CAPÍTULO III
Isabel, la nuera del Inspector Vilches,
salió de la casa de su suegro en Conde de Peñalver. Era temprano y
le dijo a su suegra que iba a su antiguo barrio, a buscar en una
tienda que le habían dicho que tenía ropa de niño. Su suegra se
quedó con los dos niños de tres y cinco años. Su suegro estaría en
la Comisaria, dando una paliza a algún detenido. ¡Como se había
destrozado todo! Su marido se había ido a trabajar desescombrando,
era lo único que le habían dado. Pero ella no se podía quedar en
casa, esperando no sabía el qué. No podía quedarse de brazos
cruzados mientras nos destruían los fascistas. No lo iba a
permitir.
Cuando faltaba poco para perder Madrid, los
del Partido los reunieron a ella y a algunos más. Ante la
posibilidad de perder la guerra, el Partido había decidido crear
unas células muertas, unos grupos compuestos de cinco personas que
no se conocieran entre si y que tuvieran un modo de comunicarse
secreto. Estas células más que muertas estarían dormidas hasta que
el Partido las necesitara. Ella se presentó voluntaria, se lo
comunicó al responsable y recibió unas instrucciones para
comunicarse entre ellos. Consistía en un número de teléfono que
debería marcar cada semana, ella llamaría los lunes. Cuando
descolgaran el teléfono ella debería quedar en silencio, si desde
el otro lado de la línea le decían ¿Quién es? Podría colgar puesto
que no tenía ningún mensaje para ella, pero si al otro lado de la
línea quedaban en silencio también, era porque la necesitaban y
debería cumplir con la segunda parte del plan. Ella debía llamar a
las doce de la mañana.
No estaba dispuesta a resistir esta
situación, ni por su marido ni por sus hijos. Por ellos menos que
nadie. No podrían crecer en un país dominado por el fascismo. Eso
no lo permitiría. A veces maldecía el haberse quedado embarazada y
no poder ir al frente. Había aplaudido a rabiar cuando llegaron Las
Brigadas Internacionales. Su marido Luis era más teórico, siempre
enfrascado en libros, que lo que hacían era enfriar el espíritu de
lucha. En el Partido se encontraba cómoda, no se había afiliado,
pero había contribuido a dar clases a los milicianos. Pertenecía al
Comité de Educación y Contra el Analfabetismo de Madrid. También
había ayudado dando charlas a las mujeres de los milicianos
explicándoles porque luchaban sus maridos. Cuando se ponía de pie y
todas las mujeres la veían embarazada, rompían a aplaudir y eso la
llenaba de orgullo. No hizo nada más, ni se afilio, ni cogió un
fusil, ni fue al frente. Era una idealista llena de buena
intención, su visión del mundo se limitaba a unas pocas y
bienintencionadas ideas, que bien manipuladas por el Partido,
habían hecho que considerara que la salvación del mundo, estaba
detrás de las siglas del Partido Comunista.
Su vida en la guerra fue apasionante,
rodeada de gente como ella, con reuniones en las que se hablaba de
todo y todo se debatía. Comités en donde se discutía de cualquier
tema y se votaba a mano alzada. Donde se escuchaba la voz de un
campesino, igual que la de un profesor, donde todos eran iguales y
todo se decidía por mayoría. Consideraba a los mandos del Partido
como si fueran sus hermanos mayores, que la aconsejarían y
protegerían. Su marido quedaba al margen. Se quedaba en casa
cuidando del pequeño mientras ella asistía a reuniones
interminables en las que se desmenuzaba hasta la extenuación, las
propuestas más extravagantes. Luego cualquier compañero o compañera
le acercaba a casa cuando ya estuvieran dormidos. Se sentía libre,
realizada, lejos de las labores de una mujer tradicional. Si traía
niños al mundo era para ayudar a la Revolución. Lo demás podía
hacerlo su compañero, desde bañarle, darle de comer y dormirlo.
Para eso estaba Luis y no se le daba mal. Sus suegros eran cosa
aparte. Representaban lo más rancio de la sociedad y no quería que
sus hijos sufrieran la influencia de sus abuelos, si quería Luis
llevarle el niño a sus abuelos, sería un rato pero nada más. Y
luego estaba su suegro, un Comisario que había trabajado con la
Dictadura de Primo de Rivera y con la República, un elemento más de
la represión del Estado. Cuando llegara la autentica Revolución no
haría falta Policía ni Ejercito. Mientras tanto el Partido se
encargaba de todo.
Había conocido a algún asesor ruso del
Gobierno de Valencia. Uno en especial le había marcado
profundamente. Era un búlgaro del Partido Comunista Soviético.
Había presenciado sus arengas a los milicianos, había electrizado
al auditorio. Se llamaba Bruno. Hablaba perfectamente español.
También presenció una conferencia en la que habló de la formación
del Partido y de la Revolución rusa del 17. Ahora ella tenía el
privilegio de asistir en primera persona a unos acontecimientos que
cambiarían el mundo. En España se estaba gestando la Revolución que
transformaría la sociedad en un régimen justo y libre para todos
los hombres, una sociedad en donde el fascismo y la Iglesia
hubieran sido borrados de la tierra y los hombres vivirían en paz
entre ellos, sin hambre y con trabajo. Y ella lo contemplaba todo
desde primera fila. Bruno lo había explicado a las mil maravillas y
el auditorio estalló en aplausos, dando vivas a la República y a
Rusia. Cuando volvía a casa y se lo contaba a Luis todavía estaba
emocionada, viendo a sus hijos, se sentía orgullosa de sí misma y
consideraba que todo el esfuerzo que hacía, era para que sus hijos
vivieran en un mundo nuevo.
Acudía todos los lunes a su cita telefónica
con la esperanza de que nadie le respondiera. Esa señal, sería como
el disparo de salida para empezar de nuevo la lucha contra el
fascismo y también sería el inicio de una nueva vida, fuera de la
estrechez de dos habitaciones compartidas con los padres de Luis.
Se acabarían los olores a acelgas y coliflor que inundaban toda la
casa, se acabaría el olor a hambre que destilaban sus hijos, se
acabaría su vida insulsa y sin aliciente. Podría de nuevo hablar
con gente con sus mismas inquietudes, con sus mismas preocupaciones
sociales y relanzarían la Revolución que liberaría al pueblo de la
bota del fascismo. Ellos serian la avanzadilla, darían los primeros
pasos, organizarían huelgas y paros para concienciar al pueblo,
luego todos juntos se enfrentarían a las armas de los fascistas y
como ocurrió en Rusia, los fusiles de los soldados se volverán
contra los asesinos del pueblo.
Eran las doce en punto del lunes. Casi
siempre llamaba desde la casa de sus suegros, pero al tener que
salir, se decidió a llamar desde la calle. Entró en una cafetería
con teléfono y marcó el numero 75-04-86. Lo sabía de memoria, no lo
había apuntado en ningún papel, solo a fuego en su cerebro. Cada
vez que llamaba se le paraba el corazón. Un nudo de ansiedad se le
cerraba en la garganta y la emoción le inundaba alma. Un toque de
llamada, dos toques de llamada, alguien descolgó al otro lado de la
línea, silencio, unos segundos interminables, podía oír la
respiración del compañero al otro lado, un sentimiento de euforia
le subió por todo el cuerpo, sentía al camarada al otro lado,
sentía la fuerza del Partido. Serian invencibles. Unos segundos más
y colgaron al otro lado. Se sintió calmada, en paz, iba flotando
por la calle. Una organización, con la guerra perdida, que fuera
capaz de tener la infraestructura que tenía el Partido y unos
militantes dispuestos a todo, tenía la batalla ganada contra el
fascismo. La guerra la habían perdido los políticos, ahora le
tocaba al pueblo ganar la revancha. Cuando acabó con la compra
volvió a la casa de sus suegros. Estaba eufórica, el lunes
siguiente, ejecutaría la segunda parte del plan. Otra vez, la
Revolución estaba en marcha.
