CAPÍTULO XI

 

 

El Capitán le confirmó que saldrían del puerto en cinco días. Los acontecimientos se aceleraban, después de días sin casi actividad, el ritmo de las últimas horas parecía que se regía por otras reglas. Quedaba mucho por planear. Se reunía con Gervasio y Román a diario para ultimar los detalles. La mente de estos dos hombres estaba entrenada para ejecutar, no para planear ni proveer. Sabía, que si él no tenía en cuenta algún detalle, no tendría detrás otro filtro que lo notara. En estos momentos la ayuda de Domingo Uceda era imprescindible. Le solicitó su cooperación total y él se la brindo. Le planteó todos los detalles y Domingo aportó alguna idea que a él se le había pasado.
Tenían delante un plano de carreteras de la zona de Puebla. La idea de Salvador era viajar hacia el oeste y en algún punto drogar a Ernesto Peláez y desde allí llevarle al barco. Domingo estaba inclinado sobre el mapa. Entre los dos decidieron la ruta que seguirían y el lugar donde pararían. Domingo se conocía muy bien la zona y trazó un recorrido por carreteras poco transitadas.
Gervasio fue el encargado de decirle a Peláez el día y la hora en que saldrían, le recogerían en una plaza cercana a su restaurante. También le entregó como anticipo por los servicios, dos billetes de cien dólares que Salvador le mandaba para que afrontara los gastos en el restaurante.
—Ernesto ya le decía yo, mi jefe sabe ser muy generoso—.
Si en algún momento, Peláez tuvo un momento de vacilación o de desconfianza, al ver la posibilidad de ganar dinero o simplemente de robar, se le disipó sin ninguna duda.
—He decidido no cerrar el negocio, mi hermana y el empleado pueden manejarse sin mí unos días—.
—Mejor, entonces le recogemos mañana, a las doce del mediodía—.
—Allí estaré—.
Solo quedaban algunos detalles. Salvador habló con el Capitán un par de veces más. Este había sido informado de que llevaría un pasajero más. Él estaría en el barco hasta que se zarpara. Se encontraría en la entrada del puerto desde las ocho de la tarde. Esperaba zarpar antes del amanecer.
Llegada la hora, Domingo se hizo cargo de la factura del hotel. Les había conseguido un coche americano enorme. Solo irían Salvador y Gervasio a recoger a Peláez.
Ernesto Peláez llevaba diez minutos esperando cuando llegó el coche que conducía Gervasio Zulueta. Saludó a Salvador que iba en el asiento de atrás y se sentó delante con el conductor. Gervasio le enseño el trayecto que debían hacer. Tomarían la carretera de Puebla hacia Perote y allí se desviarían hacia Altotonga y Tiapacoyan. La finca que querían ver estaba en las orillas del rio Filobobos, era el Rancho Las Cascadas. Peláez comentó que había estado una vez por allí y que el agua era abundante por esa zona.
La carretera era de segundo orden y estaba a veces asfaltada y otras veces era algo más que un camino lleno de polvo. Desde que salieron de Puebla no dejaron de tener a la vista, en la lejanía, La Malinche, el impresionante volcán que domina todo el estado de Tlaxcala. Salvador les explicó que había sido citado para el día siguiente por la mañana con los dueños del rancho que iban a visitar. Les recogerían del hotel en Perote, donde dormirían. Esperaba estar de vuelta en tres días. Ernesto asentía con la cabeza como si los planes dependieran de su aprobación. Pararon para que siguiera conduciendo Peláez y se hiciera con el coche. La conversación decaía, solo la avivaba Gervasio con sus comentarios al adelantar a un campesino que arrastraba un asno o cuando al cruzar un poblado los niños salían al encuentro del coche. El sol estaba casi en lo más alto y Gervasio preguntó si pararían a comer algo.
—Peláez, usted que conduce, ¿sabe de algún sitio donde pudiéramos comer algo?—.
Salvador se inclinó sobre el asiento delantero para que el conductor le oyera.
—Como a media hora esta el pueblo de La Villa del Carmen. Es un pueblo que está en la orilla de una laguna enorme, creo que se llama Totolcingo o algo por el estilo. Seguro que encontraremos algún sitio donde parar—.
En muy poco tiempo se iba a cumplir con el plan, que Salvador había planeado minuciosamente desde hacía meses. A la entrada del pueblo, Peláez disminuyó la velocidad y dejando una nube de polvo, paró en la puerta de una casa de comidas que quedaba al borde la carretera. El coche quedaba aparcado a la vista de los demás que pasaran por la carretera. Era lo que quería Salvador.
Entraron en la tasca donde unos campesinos bebían en un par de mesas, que se volvieron al entrar los forasteros. Una mujer mayor envuelta en un delantal les atendió. Salvador le pidió a Ernesto Peláez que se encargara de pedir la comida, todavía no estaba acostumbrado a los complicados nombres mejicanos de los platos. Ernesto se explayó intentando explicarles que en Méjico cada plato es distinto en cada pueblo y aunque sean iguales se llaman con distinto nombre. Pidió la comida y unas cervezas para combatir el calor. Salvador observó con una mueca que la mujer no puso vasos, todo el mundo bebía directamente de la botella. Le pidió unos vasos a la señora, pero Peláez rehusó.
—Aquí se bebe a “puro macho” como dicen los mejicanos—.
Era una contrariedad, pero Salvador empezó a pensar deprisa. Tenía que encontrar otra forma. La idea le vino al observar a los hombres que estaban en otra mesa. Cuando acabaron de comer, Peláez había tomado suficiente cerveza como para que se animara la conversación. Era el momento que estaba esperando Salvador.
—Peláez, como muestra de que empezamos una relación que a todos nos va a favorecer, me gustaría que brindáramos, para que el negocio que nos ha traído hasta aquí, salga lo mejor posible—.
Salvador hizo ademán de levantar la cerveza pero Peláez le agarró de la mano y se la bajo hasta la mesa.
—Perdone Salvador pero aquí brindar con cerveza es como brindar con agua—.
