Capítulo 6

Cuando Jay vio cómo estaban las cosas en la granja se enfadó por haberse angustiado y alarmado tanto; tardó poco en darse cuenta de que todo había ocurrido en gran medida como había sospechado. Como de costumbre, Ralph había perdido la cabeza, y aunque ahora estaba muy avergonzado de sí mismo, seguía a la defensiva, y todos, incluido Jay, trataban de asegurarle que había hecho lo que debía. Jay imaginó hasta qué punto debía de haber necesitado sentirse útil, hacerse cargo de la situación. No podía tener muy buena opinión de él, pero le compadecía. Pensó que entendía muy bien cómo había ocurrido todo.

Lo cierto es que lo entendía muy poco, y Ralph lo entendía muy poco más.

A última hora de la tarde anterior su padre había sufrido un ataque mucho más serio y doloroso que cualquiera de los anteriores. A los pocos minutos, su mujer había caído en la cuenta de la gravedad de la situación y había despertado a Thomas Oaks. Thomas había ido a toda prisa al otro lado de la colina, había levantado a Jessie y a George Bailey y, sin esperarlos, había vuelto, había ensillado su caballo y lo había fustigado para que corriera lo más deprisa posible hasta LaFollette. El médico había ido a visitar a un enfermo; Thomas dejó el recado y se dirigió a casa de Ralph. En el momento en que éste se enteró de la noticia, sintió verdadero pánico ante la responsabilidad que aquello significaba. Preguntó si el médico estaba ya allí. Thomas le contestó y Ralph se dio cuenta entonces de que su madre le había pedido a él que corriera a buscar al doctor antes de llamar siquiera a su hijo a su lado. Apartó de su mente el pensamiento por mezquino y malintencionado, pero éste siguió allí, lacerándole como un erizo. Sin embargo, pensó que no era momento para resentimientos; no sólo él, sino también Sally, debían ir en ayuda de sus padres, debían estar allí (Sally nunca me perdonaría no haber estado) si padre tenía que morir (sería la única nuera que estuviera allí, la mujer del único hijo presente, y su madre nunca lo olvidaría). Volvió apresuradamente y dijo a Sally lo que ocurría mientras se vestía a toda prisa, iba corriendo dos casas más allá, golpeaba ruidosamente la puerta de los Felts y se disculpaba por los golpes explicando (con una voz ya humedecida por las lágrimas) que su padre se hallaba a las puertas de la muerte, si es que no las había traspasado ya, y que no les habría despertado de no saber que estarían más que dispuestos a ayudar para que Sally pudiera ir también. Estuvieron muy amables y la señora Felts llegó antes de que Sally hubiera acabado de peinarse. Mientras tanto, Ralph cruzó la calle corriendo para ir a su oficina, abrió con la llave el cajón de su escritorio y bebió dos tragos largos de whisky en medio de la oscuridad. Se metió la botella en el bolsillo y corrió a poner el coche en marcha. Se habían dado tanta prisa que adelantaron a Thomas cuando éste, en su caballo, apenas había cruzado el límite del pueblo, mientras ellos, como se dijo Ralph a sí mismo con la mirada baja y fría sobre el volante y pensando en Barney Oldfield,1 iban «como a cien» —en cualquier caso lo más deprisa posible que se podía viajar sin peligro por esas horribles carreteras y quizá un poco más— en el Chalmers que había elegido porque era un coche mejor y más caro que el de su hermano, un coche acerca del cual la gente no hacía chistes. Su primer impulso, cuando vio delante el caballo y el jinete, fue tocar la bocina, tanto para dar a conocer su presencia como a modo de advertencia y de saludo, pero recordó a tiempo la gravedad de la situación y no lo hizo, reflexionando, cuando era ya demasiado tarde, que Thomas quizá pensaría que le había hecho un desprecio, como si le hubiera adelantado en la calle sin saludarle, y se irritó con él por abrigar quizá un sentimiento tan mezquino en un momento semejante.

