Capítulo 9

Cuando él volvió a la sala ella le miró angustiada; él se acercó a su oído y dijo:

—Nada.

—¿No hay noticias todavía?

—No. —Se sentó y se inclinó hacia ella—. Probablemente es demasiado pronto —dijo.

—Quizá.

Ella dejó de zurcir.

Joel volvió a tratar de leer The New Republic.

—¿Te ha parecido que se encontraba bien?

¡Cielo santo!, se dijo Joel. Se inclinó hacia ella.

—Todo lo bien que cabe esperar.

Ella asintió.

Él volvió a The New Republic.

—¿No deberíamos ir?

Justo lo que necesita, pensó Joel, tener que hablarnos a gritos. Se inclinó hacia su mujer y le puso una mano en el brazo.

—Es mejor que no vayamos —dijo— hasta que sepamos qué ha pasado. Demasiado revuelo.

—Demasiado, ¿qué?

—Revuelo. Jaleo. Demasiada gente.

—Sí. Quizá. Pero creo que ése es el lugar que nos corresponde, Joel.

«Tonterías», susurró él para sí.

—El que nos corresponde —dijo en voz bastante más alta— es el lugar donde Mary quiera que estemos.

Comenzó a darse cuenta de que ella no había dicho «el lugar que nos corresponde» pensando solamente en las convenciones sociales. Maldita sea, pensó. ¿Por qué no puede estar allí? La tocó en el hombro.

—Trata de no preocuparte, Catherine —dijo—. Se lo he preguntado a Poll y ha dicho que es mejor que no vayamos. Ha dicho que es inútil que nos angustiemos hasta que sepamos algo.

—Muy sensata —dijo ella dudosa.

—¡Y tanto, maldita sea! —dijo él con convicción—. Se está esforzando por no venirse abajo —explicó.

Catherine volvió la cabeza con un gesto cortés de interrogación.

—¡Se-está-esforzando-por-no-venirse-abajo!

Ella hizo una mueca de disgusto.

—No me grites, Joel. Limítate a hablar claramente, que puedo oírte.

—Lo siento —dijo él.

Se dio cuenta de que no le había oído. Se acercó.

—Lo siento —volvió a decir, esta vez con cuidado y no demasiado alto—. Estoy un poco nervioso, eso es todo.

—No te preocupes —dijo ella en un tono de voz propio ya de una anciana.

Él la miró un momento, suspiró con compasión y dijo:

—Tendremos noticias pronto.

—Sí —dijo ella—. Supongo que sí.

Aflojó la presión de sus manos sobre su costura y miró fijamente a través de las sombras de la habitación.

Contemplar a su mujer se convirtió para Joel en un tormento inútil; volvió a The New Republic.

—Me pregunto cómo habrá ocurrido —dijo ella al cabo de un rato.

Él se inclinó hacia ella:

—Yo también.

—Tiene que haber habido otros heridos.

Volvió a inclinarse hacia ella.

—Es posible. No lo sabemos.

—Quizá incluso muertos.

—No... no lo sabemos, Catherine.

—No.

Jay conduce como un loco, pensó Joel; decidió callárselo. Fuera lo que fuese lo ocurrido, pensó, lo que menos necesita ahora es que digamos cosas así acerca de él. O las pensemos siquiera.

Comenzó a darse cuenta, con una especie de regocijo sardónico, de que, además de ser simplemente cortés, estaba siendo supersticioso. No quiero ir hasta que sepamos qué ha pasado, se dijo. Mejor no intervenir. El asunto estaba en manos de los dioses. Mejor era no balancear la barca. Sobre todo si estaba ya hundida.

—La verdad es que a mí me parece que Jay conduce de un modo bastante imprudente —dijo Catherine con cautela.

—Todos lo hacen —dijo él. ¡Y tanto que imprudente!

—Recuerdo que me inquieté mucho cuando decidieron comprarse ese coche.

Y el tiempo ha venido a darte la razón.

—Es el progreso. No debemos obstaculizar la marcha del progreso.

—No —dijo ella molesta—, supongo que no.

¡Por el amor de Dios, mujer!

—Era una broma, Catherine, una broma tonta. Oh.

