CAPÍTULO XI
El Capitán le confirmó que saldrían del
puerto en cinco días. Los acontecimientos se aceleraban, después de
días sin casi actividad, el ritmo de las últimas horas parecía que
se regía por otras reglas. Quedaba mucho por planear. Se reunía con
Gervasio y Román a diario para ultimar los detalles. La mente de
estos dos hombres estaba entrenada para ejecutar, no para planear
ni proveer. Sabía, que si él no tenía en cuenta algún detalle, no
tendría detrás otro filtro que lo notara. En estos momentos la
ayuda de Domingo Uceda era imprescindible. Le solicitó su
cooperación total y él se la brindo. Le planteó todos los detalles
y Domingo aportó alguna idea que a él se le había pasado.
Tenían delante un plano de carreteras de la
zona de Puebla. La idea de Salvador era viajar hacia el oeste y en
algún punto drogar a Ernesto Peláez y desde allí llevarle al barco.
Domingo estaba inclinado sobre el mapa. Entre los dos decidieron la
ruta que seguirían y el lugar donde pararían. Domingo se conocía
muy bien la zona y trazó un recorrido por carreteras poco
transitadas.
Gervasio fue el encargado de decirle a
Peláez el día y la hora en que saldrían, le recogerían en una plaza
cercana a su restaurante. También le entregó como anticipo por los
servicios, dos billetes de cien dólares que Salvador le mandaba
para que afrontara los gastos en el restaurante.
—Ernesto ya le decía yo, mi jefe sabe ser
muy generoso—.
Si en algún momento, Peláez tuvo un momento
de vacilación o de desconfianza, al ver la posibilidad de ganar
dinero o simplemente de robar, se le disipó sin ninguna duda.
—He decidido no cerrar el negocio, mi
hermana y el empleado pueden manejarse sin mí unos días—.
—Mejor, entonces le recogemos mañana, a las
doce del mediodía—.
—Allí estaré—.
Solo quedaban algunos detalles. Salvador
habló con el Capitán un par de veces más. Este había sido informado
de que llevaría un pasajero más. Él estaría en el barco hasta que
se zarpara. Se encontraría en la entrada del puerto desde las ocho
de la tarde. Esperaba zarpar antes del amanecer.
Llegada la hora, Domingo se hizo cargo de la
factura del hotel. Les había conseguido un coche americano enorme.
Solo irían Salvador y Gervasio a recoger a Peláez.
Ernesto Peláez llevaba diez minutos
esperando cuando llegó el coche que conducía Gervasio Zulueta.
Saludó a Salvador que iba en el asiento de atrás y se sentó delante
con el conductor. Gervasio le enseño el trayecto que debían hacer.
Tomarían la carretera de Puebla hacia Perote y allí se desviarían
hacia Altotonga y Tiapacoyan. La finca que querían ver estaba en
las orillas del rio Filobobos, era el Rancho Las Cascadas. Peláez
comentó que había estado una vez por allí y que el agua era
abundante por esa zona.
La carretera era de segundo orden y estaba a
veces asfaltada y otras veces era algo más que un camino lleno de
polvo. Desde que salieron de Puebla no dejaron de tener a la vista,
en la lejanía, La Malinche, el impresionante volcán que domina todo
el estado de Tlaxcala. Salvador les explicó que había sido citado
para el día siguiente por la mañana con los dueños del rancho que
iban a visitar. Les recogerían del hotel en Perote, donde
dormirían. Esperaba estar de vuelta en tres días. Ernesto asentía
con la cabeza como si los planes dependieran de su aprobación.
Pararon para que siguiera conduciendo Peláez y se hiciera con el
coche. La conversación decaía, solo la avivaba Gervasio con sus
comentarios al adelantar a un campesino que arrastraba un asno o
cuando al cruzar un poblado los niños salían al encuentro del
coche. El sol estaba casi en lo más alto y Gervasio preguntó si
pararían a comer algo.
—Peláez, usted que conduce, ¿sabe de algún
sitio donde pudiéramos comer algo?—.
Salvador se inclinó sobre el asiento
delantero para que el conductor le oyera.
—Como a media hora esta el pueblo de La
Villa del Carmen. Es un pueblo que está en la orilla de una laguna
enorme, creo que se llama Totolcingo o algo por el estilo. Seguro
que encontraremos algún sitio donde parar—.
En muy poco tiempo se iba a cumplir con el
plan, que Salvador había planeado minuciosamente desde hacía meses.
A la entrada del pueblo, Peláez disminuyó la velocidad y dejando
una nube de polvo, paró en la puerta de una casa de comidas que
quedaba al borde la carretera. El coche quedaba aparcado a la vista
de los demás que pasaran por la carretera. Era lo que quería
Salvador.
Entraron en la tasca donde unos campesinos
bebían en un par de mesas, que se volvieron al entrar los
forasteros. Una mujer mayor envuelta en un delantal les atendió.
Salvador le pidió a Ernesto Peláez que se encargara de pedir la
comida, todavía no estaba acostumbrado a los complicados nombres
mejicanos de los platos. Ernesto se explayó intentando explicarles
que en Méjico cada plato es distinto en cada pueblo y aunque sean
iguales se llaman con distinto nombre. Pidió la comida y unas
cervezas para combatir el calor. Salvador observó con una mueca que
la mujer no puso vasos, todo el mundo bebía directamente de la
botella. Le pidió unos vasos a la señora, pero Peláez rehusó.
—Aquí se bebe a “puro macho” como dicen los
mejicanos—.
Era una contrariedad, pero Salvador empezó a
pensar deprisa. Tenía que encontrar otra forma. La idea le vino al
observar a los hombres que estaban en otra mesa. Cuando acabaron de
comer, Peláez había tomado suficiente cerveza como para que se
animara la conversación. Era el momento que estaba esperando
Salvador.
—Peláez, como muestra de que empezamos una
relación que a todos nos va a favorecer, me gustaría que
brindáramos, para que el negocio que nos ha traído hasta aquí,
salga lo mejor posible—.
Salvador hizo ademán de levantar la cerveza
pero Peláez le agarró de la mano y se la bajo hasta la mesa.
—Perdone Salvador pero aquí brindar con
cerveza es como brindar con agua—.
Se volvió y le gritó a la mujer que trajera
tequila para los tres. En unos minutos, la mujer trajo tres vasos y
una botella de tequila del mejor, según le habían pedido.
Peláez sirvió el tequila y elevó el brazo en
señal de brindar.
—Por ustedes y por mí, para que los negocios
nos salgan bien—.