El hombre que la había seguido toda la
mañana, volvió al coche donde había quedado su compañero.
El notario Sinarro llegó a su despacho en la
notaria, se encerró y ordenó que no le interrumpieran. Empezaba a
ver la luz desde que ocurrió todo. Su vida se había convertido en
un infierno. La llegada de su sobrina, aunque por razones trágicas,
había abierto una ventana en un matrimonio que hacía años que no
tenían nada que decirse. Descubrió, que la llegada de su sobrina
daba una razón a su vida. Su juventud y su belleza lograron que
contemplara la vida con otra mirada. Se volvió optimista, jovial,
deseoso de ayudar y colaborar con los demás, dejó las rarezas de un
matrimonio repleto de dinero pero sin nadie con quien compartirlo.
Se vinieron a Madrid y fue como empezar una nueva vida. Los
estudios de su sobrina y su futuro eran el único tema de
conversación y la preocupación del matrimonio.
Su mujer olvidó las novenas interminables y
las enfermedades crónicas o inventadas, dejó en la estacada a
ciertas amistades que la hacían envejecer más de lo que era.
Rejuveneció con el contacto de su sobrina, su máxima felicidad era
cuando las dos se despedían de él para ir de compras. Las veía como
la madre e hija que no pudieron ser. Él influyó para que, cuando
acabara sus estudios, empezara una carrera, le propuso la de
Derecho. Su sobrina tenía aptitudes más que suficientes para
abordar la carrera con éxito y quién sabe, si hubiera sido la
primera mujer notario de España. Todo su paraíso se derrumbó en la
guerra. Su castillo de sueños de futuro para su sobrina y para
ellos, saltó hecho mil pedazos una noche de 1937.
Después de la tragedia lograron que la
Embajada de Francia acogiera al matrimonio. Tardaron dos meses en
llegar de nuevo a Salamanca. Volvieron derrotados, solos sin su
sobrina. Dolores había quedado en Madrid, en la parte norte del
lago junto a una caseta, asesinada de varios disparos después de
ser violada numerosas veces. Su cuerpo estaba en una fosa común.
Volvió como un cobarde que no había defendido a Dolores, que había
dejado que se la llevaran. Nadie le acusó, pero él lo veía en las
caras compungidas, en los pésames de los conocidos o en los rostros
de los que se cruzaban en la calle con él. Su mujer volvió a lo de
antes pero multiplicado por mil. A sus novenas infinitas, a sus
amistades enterradas en vida, al negro del luto y a la oscuridad en
la casa. Todos sus achaques y dolencias volvieron y aparecieron
nuevas y complicadas enfermedades. Ella reclamaba la atención de
esa manera. Su casa se convirtió en un hospital con una sola
enferma, con médicos diarios, enfermeras y cuidadores contratados y
bien pagados, que esperaban un lamento para adivinar una nueva
dolencia con su correspondiente tratamiento. Ella se refugió en sí
misma, pagó para que la cuidaran, sin saber que la causa de su
dolor no estaba en ella.
Mientras tanto Jesús Sinarro, se quedó sin
territorio, su trabajo no lograba apartar ni un minuto la imagen de
su sobrina, en su casa vivía, como el acompañante en un hospital.
Todos pasaban y nadie le veía. En este caldo de cultivo, su mente
esquemática analizó las posibles salidas.
Sin apagarse la llama del dolor, surgió con
fuerza el deseo de saber. ¿Quiénes fueron? ¿Como lo hicieron?
¿Quién les ayudo? ¿Cómo llegaron a saber de ella? ¿Donde
están?...
Denunció los hechos ante un Juez desbordado,
que le miraba con compasión y que estaba seguro que se había tomado
el asunto con la máxima atención. Solo quedaba esperar. El cuerpo
de Dolores fue trasladado al Panteón Familiar y enterrado con toda
solemnidad. Las autoridades que le acompañaron le ofrecieron su
ayuda en todo lo que pudiera necesitar. Pasaron los meses y las
investigaciones no daban resultado. El primer Juez, fue sustituido
por un segundo y este por un tercero. Todos estaban llenos de
buenas palabras e intenciones, pero no se avanzaba.
Al Gobernador Civil, lo conoció en una
reunión de notarios en el Casino. Era un Comisario que había estado
en Madrid, congeniaron y se trataron más habitualmente. El
Gobernador era consciente de la tragedia que había sufrido su amigo
y al recibir las quejas por la tardanza de la Justicia, le
recomendó al Comisario Arévalo. El notario, al principio, echó la
recomendación en saco roto hasta que le encontraron el tumor. Los
médicos le daban un año de vida como máximo. No se lo dijo a nadie
y encauzó lo que quedaba de su vida hacia un solo propósito. La
Venganza. Nada ni nadie le apartaría de esa meta. Tenía dinero
suficiente para acometerla y un año, lo consideraba tiempo sobrado
para lograrla. Enseguida recordó el ofrecimiento del Gobernador y
este, preparó una entrevista con Arévalo.
Fue a Madrid, el Comisario recomendado le
pareció un hombre discreto y cabal, de pocas y justas palabras. Lo
dejó todo en sus manos y se quedó en Madrid a esperar resultados.
Nunca pensó que los primeros llegaran tan pronto. Había podido
reconocer las caras de las cuatro hienas que se llevaron a Dolores.
Fue como un latigazo que le hubiera golpeado en la espalda. Revivió
todo el horror de esa noche y la angustia de todos estos meses. La
actuación del Comisario y del Inspector fue rápida, los resultados
podrían venir encadenados y al fin podría saber el paradero de los
asesinos.
Tenía un nombre Anselmo Albarracín Cárdenas.
Una dirección Penal de Ocaña. Una descripción, 62 años, pelo oscuro
teñido, 1,70 centímetros de altura. Y un millón de motivos para
matarle.
Cuando llegó de Madrid para enterrar a su
sobrina recibió muchas visitas, pero una de ellas le interesaba en
estos momentos. Un compañero del partido de su hermano, que había
muerto antes de la guerra, le vino a saludar y a dar el pésame.
Solo pudo hablar con él unos minutos, le dejó una tarjeta y le dijo
que había estado con su hermano cuando sufrió los dos atentados.
Jesús Sinarro recordó enseguida quien era. Tenía un aspecto
terrorífico, de gran estatura y un rostro cincelado a martillazos.
Una cicatriz cruzaba su cuello pasando por encima de la
carótida.
Buscó su tarjeta y marcó un número de
teléfono. Estableció una cita.
El gigante de la cicatriz en el cuello llegó
a la cafetería de la Castellana puntualmente. Sinarro llevaba un
buen rato ya sentado. Se saludaron, y ocuparon una mesa en un
rincón discreto. El gigante no estaba acostumbrado al protocolo y
se le notaba incómodo. Sinarro se dio cuenta que debería ir al
grano cuanto antes.
—Román, me he atrevido a llamarle, por la
confianza que mi hermano tuvo depositada en usted. Sé que fue su
guardaespaldas durante varios años y que gracias a su actuación
salió ileso de dos atentados. El siempre me habló muy bien de usted
y le estoy eternamente agradecido. Usted conoció a mi sobrina
Dolores y sabe el horroroso fin que tuvo—.