Se volvió y le gritó a la mujer que trajera tequila para los tres. En unos minutos, la mujer trajo tres vasos y una botella de tequila del mejor, según le habían pedido.
Peláez sirvió el tequila y elevó el brazo en señal de brindar.
—Por ustedes y por mí, para que los negocios nos salgan bien—.
Bebieron de golpe, Salvador lleno de nuevo los vasos. En ese momento Zulueta se giró hacia Peláez y le preguntó algo sobre las carreteras hacia Perote, al mismo tiempo que desplegaba el mapa de carreteras delante de sus ojos. Era el momento mil veces ensayado, en una fracción de segundo, Salvador sacó del bolsillo la cápsula con el somnífero, con la misma mano rompió la ampolla y la vertió en el vaso de Peláez. Gervasio retiró el mapa, y la mano de Salvador ofrecía a Peláez otro vaso de tequila. No dudó un momento y se bebió el vaso de golpe. Antes de pedir la cuenta y que Salvador pagara, se tomó un tercer vaso. Salieron hacia el coche.
—Peláez, ahora conduzco yo y usted descansa—.
Gervasio se había dirigido a Peláez que llegaba al coche con paso vacilante. Abrió la puerta trasera y empujó suavemente a Ernesto dentro del coche. En unos minutos estaba profundamente dormido. Arrancó el coche y conduciendo hasta la salida del pueblo, pararon de nuevo. Inmediatamente otro coche paró junto a ellos. De él bajaron Domingo Uceda y Román. Todo había salido como tenían planeado. Domingo Uceda y Román, habían seguido en el coche del primero, al coche de Salvador con Peláez y Zulueta, lo habían visto a la puerta de la tasca en la entrada del pueblo y habían esperado a que acabaran.
—¿Cómo salió todo?—.
Domingo lo preguntaba al mismo tiempo que se asomaba dentro del coche y veía a Peláez tirado en el asiento totalmente inconsciente.
—No tenemos tiempo que perder—.
Domingo iría solo en su coche delante, detrás iría el otro coche con los demás. Román se sentaría detrás y tendría controlado a Peláez. Despertaría en cuatro o cinco horas, antes le pondrían una inyección con un nuevo somnífero. Domingo les conduciría hasta Veracruz. Deberían pasar por El Salado después por Perote, luego cruzarían por Xalapa Enríquez, bajarían hasta la costa pasando por pueblos perdidos entre montañas con nombres tan españoles como Rinconada, El Palmar, Salmoral o Tierra Colorada. Luego les conduciría hasta el puerto de Veracruz, allí el Capitán les estaría esperando para los tramites de aduanas. Domingo había calculado que podrían llegar al destino de noche cerrada. Se pusieron en marcha, devorando kilómetros en las carreteras y caminos más polvorientos que imaginarse pueda. Los baches y ajetreos ni inmutaron al cuerpo inconsciente, que dormía en el asiento trasero. Cuando llevaban cinco horas de viaje, pararon y Román le inyectó una dosis más del somnífero. La experiencia que había adquirido cuidando a Jesús Sinarro le había llevado a tener que inyectarle calmantes muy a menudo. La mezcla de anestésico y somnífero haría que no se despertara en otras seis horas. Se cambiaron de ropas y se pusieron las mismas que llevaban en el barco, también le vistieron a Peláez con ropa parecida. Entraban en Veracruz hacia las dos de la madrugada y al acercarse al puerto vieron al Capitán que los esperaba cerca de las oficinas de aduanas. Domingo bajó de su coche.
—Bien, Salvador hasta aquí llego yo. Mañana vendré a recoger ese coche. Ha sido un honor trabajar con usted—.
—Gracias Domingo, nunca podre olvidar lo que ha hecho por nosotros—.
Se fundieron en un abrazo, se despidió de los demás, subió al coche y se alejó. Román había sacado a Peláez que se mantenía difícilmente de pie, lo tenía agarrado por el cinturón y lo sujetaba por debajo de un brazo mientras Zulueta le sujetaba por debajo del otro. Se pusieron en marcha. El Capitán se asomó a la puerta abierta de la oficina, salió un funcionario de uniforme. Hablaron unos instantes entre ellos.
—Pero sabe que a esta hora no pueden embarcar, hasta que no venga el oficial no les puedo dejar pasar—.
—Pero señor, usted sabe como vienen, si no los subo al barco ahora, no los encuentro en una semana ¿sabe lo que me ha costado encontrarlos? Se estaban divirtiendo de verdad—.
El funcionario salió de la oficina y observó el espectáculo de dos hombres, que a duras penas lograban mantenerse en pie, sujetaban a otro que se tambaleaba. Despedían un denso olor a tequila, que previamente se habían rociado por encima, sobre todo por la camisa de Peláez.
—Se han corrido una buena juerga ¡Vaya con los españoles!—.
—¿Usted cree que si no los meto en el barco ahora, los podría encontrar? Zarpamos en tres horas—.
El Capitán le adelantaba los pasaportes con un billete de veinte dólares que asomaba entre las hojas de uno de ellos. El funcionario los cogió encogiéndose de hombros y se metió en la oficina, al cabo de unos momentos volvía a salir, le dio los pasaportes sellados al Capitán.
—Con esa tripulación no creo que encuentren ni España y si me apura ni el barco—.
—Muchas gracias, no se preocupe, van a tener tiempo de que se les quite la borrachera—.
La grotesca procesión se empezó a mover hacia el barco que estaba a unos cien metros, el funcionario volvió a encerrarse en su oficina. Las cosas no podían salir mejor.
La fuerza hercúlea de Román logró subir el cuerpo desmadejado de Peláez por la escalerilla hasta la cubierta. Inmediatamente lo pasaron a un camarote interior, esa sería su celda hasta que llegaran a España. Román lo esposó a una tubería que iba a lo largo de la cama. Mientras los motores se ponían en marcha, el barco empezó a hervir en actividad, se oía la voz del Capitán dando órdenes, tenía todo en regla y estaba deseando poner millas de mar por medio. El barco se empezó a mover y poco a poco, primero lentamente y luego a toda máquina se alejó de Veracruz, de Méjico y de una aventura que Salvador no hubiera nunca pensado en que llegaría a participar.