Bebieron de golpe, Salvador lleno de nuevo
los vasos. En ese momento Zulueta se giró hacia Peláez y le
preguntó algo sobre las carreteras hacia Perote, al mismo tiempo
que desplegaba el mapa de carreteras delante de sus ojos. Era el
momento mil veces ensayado, en una fracción de segundo, Salvador
sacó del bolsillo la cápsula con el somnífero, con la misma mano
rompió la ampolla y la vertió en el vaso de Peláez. Gervasio retiró
el mapa, y la mano de Salvador ofrecía a Peláez otro vaso de
tequila. No dudó un momento y se bebió el vaso de golpe. Antes de
pedir la cuenta y que Salvador pagara, se tomó un tercer vaso.
Salieron hacia el coche.
—Peláez, ahora conduzco yo y usted
descansa—.
Gervasio se había dirigido a Peláez que
llegaba al coche con paso vacilante. Abrió la puerta trasera y
empujó suavemente a Ernesto dentro del coche. En unos minutos
estaba profundamente dormido. Arrancó el coche y conduciendo hasta
la salida del pueblo, pararon de nuevo. Inmediatamente otro coche
paró junto a ellos. De él bajaron Domingo Uceda y Román. Todo había
salido como tenían planeado. Domingo Uceda y Román, habían seguido
en el coche del primero, al coche de Salvador con Peláez y Zulueta,
lo habían visto a la puerta de la tasca en la entrada del pueblo y
habían esperado a que acabaran.
—¿Cómo salió todo?—.
Domingo lo preguntaba al mismo tiempo que se
asomaba dentro del coche y veía a Peláez tirado en el asiento
totalmente inconsciente.
—No tenemos tiempo que perder—.
Domingo iría solo en su coche delante,
detrás iría el otro coche con los demás. Román se sentaría detrás y
tendría controlado a Peláez. Despertaría en cuatro o cinco horas,
antes le pondrían una inyección con un nuevo somnífero. Domingo les
conduciría hasta Veracruz. Deberían pasar por El Salado después por
Perote, luego cruzarían por Xalapa Enríquez, bajarían hasta la
costa pasando por pueblos perdidos entre montañas con nombres tan
españoles como Rinconada, El Palmar, Salmoral o Tierra Colorada.
Luego les conduciría hasta el puerto de Veracruz, allí el Capitán
les estaría esperando para los tramites de aduanas. Domingo había
calculado que podrían llegar al destino de noche cerrada. Se
pusieron en marcha, devorando kilómetros en las carreteras y
caminos más polvorientos que imaginarse pueda. Los baches y
ajetreos ni inmutaron al cuerpo inconsciente, que dormía en el
asiento trasero. Cuando llevaban cinco horas de viaje, pararon y
Román le inyectó una dosis más del somnífero. La experiencia que
había adquirido cuidando a Jesús Sinarro le había llevado a tener
que inyectarle calmantes muy a menudo. La mezcla de anestésico y
somnífero haría que no se despertara en otras seis horas. Se
cambiaron de ropas y se pusieron las mismas que llevaban en el
barco, también le vistieron a Peláez con ropa parecida. Entraban en
Veracruz hacia las dos de la madrugada y al acercarse al puerto
vieron al Capitán que los esperaba cerca de las oficinas de
aduanas. Domingo bajó de su coche.
—Bien, Salvador hasta aquí llego yo. Mañana
vendré a recoger ese coche. Ha sido un honor trabajar con
usted—.
—Gracias Domingo, nunca podre olvidar lo que
ha hecho por nosotros—.
Se fundieron en un abrazo, se despidió de
los demás, subió al coche y se alejó. Román había sacado a Peláez
que se mantenía difícilmente de pie, lo tenía agarrado por el
cinturón y lo sujetaba por debajo de un brazo mientras Zulueta le
sujetaba por debajo del otro. Se pusieron en marcha. El Capitán se
asomó a la puerta abierta de la oficina, salió un funcionario de
uniforme. Hablaron unos instantes entre ellos.
—Pero sabe que a esta hora no pueden
embarcar, hasta que no venga el oficial no les puedo dejar
pasar—.
—Pero señor, usted sabe como vienen, si no
los subo al barco ahora, no los encuentro en una semana ¿sabe lo
que me ha costado encontrarlos? Se estaban divirtiendo de
verdad—.
El funcionario salió de la oficina y observó
el espectáculo de dos hombres, que a duras penas lograban
mantenerse en pie, sujetaban a otro que se tambaleaba. Despedían un
denso olor a tequila, que previamente se habían rociado por encima,
sobre todo por la camisa de Peláez.
—Se han corrido una buena juerga ¡Vaya con
los españoles!—.
—¿Usted cree que si no los meto en el barco
ahora, los podría encontrar? Zarpamos en tres horas—.
El Capitán le adelantaba los pasaportes con
un billete de veinte dólares que asomaba entre las hojas de uno de
ellos. El funcionario los cogió encogiéndose de hombros y se metió
en la oficina, al cabo de unos momentos volvía a salir, le dio los
pasaportes sellados al Capitán.
—Con esa tripulación no creo que encuentren
ni España y si me apura ni el barco—.
—Muchas gracias, no se preocupe, van a tener
tiempo de que se les quite la borrachera—.
La grotesca procesión se empezó a mover
hacia el barco que estaba a unos cien metros, el funcionario volvió
a encerrarse en su oficina. Las cosas no podían salir mejor.
La fuerza hercúlea de Román logró subir el
cuerpo desmadejado de Peláez por la escalerilla hasta la cubierta.
Inmediatamente lo pasaron a un camarote interior, esa sería su
celda hasta que llegaran a España. Román lo esposó a una tubería
que iba a lo largo de la cama. Mientras los motores se ponían en
marcha, el barco empezó a hervir en actividad, se oía la voz del
Capitán dando órdenes, tenía todo en regla y estaba deseando poner
millas de mar por medio. El barco se empezó a mover y poco a poco,
primero lentamente y luego a toda máquina se alejó de Veracruz, de
Méjico y de una aventura que Salvador no hubiera nunca pensado en
que llegaría a participar.
Salvador se encerró en su camarote, la
tensión de los últimos días y la noche sin dormir, le habían dejado
agotado. Se tumbó e intento dormir, pero no podía, se tendría que
acostumbrar de nuevo al ruido de los motores y a la vibración del
suelo. Daba mil vueltas a la cabeza y siempre los mismos
pensamientos. Tenía a Ernesto Peláez, secuestrado en el barco o
mejor dicho “detenido”. El viaje en el barco duraría menos que a la
ida, porque no tendría escala en ningún puerto. Disponía de menos
de un mes para conseguir una declaración del detenido, en veinte
días tendría que tener la confesión del asesino.