Fueron casi dos horas de angustia y miedo impotentes las que pasaron hasta que llegó el médico. Es posible que durante ese tiempo Ralph sufriera más que ningún otro. Porque además de experimentar, o creer que experimentaba, todos los dolores que debía de padecer su padre y todo el dolor y la angustia de su madre —además de las emociones menores de todos los presentes—, sufría una profunda humillación. Cuando entró precipitadamente y tomó a su madre entre sus brazos, pensó que su voz y su actitud eran exactamente las que debían ser, que se mostraba como un hombre que, a pesar de sentir un dolor sin límites, era capaz también de demostrar una entereza ilimitada, de sostener a otros en su dolor y de responsabilizarse de todo lo que fuera necesario. Pero aun en ese primer abrazo pudo ver que su madre ocultaba con dificultad su deseo de apartarse de él. Permaneció junto a ella una y otra vez, abrazándola, sollozando sobre su hombro, acariciándola, diciéndole que debía ser valiente, que no debía intentar ser valiente, que se apoyara en él y que llorara hasta hartarse, porque, naturalmente, en un momento así querría sentir muy cerca a sus hijos, pero una y otra vez notaba en ella esa misma rigidez paciente y su voz le desconcertaba. Todos los presentes, incluido con el tiempo el mismo Ralph, se dieron cuenta de que le estaba haciendo todo más difícil, pero sólo su madre supo que él suplicaba consuelo en vez de proporcionarlo. No estaba en absoluto enfadada; le compadecía y deseaba poder ayudarle, pero no pensaba en él, su corazón no estaba con él, y los sollozos del hijo y el olor de su aliento le daban náuseas. Lo que a él le desconcertaba en su voz era su lejanía. Empezó a darse cuenta de que no proporcionaba a su madre ningún consuelo, de que ella no se apoyaba en él, de que, tal como siempre había temido, no le quería realmente. Redobló sus esfuerzos por tranquilizarla y mostrarle su firmeza. Y cuanto más lo intentaba, más lejana se hacía la voz de ella. Media hora después la expresión de su cara no era menos desesperada de lo que había sido cuando la había visto por primera vez. Y comenzó a pensar que todos le vigilaban, que pensaban que no servía para nada y que su madre no le quería. Las mujeres le miraban de un modo, los hombres de otro. Se dijo que su mujer pensaba mal de él y ni siquiera le compadecía; por la forma en que le miraba se sintió baboso y gordo, y, de pronto, con un odio terrible, estuvo seguro de que ella preferiría acostarse con hombres que no tuvieran barriga. ¿Con cuál? Con cualquiera, mientras su barriga no les estorbara. En cuanto a Jessie, sabía que ella siempre le había odiado tanto como él la odiaba a ella. Y en cuanto a George Bailey, que estaba sencillamente allí sentado con su fornido pecho y una expresión muy seria en la cara, siempre tenía cuidado de mirar hacia otro lado cuando sus miradas se encontraban. George se creía el doble de hombre que Ralph y, en ese momento, también el doble de bueno, mejor con sus suegros de lo que era Ralph con los de su propia sangre; y todos sabían que George era el doble de hombre y sólo estaban tratando de no decirlo, ni de pensarlo siquiera, ni de dejar que Ralph supiera que era eso lo que pensaban. Hasta Thomas Oaks, un peón ignorante que ni siquiera sabía leer ni escribir y sólo estaba sentado ahí con sus manos fibrosas colgando entre las rodillas, con la mirada de sus ojos azul pálido fija en un nudo del suelo, hasta Tom era más hombre y más útil también. Cuando éste se levantó y dijo que si no había nada que pudiera hacer lo mejor sería que subiera al desván, pero que si podía hacer algo no tenían más que decírselo, Ralph comprendió. Supo que Tom podía ser ignorante pero que no lo era tanto, pues sabía que era mejor dejar sola a la familia; y cuando la madre de Ralph dijo «Está bien, Tom», Ralph detectó más vida, y más amabilidad y más agradecimiento en su voz que en cada una de las palabras que le había dirigido a él durante toda la noche; y mientras miraba cómo Tom subía la escalera, pesada y silenciosamente, peldaño tras peldaño, pensó: ahí va uno que es más hombre que yo, que sabe cuándo debe quitarse de en medio; y pensó: ayuda mucho más marchándose de lo que ayudo yo quedándome, y pensó: todos en esta habitación preferirían que me fuera yo, y gritó, con una voz que sonó áspera aunque había tratado de que sonara simpática a todos, exceptuando a Tom: «Está bien, Tom, vete a dormir»; y Tom asomó la cabeza por la trampilla del techo, y le miró con sus ojos azules y vacíos, y dijo: «Está bien, señorito Ralph», y de pronto Ralph se dio cuenta de que Tom no tenía ninguna intención de dormir y que estaría allí arriba, solo, sin pestañear siquiera, dispuesto por si acaso le necesitaban; y que había reconocido su malicia, su deseo de humillarle, y en lugar de eso le había humillado a él ante su madre y su esposa y su padre agonizante. «Está bien, señorito Ralph». ¿Qué es lo que está bien? ¿Qué es lo que está bien?, deseó gritarle. «¿Qué es lo que está bien, miserable hijo de puta?», pero se contuvo.