Salvador se encerró en su camarote, la tensión de los últimos días y la noche sin dormir, le habían dejado agotado. Se tumbó e intento dormir, pero no podía, se tendría que acostumbrar de nuevo al ruido de los motores y a la vibración del suelo. Daba mil vueltas a la cabeza y siempre los mismos pensamientos. Tenía a Ernesto Peláez, secuestrado en el barco o mejor dicho “detenido”. El viaje en el barco duraría menos que a la ida, porque no tendría escala en ningún puerto. Disponía de menos de un mes para conseguir una declaración del detenido, en veinte días tendría que tener la confesión del asesino.
Mas o menos sabía cómo era el proceso, lo había visto demasiadas veces. Al principio el detenido se mostraba incrédulo de que le hubieran detenido, incluso se mostraría arrogante y amenazaría con las consecuencias de su detención, les advertiría de las acciones que tomaría el Gobierno Mejicano al secuestrar a un ciudadano en su país. Luego se negaría a hablar, después negaría haber participado en cualquier hecho delictivo, mas tarde culparía de las salvajadas que se habían cometido a la situación en el Madrid cercado. Finalmente se derrumbaría, confesaría los hechos pero él no sería el culpable, se inventaría unos falsos culpables. Al final, cuando viera que no tenía salida, sería el momento de decir la verdad. Este era el guion, que con muy pocas variaciones seguiría cualquier detenido en cualquier comisaria.
No era su intención usar la violencia. Ni Gervasio ni él, iban a sacar una palabra con violencia, nunca lo había hecho, aunque se había beneficiado de que otros la ejercieran. Había visto muchas confesiones sacadas así, era el método usual en cualquier comisaria, pero no estaban en ninguna comisaria, estaban en alta mar en un barco camino de España y con un asesino esposado en un camarote.
El cansancio no le dejaba relajarse y la mente volaba desde los últimos acontecimientos hasta España. ¿Qué haría cuando llegara a España? ¿Qué haría de su vida? ¿Podría olvidar estos últimos meses? ¿Su vida seguiría igual? No, no sería igual, no podía ser igual. Había visto algo nuevo, sitios y gentes que no conocía, vidas luminosas como el sol del Atlántico y lugares increíbles que hubiera dudado de que existieran. El Capitán le había hablado de playas ardientes y aguas azules donde las palmeras se inclinan para besar las olas. Le había hablado de arrecifes de coral donde el mar se aquieta y llega manso a las orillas. Sentía ya el mar ardiente sobre sus pies, cuando despertó.
Román le había movido una pierna para despertarle.
—Perdone Salvador, pero he llamado a la puerta y como no me abría, he entrado—.
Román estaba delante del camastro como una figura inmensa que abarcaba todo el camarote.
—Sí, dime ¿qué pasa?—.
Salvador se sentó en la cama y se agarró la cabeza.
—Se está despertando—.
—Bien, no hables con él, ahora voy—.
Se vistió, se lavó un poco la cara y fue en busca del Capitán. Estaba en el puesto de mando. Parecía más gordo y moreno. Se veía que había disfrutado en Méjico.
—Salvador, ¡bienvenido a bordo! Me llamaron para decirme lo del “invitado”. No hace falta que le recuerde que soy el responsable del barco, pero la custodia del “invitado” es cosa suya. No quiero ningún problema. Ni gritos, ni peleas, para mí es como un polizonte, no quiero verlo en toda la travesía. La tripulación es nueva, la otra se despidió y salió en otro carguero, ninguno les conoce ni van a ver al “invitado”. Para sacarlo del camarote, me lo tendrá que decir a mí y yo lo autorizare. Comerá en el camarote y estará siempre vigilado por alguno de ustedes, hay un servicio dentro del camarote y por el ojo de buey podrá entrar aire fresco. Esta cerca del cuarto de máquinas, por lo que aunque quiera hacer ruido, nadie le oirá. No sé como lo bajaran a tierra, pero en España la Guardia Civil, no es como la policía de aduanas en Méjico. ¡No quiero problemas! Me quedan meses—.
—No se preocupe Capitán, esta todo controlado—.
El Capitán era un buen hombre, no quería que nada le estropeara su cercana jubilación.
Salvador se dirigió al camarote del detenido, tenía que bajar unas escaleras y al fondo de un pasillo se encontraba el cuarto. Román estaba de pie en la puerta esperándolo. Olía a grasa y el ruido era molesto pero se podía soportar. Entraron en el camarote, era reducido pero suficiente, un pequeño ojo de buey dejaba entrar la suficiente claridad para que no hiciese falta la luz eléctrica. Una pequeña mesa con su silla y la cama era todo su mobiliario. Peláez estaba sentado en el catre con una mano esposada a una tubería, les miraba con los ojos extraviados.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?—.
Se miraba la mano esposada y la adelantaba, como pidiendo explicaciones.
—Está usted en un barco con rumbo a España. Allí tendrá que responder de los crímenes que cometió en Madrid, durante la guerra—.
—¡Esta usted loco! Suélteme ahora mismo—.
—Está usted detenido, acusado de violar y asesinar a la señorita Dolores Sinarro. Le conducimos ante la Justicia española. Lo mejor que puede hacer, es confesar su participación en los hechos—.
—¿De qué me habla? ¿Qué señorita? ¡Suélteme y sáqueme de aquí!—.
A una indicación de Salvador, Román le soltó las esposas. Peláez se puso de pie, era de la misma estatura que Salvador, pero Román les sacaba una cabeza a cada uno. Puede que hace años se le apodara “Tarzán” pero ahora, había engordado y la falta de ejercicio le había dejado una figura flácida y rechoncha. Salvador le empujó hasta que tuvo la cabeza enfrente del pequeño ventanuco que estaba abierto al mar.
—¿Dónde quiere que le saque? ¿Al Atlántico mismo? Váyase haciendo a la idea, está en un barco, no va a salir del camarote en toda la travesía. Le vamos a interrogar día y noche hasta que nos cuente que hizo con Dolores Sinarro. No tenemos prisa—.
—De verdad, no sé de qué me habla. No sé nada de esa señorita. ¿Quiénes son ustedes? ¿Son policías? Me han secuestrado, ustedes no tienen derecho a sacarme de Méjico. La policía me estará buscando. ¿Todo era un engaño, verdad?—.