Mas o menos sabía cómo era el proceso, lo
había visto demasiadas veces. Al principio el detenido se mostraba
incrédulo de que le hubieran detenido, incluso se mostraría
arrogante y amenazaría con las consecuencias de su detención, les
advertiría de las acciones que tomaría el Gobierno Mejicano al
secuestrar a un ciudadano en su país. Luego se negaría a hablar,
después negaría haber participado en cualquier hecho delictivo, mas
tarde culparía de las salvajadas que se habían cometido a la
situación en el Madrid cercado. Finalmente se derrumbaría,
confesaría los hechos pero él no sería el culpable, se inventaría
unos falsos culpables. Al final, cuando viera que no tenía salida,
sería el momento de decir la verdad. Este era el guion, que con muy
pocas variaciones seguiría cualquier detenido en cualquier
comisaria.
No era su intención usar la violencia. Ni
Gervasio ni él, iban a sacar una palabra con violencia, nunca lo
había hecho, aunque se había beneficiado de que otros la
ejercieran. Había visto muchas confesiones sacadas así, era el
método usual en cualquier comisaria, pero no estaban en ninguna
comisaria, estaban en alta mar en un barco camino de España y con
un asesino esposado en un camarote.
El cansancio no le dejaba relajarse y la
mente volaba desde los últimos acontecimientos hasta España. ¿Qué
haría cuando llegara a España? ¿Qué haría de su vida? ¿Podría
olvidar estos últimos meses? ¿Su vida seguiría igual? No, no sería
igual, no podía ser igual. Había visto algo nuevo, sitios y gentes
que no conocía, vidas luminosas como el sol del Atlántico y lugares
increíbles que hubiera dudado de que existieran. El Capitán le
había hablado de playas ardientes y aguas azules donde las palmeras
se inclinan para besar las olas. Le había hablado de arrecifes de
coral donde el mar se aquieta y llega manso a las orillas. Sentía
ya el mar ardiente sobre sus pies, cuando despertó.
Román le había movido una pierna para
despertarle.
—Perdone Salvador, pero he llamado a la
puerta y como no me abría, he entrado—.
Román estaba delante del camastro como una
figura inmensa que abarcaba todo el camarote.
—Sí, dime ¿qué pasa?—.
Salvador se sentó en la cama y se agarró la
cabeza.
—Se está despertando—.
—Bien, no hables con él, ahora voy—.
Se vistió, se lavó un poco la cara y fue en
busca del Capitán. Estaba en el puesto de mando. Parecía más gordo
y moreno. Se veía que había disfrutado en Méjico.
—Salvador, ¡bienvenido a bordo! Me llamaron
para decirme lo del “invitado”. No hace falta que le recuerde que
soy el responsable del barco, pero la custodia del “invitado” es
cosa suya. No quiero ningún problema. Ni gritos, ni peleas, para mí
es como un polizonte, no quiero verlo en toda la travesía. La
tripulación es nueva, la otra se despidió y salió en otro carguero,
ninguno les conoce ni van a ver al “invitado”. Para sacarlo del
camarote, me lo tendrá que decir a mí y yo lo autorizare. Comerá en
el camarote y estará siempre vigilado por alguno de ustedes, hay un
servicio dentro del camarote y por el ojo de buey podrá entrar aire
fresco. Esta cerca del cuarto de máquinas, por lo que aunque quiera
hacer ruido, nadie le oirá. No sé como lo bajaran a tierra, pero en
España la Guardia Civil, no es como la policía de aduanas en
Méjico. ¡No quiero problemas! Me quedan meses—.
—No se preocupe Capitán, esta todo
controlado—.
El Capitán era un buen hombre, no quería que
nada le estropeara su cercana jubilación.
Salvador se dirigió al camarote del
detenido, tenía que bajar unas escaleras y al fondo de un pasillo
se encontraba el cuarto. Román estaba de pie en la puerta
esperándolo. Olía a grasa y el ruido era molesto pero se podía
soportar. Entraron en el camarote, era reducido pero suficiente, un
pequeño ojo de buey dejaba entrar la suficiente claridad para que
no hiciese falta la luz eléctrica. Una pequeña mesa con su silla y
la cama era todo su mobiliario. Peláez estaba sentado en el catre
con una mano esposada a una tubería, les miraba con los ojos
extraviados.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Qué ha
pasado?—.
Se miraba la mano esposada y la adelantaba,
como pidiendo explicaciones.
—Está usted en un barco con rumbo a España.
Allí tendrá que responder de los crímenes que cometió en Madrid,
durante la guerra—.
—¡Esta usted loco! Suélteme ahora
mismo—.
—Está usted detenido, acusado de violar y
asesinar a la señorita Dolores Sinarro. Le conducimos ante la
Justicia española. Lo mejor que puede hacer, es confesar su
participación en los hechos—.
—¿De qué me habla? ¿Qué señorita? ¡Suélteme
y sáqueme de aquí!—.
A una indicación de Salvador, Román le soltó
las esposas. Peláez se puso de pie, era de la misma estatura que
Salvador, pero Román les sacaba una cabeza a cada uno. Puede que
hace años se le apodara “Tarzán” pero ahora, había engordado y la
falta de ejercicio le había dejado una figura flácida y rechoncha.
Salvador le empujó hasta que tuvo la cabeza enfrente del pequeño
ventanuco que estaba abierto al mar.
—¿Dónde quiere que le saque? ¿Al Atlántico
mismo? Váyase haciendo a la idea, está en un barco, no va a salir
del camarote en toda la travesía. Le vamos a interrogar día y noche
hasta que nos cuente que hizo con Dolores Sinarro. No tenemos
prisa—.
—De verdad, no sé de qué me habla. No sé
nada de esa señorita. ¿Quiénes son ustedes? ¿Son policías? Me han
secuestrado, ustedes no tienen derecho a sacarme de Méjico. La
policía me estará buscando. ¿Todo era un engaño, verdad?—.
—Sí, todo era un engaño para sacarle de
Méjico, pero eso a usted no le tiene que preocupar. Ya lo tenemos y
no se va escapar—.
Salvador hizo un gesto hacia el suelo,
Peláez no se había dado cuenta, que tenía una cadena ajustada a su
pie derecho. Se sentó en la cama, cogió la cadena y tiró de ella,
no tendría más de un metro y medio y estaba enganchada a otra
tubería que recorría la base de la pared, Peláez podría llegar a
cualquier parte del camarote pero no podría salir de él.