Román le miraba y se le humedecieron los
ojos al nombrar a Dolores. Sinarro continúo.
—Por primera vez voy a cometer un delito.
Quiero matar al que delató a mi sobrina—.
Hizo una pequeña pausa y bebió un sorbo de
agua. Román no movió ni un músculo de su cara. Parecía como si la
revelación del notario no le hubiera afectado.
—Quiero que me ayude a vengar a Dolores. No
sé lo que puede costar ni como lo puedo conseguir. Si me quiere
ayudar se lo agradezco, pero si se levanta de la silla y se va,
tendrá para mí el mismo reconocimiento y gratitud que le he
expresado hace unos minutos—.
Román no se levantó ni dejó la
reunión.
Antes de la guerra, en la convulsa 2ª
República, todos los partidos rozaron los bajos fondos. Buscaron
indeseables para protegerse o atacar a los contrarios. Todos
tuvieron contactos para proveerse de armas y explosivos, para estar
preparados por si algún día había una confrontación.
Reclutaron matones en el puerto de Barcelona
y en el Rastro de Madrid. Hampones de paliza, figuraban en nómina
en algunos partidos. Los sindicatos tenían a asesinos a sueldo para
quitar de en medio a empresarios y patronos. La violencia se
desbordó en España y culminó cuando unos asesinos a sueldo del
Estado asesinaron al jefe de la oposición. Algunos partidos y
sindicatos, no solo rozaron las cloacas de la sociedad, sino que se
sumergieron y vivieron en ellas unos años.
Román Galíndez era una firme promesa como
boxeador, solo una lesión en una rodilla y una convalecencia
demasiado larga, pudo alejarle del cuadrilátero. El hermano de
Jesús Sinarro, Alberto, también era aficionado al boxeo y al
gimnasio, de ahí se conocieron. Cuando la carrera de Román como
pugilista se truncó, le ofreció que fuera su escolta, empezaba su
carrera política y ya se había enemistado con demasiada gente.
Román fue su sombra protectora en los años, en que decir España,
podía ser peligroso.
La ideología tradicionalista del partido de
Alberto Sinarro le impedía celebrar un mitin sin que hubiera
altercados. Aunque fuera votado en barrios obreros o en pueblos
alejados de la capital, siempre debía protegerse de ser atacado con
piedras o que le dispararan un tiro. En dos ocasiones fueron a por
él, y en las dos Román tuvo una actuación sorprendente. Como si
pudiera oler el peligro, en el primer atentando, segundos antes de
que ametrallaran el coche, como en la calle Del Turco, Román empujó
a Alberto al suelo del vehículo, él se tumbó encima y ordenó al
chofer que acelerara. Los disparos barrieron los cristales sin
hacer blanco. La segunda vez fue en un pueblo de Segovia, cuando un
demente con un cuchillo escondido, quiso acercarse al político, el
sexto sentido de Román, lo alertó segundos antes y logró
desarmarlo. No se despegaba del político, llegó a tener un cuarto
en su casa cuando quedó viudo y jugó con la niña Dolores, infinidad
de veces. El boxeo fue la tabla de salvación donde se agarró Román
para no ser otro delincuente más, como casi todos sus amigos del
barrio. De allí lo sacó el boxeo y del boxeo lo sacó Alberto
Sinarro.
—Señor Sinarro, todo lo que pueda desear
usted la muerte de ese sujeto, no es nada en comparación con mis
ganas de que desaparezca de la tierra ese gusano. Su hermano confió
en mí y yo traté mucho a su hija cuando murió su madre. Muchas
veces la llevaba en brazos a su cama, cuando se quedaba en el
despacho de su padre, hasta que caía rendida de sueño. Protegí a su
hermano porque me ayudó cuando más lo necesitaba, porque creo que
fue el político más honrado que había entonces y porque odio a los
comunistas. Me tiene a su entera disposición y le diré, que sí, que
si que puedo ayudarle a eliminar a ese gusano—.
—Muchas gracias. Aunque no sea necesario,
quiero dejar hecha una declaración, en la que me declaro
responsable y culpable de la muerte de este individuo y exonero,
dentro de mis posibilidades, de responsabilidad a terceras
personas—.
—Déjese de historias don Jesús, nadie va a
investigar la muerte en el Penal de un julandrón acusado de
colaborar con secuestradores y asesinos. Cuando tenga todo
hilvanado le comunicaré lo que cuesta. Hasta entonces duerma
tranquilo que los asesinos son ellos—.
Una semana más tarde se reunió con Román,
todo iba a costar 5.000 pesetas, el ejecutor se llevaría 3.000
pesetas, mejor dicho, se lo llevaría su familia, porque el ejecutor
era un condenado a treinta años por asesinato. Lo demás se iría en
sobornar a algún guardia y en intermediarios. Jesús Sinarro pensaba
que le repugnaría tratar de ese tema, pero por sorpresa para él,
sintió que estaba disfrutando de su nueva posición, de Juez y
verdugo a la vez. Cuando tenía dudas o le costaba dormir, se
imaginaba la cara de su sobrina y la promesa que juró ante su
hermano y su conciencia se tranquilizaba.
El recluso Anselmo Albarracín ingresó en el
Penal de Ocaña en el mes de Diciembre, el mes que más frio hizo en
cuarenta años en Ocaña. Su situación geográfica, abierto a todos
los vientos de la Sierra de Madrid, hacia que sus inviernos fueran
autenticas torturas para los presos. El Penal estaba masificado de
reclusos, todos comunes, a los políticos los querían más cerca de
Madrid. Le costó acomodarse a la prisión, por dos razones, no podía
soportar el daño físico y tampoco el frio. En las esperas en el
patio para los recuentos, se juntaban sus dos máximos temores, el
dolor físico en las orejas, en los pies, en las manos y el frio,
que se apoderaba del preso en el primer recuento y ya no le
abandonaría en todo el día. Estaba tranquilo, todo lo que había
declarado no le hacía culpable de nada. No había matado a nadie. Lo
que tenían que hacer era buscar a Ernesto y que respondiera de todo
lo que había hecho. Ese sí que era un salvaje. Le extrañó cuando le
preguntaron por la chica de Goya 40, si, la verdad es que se lo
dijo a “Tarzán”, pero no para que la mataran ni la violaran. Se lo
dijo, porque a Ernesto también le gustaban las chicas guapas.
Se desenvolvía en el Penal sin relacionarse
con nadie, por eso le extraño que un recluso le dijera que tenía
visita.
—Anselmo Albarracín ¿eres tú? Que tienes
visita, que vayas a la sala. Me ha dicho el funcionario que te lo
diga—.
A Anselmo le extraño, era tarde, ya no era
el horario de visitas. Tenía que salir de la celda bajar por las
escaleras y salir de la nave. Antes de salir del edificio y cerca
de los retretes unos brazos salieron de la oscuridad y le agarraron
del cuello. No podía gritar, una zarpa le oprimía el cuello y lo
empujaba dentro de los servicios. Una luz mortecina iluminó
levemente la cara del asesino. Pensó ¿Por qué? Como si su asesino
hubiera leído su pensamiento, le dijo al oído.
—Esto es por Dolores Sinarro—.