—Sí, todo era un engaño para sacarle de Méjico, pero eso a usted no le tiene que preocupar. Ya lo tenemos y no se va escapar—.
Salvador hizo un gesto hacia el suelo, Peláez no se había dado cuenta, que tenía una cadena ajustada a su pie derecho. Se sentó en la cama, cogió la cadena y tiró de ella, no tendría más de un metro y medio y estaba enganchada a otra tubería que recorría la base de la pared, Peláez podría llegar a cualquier parte del camarote pero no podría salir de él.
—¡Están locos! Eso es lo que pasa. Son unos dementes, que me han secuestrado—.
—Le vamos a traer algo de comer y en quince minutos empezaremos a interrogarle, le aconsejo que colabore desde el primer momento—.
Román dejó sobre la mesa, un plato con un bocadillo y un plátano, un vaso de latón con agua y una servilleta. Los dos salieron al pasillo, dejando la puerta del camarote abierta.
—Quiero empezar cuanto antes, quiero que estés presente, nos turnaremos Gervasio y yo, pero tú tendrás que estar—.
Su plan era interrogarlo sin descanso, él iba a llevar casi todo el peso de la declaración y Gervasio le ayudaría.
Salvador entró en el camarote de Peláez, se había comido el plátano y bebido el agua. Sentado en la cama, miraba al frente, el ceño fruncido y la cara contraída, era la viva imagen de la furia.
—¡No contestaré a nada!—.
Peláez grito nada más entrar Salvador.
—Le voy a leer la declaración de un amigo suyo—.
Salvador sacó de un sobre la declaración de Pedro Montones. Leyó despacio, acentuando las frases, asegurándose que Ernesto entendía lo que decía. Le ocultó que el declarante había muerto y le explicó que testificaría que le conocía y que fueron cómplices en la guerra. Peláez le miraba con una falsa sonrisa mientras gesticulaba y ridiculizaba a Salvador.
—Y bla, bla, bla... Y bla, bla, bla...No sé quién es ese, ni lo que dice. Déjeme en paz y muéranse todos, vosotros y esa señorita de la que me habla—.
Salvador se puso de pie, salió al pasillo y le hizo un gesto a Román, este entró en el cuarto, cogió a Peláez de la camisa, le puso en pie y le dio un cabezazo, luego le golpeó el estomago, este se dobló por la cintura y le dejó sentado en la cama otra vez. Todo había ocurrido en unos segundos. Salvador entró de nuevo. El terror se reflejaba en el rostro del detenido, el gesto de ironía retadora se había tornado en la viva imagen del miedo. “No podía ser lo que me estaba ocurriendo, no podía ser real el barco ni estos hombres”. Esto pensaba Peláez mientras se secaba la sangre que le salía por la nariz con la toalla que le acercó Salvador.
—Sera mejor que lo cuente todo. ¿Quién era Anselmo? ¿Era el portero que le informó que Dolores era la más guapa del barrio?—.
Peláez estaba aturdido, embotado, le costaba recordar. “Anselmo ¿el maricón ese, que iba a los billares?
—Había un Anselmo que iba a los billares y era portero, pero era maricón—.
Salvador se dio cuenta, que la fortaleza de Peláez era más ficticia que real, en la primera grieta que había encontrado, el detenido le dejaba que se colara. Poco a poco fue desgranando su relación con Anselmo. Primero les dijo que había casas donde estaban escondidas gentes de derechas, luego que en esas casas quedaban joyas, cuadros y cuberterías de oro.
También les dijo algo de una chica muy guapa. Quizás en la guerra, Peláez se había comportado como un asesino despiadado, pero en un barco en mitad del Océano, solo, encadenado y secuestrado por unos policías españoles, se mostró como un hombre desvalido y totalmente inofensivo. No había tenido tiempo de pensar, ni de analizar lo que le estaba pasando. Pensaba que había pasado de la libertad a estar encadenado en un barco, realizando un viaje a través del tiempo que lo llevaba al Madrid de la guerra. ¡No podía ser! Todo había quedado tan lejos. Casi no se acordaba de los asesinatos, ni de las violaciones ni robos. ¡Como se iba a acordar de una chica! ¡Tenía tantos viajes a la Casa de Campo! Habían parado tantas veces en las tapias del cementerio. ¡Como se iba a acordar!
—Era conserje de una casa en la calle Goya, él le contó que en el numero 40 había una chica muy guapa que vivía con sus tíos. Primero fueron a una casa en Goya y se llevaron a un marqués y a su hijo, luego volvieron a robar lo que quedaba y unos días más tarde fueron a la casa de Goya 40 a buscar a la chica. ¿Se acuerda ahora? ¿Empieza a recordar?—.
Salvador salió del camarote, le dejarían solo un rato para que recapacitara. Ernesto Peláez se tumbó en el camastro y cerró los ojos.
Los recuerdos empezaban a abrirse paso en su cerebro embotado. Tomaban forma de una manera aislada y poco a poco iban ocupando un hueco en el rompecabezas que debía completar.
“¡Claro que se acordaba de Anselmo! Ese maricón baboso que iba detrás de los chavales. Sí, claro que lo conocía. Fue él quien le puso tras la pista de las casas de los ricos, en el barrio de Salamanca. Le sopló un par de portales donde había joyas, cubiertos y bandejas de plata y muchas cosas de valor. Los demás se llevaban lo que más abultaba, él solo, lo que podía meter en los bolsillos. De los números de las casas no se acordaba, pero de lo demás sí.”
Los recuerdos iban tomando forma en la caja cerrada y oscura que era el cerebro del asesino. Habían estado dormidos y ocultos durante muchos años, al principio salían de sus escondrijos para amargarle las noches, pero enseguida los echaba a patadas, pero ahora era distinto, quería que salieran, por eso se agolpaban todos juntos.