—No creo que sea momento para bromas, Joel.

—Yo tampoco.

Ella ladeó la cabeza cortésmente. Con cuidado de no gritar, dijo él:

—Tienes razón. Yo tampoco.

Ella asintió.

Mientras se abría camino a través de otro editorial como a través de una alambrada de púas, Joel pensó: no he debido llamarla. ¿Por qué no he confiado en que me avisaría en cuanto supiera algo? Si no ella, Hannah.

Siguió leyendo.

Una especie de opresión había empezado a apoderarse de él en el momento en que tuvo noticia del accidente; en un principio se había dicho, ajá, y de forma inesperada había asentido bruscamente. Era como si hubiera sabido que eso, o algo semejante, tenía que ocurrir antes o después; por eso le conmovió tan poco como le sorprendió. Pero aquella opresión había ido aumentando sin parar mientras permanecía sentado y esperando, y ahora el aire parecía de hierro y era como si pudiera experimentar en la boca el sabor amargo, frío y seco del metal. ¿Qué otra cosa podemos esperar?, se dijo. Así es la vida. Se preparó con calma para aceptarla, para soportarla, deleitándose no sólo con su esfuerzo sino también con la crueldad plomiza y obstinada del hierro, porque era esa crueldad la que demostraba y daba la medida de su coraje. Es curioso que lo sienta tan poco, se dijo. Pensó en su yerno. Le inspiraba respeto, afecto y una profunda y difusa tristeza. Pero en ningún caso un dolor íntimo. Después de tanta lucha, pensó, de tanta valentía y ambición, Jay no había llegado a nada. Judas el Oscuro, se dijo de repente; y pensó después en la continua destrucción de sus propias esperanzas a lo largo de treinta años. Si se trata de elegir entre una mutilación, la invalidez o la muerte, pensó, esperemos que todo haya acabado para él. Aunque se tratara de elegir entre la muerte y vivir otros treinta o cuarenta años en esas condiciones, mejor sería que todo hubiera acabado. Aunque ésa es mi opinión, maldita sea, no la suya. Pensó en su hija, en aquella energía con la que tan admirablemente se había enfrentado a ellos para casarse con Jay y que había acabado rota y disuelta en aquella maldita religiosidad; toda su inteligencia, apenas nacida, se había reducido a la nada en aquel matrimonio, en los constantes equilibrios para poder salir adelante y, sobre todo, en aquella maldita piedad. Todo su entusiasmo inocente, que parecía invencible, seguía alzando la barbilla para recibir más golpes. Y de nuevo sintió que su implicación personal era mínima. Ella se lo había buscado, pensó, aunque tenía que reconocer que había soportado las consecuencias de una forma encomiable, maldita sea, sin una sola queja. Y si Jay... si ahora todo ha llegado a su fin, tendrá que pagar un precio muy alto y será muy poco o nada lo que yo pueda hacer por ayudarla. Recordó entonces vívidamente, con entusiasmo y con tristeza, los pocos años en que habían sido tan buenos amigos, y por un momento se dijo quizá vuelva a ser así, y se interrumpió a sí mismo con un gruñido de desprecio. Aprovecharse de ese modo de la muerte de Jay, pensó, como si fuera un pretendiente rechazado acicalándose para intentarlo una vez más: de nuevo en la brecha. Además, ése no había sido nunca el verdadero motivo de su distanciamiento; era todo ese asqueroso cenagal de beatería lo que realmente les había separado, y ahora probablemente tendería a empeorar en lugar de mejorar. ¿Probablemente? Con toda seguridad.

