Capítulo 10

Andrew no se molestó en llamar, sino que abrió la puerta y la cerró silenciosamente tras él, y, al ver moverse sus sombras cerca del umbral de la cocina, cruzó rápidamente el vestíbulo. En la oscuridad del pasillo no pudieron distinguir su cara, pero por su andar tenso y decidido estuvieron prácticamente seguras. Casi le impedían el paso. En lugar de salir al vestíbulo a recibirle, se hicieron a un lado para dejarle entrar en la cocina. El no dudó ante su vacilación, sino que avanzó directamente, con los labios apretados en una línea recta y los ojos como cristal astillado, y, sin decir una sola palabra, abrazó a su tía con tal ímpetu que ésta tuvo que hacer un esfuerzo para respirar mientras sus pies se levantaban del suelo. «Mary», susurró Hannah a su oído; él miró; allí estaba ella esperando, con los ojos y la cara de un niño atónito que bien podría estar suplicando «¡No me pegues!»; y antes de que él pudiera hablar, la oyó decir leve y dulcemente: «Está muerto, ¿verdad, Andrew?», y él no pudo hablar, pero asintió, y se dio cuenta de que los pies de su tía no tocaban el suelo, y de que prácticamente le estaba rompiendo los huesos, y de que su hermana decía con aquella misma voz fina y espectral: «Ya estaba muerto cuando llegaste»; y de nuevo él asintió y luego dejó cuidadosamente que Hannah pusiera los pies en el suelo, y, volviéndose hacia Mary, la tomó por los hombros y dijo en voz más alta de lo que esperaba: «Murió instantáneamente», y la besó en la boca, y los dos se abrazaron, y, sin lágrimas pero violentamente, él sollozó dos veces, su mejilla contra la de ella, mientras contemplaba a través de la melena suelta de su hermana su espalda humillada y los destellos cambiantes del linóleo; luego, sintiendo el peso de su cuerpo sobre el suyo, dijo: «Vamos, Mary», y sujetándola por los hombros, la ayudó a acercarse a una silla mientras ella, sintiendo que se debilitaban sus rodillas, decía «Tengo que sentarme», y miraba tímidamente a su tía, que, en ese mismo momento, decía con voz rota: «Siéntate, Mary», y se hallaba a su lado sosteniéndola por la cintura y con la cara tan blanca y tan terrible como una calavera. Ella rodeó fuertemente con sus brazos la cintura de uno y otra sintiendo gratitud y placer por la firmeza y el calor de sus cuerpos, y así avanzaron los tres unidos (como amigos del alma, pensó ella, como los tres mosqueteros) hasta la silla más próxima; y vio cómo Andrew le ofrecía la silla con la mano izquierda extendida, y entre los dos, lentamente, la sentaron en ella, y entonces Mary sólo pudo ver el rostro de su tía profundamente inclinado sobre ella, muy grande y muy cercano, intensos y llorosos los ojos tras las gruesas lentes, la fuerte boca ahora floja y blanda, terrible todo él a causa del amor y del dolor, desnudo e indisciplinado como nunca lo había visto hasta entonces.

—Avisa a papá y a mamá —susurró Mary—. Se lo prometí.

—Ahora mismo —dijo Hannah disponiéndose a salir al vestíbulo.

—Walter ha ido a buscarles —dijo Andrew—. Ya lo saben. —Acercó otra silla—. Siéntate, tía Hannah.

Hannah se sentó, y tomó en sus manos las manos de Mary sobre sus rodillas, y se dio cuenta de que ésta apretaba las suyas con todas sus fuerzas, tanto como podía, y respondió a esa presión cambiante, casi angustiosa, con otra semejante.

—Siéntate con nosotras, Andrew —dijo Mary en un tono de voz algo más alto; él ya estaba acercando una tercera silla, y ahora se sentaba y ponía sus manos sobre las de ellas, y, sintiendo la agitación de las de Mary, pensaba, Dios, es como si estuviera de parto. Y lo está. Y así permanecieron sentados en silencio unos momentos mientras él pensaba: ahora tengo que decirles cómo ha ocurrido. ¡Dios mío, cómo puedo empezar!

—Quiero un poco de whisky —dijo Mary con una voz tenue y fría, y luego trató de ponerse en pie.

—Yo lo traeré —dijo Andrew levantándose.

—Tú no sabes dónde está —dijo ella haciendo ademán de apartar las manos de uno y otra sin reparar en que ambos ya las habían retirado. Se levantó, y ellos se levantaron, y se hicieron a un lado como con respeto, y ella avanzó entre los dos y se dirigió al vestíbulo; la oyeron revolver en el armario y se miraron.