“Subimos todos, dejando los coches en la acera, el portero nos decía que no había nadie importante. Siempre decían lo mismo. ¡El que lo decido soy yo! Fueron directamente al piso, de eso, sí que me acuerdo, porque casi tenemos que echar la puerta abajo, el señorito no quería abrirnos. No hubo manera, tuve que mandar a uno a la Comisaria para que le firmaran un registro. Se lo pasé por debajo de la puerta y al final abrió el muy condenado. Cuando nos llevamos a la chica, le tuve que dar un culatazo. ¡Como se me va a olvidar la chica! Si era la más guapa que había visto en mi vida. Nos la llevamos a Bellas Artes y a Fomento, para que la vieran y presumir de lo que habíamos cogido. Allí se quería apuntar más gente, pero Montones les decía que la cierva, era de los que la habíamos cazado. Jajaja... Todos se reían. La mareamos un poco llevándola de un sitio a otro, después de bebernos unos coñacs la llevamos a la Casa de Campo, donde siempre. No paraba de rezar la fascista. ¿Por qué rezas? ¡Si vas a disfrutar! Jajaja... Allí se pusieron a discutir, quien iba a ser el primero, yo saqué la pistola y se acabó la discusión, después, que fueran en el orden que quisieran, pero yo era el primero. Cuando nos cansamos le vaciamos un cargador cada uno. Allí se quedó. ¡Cómo no iba a recordarlo! “
Salvador volvió a entrar en el camarote, Peláez estaba en la cama dormido, apenas le había dejado dormir media hora. Es lo que buscaba, interrumpir su sueño para debilitarle, que deseara que no le interrumpieran continuamente y poder dormir unas horas seguidas. Para eso se turnaría con Zulueta. Llenó el vaso de latón con agua del pequeño grifo del lavabo y se la echó a la cara. Peláez se sobresaltó dando un grito y se incorporó.
—Continuemos. La bajan al portal, se montan en los coches y ¿A dónde van? ¿Se van directamente a la Casa de Campo o van antes a otros sitios? ¡Conteste!—.
Durante días se siguieron los interrogatorios. Salvador se mantuvo inflexible, poco a poco fue minando la muralla mental de Peláez. Empezó a admitir que la habían sacado de su casa para interrogarla en Comisaría, pero que él no había subido. Que él, conocía a los otros tres de vista de la Dirección General de Seguridad, de cuando fue a gestionar la libertad de un pariente que estaba detenido. Que estos le invitaron a subir a un coche, porque iban a realizar un registro. Que le llevaron a la calle Goya, pero que no sabe el número. Que al cabo de un rato bajaron con una señorita que no conocía. Que volvieron a la Dirección de Seguridad y que él se fue a su casa.
Salvador tomaba notas de todo, tenía que lograr una confesión lo más rigurosa posible. Debía desbrozar todas las mentiras para sacar lo poco de verdad, que tenían las palabras del asesino. Pasaban los días y Peláez sabía que su descanso dependía de la verdad que tuvieran sus palabras.
—Después ¿No vuelve a ver a la señorita? ¿Ni a sus conocidos de la Dirección General? ¡Conteste!—.
Que sí, que la vio otra vez. Que él tuvo que volver a la Dirección por el mismo motivo que la otra vez y que allí se encontró con Pedro Montones, Eladio Sánchez Ruiz alias “el chino” e Indalecio Gómez Valdés, que eran los tres que conocía de vista y que los había acompañado a hacer el registro. Que sacaban a la señorita de la Dirección. Que el Montones le dijo que si quería venir con ellos a la Casa de Campo, que iban a interrogar a la señorita y dijo que sí, pero que él se bajaba en la Plaza de España.
Cada vez Peláez estaba más desquiciado, la falta de sueño continuo, el estado de ansiedad, la tensión de le producían los interrogatorios, le estaban mermando poco a poco, haciendo que cayera en contradicciones. Salvador lo sabía pero todavía quedaba mucho por preguntar.
—Entonces ¿Por qué declara Montones que les acompañó a la Casa de Campo? ¿No se iba a bajar en la Plaza de España?—.
—Porque no me dejaron. Me obligaron a seguir con ellos—.
—¿Qué pasó en la Casa de Campo? ¡Conteste!—.
Que fueron a una caseta que hay en la carretera de la izquierda del lago de la Casa de Campo. Que los otros tres se llevaron a la señorita a la caseta esa.
Habían pasado muchos días, el asesino flaqueaba cada vez más. No podía seguir inventando nada más. Todas las mentiras que detectaba Salvador se volvían en su contra. Cada vez tenía más ganas de que todo acabara, que le dejaran tranquilo. Que le dejaran dormir.
—¿Por qué no entró usted con ellos en la caseta? ¿Usted se quedó solo? ¡Conteste!—.
Que él se apartó un poco para hacer una necesidad de vientre. Que cuando estaba evacuando esa necesidad oyó varios disparos de pistola. Cuando terminó, ya regresaban los demás. Que le dijeron que habían terminado. Que cree que fueron los disparos que hicieron los otros tres a la señorita. Que una vez en el coche, oyó decir a Montones que antes de matarla habían abusado todos de ella.
El cobarde asesino y violador, en una pirueta propia de una mente diabólica, intentaba salvarse, echando toda la culpa hacia sus compañeros de manada.
—Y usted, ¿No participó en la violación? ¿Se quedó aparte o se quedó fuera de la caseta? ¡Conteste!—.
Cada vez estaba más arrinconado. Cada día que pasaba, caía en más contradicciones y mentiras. No podía seguir soportando esta tortura. Llevaba dos semanas sin dormir más de una hora seguida. Su cabeza iba a reventar. Su vista se quedaba fija en un punto en la pared. Cuando llegaba a ese estado Salvador paraba y le dejaba acostarse y vuelta a empezar. El vaso de agua lanzado a la cara y el interrogatorio.
Que después vio otras veces a Montones y a los demás. Que le comentaron detalles de la violación de la señorita. Que le dijeron que les había dado un beso y que tenía unas bragas negras de seda. Que Montones presumía de haber sido el primero que abusó de la señorita.
Confundía sus recuerdos y los quería utilizar para demostrar su inocencia, pero su mente no tenía energía suficiente para inventar e hilvanar una historia paralela. Era incapaz de crear una coartada. Solo balbuceaba excusas. Pero se afianzaba en los detalles, así quería demostrar la verdad de su alegato, aderezando con grandes mentiras, verdades a medias. Salvador anotaba todo, subrayando lo que tenían de verdad sus palabras, estaba cada vez más cerca de poder hacer un relato coherente de los sucesos ocurridos.