Cada vez que sentía las miradas de todos especialmente fijas en él, se acercaba a su madre de nuevo, y la abrazaba, y estrechaba su cabeza contra su pecho, y trataba de decirle cosas que la hicieran llorar, y cada vez que lo hacía, la voz de su madre sonaba un poco más lejana, y su rostro parecía un poco más viejo y más ajado, y él era cada vez más consciente de las miradas fijas en él y de los pensamientos que había tras esas miradas, y cada vez se apartaba de su madre como si sólo pudiera soportar dejar de consolarla un momento porque había cosas más importantes a las que debía atender, asuntos de vida o muerte de los que únicamente podía ocuparse él, el hijo, el hombre de la familia, ahora que su pobre padre yacía allí tan cerca de la muerte. Pero no había otra cosa que hacer más que esperar al médico. Ya habían dado al enfermo la medicina que éste había dicho que le administraran, y le habían dado tanto té de ginseng —que, según les había dicho el doctor no podía hacerle ningún daño—, que la madre de Ralph decidió que no debían darle más. El padre tenía la cabeza baja y los pies apoyados en unas piedras calientes envueltas en franela, y la madre mantenía a todos los demás en la parte más lejana e iluminada de la habitación, permitiendo solamente unas visitas muy breves. No había nada que hacer, nada de que ocuparse, y cada vez que Ralph se apartaba de su madre con actitud de autoridad heroica y volvía a descubrir ese hecho, se sentía como si alguien hubiera retirado su silla delante de todo el mundo cuando él iba a sentarse en ella, y empezó a pensar que iba a consumirse y a morir si no bebía otro trago. Dijo con voz ahogada y recatada un «Disculpadme» que para las mujeres significaría que tenía que ir a vaciar la vejiga, y esa vez echó un buen trago, y cuando volvió descubrió que ya no le importaba si le miraban o no, o si adivinaban para qué había salido realmente; por menos de nada habría sacado la botella para blandiría ante ellos. Pero antes de que le fuera posible usar la misma excusa de nuevo, sintió una sed mayor que antes. Entonces se dio cuenta por primera vez de que estaba borracho. Se avergonzó terriblemente de sí mismo; emborracharse en ese momento, junto al lecho de muerte de su padre, cuando su madre le necesitaba más que nunca, y sabiendo, porque para entonces había aprendido a aceptar lo que decía la gente, que cuando estaba borracho no servía absolutamente para nada. Y encima de eso sentir tanta sed. Se sobrepuso con toda la severidad y toda la fuerza de que era capaz. Dios sabe que tienes que calmarte, se dijo. O te calmas o... Dios sabe que lo harás. Lo harás. Se levantó bruscamente, y se adentró en la oscuridad, y se mojó la cara y el cuello. Y entonces se dio cuenta de que podía beber otro trago, en ese momento. Uno pequeño. Para calmarse. Se maldijo y volvió a mojarse la cara y, antes de entrar otra vez, se secó cuidadosamente con el pañuelo. Se dio cuenta de que para todos los presentes en la habitación esos dos silencios habían significado dos tragos más. Hizo una mueca cínica. Dios sabía que él estaba muy seguro de lo que hacía. Sintió como si tuviera una gran fuerza física, y en medio de esa sensación su sed era sólo como el golpe propinado a un punching-ball, un placer propinarlo y un placer prepararse para resistir su impacto. Pero la sed volvía aún más feroz, como un dolor irresistible. No, por Dios, volvió a decirse. Pero luego comenzó a reflexionar. Si de todos modos pensaban que había ido a echar un trago —dos, de hecho—, entonces, en cierto modo, tenía derecho a ellos. A tres, en realidad: el tercero porque sabía que habían interpretado su mueca cínica como el descaro propio de un borracho. Después de todo, no era por él por quien no quería estar borracho. Si se reprimía era por ellos. Pero si de todas formas iban a culparle de ello, ¿qué sentido tenía no beber? Además, sabía que cuando de verdad quería, podía aguantar el alcohol tan bien como cualquiera. Se lo demostraría. Pero no era fácil pensar cómo salir de allí. No puedo ir a orinar tan pronto. Ni a mojarme la cara y el cuello. De pronto sintió una vergüenza terrible. Por Dios que no lo haría. No permanecería allí planeando cómo beber un trago mientras su padre agonizaba y mientras su madre le miraba sabiendo lo que pensaba sin decir una palabra. ¡Por Dios que no lo haría! Eso sí que no. Se propuso desterrar de su mente todo aquello y pensar sólo en su padre, no en cómo le había temido siempre, ni en cómo había deseado que le demostrara su aprobación, ni en cómo había deseado que estuviera muerto, sino en cómo yacía allí ahora, viejo y destrozado, abandonado casi al final del camino, sí señor, como un rescoldo que se apagara; y al poco rato estaba sollozando, y hablando a su padre a través de sus sollozos, y un rato más y comenzó a darse cuenta de que había encontrado la salida. Su lucha contra la tentación, su constante repetir «Soy un inútil» y «Soy el hijo que él ha valorado menos aunque soy el que más le quiere», y las voces de las mujeres que trataban de calmarlo, de tranquilizarlo, no hicieron sino acrecentar sus lágrimas, la exuberancia de sus emociones y su verbosidad, y pronto se dio cuenta de que aquello resultaba útil y empezó a aprovecharlo. Hacia el final, toda emoción sincera le había abandonado y tuvo que esforzarse, hacerse cosquillas y torturarse para producir sentimientos y pruebas suficientes de la inminencia de una crisis nerviosa que no impondría a nadie, y cuando finalmente creyó que había llegado el momento adecuado salió precipitadamente de la habitación casi tirando al suelo a su mujer que estaba sentada en una mecedora. En el instante en que se encontró fuera no sintió nada más que la ferocidad de su sed. Se apoyó en el muro de la casa, quitó el corcho a la botella, envolvió el gollete con sus labios tan vorazmente como prende el pezón un bebé hambriento y la empinó.