—Lo necesita —dijo Hannah.

Andrew asintió. Le había sorprendido, a causa de Jay, que hubiera whisky en la casa; y luego sintió asco de sí mismo por haberlo pensado.

—Todos lo necesitamos —dijo.

Sin mirarlos, Mary se acercó al armario de la cocina y trajo un vaso a la mesa. La botella estaba casi llena. Colmó el vaso mientras ellos la miraban pensando que no debían inmiscuirse. Bebió un buen trago, se atragantó y se lo tomó casi entero.

—Mézclalo con agua —dijo Hannah mientras le daba unas fuertes palmadas entre los hombros y le secaba los labios y la barbilla con un paño de cocina—. Así está demasiado fuerte.

—Sí, lo mezclaré —dijo Mary con voz ronca. Luego se aclaró la garganta—. Sí, lo mezclaré —dijo más claramente.

—Siéntate, Mary —dijeron Andrew y Hannah al mismo tiempo, y luego Andrew le trajo un vaso de agua y Hannah la ayudó a sentarse.

—Yo también tomaré un poco —dijo Andrew.

—Sí, por Dios —dijo Mary.

—Déjame preparar un buen ponche —dijo Hannah—. Te ayudará a dormir.

—No quiero dormir —dijo Mary, bebiendo luego un sorbo de whisky con abundante agua—. Tengo que saber cómo ocurrió.

—Tía Hannah —dijo Andrew en voz baja señalando la botella—. Por favor.

Ninguno de los tres habló mientras él partía el hielo, y traía vasos y una jarra de agua; Mary permaneció sentada esperando con una especie de impotencia mansa y extrañamente hosca. Meses después, Andrew la recordaría al ver un caballo que se había caído en la calle; y también recordaría que no estaba bebida. Sólo era el peso de la mano de la Muerte.

—Yo me serviré —dijo Mary—, porque —añadió lentamente mientras lo hacía— quiero que esté lo más fuerte que pueda aguantar.

Probó la oscura bebida, añadió un poco más de whisky, volvió a probarla y dejó la botella a un lado. Hannah la contempló con profunda preocupación mientras se decía, si se emborracha esta noche y su madre la ve así, se morirá de vergüenza, añadiendo después, tonterías. Es lo más sensato que puede hacer.

—Bébelo muy despacio, Mary —dijo Andrew suavemente—. No estás acostumbrada.

—Tendré cuidado —dijo Mary.

—Es lo mejor para la impresión —dijo Hannah.

Andrew sirvió en dos vasos una pequeña cantidad de whisky y dio uno a su tía; los apuraron deprisa, bebieron agua y luego mezclaron dos vasos de whisky con agua.

—Ahora, Andrew, quiero que lo cuentes todo —dijo Mary. Miró a Hannah.

—Mary —dijo él—. Papá y mamá llegarán de un momento a otro y tendrás que volver a oír todo. Naturalmente, si lo prefieres, te lo diré ahora, ¿pero no podrías esperar?

Pero incluso mientras hablaba, Mary estaba asintiendo y Hannah decía, «Sí, hija mía» mientras los tres pensaban en las confusiones y repeticiones que, aun en el mejor de los casos, parecían inevitables. Al cabo de un momento, Mary dijo:

—En cualquier caso, has dicho que no sufrió. Instantáneamente, has dicho.

Él asintió y dijo:

—Mary, le he visto en la funeraria. Sólo tenía una marca en el cuerpo.

Ella le miró.

—En la cabeza.

—Justo en la punta de la barbilla, una pequeña contusión. Un corte tan pequeño que podrán cerrarlo con un solo punto. Y un pequeño cardenal en el labio inferior. Ni siquiera lo tenía hinchado.

—¿Eso es todo? —dijo ella.

—Todo —dijo Hannah.

—Eso es todo —dijo Andrew—. El médico dijo que fue una conmoción cerebral. Murió instantáneamente.

Ella guardó silencio; él pensó que debía de estar dudando. ¡Dios, se dijo furioso, al menos no debería tener que pasar por esto!

—No puede haber sufrido, Mary, ni siquiera una fracción de segundo. Le he visto la cara. No hay en ella ni rastro de dolor. Sólo... una especie de sorpresa. De sobresalto.

Mary no dijo nada. Tengo que conseguir que lo crea, pensó él. ¿Qué diablos puedo hacer para que quede bien claro? Si es necesario, buscaré al médico y haré que se lo diga él mis...

—No supo que se moría —dijo ella—. No tuvo ni un minuto, ni un momento para pensar «mi vida se acaba».