La zarpa siguió oprimiendo el cuello,
mientras la otra empujó un cuchillo contra su costado. El asesino
tanteó un poco debajo de la manta y convencido de que era el lugar
idóneo, apretó el cuchillo contra la víctima y lo hundió
lentamente. Anselmo aporreó su cara con las manos, sintió el
cuchillo entrando en su corazón, dejó los ojos en blanco y aflojó
las piernas. El asesino notó como su víctima se desvanecía, dejó
que resbalara hasta quedar tendido, comprobó que estaba muerto,
sacó el cuchillo y se fue.
El Inspector Vilches salió de su casa en
Conde de Peñalver. Desde hacía días tenía una sensación extraña.
Tenía la impresión que le seguían. No lo podía asegurar, pero eran
indicios. Un hombre apostado cerca de su portal, otro día un coche
con dos hombres aparcado en la acera, otra mañana un rostro
familiar en el metro. No era de extrañar, el despliegue policial en
la calle era espectacular. No por parte de la Policía de Comisaria,
sino por la Brigada Político Social. El Inspector Vilches no le dio
más importancia, seguro que formaba parte de algún dispositivo de
vigilancia o seguimiento.
En la oficina de antecedentes, no tenían
ninguna referencia sobre Pedro Montones Aranda. Figuraba como
huido, se le buscaba por varios delitos de asesinato y también por
robo en domicilios. Todos los componentes de la Brigada del
Amanecer estaban acusados de los mismos motivos. De los otros tres
que entraron en el piso de Goya 40 y se llevaron a Dolores Sinarro,
dos estaban muertos, uno de ellos en el frente y el otro en
circunstancias poco claras en Valencia donde huyó al acabar la
guerra. Así figuraba en sus expedientes. Solo quedaban dos con
vida. Ernesto Peláez Torres (Tarzán) y Pedro Montones Aranda. Del
primero, figuraba en su expediente como posible exiliado a Méjico o
Argentina. Estimaban en su expediente, que podía estar huido en una
extensión un poco menor de cinco millones de kilómetros cuadrados.
El Inspector sonrió levemente y se centró en el segundo nombre,
Pedro Montones Aranda, huido, no localizado, posiblemente en
España. Cuando un individuo figuraba como no localizado es porque
en algún momento se había iniciado un seguimiento para detenerlo y
no había dado resultado. Siguió leyendo el expediente. Su hermana
Angustias estaba detenida en la cárcel de mujeres del Hospital de
San Rafael, por posesión de bienes robados. No había que ser un
lince para suponer que esos bienes habían sido robados por su
hermano en los múltiples saqueos que había realizado la Brigada del
Amanecer. El Inspector pensó que sería conveniente empezar a
investigar, haciendo un visita a Angustias Montones.
La cárcel de mujeres se encontraba en los
altos de Chamartín. Tomó un autobús y tuvo que andar un buen trecho
hasta llegar. Traspasó el control y se dirigió a las oficinas. Los
guardias civiles de la puerta y los que custodiaban la cárcel por
fuera eran los únicos hombres, el resto eran monjas y funcionarias
que vigilaban a las presas, menos el director que también era
hombre. Le contó el motivo de su visita a una de las funcionarias
de la oficina.
—Pero el horario de visitas no es ahora,
tendría que solicitarlo y si es para que declare la reclusa, deberá
remitir un escrito del Juzgado—.
Se dio cuenta que por ese camino no había
nada que hacer.
—Entonces quiero hablar con el
director—.
—El director no está y no sé cuando
vendrá—.
—Pues esperaré aquí a que llegue—.
El Inspector se sentó en una silla un poco
más separada de la mesa de la funcionaria. En un reino cerrado como
este, compuesto de mujeres soldados y mujeres obreras, la presencia
de un hombre era algo que desentonaba.
“Además había venido a solicitar algo que el
reglamento no autorizaba. Quería entrevistarse con una reclusa como
si pudiera llegar cualquiera y venir a la prisión y decir vengo a
ver a “fulanita”, como si fuera una residencia. Y encima se había
sentado en mi oficina y dice que va a esperar al director” Pensaba
la funcionaria.
Descolgó el teléfono y se lo cuchicheo a una
compañera también funcionaria. El Inspector oía algo de lo que con
voz muy baja, decía la funcionaria. Decidió pasar a la acción. Dejó
caer la cabeza lentamente hacia un lado y hacia atrás dejándola
apoyada en la pared. Cerró los ojos y simuló que dormía, comenzó a
roncar, al principio casi imperceptible, luego poco a poco elevando
el sonido hasta que el ronquido, llegó a ser molesto incluso para
él. Oyó como decía la funcionaria por teléfono, ¡Y ahora se pone a
roncar! ¡Es lo que voy a hacer! Hizo como si se despertara, la
funcionaria estaba marcando un número interno.
—Señor Director, si puede acercarse por
secretaria, hay un Inspector de Policía que quiere verle. Si, se lo
digo—.
—El señor Director, ahora viene—.
La funcionaria no podía disimular, lo poco
que le gustaba tener a un hombre en su oficina y encima que se
durmiera y roncara. Al cabo de unos minutos entró el Director, un
hombre bajito, con bigote fino y camisa azul falangista. Pasó a su
despacho y la funcionaria le siguió, cerró la puerta y en unos
minutos salió de nuevo.
—El señor Director le va a recibir.
Pase—.
El Inspector se puso de pie y entró en el
despacho. Le recibió el Director con la mano extendida.
—Pero que ha hecho ¡Hombre de Dios! ¿Que se
ha puesto a roncar delante de Virginia? Usted quiere que me mate.
¡Menuda me ha liado! Que si es un maleducado, que si se ha quedado
dormido, que si viene sin autorización. Usted me la quiere
liar—.
El Director estalló en una carcajada y cogió
a Vilches del brazo y lo llevó a una butaca.
—¿Fuma? Estoy secuestrado. Todos son
mujeres, menos el cura y yo, y a veces pienso que solo yo—.
Volvió a soltar una carcajada. Era un hombre
simpático, gesticulante y expresivo.
—Como no tengo bastante con la mía, aquí hay
342 mujeres más. ¿Usted sabe lo difícil que es tratar con mujeres?
Bueno, vamos a lo nuestro. ¿En qué puedo ayudarle?—.
Vilches le contó el motivo de la visita. Su
intención de hablar con la presa para conseguir que le hablara de
su hermano.
—Bien, lo voy a intentar, pero como le digo
estoy secuestrado—.
Se levantó, abrió la puerta y llamó a la
funcionaria Virginia. Entró ella y cerró después.
—Si es por el asunto de ver a una reclusa,
le recuerdo que fuera de las horas de visita está prohibido y si es
por algún tema judicial, lo tiene que autorizar el Juez, por lo
tanto es imposible que el Inspector pueda entrevistarse con la
presa—.
—Por supuesto que no puede ver a ninguna
presa, ya se lo he dicho. Pero el tema es de tanta gravedad que he
pensado que usted debería conocer los detalles y el porqué de la
visita del Inspector.
Ahora entendía porque el Director le había
dicho antes de llamar a la funcionaria ¡Dramatice! ¡Cuente los
detalles!
La funcionaria se sentó y el Inspector
volvió a contar el tema por el que estaba aquí. Fue un relato más
pormenorizado, con alusiones a la belleza de Dolores, a la forma
como llegó a descubrir las identidades de los asesinos y
violadores, a la figura del tío, roto de dolor por la pérdida de su
sobrina. Explicó que quizás la hermana de Montones, pudiera darle
algún dato interesante para su investigación. Cuando acabó el
relato, a la señorita Virginia se le habían humedecido los
ojos.
