esa elevación de un color azul grisáceo se abrió como un abanico y el paisaje se llenó de cumbres subidas las unas sobre las otras, altas, y tranquilas, y bañadas por una luz sombreada, y su madre exclamó: «¡Ohhh! ¡Qué maravilla!», y su padre le dijo entonces tímidamente, un poco como si fueran suyas y se las estuviera regalando: «Ahí las tienes. Esas son las Smokies», y sin duda era como si estuvieran envueltas en humo, y, conforme se acercaban, humo y sombras parecían flotar en torno a ellas aunque sabían que tenían que ser nubes. Al rato él empezó a distinguir sus formas claramente, grandes bultos cobrizos hinchados como globos y quebradas imponentes de un azul sombrío que corrían desde las cumbres de las montañas hasta más abajo de las cimas de las colinas cercanas, tan profundas que no podías ver el fondo.

—Son como olas enormes, Jay —dijo su madre maravillada.

—Sí —dijo su padre—, ¿te acuerdas?

—Claro que sí —dijo ella—. Es como ver el sol a través de las olas justo antes de que rompan.

—Si —dijo su padre.

—Kate no puede perderse esto —dijo su madre—. ¡Kate!

Y cogió a Kate por los hombros.

—Chist —dijo su padre frunciendo el ceño—. Déjala en paz.

Pero la tía Kate ya se había despertado, aunque seguía adormilada, preguntándose qué era lo que pasaba.

Mira, Kate —dijo su madre—. ¡Ahí! —La tía Kate miró—. ¿Lo ves?

—Sí —dijo la tía Kate.

—Ahí es adonde vamos —dijo su madre.

—Sí —dijo la tía Kate.

—Son magníficas, ¿verdad? —dijo su madre.

—Sí —dijo la tía Kate.

—Me parecen absolutamente impresionantes —dijo su madre.

—A mí también —dijo la tía Kate, y volvió a dormirse.

Su madre puso una de las caras más graciosas que él le había visto nunca mientras miraba a su padre desconcertada y sorprendida y aguantando la risa. Su padre se echó a reír en voz alta, pero la tía Kate no se despertó. «Igual que Catherine», susurró su madre riendo, y todos miraron a la niña, que contemplaba muy atenta las montañas; y todos se echaron a reír, y Catherine los miró y se dio cuenta de que se reían de ella, y entonces se sonrojó, lo cual les hizo reír aún más, y hasta Rufus se rió y sólo dejaron de hacerlo cuando Catherine empezó a hacer pucheros y su madre dijo: «Por Dios, hija, tienes, tienes que aprender a encajar una broma».

Pero su padre dijo: «A nadie le gusta que se rían de él», y sentó a Catherine en sus rodillas, y ella dejó de hacer pucheros y volvió a mirar por la ventana. Ahora hasta podían ver, diseminados como granos de arroz por las vertientes de las montañas, árboles de todos los tonos del verde y algunos casi negros, y no mucho después subían lentamente dejando atrás las copas de los árboles, que parecían hechos de plumas, y las altas laderas y las profundas quebradas giraban a su paso como si bailaran solemne y lentamente a la luz del sol, y entre las nubes, y entre sombras casi nocturnas, y de vez en cuando veían una cabaña diminuta y un campo de maíz a lo lejos, en la falda de una montaña, y en dos ocasiones hasta llegaron a ver una mula aún más diminuta y a un hombre que iba con ella y un hombre les saludó con la mano; y allá arriba, encima de ellos, a la luz cambiante del sol, las cumbres de las montañas giraban lentamente y cambiaban de lugar. Y después de un largo rato su padre dijo que creía que debían empezar a reunir sus bártulos y poco después bajaron del tren.

Aquella noche, durante la cena, cuando Rufus pidió más queso, el tío Ted dijo:

—Silba y verás como salta de la mesa a tus rodillas.

¡Ted! —dijo su madre.

Pero a Rufus le encantó. Todavía no sabía silbar muy bien, pero se esforzó por hacerlo lo mejor posible mientras miraba atentamente el queso; pero éste no saltó de la mesa a sus rodillas; ni siquiera se movió.

—Prueba otra vez —dijo el tío Ted—. Más fuerte.

—¡Ted! —dijo su madre.

Él trató de silbar y varias veces consiguió hacerlo, pero cuando vio que el queso ni siquiera se movía empezó a darse cuenta de que el tío Ted y la tía Kate estaban tratando de aguantar la risa, aunque él no entendía bien qué tenía de gracioso un queso que ni siquiera se movía si silbabas cuando el tío Ted decía que lo haría y cuando él estaba silbando de verdad y no solamente intentándolo.

—¿Por qué no salta, papá? —preguntó casi llorando de vergüenza e impaciencia, y, al oírle, el tío Ted y la tía Kate se echaron a reír a carcajadas, pero su padre no se rió sino que parecía desconcertado, e irritado, y molesto, y su madre estaba realmente enfadada y dijo:

—Basta ya, Ted. Me parece una auténtica vergüenza engañar así a un niño al que se le ha enseñado a confiar en la gente y reírse de él en su propia cara.

¡Mary! —dijo su padre, y el tío Ted pareció sorprenderse mucho y la tía Kate pareció preocupada, aunque los dos siguieron riéndose un poco como si no pudieran parar del todo.

Vamos, Mary —volvió a decir su padre, pero ella se volvió hacia él y le dijo indignada:

—No me importa, Jay. Me importa un comino, y si tú no le defiendes, lo haré yo, te lo prometo.

—Ted no ha querido molestarle —dijo su padre.

—Claro que no, Mary —dijo el tío Ted.

—Claro que no —dijo la tía Kate.

—No ha sido más que una broma —dijo su padre.

—Sólo ha sido eso, Mary —dijo el tío Ted.

—Quería gastarle una broma —dijeron a la vez su padre y la tía Kate.

—Una broma con muy poca gracia, la verdad —dijo su madre—, traicionar la confianza de un niño.

Pero, Mary, tiene que aprender a saber qué creer y qué no —dijo el tío Ted, y la tía Kate asintió y puso una mano sobre la rodilla de su marido—. Tiene que aprender a tener sentido común.

—Sentido común tiene de sobra —estalló su madre—. Es un niño muy listo, para que lo sepas. Pero le hemos enseñado a creer a los mayores cuando le dicen algo, no a desconfiar de todos. Y él te ha creído. Porque le caes bien, Ted. ¿No te da vergüenza?

Vamos, Mary. Déjalo ya —dijo su padre.

—Pero Mary, ¿quién iba a pensar que alguien podía creerse lo que he dicho del queso? —dijo el tío Ted.

—Pues tú esperabas que él te creyese —dijo ella furiosa—. Si no, ¿por qué se lo has dicho?

El tío Ted pareció desconcertado, y su padre, tratando de tomarlo a risa, dijo:

—Te ha pillado, Ted.

Y el tío Ted sonrió incómodo y dijo:

—Supongo que sí.

—Pues claro —estalló su madre, aunque su padre la miró con el ceño fruncido y le dijo: «¡Chist!».