Hannah puso rápidamente una mano en su hombro; Andrew cayó de rodillas ante ella, tomó sus manos y dijo ansiosamente:

—Mary, por el amor de Dios, da gracias porque no lo supiera. Es una cosa espantosa para un hombre en la flor de la vida. Él no era cristiano, ¿sabes? —estalló con violencia—. No tenía que ponerse a bien con Dios. Era un hombre con una esposa y dos hijos, y yo diría que el hecho de que le librara de ese horrible conocimiento es lo único que tenemos que agradecer a Dios. —Y añadió con voz desesperada—: ¡No sabes cuánto siento haber dicho eso, Mary!

Pero Hannah, que había estado diciendo en voz baja «Tiene razón, Mary, tiene razón, tienes que dar gracias por eso», le dijo con calma: «Ya basta, Andrew»; y Mary, cuyos ojos, fijos en él, habían mostrado una sorpresa y un terror crecientes, habló ahora tiernamente:

—No te preocupes. No tienes que sentir nada. Lo comprendo. Tienes razón.

—Esa cosa tan horrible que he dicho sobre los cristianos —dijo Andrew después de un momento—. Nunca me lo perdonaré, Mary.

—No sufras por eso, Andrew. No. Por favor. Mírame. —Él la miró—. Es cierto que, lógicamente, estaba pensando como la cristiana que soy, pero olvidaba que todos somos seres humanos, y tú me has corregido y te lo agradezco. Tienes razón, Jay no era... no era un hombre religioso en ese sentido, y darse cuenta de que se estaba muriendo podría haber sido para él... lo que tú has dicho. Aunque probablemente habría sido igual si hubiera sido un hombre religioso. —Le miró con calma—. Así que quiero que sepas que no estoy dolida ni enfadada. Necesitaba darme cuenta de lo que decías y doy gracias a Dios por ello.

Se oyó un ruido en el porche. Andrew se levantó y besó a su hermana en la frente.

—No lo sientas —dijo ella.

Él la miró, apretó los labios y se dirigió apresuradamente a la puerta.

—Papá —dijo, y se hizo a un lado para dejar pasar a su padre. Su madre buscó a tientas su brazo y lo apretó con fuerza. Él le rodeó dulcemente los hombros con un brazo y dijo junto a su oído:

—Están en la cocina.

Catherine siguió a su marido:

—Pasa, Walter.

—Oh, no. Gracias —dijo Walter Starr—. Esto es un asunto de familia. Pero si hay algo que...

Andrew le cogió por un brazo.

—Pasa un momento de todos modos —dijo—. Sé que Mary quiere darte las gracias.

—Está bien.

Andrew le hizo entrar.

—Papá —dijo Mary, y se levantó y le dio un beso. Él se volvió con ella hacia su madre—. ¿Mamá? —dijo Mary con voz tensa, casi llorosa, y ambas se abrazaron.

—Vamos, vamos, vamos —dijo la madre con su voz algo cascada al tiempo que le daba unas palmadas en la espalda—. Mary, hija mía. Vamos, vamos, vamos.

Vio a Walter Starr, que les miraba como si estuviera seguro de no ser bien recibido.

—Oh, Walter —susurró, y salió a su encuentro apresuradamente. Él le tendió la mano como atemorizado, y dijo:

—Señora Follet, nunca habría...

Ella le echó los brazos al cuello y le besó en la mejilla.

—Que Dios le bendiga —susurró llorando quedamente.

—Tranquila —dijo él al tiempo que se sonrojaba y trataba de abrazarla y sostenerla aunque sin acercarse demasiado—. Tranquila —volvió a decir.

—Tengo que dominarme —dijo ella apartándose de él y buscando ávidamente algo con la mirada.

—Aquí está —dijeron Andrew y su padre y Walter Starr mientras cada uno de ellos le ofrecía su pañuelo. Ella cogió el de su hermano, se sonó la nariz, se secó los ojos y se sentó.

—Siéntese, Walter.

—Oh, no, gracias. Creo que no —dijo Walter—. Sólo he venido un momento. Tengo que irme, de verdad.

—Pero Walter, qué tontería. Usted es uno más de la familia —dijo Mary, y los que la oyeron asintieron y murmuraron «Claro que sí» aunque sabían que la situación le resultaba violenta y esperaban que se fuera.

—Es usted muy amable —dijo Walter—. Pero no puedo quedarme. De verdad que tengo que irme. Pero si...

—Walter, quiero darle las gracias —dijo ella, porque para entonces también había reconsiderado la situación.