 

 

 

Mientras tanto en la ciudad de Puebla, la hermana de Ernesto Peláez, Ernestina, después de dejar pasar cinco días sin ver a su hermano, fue a la policía a denunciar su desaparición. Estaba acostumbrada a las ausencias de su hermano, pero cinco días eran muchos. La policía interrogó a sus amistades y a la escasa colonia de españoles en la ciudad, pero nadie le había visto. El camarero comentó que habían venido dos españoles hacia tiempo a cenar y que estuvieron mucho rato con él. La policía quedó en que tendría informada a Ernestina de las novedades que surgieran. La noticia salió en los periódicos “ESPAÑOL DESAPARECIDO EN PUEBLA”.
Domingo Uceda filtró a un periodista amigo, que el desaparecido era un delincuente huido de España con un largo historial de crímenes, robos y violaciones. Su desaparición se debería a alguna venganza. No era un componente de la influyente colonia española formada por intelectuales, periodistas o escritores huidos después de la guerra civil. El tema se enfrió enseguida y quedó olvidado.

 

 

 

Los días pasaban, el Capitán echaba de menos las charlas con Salvador y este echaba de menos los ratos en cubierta en las noches despejadas. Solo por las noches subían a cubierta al detenido y lo dejaban que permaneciera un buen rato para que respirara aire fresco del mar. De día también lo sacaban para que recibiera algo de sol en los días radiantes.
La confesión estaba casi acabada. A partir de los interrogatorios y de las notas tomadas por Salvador, relacionando todos los datos, redactó una declaración lo más exacta posible de todo lo ocurrido en Madrid, los días 3, 4 y 5 de Abril de 1937.
“Yo, ERNESTO PELÁEZ TORRES, mayor de edad, nacido en Madrid, el 23 de Febrero de 1900, en plena posesión de mis facultades mentales y procediendo de una manera libre y voluntaria, efectúo la siguiente declaración:
Que estaba afiliado a la U.G.T. desde 1934 y posteriormente en 1935 al Partido Comunista. Que desde últimos de Julio o primeros de Agosto de 1936, prestaba mis servicios como chofer en la Dirección General de Seguridad, Secretaria Particular del Director.
Que en compañía de PEDRO MONTONES ARANDA, del Partido Comunista, de ELADIO SÁNCHEZ RUIZ “El chino”, del Partido Comunista y de INDALECIO GÓMEZ VALDÉS, del Partido Comunista, formé entre estos y otros elementos más, la tristemente famosa Escuadrilla del Amanecer.
Que en una fecha que no puedo precisar con exactitud por el tiempo transcurrido, pero que podía ser en Abril de 1937, salí de la Secretaria Técnica, sita en aquellas fechas en la calle de Víctor Hugo y acompañado de PEDRO MONTONES ARANDA, ELADIO SÁNCHEZ RUIZ e INDALECIO GÓMEZ VALDÉS, nos dirigimos a la calle Goya, numero 40, para proceder a la detención de la Señorita MARÍA DOLORES SINARRO, hija de un Diputado Tradicionalista.
Que una vez detenida y sacada de su casa la trasladamos a la Secretaria Técnica, permaneciendo en ella una hora aproximadamente. Después la trasladamos a la “checa” de Fomento, donde permaneció dos días. Pasados estos dos días, la trasladamos nuevamente a la citada Secretaria. Que desde allí y pasadas unas horas la volvimos a sacar, para dirigirnos los cuatro con ella, a la Casa de Campo, con la excusa de efectuar un interrogatorio.
Que una vez en la Casa de Campo, en la zona donde está El Lago, hay enclavada una caseta, llegados allí, nos apeamos del coche.
Que allí entablamos una discusión muy fuerte PEDRO MONTONES y yo para dilucidar, quién iba a ser el primero en violar a la Señorita. Que después de amenazarle con pegarle un tiro cedió. Que fui el primero en entrar en la caseta con la Señorita y abusar de ella. Que después de que yo saliera, entraron los otros tres.
Que después acordamos matarla entre todos, utilizando armas cortas.
Que yo utilicé un revolver marca “Tanque” del calibre treinta y dos. Dejando el cadáver abandonado.
Que me declaro culpable de la violación y asesinato junto con PEDRO MONTONES ARANDA, ELADIO SÁNCHEZ RUIZ e INDALECIO GÓMEZ VALDÉS, de la Señorita MARÍA DOLORES SINARRO.
Que fui yo el que ideó el plan para secuestrar, detener, violar y asesinar a la Señorita MARÍA DOLORES SINARRO.
Que no tengo más que decir, que lo escrito es la verdad, en la que me afirmo y ratifico y una vez leída por mi mismo esta declaración, la encuentro en todo conforme a lo manifestado.
Madrid, a de de
ERNESTO PELÁEZ TORRES.

 