¡Nooo! Con un gemido lastimero golpeó su sien contra la pared de la casa tan violentamente que apenas pudo mantenerse en pie y arrojó la botella lo más lejos posible. «¡Oh, Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!», gimió mientras las lágrimas le abrasaban las mejillas. ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¿Por qué no se había asegurado antes de salir de la oficina? No quedaba ni para medio trago.

Se aplicó varias veces el pañuelo a la sien y se inclinó hacia la zona iluminada por la luz. Era sangre, sí. Sintió náuseas. Volvió a aplicarse el pañuelo. No mucha. Se lo aplicó otra vez; y otra. En cualquier caso, no chorreaba. Respiró hondo y volvió a entrar en la habitación.

—He tropezado —dijo—. No es nada.

Pero aun así Sally se acercó, y su madre se acercó también, y ambas examinaron su frente cuidadosamente, fingiendo que era totalmente natural tropezar en un patio de tierra apisonada, y cuando coincidieron en que solamente se trataba de un buen chichón que no requería mayores cuidados, él se sintió de pronto tan triste y tan pequeño como un niño y pensó que ojalá lo fuera.

Su rabia, y su desesperación, y la sacudida del golpe le habían calmado y despejado tanto que ahora ya no podía ni odiarse a sí mismo. Se sentía sobrio y tranquilo. Su tristeza aumentó y se volvió casi insoportable, y por primera vez aquella noche y una de las pocas veces que lo había hecho en su vida, empezó a ver las cosas más o menos como eran. Sí, allí en la cama, más allá de la luz cuidadosamente velada, gimiendo de vez en cuando, con una respiración tan irregular y agitada que parecía que fuese la tristeza y no la muerte lo que la alteraba, su padre, su propio padre, se acercaba en efecto a su última hora; y su madre, su propia madre, permanecía allí sentada, callada y paciente, y muy fuerte. Probablemente no había nadie en el mundo más fuerte que ella para consolarle. ¿Y él? Sí, aunque sirviera de poco, él estaba allí y era el único hijo que se hallaba presente. Pero no había especial mérito en ello; era el único hijo que vivía cerca. Y si vivía cerca era porque carecía del coraje, la inteligencia, la energía y el valor necesarios para independizarse. Eso era realmente: carecía de valor para independizarse. Siempre necesitaba estar cerca. Necesitaba sentir cerca el apoyo de sus padres, su compañía. Vivía casi diariamente con la esperanza de que si estaba cerca, si estaba siempre a mano cuando le necesitaban, si les demostraba siempre cuánto les quería, quizá podría estar seguro al fin de haberse ganado su aprobación, su respeto. No creía, no podía recordar, haber respirado sobrio una sola vez como por derecho propio, pensando, no me importa lo que piense nadie de mí, así soy y así es como hago las cosas. Todos sus actos, cada tono que adoptaba su voz, obedecían a su idea de qué podría causar una mejor impresión en los demás. Era más esclavo de eso, de la opinión que pudieran tener de él, de lo que había sido nunca ningún negro. Y la maldad, la temeridad que demostraba cuando estaba suficientemente bebido, él sabía que no eran nada buenas, que no eran buenas en absoluto. Ni siquiera eran reales. Sólo eran lo que él deseaba ser, y ni siquiera eso, porque lo que él deseaba no era ser temerario sino valiente, algo muy