—Todos queremos dártelas —dijo Andrew.

—Se lo agradezco más de lo que puedo expresar con palabras —acabó Mary.

Él negó con la cabeza.

—No ha sido nada. No ha sido nada —dijo—. Sólo quiero que sepan que si hay algo que yo pueda hacer, que si puedo ayudar de algún modo, por favor me lo digan, que no duden en decírmelo.

—Gracias, Walter. Si hay algo que pueda hacer, de verdad que se lo diremos. Muchas gracias.

—Entonces, buenas noches.

Andrew le acompañó hasta la puerta principal.

—Sólo tienes que decírmelo, Andrew. Lo que sea —dijo Walter.

—Lo haré. Gracias —dijo Andrew. Sus ojos se encontraron y por un momento ambos se quedaron atónitos. Él desearía que hubiera sido yo, pensó Andrew. Él desearía haber sido él, pensó Walter. Y quizá yo también, pensó Andrew, y, una vez más, igual que al ver el cadáver por primera vez, se sintió absurdo, avergonzado, culpable casi de haber hecho trampa, incluso de asesinato, por estar vivo.

—¿Por qué precisamente Jay? —dijo Andrew en voz baja.

Todavía mirando sus ojos astillados, Walter movió pesadamente la cabeza.

—Buenas noches, Andrew.

—Buenas noches, Walter.

Cerró la puerta.

El padre de Mary interceptó la mirada de su hija; le hizo un gesto con la barbilla para que fuera a un rincón de la cocina.

—Quiero hablar contigo a solas un minuto —dijo en voz baja.

Ella le miró pensativa; luego, cogió su vaso, dijo «Perdonadnos un momento» por encima del hombro y le precedió al interior de la habitación que había preparado para su marido. Encendió la lamparita de la mesilla, cerró silenciosamente las dos puertas y se quedó de pie mirándole expectante.

—Siéntate, Poll —dijo él.

Ella miró a su alrededor. Uno de los dos tendría que sentarse en la cama. Estaba cuidadosamente abierta, fresca y agradable bajo las almohadas mullidas.

—Lo había preparado todo —dijo ella—, pero él no ha vuelto.

—¿Qué has dicho?

—Nada, papá.

—No te quedes de pie —dijo él—. Sentémonos.

—No me apetece.

Se acercó a ella, tomó su mano y la miró inquisitivamente. Es exactamente igual de alto que yo, volvió a pensar ella. Vio hasta qué punto sus ojos, llenos de compasión y dolor, eran como los de su hermana, cansados, tiernos y resueltos bajo los párpados fatigados y frágiles. Al principio él no pudo hablar.

Eres un buen hombre, se dijo Mary, y sus labios se movieron. Un hombre muy bueno. Mi padre. Por un instante sintió de nuevo la totalidad de su amistad y su distanciamiento. Sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a temblarle la boca.

—Papá —dijo. Él la abrazó y ella lloró en silencio.

—Es terrible, Poll —le oyó decir—. Terrible. Verdaderamente terrible.

Durante unos momentos ella sollozó tan profundamente que él no dijo nada más sino que se limitó a acariciar su espalda, una y otra vez, desde el hombro hasta la cintura gritando en su interior con furia y repugnancia: ¡Maldita sea! ¡Maldita sea esta vida! Es demasiado joven para esto. Y entonces se le ocurrió que había sido precisamente a esa edad cuando su propia vida se había visto truncada, no por la muerte, sino por el nacimiento de ella y de su hermano.

—Pero tienes que salir adelante —dijo.

Notó que ella asentía vigorosamente contra su hombro. Saldrás, pensó; tienes agallas.

—No te queda otro remedio —añadió.

—Creo que voy a sentarme.

Se apartó de él y, casi invadida por un sentimiento de profanación, se dejó caer pesadamente en el borde de la cama, justamente donde estaba abierta, junto a las almohadas mullidas. El giró la silla y se sentó frente a ella, rodilla contra rodilla.

—Quiero decirte una cosa —dijo.

Ella le miró y esperó.

—¿Te acuerdas cómo estuvo la prima Patty? ¿Cuando murió George?

—No muy bien. No tenía más de cinco o seis años.

—Pues yo sí me acuerdo. Corría de aquí para allá como un pollo sin cabeza. «¿Por qué ha tenido que pasarme a mí? ¿Qué he hecho yo para que me ocurra una cosa así?» Se daba golpes contra los muebles, trató de apuñalarse con las tijeras, chillaba como un cerdo degollado; se la oía a una manzana de distancia.

La mirada de Mary se enfrió.