—Dada la gravedad de los hechos me pregunto,
si habría alguna posibilidad de que este hombre se entreviste con
la reclusa—.
El Director había lanzado la
propuesta.
—Claro que la hay, señor Director. El
Reglamento autoriza el interrogatorio de las reclusas, siempre que
con ello, se pueda evitar un crimen o por la gravedad de los hechos
ayude a su esclarecimiento. Hará falta la autorización expresa del
Director. Artículo 281 del Reglamento—.
—Muchas gracias, señorita Virginia—.
—Pero también le puedo enseñar las cartas
que posiblemente se hayan censurado. De allí puede que saque alguna
información. Voy a mandar buscar a la reclusa y enseguida estará a
su disposición. También voy a solicitar el correo censurado—.
Salió del despacho.
—La ha impresionado con el relato. Lo que le
gusta es que la informen de todo. Así no me busca problemas, y yo
vivo más tranquilo. Vaya con ella y si quiere algo más estoy a su
disposición—.
Se dieron la mano y salió del despacho. Era
un hombre práctico pensó el Inspector, práctico e
inteligente.
La funcionaria le acompañó hasta una sala.
Le dijo que esperara, ahora le traerían a la reclusa. Al cabo de
diez minutos apareció Angustias Montones, con un uniforme de tela
vasta. Tenía entre treinta y treinta y cinco años de pelo negro y
con cierto parecido con su hermano Pedro. Su aspecto era triste
como todo lo que había en la cárcel. La sentaron enfrente del
Inspector y la funcionaria se alejó un poco.
—Buenos días, soy el Inspector Vilches y
quiero hacerle algunas preguntas sobre su hermano Pedro—.
—Sobre ese mal nacido no me pregunte nada,
ese fue el que me buscó mi ruina—.
El Inspector se dio cuenta que fingía.
—Hábleme de su hermano. ¿Porque le buscó la
ruina?—.
—Mi hermano en la guerra se metió en asuntos
sucios, no me lo quiso decir en qué, pero eran sucios, seguro.
Antes de la guerra me quede embarazada de mi niño y el hijo puta de
mi novio me dejó diciendo que se iba al frente a salvar a la
República. ¡Valiente mamarracho! A salvar a la República. Total que
me dejó sola y tuve a mi niño. Pedro me ayudó un poco, también mi
madre y entre todos íbamos saliendo para adelante. Luego él empezó
a prosperar y me dejó un cuarto en el piso que tenía alquilado,
como almacén de lo que robaba. Traía cuadros, espejos, cuberterías,
plata y cosas de oro, todo eso lo metía en el piso y a mí me dejaba
una habitación, luego venia y lo iba sacando. Al final de la guerra
el piso estaba vacío, se había llevado todo, pero una de las veces
trajo una bolsa con joyas y las guardó en la cocina, en un hueco en
la despensa, la verdad es que era buen escondite. Yo no supe más de
él y al final de la guerra, cuando entraron los nacionales, a mi me
dio mucho miedo tener las joyas en casa. No sabía qué hacer. Se lo
conté a una amiga y me dijo que si quería me las guardaba ella, yo
acepte y se las di, mi hermano no había aparecido en todo ese
tiempo. La muy guarra, lo que hizo fue ponerse a venderlas como si
fueran una herencia y claro la pillaron y fueron a por mí. Dijo,
que ella no sabía nada y que eran mías—.
—¿Cómo eran las joyas? ¿De qué tipo?—.
—Pues había de todo, pero eran sortijas,
pendientes y algún collar, se notaba que todo era bueno. Mi amiga
no llegó a vender nada, pero en todas partes le dijeron que eran
buenas—.
—Y su hermano, ¿Sabe donde esta? Ya sabe que
si colabora, será bueno para usted—.
—No sé nada de él—.
—¿Su hijo con quien está? ¿Y dónde?—.
—Con mi madre que está sola. Desde entonces
no he visto a mi niño—.
—¿Usted no sabía a qué se dedicaba su
hermano en la guerra? ¿No se lo dijo?—.
—Me dijo que pertenecía al Partido y que
estaba en la defensa de la retaguardia, nada más—.
El Inspector guardó silencio unos minutos,
repasando sus notas.
—¿Tiene más familia?—.
—Dos hermanos de mi madre, viven en el
pueblo—.
—Sus tíos en el pueblo ¿A que se
dedican?—.
—Al campo, también tenían algunos olivos,
tenían tierras, no muchas—.
—Y casas ¿Cuántas tienen?—.
—No sé, yo iba cuando era pequeña, en el
pueblo tienen una y en el campo otra, pero yo no lo sé—.
—Y ¿no sabe que su hermano mató a sangre
fría a mucha gente y que asesinó a una chica de diez y ocho años
después de violarla entre varios?—.
Angustias no se esperaba esta pregunta. Se
quedó muda y no le salían las palabras.
—Yo no sé nada de todo eso, yo estaba con mi
niño—.
El Inspector se levantó dejando a la mujer
con la palabra en la boca. Salió de la sala y la funcionaria le
acompañó hasta la oficina de nuevo. Allí le estaba esperando la
señorita Virginia.
—Le he preparado la correspondencia
censurada por si usted encuentra algo. Solo son dos cartas, en
realidad no ha recibido muchas más—.
Le pasó las dos cartas, el Inspector se fijó
en el matasellos y abrió la más antigua. Era una carta normal y
corriente, de las que se escriben entre familiares en estas
condiciones, subrayado en rojo había una frase “Pedro esta en
Méjico...”. Los funcionarios tenían obligación de censurar todo lo
que fueran lugares y fechas, por eso no se había entregado la carta
a su destinataria. El remitente era un nombre y la dirección de
Valencia, pero el mata sellos era de Madrid. Lo demás no tenía
ningún interés. Lo único subrayado de la carta era la frase “Pedro
esta en Méjico según me ha contado...”. La siguiente carta era por
el estilo, únicamente tenía subrayado en rojo la frase “Pedro sigue
en Méjico esperando a que escampe...”. El Inspector se volvió a la
funcionaria.
—¿Sería posible volver a hablar con la
reclusa?—.
—Si, por supuesto—.
Descolgó el teléfono y habló unos
instantes.
—Enseguida la traen aquí, si quiere puede
interrogarla aquí mismo—.
—Como quiera Usted—.
—Señor Inspector, quisiera pedirle disculpas
por haberme portado tan cortante cuando llegó antes, pero, en este
mundo cerrado, si no se aplica el reglamento y la disciplina, no se
podría vivir—.
—Perdone usted mi grosería. Y ahora que nos
hemos perdonado ¿Cómo es el Director? Me perece un hombre
divertidísimo—.
—Sí, no parece el Director de una cárcel y
la verdad que ejerce muy poco. Tuvo una actuación muy valiente en
la guerra y le premiaron con este puesto, pero creo que se
merecería otro premio—.
La reclusa apareció con otra funcionaria que
se quedó de pie. Ella se sentó enfrente del Inspector.
—Perdone pero había olvidado algunas
preguntas. El resto de las joyas ¿Dónde las tiene? ¿Cuándo se las
va a dar a Pedro? ¿Cuándo salga de la cárcel? Dentro de cuatro
años. ¿Va a pasar cuatro años sin ver a su niño?—.
—Yo no sé nada de joyas, ya le he contado
todo. Las joyas que me dio para que se las guardara se las di a mi
amiga, que las intentó vender—.
—Le van a condenar como máximo a cuatro
años, por guardar joyas robadas. Pero si yo la acuso de pertenecer
a una banda que además de robar, asesinaba y torturaba a gentes de
derecha en la guerra civil, le aseguro que no serán cuatro años.