diferente, y no ser malo sino orgulloso, algo muy diferente también. ¿Y qué era lo peor? Lo peor era que alguna vez, muy de tarde en tarde, se veía tal como era, y entonces creía que al verse tan claramente podía cambiar, que lo único que necesitaba era una mente clara, y paciencia, y valor; y al mismo tiempo sabía que nunca lo haría, que nunca cambiaría, sino para peor; que no tenía una mente clara, ni una paciencia, ni un valor que duraran más allá del poco tiempo que exigía (y aun esto era suficiente para hacer que todo él se estremeciera) solamente poder, muy de tarde en tarde, pararse a ver cómo era realmente. Era débil: eso lo veía con suficiente claridad. Un inútil. Eso lo veía también. Incompleto de alguna manera, como un pollo que sale del cascarón con el cuello torcido y así crece. Como su pobre hijo Jim-Wilson, que ya empezaba a dar muestras de debilidad con sus pobres ojos descoloridos, su dependencia de Sally, el terror que le inspiraba su padre cuando estaba borracho o hasta cuando bromeaba con él, su facilidad para el llanto. No debería haber tenido hijos, pensó Ralph. No debería haber nacido nunca.

Y al mirarse ahora, ni se despreciaba, ni se compadecía, ni culpaba a los otros por lo que podían opinar de él. Sabía que probablemente no pensaban de él tan increíblemente mal, con tanto desprecio, como él tendía a imaginar. Sabía que nunca podría llegar a saber realmente lo que pensaban, que su extrema disposición a creer que lo sabía era otro de sus delirios. Pero estaba seguro de que pensaran lo que pensasen no podía ser muy bueno, porque no había nada muy bueno que pensar de él. Pero se dijo que, pensaran lo que pensasen, eran justos, cuando él casi nunca era justo. Sabía que se equivocaba acerca de su madre. Ahora mismo no le cabía la menor duda de que le quería realmente, de que nunca había dejado de quererle ni nunca dejaría de hacerlo. Hasta sabía que era especialmente tierna con él, que le quería de un modo distinto de como quería a los demás. Y sabía por qué él pensaba con tanta frecuencia que no le quería. Era porque le compadecía, y porque nunca había sentido ni nunca podría sentir ningún respeto por él. Y era respeto lo que él necesitaba, infinitamente más que amor. No tener que preocuparse de si la gente le respetaba o no. No tener que pensar nunca que la gente era amable con él porque le compadecían o le temían. Miró a Sally. Pobrecilla. Me teme. Sally me teme. Y todo por culpa mía. Sólo mía. Y la odio porque desea a otros hombres, cuando sé que nunca ha dedicado un solo pensamiento a la infidelidad, y cuando yo soy el hombre más mujeriego de LaFollette, y medio pueblo lo sabe, y Sally lo sabe también, y es demasiado bondadosa y me tiene demasiado miedo como para reprochármelo. Y sin duda yo debería hacer algo, al menos acerca de eso. Cualquier hombre lo haría. Sólo que yo no soy un hombre. Así que, ¿cómo puedo esperar que la gente me respete, o al menos que no me desprecie? La gente es justa conmigo y más que justa. Más que justa, porque no saben cómo soy en realidad.

Y esta noche llega como una prueba, como un juicio, una de esas ocasiones en la vida de un hombre en que se le necesita y sólo puede ser útil siendo un hombre. Pero yo no soy un hombre. Soy un bebé. Ralph es un bebé. Ralph es un bebé.