Faltaba la firma del asesino. Salvador estaba convencido que los hechos se habían desarrollado como él los redactó. Estaba llegando al final de su misión. Quedaban pocos días para acabar y poder seguir con su vida normal. Volver al tedio y la tristeza de una casa solitaria, a los recuerdos amargos y al reproche continuo por no haber hecho felices a los dos seres que había querido. A la penumbra de un pasillo sin pasos. A la tristeza de la gente. A la soledad.
El Capitán le sacó de sus pensamientos, cuando golpeó en la puerta de su camarote.
—Perdone Salvador. ¿Estaba ocupado? Lo siento. Es que me ha llegado un telegrama un tanto enigmático y supongo que es para usted—.
—Sí, y que dice—.
El Capitán le extendió un folio con el telegrama pegado.
Salvador leyó en voz baja el escueto mensaje. “Salamanca se ha ido”.
—Sí, es cierto, es para mí. Perdone pero tengo que seguir trabajando—.
Salvador cogió del codo al Capitán y suavemente le sacó del camarote. Comprendía que tuviera curiosidad pero ahora tenía otras cosas que hacer. Cuando quedó solo, cerró con pestillo la puerta y se sentó en la cama. Recordaba con precisión las palabras de Jesús Sinarro. Había muerto. Su cuerpo no había resistido lo suficiente como para ser testigo de la llegada del asesino de su sobrina. ¡Bastante había aguantado!
Se levantó y abrió una carpeta donde tenía guardados diversos documentos. Volvió a cerrar la carpeta y se dejo llevar por el recuerdo del hombre que le había embarcado en esta misión. Desde el primer día en que le conoció, se dio cuenta que estaba ante un hombre mortificado por una gran desesperación, la muerte de su sobrina, la forma en que fue secuestrada y todo lo que ocurrió después, le trastornó, buscaba solo venganza, eso es lo que había creído al principio. Pero más tarde, cuando lo conoció más profundamente, se dio cuenta que no era venganza lo que buscaba sino justicia. A su manera, pero justicia.
Volvió a abrir la carpeta y rebuscó entre los papeles hasta que encontró un sobre.
ABRIR EN CASO DE RECIBIR — SALAMANCA SE HA IDO-“
Abrió el sobre y extendió un folio cuidadosamente escrito con la letra impecable del Jesús Sinarro.
“Estimado Salvador, si está leyendo estas líneas, es porque habrá recibido el telegrama y por lo tanto yo ya estaré muerto. Escribo estas líneas en Salamanca unos días antes de que embarquen para Méjico. Si todo ha salido bien, serán ustedes cuatro de vuelta.
Todo lo que viene a continuación es el procedimiento que ustedes deben seguir para terminar de cumplir con el plan que les propuse y que ustedes aceptaron. Antes de llegar al puerto de Santander, el Capitán recibirá un mensaje que le informará del lugar exacto, donde tendrá que fondear enfrente de la costa. A esa hora y en ese punto se acercará una embarcación que les trasladará a la playa. Una vez allí, deberán dirigirse a un... “.
Salvador leyó hasta el final el folio, escrito con la letra picuda y señorial de alguien acostumbrado a transmitir por la escritura, órdenes e instrucciones de una manera clara y concisa. También acompañaba un croquis con la descripción de un camino y una carretera, además acompañaba otro croquis de otro lugar en Madrid. Volvió a leer el mensaje de nuevo y tuvo una sensación de lastima por Jesús Sinarro. Observando el cuidado del dibujo, lo esmerado de todo el mensaje, pensó que tenía en sus manos la llave que le abriría al alma de Jesús, el descanso eterno. En sus manos, el notario había depositado el acto final de un drama, que se había desarrollado hace años y que estaba a punto de acabar. Como si de una tragedia griega se tratara, el alma de Jesús Sinarro vagaría sin descanso hasta que no cumpliera exactamente, con lo que desde el otro mundo le había encomendado. Volvió de sus pensamientos y decidió que había llegado la hora en que el asesino firmara su declaración.
Se dirigió al camarote de Ernesto Peláez. Como una estatua de carne, Román estaba de pie en la puerta. Salvador pensó en que siempre había visto a Román de pie, vigilante, se preguntaba si los ratos que se turnaba con Zulueta para descansar eran suficientes. Le sorprendía su fidelidad perruna, su entrega sin límites a la búsqueda del asesino y a su vuelta a Madrid.
—Román, el Capitán ha recibido un telegrama para mí. En él se dice que “Salamanca se ha ido”—.
Por el gesto en el rostro del gigante, pudo comprobar que sabía lo que eso significaba. Román tragó saliva y la cicatriz del cuello pareció más granate que nunca. La dureza del rostro se desvaneció por un segundo y pareció humano.
—Era un buen hombre, habrá aguantado todo lo posible. No sé de donde sacaría las fuerzas. Sufrió mucho, yo le inyectaba los calmantes. Nos queda poco para cumplir con lo que nos encargo—.
El gigante se recompuso y volvió al aspecto pétreo de siempre. Salvador entró en el camarote, el detenido estaba sentado en la cama, apoyado en la pared, al abrir la puerta, una corriente de aire fresco entró por el ojo de buey y recorrió el angosto camarote. Salvador dejó la declaración sobre la mesa.
—Peláez, quiero que lea esto y que lo firme. Es su declaración. El Juez será más benigno si firma la declaración—.
El cuerpo de Peláez se desplazaba a quince nudos sobre el Atlántico rumbo a España, pero su mente se había quedado en algún punto del mar. No asimilaba lo que le estaba ocurriendo, se había desconectado del cuerpo, vagaba por Méjico y se negaba a volver al camarote, solo cuando se asomaba al ventanuco y veía el mar se posaba de nuevo en su cuerpo. Leyó despacio su declaración, cuando terminó se apoyó en la mesa y cogiendo la pluma que Salvador le ofrecía, firmó con letra temblorosa su nombre y los dos apellidos. Volvió a sentarse en la cama, se apoyó en la pared y su mente voló de nuevo lejos del barco.
Cuando Salvador salió del camarote Román ya no estaba y en su lugar estaba Zulueta.
—Me ha dicho lo de don Jesús ¡Pobre hombre! Había sufrido mucho. ¿Cambia en algo los planes?—.
—No, ha dejado instrucciones muy precisas. Esta noche les explicaré, lo que tenía planeado—.
Ya de noche cerrada, se reunieron los tres en el camarote de Román que estaba contiguo al de Peláez. Allí les leyó las instrucciones que les había dejado Jesús Sinarro. En algún momento pensó que los ojos de Román estaban enrojecidos. Después salió a cubierta, por la temperatura notó que hacía mucho tiempo que habían dejado el Caribe.
—¿Tomando el aire, Salvador?—.
El Capitán se había acercado silenciosamente por detrás y estaba apoyado, mirando el horizonte.
—Esto toca a su fin. Pensé que tendría algún problema con el “invitado invisible”, pero no ha ocurrido nada. Ni un ruido. Ustedes saben hacer las cosas. Quedan pocos días para llegar a Santander y el armador me ha dicho que recibiré instrucciones más adelante. No sé qué instrucciones me puede mandar, que no sea atracar en otro puerto, pero todo lo que les rodea a ustedes tiene algo de misterio. No sé que han ido a hacer a Méjico, aunque hay que ser un patán para no imaginárselo. No me interesa ni le voy a preguntar. Le he cogido afecto y si no tiene otra cosa que hacer le invito a tomar un ron en mi camarote y charlamos un rato—.

 

 

 

Jesús Sinarro murió en Salamanca. Su cuerpo castigado por el cáncer se negó a seguir soportando el suplicio. Dos días antes de su muerte, llamó a su secretario. Le encargó, que nada más morir se enviara un mensaje al armador anunciando su muerte. Le ordenó que llamara a los directores de tres bancos diferentes para que le confirmaran si se habían realizado las transferencias solicitadas, los tres le confirmaron que se habían realizado. Además habló con un notario de Madrid, quien también le confirmó que sus órdenes se habían realizado y que se habían pagado los impuestos correspondientes.
Dejó en orden sus papeles, sus asuntos y todo lo que nadie se pude llevar al otro mundo. Se sentó en su despacho y redactó su última carta. Cuando la acabó, dio orden de que se llevara a una dirección en Madrid.
Quedó con las manos cruzadas esperando a que le viniera la muerte, que ya la sentía rondando. Rezó para que todo acabara y murió en paz. Él no lo vería, pero al final se haría justicia.