—¡Están locos! Eso es lo que pasa. Son unos
dementes, que me han secuestrado—.
—Le vamos a traer algo de comer y en quince
minutos empezaremos a interrogarle, le aconsejo que colabore desde
el primer momento—.
Román dejó sobre la mesa, un plato con un
bocadillo y un plátano, un vaso de latón con agua y una servilleta.
Los dos salieron al pasillo, dejando la puerta del camarote
abierta.
—Quiero empezar cuanto antes, quiero que
estés presente, nos turnaremos Gervasio y yo, pero tú tendrás que
estar—.
Su plan era interrogarlo sin descanso, él
iba a llevar casi todo el peso de la declaración y Gervasio le
ayudaría.
Salvador entró en el camarote de Peláez, se
había comido el plátano y bebido el agua. Sentado en la cama,
miraba al frente, el ceño fruncido y la cara contraída, era la viva
imagen de la furia.
—¡No contestaré a nada!—.
Peláez grito nada más entrar Salvador.
—Le voy a leer la declaración de un amigo
suyo—.
Salvador sacó de un sobre la declaración de
Pedro Montones. Leyó despacio, acentuando las frases, asegurándose
que Ernesto entendía lo que decía. Le ocultó que el declarante
había muerto y le explicó que testificaría que le conocía y que
fueron cómplices en la guerra. Peláez le miraba con una falsa
sonrisa mientras gesticulaba y ridiculizaba a Salvador.
—Y bla, bla, bla... Y bla, bla, bla...No sé
quién es ese, ni lo que dice. Déjeme en paz y muéranse todos,
vosotros y esa señorita de la que me habla—.
Salvador se puso de pie, salió al pasillo y
le hizo un gesto a Román, este entró en el cuarto, cogió a Peláez
de la camisa, le puso en pie y le dio un cabezazo, luego le golpeó
el estomago, este se dobló por la cintura y le dejó sentado en la
cama otra vez. Todo había ocurrido en unos segundos. Salvador entró
de nuevo. El terror se reflejaba en el rostro del detenido, el
gesto de ironía retadora se había tornado en la viva imagen del
miedo. “No podía ser lo que me estaba ocurriendo, no podía ser real
el barco ni estos hombres”. Esto pensaba Peláez mientras se secaba
la sangre que le salía por la nariz con la toalla que le acercó
Salvador.
—Sera mejor que lo cuente todo. ¿Quién era
Anselmo? ¿Era el portero que le informó que Dolores era la más
guapa del barrio?—.
Peláez estaba aturdido, embotado, le costaba
recordar. “Anselmo ¿el maricón ese, que iba a los billares?
—Había un Anselmo que iba a los billares y
era portero, pero era maricón—.
Salvador se dio cuenta, que la fortaleza de
Peláez era más ficticia que real, en la primera grieta que había
encontrado, el detenido le dejaba que se colara. Poco a poco fue
desgranando su relación con Anselmo. Primero les dijo que había
casas donde estaban escondidas gentes de derechas, luego que en
esas casas quedaban joyas, cuadros y cuberterías de oro.
También les dijo algo de una chica muy
guapa. Quizás en la guerra, Peláez se había comportado como un
asesino despiadado, pero en un barco en mitad del Océano, solo,
encadenado y secuestrado por unos policías españoles, se mostró
como un hombre desvalido y totalmente inofensivo. No había tenido
tiempo de pensar, ni de analizar lo que le estaba pasando. Pensaba
que había pasado de la libertad a estar encadenado en un barco,
realizando un viaje a través del tiempo que lo llevaba al Madrid de
la guerra. ¡No podía ser! Todo había quedado tan lejos. Casi no se
acordaba de los asesinatos, ni de las violaciones ni robos. ¡Como
se iba a acordar de una chica! ¡Tenía tantos viajes a la Casa de
Campo! Habían parado tantas veces en las tapias del cementerio.
¡Como se iba a acordar!
—Era conserje de una casa en la calle Goya,
él le contó que en el numero 40 había una chica muy guapa que vivía
con sus tíos. Primero fueron a una casa en Goya y se llevaron a un
marqués y a su hijo, luego volvieron a robar lo que quedaba y unos
días más tarde fueron a la casa de Goya 40 a buscar a la chica. ¿Se
acuerda ahora? ¿Empieza a recordar?—.
Salvador salió del camarote, le dejarían
solo un rato para que recapacitara. Ernesto Peláez se tumbó en el
camastro y cerró los ojos.
Los recuerdos empezaban a abrirse paso en su
cerebro embotado. Tomaban forma de una manera aislada y poco a poco
iban ocupando un hueco en el rompecabezas que debía
completar.
“¡Claro que se acordaba de Anselmo! Ese
maricón baboso que iba detrás de los chavales. Sí, claro que lo
conocía. Fue él quien le puso tras la pista de las casas de los
ricos, en el barrio de Salamanca. Le sopló un par de portales donde
había joyas, cubiertos y bandejas de plata y muchas cosas de valor.
Los demás se llevaban lo que más abultaba, él solo, lo que podía
meter en los bolsillos. De los números de las casas no se acordaba,
pero de lo demás sí.”
Los recuerdos iban tomando forma en la caja
cerrada y oscura que era el cerebro del asesino. Habían estado
dormidos y ocultos durante muchos años, al principio salían de sus
escondrijos para amargarle las noches, pero enseguida los echaba a
patadas, pero ahora era distinto, quería que salieran, por eso se
agolpaban todos juntos.
“Subimos todos, dejando los coches en la
acera, el portero nos decía que no había nadie importante. Siempre
decían lo mismo. ¡El que lo decido soy yo! Fueron directamente al
piso, de eso, sí que me acuerdo, porque casi tenemos que echar la
puerta abajo, el señorito no quería abrirnos. No hubo manera, tuve
que mandar a uno a la Comisaria para que le firmaran un registro.
Se lo pasé por debajo de la puerta y al final abrió el muy
condenado. Cuando nos llevamos a la chica, le tuve que dar un
culatazo. ¡Como se me va a olvidar la chica! Si era la más guapa
que había visto en mi vida. Nos la llevamos a Bellas Artes y a
Fomento, para que la vieran y presumir de lo que habíamos cogido.