¿Quién me dice a mí que usted no era cómplice de su hermano? ¿Qué
usted no participó en los robos y asesinatos que cometió la Brigada
del Amanecer? Voy a solicitar que sea trasladada a Comisaria para
proseguir el interrogatorio. A no ser que quiera cooperar. Piense
en su hijo.—.
La reclusa se iba poniendo pálida por
momentos. El Inspector Vilches tenía la cualidad de infundir
seriedad en sus interrogatorios, nadie podía pensar que iba de
farol. Sus preguntas las hacia sin gritos, con la entonación justa
para que la presa comprobara que iba en serio.
—Mi niño no, por favor, si yo no he hecho
nada ¿Cómo voy a matar a nadie con un hijo pequeño? Pero si no sé
nada de esa Brigada. ¡Por Dios!—.
—Si la condena es de más de cinco años, el
Juez delega la patria potestad del niño en el Estado y lo manda a
algún orfanato. ¿Quiere eso para su hijo? ¿Quiere que le quiten a
su hijo para siempre? Su madre es una anciana y no podrá ocuparse
de su nieto. ¿Entonces? Quien se ocupara. ¿Usted en la cárcel?
Angustias, su hijo entrará en un orfanato y a lo mejor lo ve cuando
salga de la cárcel—.
El Inspector hablaba despacio a los ojos de
la reclusa, sin desviar la mirada, en tono convincente. Angustias
se hundía por momentos, los ojos anegados en lagrimas y
retorciéndose las manos. En su cabeza se debatían las dos únicas
ideas que tenía y que por ahora habían sido compatibles. La
primera, unos años en la cárcel y no ver a su hijo y la segunda,
las joyas que tenía escondidas, los sueños de riqueza para cuando
saliera de la cárcel. Las vendería y tendría dinero suficiente.
Pedro no estaba y no podría quitárselas, serian para ella y para su
hijo.
—Piénselo bien Angustias, si me lo dice, no
la acusaría de asesinato ni de robo. Piense en su hijo y el daño
que le puede hacer si lo abandona. Piense que todas las joyas del
mundo no valen, una vida separada de su hijo. Su hermano la engañó
y ahora no está aquí, la ha dejado abandonada y en la cárcel. Usted
va a pagar, por todo lo que han hecho los demás. Piénselo, piense
en su hijo—.
La mujer se retorcía en sollozos. El
Inspector quedo un instante expectante, se puso de pie.
—Bien, si no quiere colaborar, voy a
solicitar que la trasladen a Comisaria y a notificar al Juez, su
nueva situación—.
—No por favor, le diré lo que quiera—.
Virginia la funcionaria, había estado
presente en todo el interrogatorio, ahora veía como se derrumbaba
Angustias, mientras, el Inspector no había movido un solo
músculo.
—¿Donde tiene guardadas el resto de las
joyas?—.
—Si sube al tejado, en un hueco entre dos
tejas, es difícil encontrarlo, es una teja que tiene una marca de
pintura, lo hizo él mismo antes de desaparecer. Están envueltas en
un trapo y dentro de una bolsa. Me dijo que cuando no hubiera
peligro que las sacara y las guardara para cuando él llegara, que
las íbamos a compartir. Yo le creí, porque nadie las podía
encontrar. Las otras no debían de valer tanto, las que guardo en el
tejado, me dijo que eran las más valiosas—.
—Y ¿No se imagina donde está su hermano?
Usted recibió dos cartas que las funcionarias han censurado. Le voy
a decir quien se las escribe y usted me dirá si le conoce o
no—.
El Inspector Vilches cogió los sobres y leyó
el nombre del primer remitente, la reclusa negó con la cabeza,
siguió con el segundo remitente y también negó con la cabeza.
—Usted recibe dos cartas con dos remites que
desconoce. En las cartas hay dos frases que le voy a leer, y me va
a decir que significan. “...Pedro esta en Méjico...” y “...Pedro
esta en Méjico esperando que escampe...” ¿Qué quieren decir esas
dos frases?—.
—Pues lo que dicen, que mi hermano esta en
Méjico y que está esperando a que las cosas mejoren. Yo no veo que
diga otra cosa—.
Angustias ponía cara de no entender al
Inspector.
—¿Qué le dijo su hermano cuando se fue? ¿Qué
ya le escribiría y le diría donde estaba? Y ¿Dónde piensa que pueda
estar? ¿En Méjico? o ¿más cerca? ¿Qué quiere decir que esperará a
que escampe? Su hermano le dijo que le escribiría, diciéndole donde
estaría y en esta carta se lo está diciendo. Su hermano está muy
cerca de Madrid, en Guadalajara, en casa de sus tíos—.
Angustias se vino abajo totalmente. Si, su
hermano seguro que estaba en el pueblo, que allí vivían dos tíos
suyos muy mayores y que seguro que alguno había muerto ya. Que ella
estuvo de chica en el pueblo, que de pequeños decían que tenían
unos tíos en Méjico, porque vivían en Guadalajara y que por eso lo
pondría en la carta, pero que esa no era su letra. Que ella no
sabía nada de sus tíos desde hace años. Que su madre tenía más
familia en el pueblo. Que su hermano si vivió temporadas de pequeño
en el pueblo y que se lo conocía muy bien porque muchas veces había
ido a cazar con sus tíos, incluso se quedaba a dormir en el monte
para matar algún jabalí. Que no conocía a ninguno de los que iban
con su hermano en la guerra. Que nunca le habló de dónde sacaba las
joyas ni de quieran eran.
Parecía que había dicho la verdad. El
inspector dudaba que pudiera sacarle algo más. De todas maneras
tendría que firmar una declaración. Lo importante era cazar a su
hermano. Estaba en Guadalajara seguro, pero para buscarle no era
suficiente con que él, se presentara en el Cuartel de la Guardia
Civil y que se lo contara al Sargento. Esa operación se tendría que
hacer por orden del Juez o de alguien con autoridad suficiente. No
era tan fácil llegar a un pueblo y ordenar un despliegue de la
Guardia Civil. Además estaban las joyas, localizarlas e
identificarlas.
—Señor Inspector ¿Ya no me va a acusar de
todo lo demás, verdad? Yo le he contado todo lo que se. ¡No me
quite a mi niño!—.
—Tranquila, yo informaré que nos ha ayudado,
que está dispuesta a seguir ayudando y a firmar la declaración.
Luego es el Juez el que decide, pero si colabora, seguro que no
pasara nada—.
—Si yo estoy dispuesta a todo lo que me
digan—.
El inspector, hizo un gesto a Virginia y
esta indicó a la funcionaria que se podía llevar a la
reclusa.
—Inspector, me ha admirado su facilidad para
sacar información a la presa, ha sido muy hábil—.
—Gracias, pero es mi trabajo, muchas veces
se saca más información de esta manera, que con dos
guantazos—.
Virginia, había presenciado los modos
brutales con que se interrogaban a las reclusas, las palizas que
algunas recibían, sobre todo las políticas. Ella estaba en contra,
creía que el Reglamento era la única ley que debía regir en la
cárcel. Por eso cuando llegó el Inspector, creyó que era otro matón
que iba a entrar dando bofetadas y patadas. Luego le vio actuar y
se dio cuenta enseguida que era un hombre inteligente y educado. La
inteligencia se veía, en como trato a Angustias, con firmeza pero
con educación. Era difícil en su trabajo encontrar hombres
inteligentes.