—No te preocupes por eso —dijo.

—No me preocupo porque sé que tú no eres tonta. Pero deberías tenerlo en cuenta, y de eso es de lo que quiero avisarte.

Ella siguió mirándole.

—Verás, Poll —dijo él—. Ya es lo bastante duro ahora, pero te llevará algún tiempo asimilarlo. Y cuando de verdad lo asimiles, será aún peor. Será peor hasta tal punto que creerás que es más de lo que puedes soportar. Tú o cualquier ser humano. Y tendrás que superarlo sola porque lo único que podremos hacer por ti será mostrarte una ciega compasión animal.

Ella miraba oblicuamente al suelo con una especie de ironía paciente y fría; él sintió asco de sí mismo.

—Mírame, Poll —dijo. Ella le miró—. Entonces será cuando necesites hasta el último gramo de sensatez que hay en ti —dijo—. Tener valor no será suficiente. Lo que necesitarás será sentido común. Tienes que tener en cuenta que ningún ser humano ha tenido jamás un privilegio especial; el hacha puede caer en cualquier momento, sobre cualquier cuello, sin previo aviso y sin la menor consideración por la justicia. Tienes que evitar compadecerte por tu mala suerte y lamentarte a gritos por ella. Tienes que recordar que cosas como ésta y mucho peores les han ocurrido a millones de personas, y que ellas han salido adelante y tú saldrás también. Lo soportarás porque no te queda otro remedio, excepto desmoronarte. Tienes que cuidar de dos niños. Y aparte de eso te lo debes a ti misma y se lo debes a él. Tú me entiendes.

—Claro que sí.

—Sé que es una auténtica estupidez tratar de decir aunque sea una palabra sobre esto. Por no decir un atrevimiento. Sólo intento avisarte de que aún está por llegar algo mucho peor de lo que puedes imaginar, así que, por el amor de Dios, prepárate para ello y no te vengas abajo. —De pronto dijo con súbita ansiedad—: Se trata de una especie de prueba, Mary, de la única prueba significativa. Cuando ocurre algo tan terrible como esto tienes que elegir. O comienzas a vivir realmente o comienzas a morir. Eso es todo. —Al mirarla a los ojos sintió miedo por ella y dijo—: Me imagino que ahora estás pensando en tu religión.

—Sí —dijo ella con cierto orgullo frío.

—Bueno, eso te dará fuerzas —dijo él—. Sé que en ella encontrarás una ayuda con la que yo nunca pude contar. Sólo una cosa: ten un cuidado infinito de no arrastrarte a su interior para esconderte como en un agujero.

—Tendré cuidado —dijo Mary.

Quiere decir que yo no puedo decirle nada sobre eso, se dijo; y tiene razón.

—Habla con Hannah de esto —dijo.

—Lo haré, papá.

—Una cosa más.

—¿Si?

—Habrá dificultades económicas. Veremos cuáles son y cómo solucionarlas. Sólo quiero ahorrarte esas preocupaciones. No te preocupes. Las resolveremos.

—Que Dios te bendiga, papá.

—Tonterías. Bébete eso.

Ella bebió un largo trago y se estremeció.

—Bebe todo lo que puedas sin llegar a emborracharte —dijo él—. Me importaría un comino que cogieras una buena borrachera. Sería lo mejor para ti. Pero tienes que pensar en mañana.

Y en el día siguiente, y en el otro.

—Creo que no me hace ningún efecto —dijo ella con la voz todavía clara—. Las pocas veces que he bebido hasta ahora se me subía a la cabeza; un solo trago me bastaba para achisparme completamente. Pero ahora no parece hacerme el menor efecto.

Bebió un poco más.

—Bien —dijo él—. Eso puede ocurrir. Es la impresión, o los nervios. Recuerdo una vez cuando tu madre estaba muy enferma y yo... —Ambos recordaron su enfermedad—. No importa. Bebe todo lo que quieras, pero ándate con cuidado. Puede caerte encima de pronto como una tonelada de ladrillos.

—Tendré cuidado.

—Es hora de volver con los demás. —La ayudó a levantarse y le puso una mano en el hombro—. Ten en cuenta lo que te he dicho. Esto es sólo una prueba, una prueba que supera la gente que vale.

—Lo tendré en cuenta, papá, y gracias.

—Tengo una confianza absoluta en ti —dijo él deseando que eso fuera realmente cierto y que a ella le importara.

—Gracias, papá —dijo Mary—. Saberlo significará una gran ayuda.

Con la mano en el pomo de la puerta, apagó la luz y, seguida de su padre, entró en la cocina.