Allí se quería apuntar más gente, pero Montones les decía que la
cierva, era de los que la habíamos cazado. Jajaja... Todos se
reían. La mareamos un poco llevándola de un sitio a otro, después
de bebernos unos coñacs la llevamos a la Casa de Campo, donde
siempre. No paraba de rezar la fascista. ¿Por qué rezas? ¡Si vas a
disfrutar! Jajaja... Allí se pusieron a discutir, quien iba a ser
el primero, yo saqué la pistola y se acabó la discusión, después,
que fueran en el orden que quisieran, pero yo era el primero.
Cuando nos cansamos le vaciamos un cargador cada uno. Allí se
quedó. ¡Cómo no iba a recordarlo! “
Salvador volvió a entrar en el camarote,
Peláez estaba en la cama dormido, apenas le había dejado dormir
media hora. Es lo que buscaba, interrumpir su sueño para
debilitarle, que deseara que no le interrumpieran continuamente y
poder dormir unas horas seguidas. Para eso se turnaría con Zulueta.
Llenó el vaso de latón con agua del pequeño grifo del lavabo y se
la echó a la cara. Peláez se sobresaltó dando un grito y se
incorporó.
—Continuemos. La bajan al portal, se montan
en los coches y ¿A dónde van? ¿Se van directamente a la Casa de
Campo o van antes a otros sitios? ¡Conteste!—.
Durante días se siguieron los
interrogatorios. Salvador se mantuvo inflexible, poco a poco fue
minando la muralla mental de Peláez. Empezó a admitir que la habían
sacado de su casa para interrogarla en Comisaría, pero que él no
había subido. Que él, conocía a los otros tres de vista de la
Dirección General de Seguridad, de cuando fue a gestionar la
libertad de un pariente que estaba detenido. Que estos le invitaron
a subir a un coche, porque iban a realizar un registro. Que le
llevaron a la calle Goya, pero que no sabe el número. Que al cabo
de un rato bajaron con una señorita que no conocía. Que volvieron a
la Dirección de Seguridad y que él se fue a su casa.
Salvador tomaba notas de todo, tenía que
lograr una confesión lo más rigurosa posible. Debía desbrozar todas
las mentiras para sacar lo poco de verdad, que tenían las palabras
del asesino. Pasaban los días y Peláez sabía que su descanso
dependía de la verdad que tuvieran sus palabras.
—Después ¿No vuelve a ver a la señorita? ¿Ni
a sus conocidos de la Dirección General? ¡Conteste!—.
Que sí, que la vio otra vez. Que él tuvo que
volver a la Dirección por el mismo motivo que la otra vez y que
allí se encontró con Pedro Montones, Eladio Sánchez Ruiz alias “el
chino” e Indalecio Gómez Valdés, que eran los tres que conocía de
vista y que los había acompañado a hacer el registro. Que sacaban a
la señorita de la Dirección. Que el Montones le dijo que si quería
venir con ellos a la Casa de Campo, que iban a interrogar a la
señorita y dijo que sí, pero que él se bajaba en la Plaza de
España.
Cada vez Peláez estaba más desquiciado, la
falta de sueño continuo, el estado de ansiedad, la tensión de le
producían los interrogatorios, le estaban mermando poco a poco,
haciendo que cayera en contradicciones. Salvador lo sabía pero
todavía quedaba mucho por preguntar.
—Entonces ¿Por qué declara Montones que les
acompañó a la Casa de Campo? ¿No se iba a bajar en la Plaza de
España?—.
—Porque no me dejaron. Me obligaron a seguir
con ellos—.
—¿Qué pasó en la Casa de Campo?
¡Conteste!—.
Que fueron a una caseta que hay en la
carretera de la izquierda del lago de la Casa de Campo. Que los
otros tres se llevaron a la señorita a la caseta esa.
Habían pasado muchos días, el asesino
flaqueaba cada vez más. No podía seguir inventando nada más. Todas
las mentiras que detectaba Salvador se volvían en su contra. Cada
vez tenía más ganas de que todo acabara, que le dejaran tranquilo.
Que le dejaran dormir.
—¿Por qué no entró usted con ellos en la
caseta? ¿Usted se quedó solo? ¡Conteste!—.
Que él se apartó un poco para hacer una
necesidad de vientre. Que cuando estaba evacuando esa necesidad oyó
varios disparos de pistola. Cuando terminó, ya regresaban los
demás. Que le dijeron que habían terminado. Que cree que fueron los
disparos que hicieron los otros tres a la señorita. Que una vez en
el coche, oyó decir a Montones que antes de matarla habían abusado
todos de ella.
El cobarde asesino y violador, en una
pirueta propia de una mente diabólica, intentaba salvarse, echando
toda la culpa hacia sus compañeros de manada.
—Y usted, ¿No participó en la violación? ¿Se
quedó aparte o se quedó fuera de la caseta? ¡Conteste!—.
Cada vez estaba más arrinconado. Cada día
que pasaba, caía en más contradicciones y mentiras. No podía seguir
soportando esta tortura. Llevaba dos semanas sin dormir más de una
hora seguida. Su cabeza iba a reventar. Su vista se quedaba fija en
un punto en la pared. Cuando llegaba a ese estado Salvador paraba y
le dejaba acostarse y vuelta a empezar. El vaso de agua lanzado a
la cara y el interrogatorio.
Que después vio otras veces a Montones y a
los demás. Que le comentaron detalles de la violación de la
señorita. Que le dijeron que les había dado un beso y que tenía
unas bragas negras de seda. Que Montones presumía de haber sido el
primero que abusó de la señorita.
Confundía sus recuerdos y los quería
utilizar para demostrar su inocencia, pero su mente no tenía
energía suficiente para inventar e hilvanar una historia paralela.
Era incapaz de crear una coartada. Solo balbuceaba excusas. Pero se
afianzaba en los detalles, así quería demostrar la verdad de su
alegato, aderezando con grandes mentiras, verdades a medias.
Salvador anotaba todo, subrayando lo que tenían de verdad sus
palabras, estaba cada vez más cerca de poder hacer un relato
coherente de los sucesos ocurridos.
Mientras tanto en la ciudad de Puebla, la
hermana de Ernesto Peláez, Ernestina, después de dejar pasar cinco
días sin ver a su hermano, fue a la policía a denunciar su
desaparición. Estaba acostumbrada a las ausencias de su hermano,
pero cinco días eran muchos. La policía interrogó a sus amistades y
a la escasa colonia de españoles en la ciudad, pero nadie le había
visto. El camarero comentó que habían venido dos españoles hacia
tiempo a cenar y que estuvieron mucho rato con él. La policía quedó
en que tendría informada a Ernestina de las novedades que
surgieran. La noticia salió en los periódicos “ESPAÑOL DESAPARECIDO
EN PUEBLA”.