—¿Tendrá que volver a interrogarla y a tomar
declaración? ¿Vendrá usted? ¿No?—.
Virginia se dio cuenta que había metido la
pata, el Inspector seguro que se había dado cuenta de la forma, en
cómo le había hecho la pregunta. Estaba muerta de vergüenza, el
Inspector tenía un anillo de bodas, podía pensar que había algo más
en la pretensión de que viniera él.
—Si usted quiere que venga yo, pues vendré
yo, si me promete que usted también estará aquí—.
Los dos se rieron y ella se relajó un
poco.
—Le voy a dar el teléfono del despacho y
usted me llama cuando vaya a venir. El Director viene poco por
aquí, yo me encargo de todo, cuando no está él y cuando esta
también. Llevo muchos años en este trabajo. En la guerra estuve en
Valladolid y cuando acabó me trasladaron aquí. Soy funcionaria por
oposición. El trabajo me gusta aunque hay una parte desagradable.
Pero perdone que le estoy aburriendo, además tendrá muchas cosas
que hacer—.
—Bueno, creo que por hoy ya está bien de
trabajar No me aburre en absoluto, lo que si quisiera, será un café
de los que hace usted—.
El Inspector señaló una cafetera sobre un
infiernillo en una mesita detrás de ella.
—Perdone que no se lo haya ofrecido
Inspector... ¿cómo ha dicho que se llama?—.
—Salvador Vilches, Inspector de Policía. Y
usted se llama Virginia—.
—Virginia Saiz, encantada de
conocerle—.
Se dieron la mano y se rieron de la
situación. Virginia era la auténtica autoridad en el Penal. Era la
única persona con experiencia y al Director le habían nombrado con
la condición, de que ella conservara el puesto y él se dejara
llevar. Instituciones Penitenciarias la consideraba la auténtica
directora. Había sido funcionaria en las cárceles de Vigo y
Valladolid. Tenía cuarenta y cinco años, soltera, no había tenido
tiempo ni ganas para otra cosa que su trabajo. Llevaba la prisión
perfectamente, no había tenido ningún problema ni lo tendría.
Después del café y de un rato de charla se
despidieron, hasta que el Inspector volviera a interrogar a
Angustias. Virginia acompañó a Salvador a la puerta y se dieron la
mano. Cuando el Inspector salió, ya había una cola de gente
esperando el rancho que sobrara de las reclusas. Era una fila de
hombres derrotados, delgados y demacrados, con las mejillas
hundidas por la fatiga y el dolor. Alguna mujer también esperaba
con un niño en brazos y otro enganchado a las faldas. Un poco más
adelante esperaba un anciano con una lata como recipiente para que
le echaran la sopa transparente que repartían a la puerta de la
prisión. El hambre se paseaba por la España de la posguerra, pero
no todo el mundo la sufría igual. Todo el que estuviera bajo el
inmenso poder del Estado comería, poco, mal y tarde. Soldados,
funcionarios, reclusos, carceleros, todos comerían. La otra España,
la que quedaba fuera, comería de sus sobras o de lo que pudiera
conseguir.
Isabel pasó la semana nerviosa, pensando
solo en el lunes y su ansiada cita. Desde que habían contestado con
un silencio a su llamada telefónica, veía todo como a cámara lenta,
analizaba lo que tenía que hacer, el lunes siguiente. Debía coger
el metro hasta Atocha, allí se bajaría y saldría a la calle, en la
barandilla del metro contraria a la escalera, habría un hilo de
color rojo enrollado, solo un trozo de hilo. Eso sería la señal de
que todo iba bien, a continuación iría a su barrio, donde vivió en
la guerra, iría a un cruce entre dos calles y allí esperaría. Debía
llevar una bolsa de la compra, como un ama de casa. Todo lo que
tenía que hacer, lo sabía de memoria, lo había repasado miles de
veces, había soñado con el hilo rojo, incluso su marido le comentó
algo de un sueño en voz alta de un hilo, una mañana. Veía a sus
hijos y se fortalecía su sentimiento de que tenía que ayudar y ser
útil para la Revolución, ellos sabrían agradecérselo cuando fueran
mayores. No tenía miedo, era peor estarse quieta, viendo posarse la
miseria y la tristeza en toda la gente que veía por la calle. A
veces pensaba que si la detenían, sus hijos se quedarían solos con
su padre, y enseguida alejaba ese pensamiento. ¿Cómo puedo ser tan
egoísta en pensar solo en mis hijos, cuando han muerto millones de
hombres y mujeres para que sus hijos vivieran en libertad? Se
avergonzaba de su falta de valor. Durante la guerra no se acercó al
frente, no fue a la sierra como tantas mujeres y tantos hombres que
habían perdido la vida, luchando por todos los de la retaguardia.
Ahora el Partido la reclamaba, pedía su ayuda y ella daría hasta la
vida por él. No tenía derecho a pensar en ella ni en sus
hijos.
Salió de casa de sus suegros temprano, iba
con la bolsa para comprar algo de fruta en su barrio. Fue lo que se
le ocurrió. Su marido estaba en la cama con fiebre, llevaba unos
días así. Tenía una salud endeble, tuvo que dejar el trabajo en la
calle, no estaba preparado para ese trabajo, ni para el esfuerzo.
Se quedaba en la casa, leyendo y escribiendo hojas y hojas en un
cuaderno, y así pasaba las horas. ¡Cómo iba a hacerle cómplice de
lo que estaba haciendo! ¡Se lo diría a su padre el Inspector! Lo
mejor es que siguiera así, en la cama o levantándose como mucho
para sentarse en la camilla y escribir en su cuaderno.
Tomó el metro en Lista para Atocha. Cuando
subió las escaleras en Atocha, continuaba sin darse cuenta del
hombre que la seguía desde Conde de Peñalver. Miró a todas partes y
fue a la barandilla de la boca de metro. Con disimulo la recorrió
con la vista, al principio no se dio cuenta, pero observando con
más detenimiento, pudo ver un hilo de color rojo enrollado en los
hierros de la barandilla. ¡No había duda! Volvió a mirar alrededor,
pero solo vio gente de un lado para otro, a esa hora y en Atocha
había multitud de gente. ¡Qué bien lo había planeado el Partido! Ya
solo le quedaba el último tramo. Debía ir a Villaverde y esperar en
un cruce de calles. El autobús se cogía muy cerca. Esperó en la
parada unos minutos y al fin apareció el autobús. Se sentó y esperó
pensando, ¿para qué le llamaba el Partido? Seguro que ya tenía
elaborado un plan para sabotear algún tren o mejor el metro.
También tendrían preparada una huelga general, ¡Seguro!
Se bajó en la parada correspondiente y fue
al cruce estipulado. Era un ama de casa más de las muchas que había
en la calle. Un hombre se le acercó y le dijo casi sin voz.
—Sígueme—.
No sabía quién era pero ella le siguió con
disimulo, el hombre iba despacio, parando en los escaparates, era
uno más de los viandantes de la calle. Dio unas vueltas por la
zona, Isabel estaba concienciada en su papel de espía y le seguía a
cierta distancia pero sin perderlo de vista. El hombre parecía que
vigilaba a Isabel en vez de dirigirla a algún sitio. Pasó un buen
rato y el hombre se metió por una calle e Isabel detrás. Ella le
seguía unos metros por detrás, cuando una voz la llamó desde un
portal de su izquierda.
—¡Isabel, por aquí!—.
En el portal había un hombre que cuando
Isabel entró, cerró el portal. Quedó en completa oscuridad. Del
fondo se abrió una puerta e iluminó la cara del hombre.