Y su mujer, mientras zurcía, pensaba: qué tragedia. Qué terrible carga para ella. Pobre Mary. ¿Cómo va a salir adelante? Naturalmente, es muy posible que él no haya... no haya pasado a mejor vida. Pero eso podría representar una tragedia aún mayor para los dos. Un hombre tan activo incapaz de hacerse cargo de su familia. Qué terrible en cualquier caso. Desde luego, nosotros podemos ayudar. Pero no en lo referente a lo más pesado de la carga. Pobre criatura. Y pobrecitos niños. Y por debajo de esas palabras no pronunciadas, mientras que con sus ojos cansados se inclinaba profundamente sobre su labor, su espíritu generoso e irreflexivo se hallaba más profundamente afligido de lo que ella podía imaginar y más resuelto que si obedeciera a cualquier propósito de resolución. ¡Qué deprisa pasa la vida!, pensó. Parece que fue ayer cuando ella era mi Mary o cuando Jay vino a vernos por primera vez. Levantó la vista de su labor, y miró la luz y las sombras silenciosas, y exhaló ese tipo de suspiro profundo y prolongado que surgía de su corazón y que, exceptuando la música, era el único modo que tenía de rendirse a la tristeza.

—Debemos ser muy buenos con ellos, Joel —dijo.

Sorprendido, casi asustado, por su repentina voz, y llevado por un reflejo vengativo de exasperación, él deseó preguntarle qué había dicho. Pero sabía que la había oído e, inclinándose hacia delante, replicó:

—Claro que sí.

—Sea lo que fuere lo que haya ocurrido.

—Desde luego.

Comenzó a reconocer la emoción y la soledad que se ocultaban tras la banalidad de lo que ella había dicho, y se avergonzó de haber respondido como si sólo se hubiera tratado de una banalidad. Deseó poder decir algo para compensar su torpeza, pero no se le ocurrió nada. Pensó con tierno regocijo que casi con seguridad ella no había reparado en su desconsideración, y que se sorprendería enormemente si trataba de explicarse o de disculparse. Dejémoslo correr, pensó.

Siente mucho más de lo que expresa, se dijo ella a modo de consuelo, pero deseó que alguna vez dijera lo que sentía. Notó la mano de su esposo sobre su muñeca y vio su cabeza próxima a la suya. Se inclinó hacia él.

—Comprendo, Catherine —dijo Joel.

¿Qué quiere decir con eso?, se preguntó ella. Sin duda es que he dejado de oír algo, pensó, aunque sus palabras habían sido tan pocas que no podía imaginar qué podía haber sido. Pero inmediatamente decidió no exasperarle con una pregunta; estaba segura de su buena intención y eso la conmovía.

—Gracias, Joel —dijo, y, poniendo la otra mano sobre la de él, dio en ella unas cuantas palmaditas rápidas. Tales muestras de cariño, excepto en el lugar apropiado, la violentaban, y siempre había temido que aún le violentaban más a él; y ahora, aunque no había podido resistirse a acariciarle y había hallado un consuelo aún mayor en aquella suave presión sobre su muñeca, retiró pronto su mano, y, muy poco después, él retiró la suya también. Experimentó un momento de solemne gratitud por haber pasado tantos años en tal armonía con un hombre tan bueno, pero eso era imposible expresarlo con palabras. Y luego, una vez más, pensó en su hija y en aquello con lo que ésta se enfrentaba.

Joel, mientras tanto, pensaba: lo necesita (mientras le oprimía la muñeca), y cuando ella retiró tímidamente la mano, se dijo: ojalá pudiera hacer algo más; y de repente, no por el bien de su mujer sino obedeciendo a un impulso propio, deseó abrazarla. Impensable. En lugar de eso, contempló su rostro sufrido y sus ojos miopes mientras ella miraba una vez más a través de la habitación y experimentó una momentánea sensación de orgullo incrédulo y complacido por su inmenso e inquebrantable coraje y una sensación también de orgullosa gratitud, a pesar de los pesares e incluidos todos ellos, por haber pasado tantos años con una mujer así; pero eso era imposible expresarlo con palabras. Y luego, una vez más, pensó en su hija y en lo que ésta había pasado y en aquello con lo que ahora tendría que enfrentarse.

—A veces la vida parece más cruel de lo soportable —dijo Catherine—. Me refiero a la de ellos. La del pobre Jay y la de la pobre Mary.

Sintió la mano de él y esperó, pero él no dijo nada. Le miró, cortés y temerosa, con una sonrisa de disculpa, por la fuerza de la costumbre, en la cara, y vio su cabeza barbada, enorme a la luz de la lámpara e inesperadamente cercana, que asentía, profunda y lentamente, cinco veces.