Domingo Uceda filtró a un periodista amigo,
que el desaparecido era un delincuente huido de España con un largo
historial de crímenes, robos y violaciones. Su desaparición se
debería a alguna venganza. No era un componente de la influyente
colonia española formada por intelectuales, periodistas o
escritores huidos después de la guerra civil. El tema se enfrió
enseguida y quedó olvidado.
Los días pasaban, el Capitán echaba de
menos las charlas con Salvador y este echaba de menos los ratos en
cubierta en las noches despejadas. Solo por las noches subían a
cubierta al detenido y lo dejaban que permaneciera un buen rato
para que respirara aire fresco del mar. De día también lo sacaban
para que recibiera algo de sol en los días radiantes.
La confesión estaba casi acabada. A partir
de los interrogatorios y de las notas tomadas por Salvador,
relacionando todos los datos, redactó una declaración lo más exacta
posible de todo lo ocurrido en Madrid, los días 3, 4 y 5 de Abril
de 1937.
“Yo, ERNESTO PELÁEZ TORRES, mayor de edad,
nacido en Madrid, el 23 de Febrero de 1900, en plena posesión de
mis facultades mentales y procediendo de una manera libre y
voluntaria, efectúo la siguiente declaración:
Que estaba afiliado a la U.G.T. desde 1934 y
posteriormente en 1935 al Partido Comunista. Que desde últimos de
Julio o primeros de Agosto de 1936, prestaba mis servicios como
chofer en la Dirección General de Seguridad, Secretaria Particular
del Director.
Que en compañía de PEDRO MONTONES ARANDA,
del Partido Comunista, de ELADIO SÁNCHEZ RUIZ “El chino”, del
Partido Comunista y de INDALECIO GÓMEZ VALDÉS, del Partido
Comunista, formé entre estos y otros elementos más, la tristemente
famosa Escuadrilla del Amanecer.
Que en una fecha que no puedo precisar con
exactitud por el tiempo transcurrido, pero que podía ser en Abril
de 1937, salí de la Secretaria Técnica, sita en aquellas fechas en
la calle de Víctor Hugo y acompañado de PEDRO MONTONES ARANDA,
ELADIO SÁNCHEZ RUIZ e INDALECIO GÓMEZ VALDÉS, nos dirigimos a la
calle Goya, numero 40, para proceder a la detención de la Señorita
MARÍA DOLORES SINARRO, hija de un Diputado Tradicionalista.
Que una vez detenida y sacada de su casa la
trasladamos a la Secretaria Técnica, permaneciendo en ella una hora
aproximadamente. Después la trasladamos a la “checa” de Fomento,
donde permaneció dos días. Pasados estos dos días, la trasladamos
nuevamente a la citada Secretaria. Que desde allí y pasadas unas
horas la volvimos a sacar, para dirigirnos los cuatro con ella, a
la Casa de Campo, con la excusa de efectuar un
interrogatorio.
Que una vez en la Casa de Campo, en la zona
donde está El Lago, hay enclavada una caseta, llegados allí, nos
apeamos del coche.
Que allí entablamos una discusión muy fuerte
PEDRO MONTONES y yo para dilucidar, quién iba a ser el primero en
violar a la Señorita. Que después de amenazarle con pegarle un tiro
cedió. Que fui el primero en entrar en la caseta con la Señorita y
abusar de ella. Que después de que yo saliera, entraron los otros
tres.
Que después acordamos matarla entre todos,
utilizando armas cortas.
Que yo utilicé un revolver marca “Tanque”
del calibre treinta y dos. Dejando el cadáver abandonado.
Que me declaro culpable de la violación y
asesinato junto con PEDRO MONTONES ARANDA, ELADIO SÁNCHEZ RUIZ e
INDALECIO GÓMEZ VALDÉS, de la Señorita MARÍA DOLORES SINARRO.
Que fui yo el que ideó el plan para
secuestrar, detener, violar y asesinar a la Señorita MARÍA DOLORES
SINARRO.
Que no tengo más que decir, que lo escrito
es la verdad, en la que me afirmo y ratifico y una vez leída por mi
mismo esta declaración, la encuentro en todo conforme a lo
manifestado.
Madrid, a de de
ERNESTO PELÁEZ TORRES.
Faltaba la firma del asesino. Salvador
estaba convencido que los hechos se habían desarrollado como él los
redactó. Estaba llegando al final de su misión. Quedaban pocos días
para acabar y poder seguir con su vida normal. Volver al tedio y la
tristeza de una casa solitaria, a los recuerdos amargos y al
reproche continuo por no haber hecho felices a los dos seres que
había querido. A la penumbra de un pasillo sin pasos. A la tristeza
de la gente. A la soledad.
El Capitán le sacó de sus pensamientos,
cuando golpeó en la puerta de su camarote.
—Perdone Salvador. ¿Estaba ocupado? Lo
siento. Es que me ha llegado un telegrama un tanto enigmático y
supongo que es para usted—.
—Sí, y que dice—.
El Capitán le extendió un folio con el
telegrama pegado.
Salvador leyó en voz baja el escueto
mensaje. “Salamanca se ha ido”.
—Sí, es cierto, es para mí. Perdone pero
tengo que seguir trabajando—.
Salvador cogió del codo al Capitán y
suavemente le sacó del camarote. Comprendía que tuviera curiosidad
pero ahora tenía otras cosas que hacer. Cuando quedó solo, cerró
con pestillo la puerta y se sentó en la cama. Recordaba con
precisión las palabras de Jesús Sinarro. Había muerto. Su cuerpo no
había resistido lo suficiente como para ser testigo de la llegada
del asesino de su sobrina. ¡Bastante había aguantado!
Se levantó y abrió una carpeta donde tenía
guardados diversos documentos. Volvió a cerrar la carpeta y se dejo
llevar por el recuerdo del hombre que le había embarcado en esta
misión. Desde el primer día en que le conoció, se dio cuenta que
estaba ante un hombre mortificado por una gran desesperación, la
muerte de su sobrina, la forma en que fue secuestrada y todo lo que
ocurrió después, le trastornó, buscaba solo venganza, eso es lo que
había creído al principio. Pero más tarde, cuando lo conoció más
profundamente, se dio cuenta que no era venganza lo que buscaba
sino justicia. A su manera, pero justicia.
Volvió a abrir la carpeta y rebuscó entre
los papeles hasta que encontró un sobre.