 

 

 

El Capitán abrió su camarote con la llave. Apenas un poco más grande que los demás, tenía dos butacas y una pequeña mesa. Invitó a Salvador a sentarse en una de ellas y de un pequeño armario sacó una botella de ron.
—Es dominicano, seguro que le gusta—.
Sirvió dos vasos y encendió un cigarro.
—Cuando acabe todo esto ¿Por qué no me visita? En unos meses me retiro, podría hacerme una visita. Seguro que le gusta. Allí sería feliz, le conozco poco, pero sé que es un hombre honrado—.
—No sé lo que voy a hacer cuando vuelva a España. He sido policía toda mi vida y ahora estoy retirado antes de tiempo. Estoy solo y nada me ata—.
—Búsquese una buena mujer y vengase a vivir allí. Sera feliz se lo aseguro—.
El camarote estaba adornado con los cientos de recuerdos que había reunido en sus muchos años de navegación. Salvador los miraba con curiosidad y el Capitán le explicaba de donde procedían. Una daga de Sumatra, un “Tumi” de los incas, que era el cuchillo que utilizaban para sus sacrificios rituales, una enorme y peluda araña africana en una urna de cristal y una zarpa disecada de un gorila de Guinea, eran algunos de los recuerdos que abarrotaban el camarote. En las paredes, cuadros pequeños en tinta china, fotografías del Capitán en los principales puertos del mundo, mapas, cartas de navegación y sobresaliendo en todo este caos, una fotografía de su querida familia que le esperaba en una cálida playa del Caribe.
—Le voy a dar la dirección y un teléfono para que me llame cuando decida visitarnos. Si usted llama a este teléfono tarde o temprano me lo comunicaran. Piénselo Salvador, un hombre que llega a su última etapa, merece vivir en un sitio así. No se arrepentirá jamás—.
El Capitán apuntó todos los datos en un folio y lo guardó en un sobre.
—Aquí le doy mi dirección y como llegar. Si en cualquier caso las perdiera, solo tendrá que ir a la República Dominicana y pasado el pueblo de Higüey, se encontrará con otro que se llama La Otra Banda, continúe y al llegar a Macao pregunte por mí, diga que está buscando a un Capitán que vive con una negra y que tiene un hijito. Todos me conocen—.
—Se lo agradezco pero no le puedo asegurar que aparezca, no sé ni lo que voy a hacer mañana—.
—Salvador, júreme que irá. Yo estuve igual que usted y no tenía esperanza en el día siguiente, era un hombre hundido y salí a flote. Yo también tuve una familia y unos hijos y los perdí. Ahora soy otro y tengo ganas de vivir, he vuelto a nacer y me queda una segunda parte. ¡Júremelo!—.
El Capitán le adelantó la mano y Salvador se la estrechó. El ron hacia su efecto y una sensación de bienestar se apoderaba de Salvador.
—¡Lo juro!—.
—No podrá incumplir su juramento Si lo hace no tendrá paz en lo que le queda de vida. Los monstruos del fondo del mar no le dejaran vivir y le perseguirán allá donde se esconda. ¡Ha dado su palabra ante el mismo dios Neptuno!—.
El Capitán soltó una de sus carcajadas mientras Salvador se quedaba pensativo.
—Capitán, no he creído nunca en dioses ni monstruos pero en este barco, en nuestro viaje de ida recogimos a un naufrago ¿Se acuerda?—.
—¡Como no lo iba a acordar! Siempre pensé que se conocían—.
—No, No nos conocíamos personalmente. Es una historia sorprendente y que si no me hubiera ocurrido a mí, no me la creería nunca—.
Salvador se desahogó ante el Capitán. Le contó su tragedia, todo lo ocurrido en Madrid y la aparición del naufrago salido de la oscuridad del mar. Encontraba algo de alivio, al hacer partícipe al Capitán de todas sus desgracias y desventuras.
El Capitán también, ayudado por el alcohol le narró su tragedia y su perdición.
—Amigo, yo también tuve una familia, mi mujer quedaba en Uruguay con mis dos hijos y yo partía a navegar durante meses. Después de un viaje de tres meses y antes de entrar en el puerto de Macapá en la desembocadura del Amazonas, me llegó un telegrama de mi país y del cónsul en Brasil. No me habían podido localizar antes.
Mi mujer y mis dos hijitos de cuatro y seis años, habían muerto en el incendio de mi casa que se había producido hacía dos meses. Llevaba todo este tiempo navegando por el Amazonas, por ciudades y pueblos que no tenían telégrafo ni electricidad ni forma de comunicármelo. Me había pasado tres meses navegando entre Manaos y el Lago Grande Curuai.
No pude volver, me quede encerrado en una pensión de Rio de Janeiro con mi dolor y mi tormento. Ya no tenía nada, lo había perdido todo y ellos habían muerto solos y yo a miles de kilómetros. Mientras yo estaba navegando por el Amazonas ellos morían abrasados. Ella intentó salvarlos y entró en su cuarto, ninguno salió con vida. ¡Y yo me había enterado cuando habían pasado dos meses!
Bajé al infierno ¡Se lo aseguro! Viví como un cadáver durante meses. Conocí lo peor de una ciudad, me hundí en el alcohol y traté con lo peor de la especie humana. Quise morir pero no tuve la valentía para quitarme la vida. Esperaba acabar en un callejón con una puñalada y morir notando mi propia sangre en la boca. Pero un amigo me buscó, me sacó de allí y me dio ánimos. Dejé de culparme por no haber muerto con ellos y pude rehacer los escombros de mi vida. Eso fue hace casi veinte años. Encontré motivos para vivir. Usted también los encontrará—.
El Capitán había dejado de hablar, miraba fijamente al infinito y sus ojos se humedecieron. Reaccionó con un gesto y volvió a la realidad. Cogió la botella y sirvió un vaso para Salvador y otro para él. Lo elevó y ambos brindaron sin decir una palabra.
—Salvador, ahora me afirmo más en mi ofrecimiento. No falte a su juramento. Ya una vez vio como las corrientes marinas traían su pasado ante usted. No vuelva a enfurecer a los dioses del mar, incumpliendo un juramento hecho al Capitán de un barco—.
Salvador volvió a jurar que le visitaría, se dieron la mano y se abrazaron sellando una amistad y un juramento.