“ABRIR EN CASO DE
RECIBIR — SALAMANCA SE HA IDO-“
Abrió el sobre y extendió un folio
cuidadosamente escrito con la letra impecable del Jesús
Sinarro.
“Estimado Salvador, si
está leyendo estas líneas, es porque habrá recibido el telegrama y
por lo tanto yo ya estaré muerto. Escribo estas líneas en Salamanca
unos días antes de que embarquen para Méjico. Si todo ha salido
bien, serán ustedes cuatro de vuelta.
Todo lo que viene a
continuación es el procedimiento que ustedes deben seguir para
terminar de cumplir con el plan que les propuse y que ustedes
aceptaron. Antes de llegar al puerto de Santander, el Capitán
recibirá un mensaje que le informará del lugar exacto, donde tendrá
que fondear enfrente de la costa. A esa hora y en ese punto se
acercará una embarcación que les trasladará a la playa. Una vez
allí, deberán dirigirse a un... “.
Salvador leyó hasta el final el folio,
escrito con la letra picuda y señorial de alguien acostumbrado a
transmitir por la escritura, órdenes e instrucciones de una manera
clara y concisa. También acompañaba un croquis con la descripción
de un camino y una carretera, además acompañaba otro croquis de
otro lugar en Madrid. Volvió a leer el mensaje de nuevo y tuvo una
sensación de lastima por Jesús Sinarro. Observando el cuidado del
dibujo, lo esmerado de todo el mensaje, pensó que tenía en sus
manos la llave que le abriría al alma de Jesús, el descanso eterno.
En sus manos, el notario había depositado el acto final de un
drama, que se había desarrollado hace años y que estaba a punto de
acabar. Como si de una tragedia griega se tratara, el alma de Jesús
Sinarro vagaría sin descanso hasta que no cumpliera exactamente,
con lo que desde el otro mundo le había encomendado. Volvió de sus
pensamientos y decidió que había llegado la hora en que el asesino
firmara su declaración.
Se dirigió al camarote de Ernesto Peláez.
Como una estatua de carne, Román estaba de pie en la puerta.
Salvador pensó en que siempre había visto a Román de pie,
vigilante, se preguntaba si los ratos que se turnaba con Zulueta
para descansar eran suficientes. Le sorprendía su fidelidad
perruna, su entrega sin límites a la búsqueda del asesino y a su
vuelta a Madrid.
—Román, el Capitán ha recibido un telegrama
para mí. En él se dice que “Salamanca se ha ido”—.
Por el gesto en el rostro del gigante, pudo
comprobar que sabía lo que eso significaba. Román tragó saliva y la
cicatriz del cuello pareció más granate que nunca. La dureza del
rostro se desvaneció por un segundo y pareció humano.
—Era un buen hombre, habrá aguantado todo lo
posible. No sé de donde sacaría las fuerzas. Sufrió mucho, yo le
inyectaba los calmantes. Nos queda poco para cumplir con lo que nos
encargo—.
El gigante se recompuso y volvió al aspecto
pétreo de siempre. Salvador entró en el camarote, el detenido
estaba sentado en la cama, apoyado en la pared, al abrir la puerta,
una corriente de aire fresco entró por el ojo de buey y recorrió el
angosto camarote. Salvador dejó la declaración sobre la mesa.
—Peláez, quiero que lea esto y que lo firme.
Es su declaración. El Juez será más benigno si firma la
declaración—.
El cuerpo de Peláez se desplazaba a quince
nudos sobre el Atlántico rumbo a España, pero su mente se había
quedado en algún punto del mar. No asimilaba lo que le estaba
ocurriendo, se había desconectado del cuerpo, vagaba por Méjico y
se negaba a volver al camarote, solo cuando se asomaba al ventanuco
y veía el mar se posaba de nuevo en su cuerpo. Leyó despacio su
declaración, cuando terminó se apoyó en la mesa y cogiendo la pluma
que Salvador le ofrecía, firmó con letra temblorosa su nombre y los
dos apellidos. Volvió a sentarse en la cama, se apoyó en la pared y
su mente voló de nuevo lejos del barco.
Cuando Salvador salió del camarote Román ya
no estaba y en su lugar estaba Zulueta.
—Me ha dicho lo de don Jesús ¡Pobre hombre!
Había sufrido mucho. ¿Cambia en algo los planes?—.
—No, ha dejado instrucciones muy precisas.
Esta noche les explicaré, lo que tenía planeado—.
Ya de noche cerrada, se reunieron los tres
en el camarote de Román que estaba contiguo al de Peláez. Allí les
leyó las instrucciones que les había dejado Jesús Sinarro. En algún
momento pensó que los ojos de Román estaban enrojecidos. Después
salió a cubierta, por la temperatura notó que hacía mucho tiempo
que habían dejado el Caribe.
—¿Tomando el aire, Salvador?—.
El Capitán se había acercado silenciosamente
por detrás y estaba apoyado, mirando el horizonte.
—Esto toca a su fin. Pensé que tendría algún
problema con el “invitado invisible”, pero no ha ocurrido nada. Ni
un ruido. Ustedes saben hacer las cosas. Quedan pocos días para
llegar a Santander y el armador me ha dicho que recibiré
instrucciones más adelante. No sé qué instrucciones me puede
mandar, que no sea atracar en otro puerto, pero todo lo que les
rodea a ustedes tiene algo de misterio. No sé que han ido a hacer a
Méjico, aunque hay que ser un patán para no imaginárselo. No me
interesa ni le voy a preguntar. Le he cogido afecto y si no tiene
otra cosa que hacer le invito a tomar un ron en mi camarote y
charlamos un rato—.
Jesús Sinarro murió en Salamanca. Su cuerpo
castigado por el cáncer se negó a seguir soportando el suplicio.
Dos días antes de su muerte, llamó a su secretario. Le encargó, que
nada más morir se enviara un mensaje al armador anunciando su
muerte. Le ordenó que llamara a los directores de tres bancos
diferentes para que le confirmaran si se habían realizado las
transferencias solicitadas, los tres le confirmaron que se habían
realizado. Además habló con un notario de Madrid, quien también le
confirmó que sus órdenes se habían realizado y que se habían pagado
los impuestos correspondientes.
Dejó en orden sus papeles, sus asuntos y
todo lo que nadie se pude llevar al otro mundo. Se sentó en su
despacho y redactó su última carta. Cuando la acabó, dio orden de
que se llevara a una dirección en Madrid.
Quedó con las manos cruzadas esperando a que
le viniera la muerte, que ya la sentía rondando. Rezó para que todo
acabara y murió en paz. Él no lo vería, pero al final se haría
justicia.
El Capitán abrió su camarote con la llave.
Apenas un poco más grande que los demás, tenía dos butacas y una
pequeña mesa. Invitó a Salvador a sentarse en una de ellas y de un
pequeño armario sacó una botella de ron.
—Es dominicano, seguro que le gusta—.
Sirvió dos vasos y encendió un
cigarro.
—Cuando acabe todo esto ¿Por qué no me
visita? En unos meses me retiro, podría hacerme una visita. Seguro
que le gusta. Allí sería feliz, le conozco poco, pero sé que es un
hombre honrado—.
—No sé lo que voy a hacer cuando vuelva a
España. He sido policía toda mi vida y ahora estoy retirado antes
de tiempo. Estoy solo y nada me ata—.
—Búsquese una buena mujer y vengase a vivir
allí. Sera feliz se lo aseguro—.
El camarote estaba adornado con los cientos
de recuerdos que había reunido en sus muchos años de navegación.
Salvador los miraba con curiosidad y el Capitán le explicaba de
donde procedían. Una daga de Sumatra, un “Tumi” de los incas, que
era el cuchillo que utilizaban para sus sacrificios rituales, una
enorme y peluda araña africana en una urna de cristal y una zarpa
disecada de un gorila de Guinea, eran algunos de los recuerdos que
abarrotaban el camarote. En las paredes, cuadros pequeños en tinta
china, fotografías del Capitán en los principales puertos del
mundo, mapas, cartas de navegación y sobresaliendo en todo este
caos, una fotografía de su querida familia que le esperaba en una
cálida playa del Caribe.
—Le voy a dar la dirección y un teléfono
para que me llame cuando decida visitarnos. Si usted llama a este
teléfono tarde o temprano me lo comunicaran. Piénselo Salvador, un
hombre que llega a su última etapa, merece vivir en un sitio así.
No se arrepentirá jamás—.
El Capitán apuntó todos los datos en un
folio y lo guardó en un sobre.
—Aquí le doy mi dirección y como llegar. Si
en cualquier caso las perdiera, solo tendrá que ir a la República
Dominicana y pasado el pueblo de Higüey, se encontrará con otro que
se llama La Otra Banda, continúe y al llegar a Macao pregunte por
mí, diga que está buscando a un Capitán que vive con una negra y
que tiene un hijito. Todos me conocen—.
—Se lo agradezco pero no le puedo asegurar
que aparezca, no sé ni lo que voy a hacer mañana—.
—Salvador, júreme que irá. Yo estuve igual
que usted y no tenía esperanza en el día siguiente, era un hombre
hundido y salí a flote. Yo también tuve una familia y unos hijos y
los perdí. Ahora soy otro y tengo ganas de vivir, he vuelto a nacer
y me queda una segunda parte. ¡Júremelo!—.
El Capitán le adelantó la mano y Salvador se
la estrechó. El ron hacia su efecto y una sensación de bienestar se
apoderaba de Salvador.
—¡Lo juro!—.
—No podrá incumplir su juramento Si lo hace
no tendrá paz en lo que le queda de vida. Los monstruos del fondo
del mar no le dejaran vivir y le perseguirán allá donde se esconda.
¡Ha dado su palabra ante el mismo dios Neptuno!—.
El Capitán soltó una de sus carcajadas
mientras Salvador se quedaba pensativo.
—Capitán, no he creído nunca en dioses ni
monstruos pero en este barco, en nuestro viaje de ida recogimos a
un naufrago ¿Se acuerda?—.
—¡Como no lo iba a acordar! Siempre pensé
que se conocían—.
—No, No nos conocíamos personalmente. Es una
historia sorprendente y que si no me hubiera ocurrido a mí, no me
la creería nunca—.
Salvador se desahogó ante el Capitán. Le
contó su tragedia, todo lo ocurrido en Madrid y la aparición del
naufrago salido de la oscuridad del mar. Encontraba algo de alivio,
al hacer partícipe al Capitán de todas sus desgracias y
desventuras.
El Capitán también, ayudado por el alcohol
le narró su tragedia y su perdición.
—Amigo, yo también tuve una familia, mi
mujer quedaba en Uruguay con mis dos hijos y yo partía a navegar
durante meses. Después de un viaje de tres meses y antes de entrar
en el puerto de Macapá en la desembocadura del Amazonas, me llegó
un telegrama de mi país y del cónsul en Brasil. No me habían podido
localizar antes.
Mi mujer y mis dos hijitos de cuatro y seis
años, habían muerto en el incendio de mi casa que se había
producido hacía dos meses. Llevaba todo este tiempo navegando por
el Amazonas, por ciudades y pueblos que no tenían telégrafo ni
electricidad ni forma de comunicármelo. Me había pasado tres meses
navegando entre Manaos y el Lago Grande Curuai.
No pude volver, me quede encerrado en una
pensión de Rio de Janeiro con mi dolor y mi tormento. Ya no tenía
nada, lo había perdido todo y ellos habían muerto solos y yo a
miles de kilómetros. Mientras yo estaba navegando por el Amazonas
ellos morían abrasados. Ella intentó salvarlos y entró en su
cuarto, ninguno salió con vida. ¡Y yo me había enterado cuando
habían pasado dos meses!
Bajé al infierno ¡Se lo aseguro! Viví como
un cadáver durante meses. Conocí lo peor de una ciudad, me hundí en
el alcohol y traté con lo peor de la especie humana. Quise morir
pero no tuve la valentía para quitarme la vida. Esperaba acabar en
un callejón con una puñalada y morir notando mi propia sangre en la
boca. Pero un amigo me buscó, me sacó de allí y me dio ánimos. Dejé
de culparme por no haber muerto con ellos y pude rehacer los
escombros de mi vida. Eso fue hace casi veinte años. Encontré
motivos para vivir. Usted también los encontrará—.
El Capitán había dejado de hablar, miraba
fijamente al infinito y sus ojos se humedecieron. Reaccionó con un
gesto y volvió a la realidad. Cogió la botella y sirvió un vaso
para Salvador y otro para él. Lo elevó y ambos brindaron sin decir
una palabra.
—Salvador, ahora me afirmo más en mi
ofrecimiento. No falte a su juramento. Ya una vez vio como las
corrientes marinas traían su pasado ante usted. No vuelva a
enfurecer a los dioses del mar, incumpliendo un juramento hecho al
Capitán de un barco—.
Salvador volvió a jurar que le visitaría, se
dieron la mano y se abrazaron sellando una amistad y un
juramento.