—¡Nicolás!—.
Isabel no pudo reprimirse al reconocer a su
compañero del Partido.
—Pasa Isabel—.
Los dos traspasaron la puerta y quedaron en
un patio interior de una casa abandonada. Estaban al aire
libre.
—Hola Isabel, ¿Cómo estás? ¿Y tu marido y
los niños?—.
—Bien y ¿Tú? Como estas—.
—Bien también. Esperando que pase esto. No
tenemos mucho tiempo, el Partido, estamos organizándolo como
podemos. Lo importante es movilizar al pueblo. Tenemos pensado
hacer un llamamiento para una huelga general. Seguro que es un
éxito, la gente no puede más, hay hambre y miseria. Rusia está
luchando contra Hitler y los aliados también, ya no hay excusas
para no ayudarnos a derribar a Franco. Lo importante es que no nos
olviden, para eso tenemos que hacer ruido, darnos a conocer. El
Partido tiene muchas cosas en proyecto pero lo primero es movilizar
al pueblo. Hemos hecho unas octavillas en la imprenta que tenemos,
las estamos repartiendo entre las células del Partido. No podemos
tener toda la propaganda almacenada en un mismo sitio. Lo estamos
repartiendo entre vosotros. Lo tenéis que tener escondido hasta que
os digamos y os demos instrucciones. Tú te llevarás esto y lo
guardarás en casa. La bolsa de la compra te valdrá. Cuando te
pongas en contacto, te dirán que te has equivocado y te darán una
dirección y una hora, allí la tendrás que llevar. Ahora nos tenemos
que despedir—.
El hombre le adelantó a Isabel un paquete
envuelto todo en papel de periódico, eran las octavillas editadas
en la imprenta, que en la mente calenturienta del Partido iban a
levantar a los españoles contra el Régimen. Se cogieron las manos y
se dieron un beso. El hombre abrió la puerta, se asomó a la calle y
empujó a Isabel.
—Adiós ¡Suerte!—.
—Adiós—.
Isabel cogió la calle hacia el autobús, el
hombre había dado muchas vueltas, pero la casa estaba cerca de la
parada. La bolsa le pesaba bastante, como si hubiera comprado
patatas. El autobús tardó casi una hora en llegar. Cualquier
persona era sospechosa de ser policía. Oyó una sirena y empezó a
temblar, era un motorista, no la habían descubierto. Poco a poco se
tranquilizó. Su corazón empezó a latir tranquilo. Desde Atocha fue
a casa de sus suegros. Su única preocupación era guardar la
propaganda en algún rincón seguro. Pensó en el cuarto de baño,
había un armario en lo alto de la bañera. El problema sería entrar
en el baño con la bolsa de la compra. Afortunadamente cuando llegó
a la casa, solo estaba su marido en la cama, los niños habían
salido a la calle con su suegra. Se encerró en el cuarto de baño y
abrió la bolsa, el paquete estaba envuelto en papel de periódico.
Las octavillas estaban atadas con un cordel fino, había varios
fajos, todas eran iguales. No tuvo que desatar ningún fajo, deslizó
una octavilla y la sacó del paquete. Volvió a cerrar el paquete y
con cuidado, pisando el borde de la bañera alcanzó la puerta del
armario. Dejó el paquete al fondo y lo tapó con otras cosas que
había en el armario, luego lo cerró y se sentó en el retrete, le
temblaban las piernas. Despacio leyó.
“CAMARADAS Y CIUDADANOS. Ha llegado la hora
de la lucha. La victoria de Franco ha traído la miseria y el
hambre. Rusia y las potencias están luchando contra el fascismo. El
Ejército Rojo se ha reagrupado y está listo para la lucha final.
Debemos atacar a Franco desde dentro, desde las fábricas y desde
las calles. Rebélate. POR LA LIBERTAD. HUELGA GENERAL. PARTIDO
COMUNISTA.”
Isabel leyó varias veces, “...POR LA
LIBERTAD...” Se quedó quieta, mirando fijamente la frase. La veía y
la releía. Hay estaba todo. LIBERTAD. Por ella se arriesgaba y
ponía en peligro su vida y la de sus hijos. El Partido podía contar
con ella para todo. Hasta su vida se la jugaría por el
Partido.
El hombre que la siguió, desde que salió por
la mañana, se acercó a un coche alejado del portal de Isabel, se
introdujo dentro y al cabo de unos minutos salió otro hombre del
coche. Se habían dado el relevo.
En la Comisaria, Vilches le contó al
Comisario el interrogatorio de Angustias y el escondite de las
joyas. El Comisario envió al Inspector Cabello y a una pareja de
guardias a registrar el piso. Vilches le dio una descripción
detallada de donde podrían estar escondidas las joyas en el tejado,
luego se dispuso a redactar el informe con las declaraciones de
Angustias, para entregárselo al Comisario. Prefería ir por partes.
Quería acabar el informe para que el Comisario, pudiera tener una
relación de hechos para proceder a pedir la cooperación de la
Guardia Civil. Había cogido notas suficientes para redactarlo. Paró
un momento y se dio cuenta que llevaba tres días yendo a su casa
solo a dormir. Aparecía de noche, cuando los nietos estaban
durmiendo. Se tomaba una tortilla que su mujer había dejado en la
cocina y se metía en la cama, alguna vez se encontró con su lugar
ocupado por alguno de los nietos, entonces se iba al sillón y se
quedaba dormido a intervalos, pensando en la tristeza de la casa y
en lo poco felices que eran sus vidas. Cuando los primeros ruidos
de la calle le despertaban, entraba a ducharse y se iba a
Comisaria.
Tenía prisa por acabar el informe y también
para tomar declaración escrita a Angustias y así poder volver a la
cárcel de mujeres y ver a la señorita Virginia. Era una imagen que
no podía quitar de su cabeza. La quería desechar pero siempre
volvía a su mente. Virginia había sido simpática con él, solo eso,
nada más que eso, lo demás eran tonterías.
El Comisario Arévalo tenía el informe del
Inspector Vilches sobre la mesa de su despacho. Lo había leído y lo
consideraba completo, había razones más que suficientes, para
investigar en Guadalajara. Las joyas encontradas en el tejado,
estaban pendientes de identificar, habían sido llamados a
reconocerlas entre otros, la familia del Marqués de Cadagua. Estaba
seguro que las identificarían. También llamó a Jesús Sinarro y le
comunicó el estado de las investigaciones. Se entrevistó con él en
una cafetería de la Castellana.
—Señor comisario le agradezco que me tenga
informado de sus investigaciones. Al precisar que la búsqueda se
amplía a Guadalajara, ¿a qué se refiere?—.
—El Inspector Vilches, que usted ya conoce,
cree que el investigado se esconde en el pueblo de sus tíos, lo
conoce como la palma de la mano, se crió allí y le gusta el campo y
la caza. Sospecha que se encuentra escondido en los montes y que
puede subsistir por mucho tiempo—.
—Creo recordar que un compañero mío es el
Gobernador Civil de Guadalajara. Cuando me concrete lo que quiere,
me puedo poner en contacto con él—.
—Por ahora nada, cuando se inicie la
investigación sí que nos hará falta la cooperación de la Guardia
Civil—.
Jesús Sinarro, se llevó el café a los
labios.
—Dicen que no me conviene, pero un café no
va a hacerme de daño. Han pasado dos meses desde que le busqué en
la Comisaria, cada vez me queda menos tiempo. No quiero que piense
que le meto prisa, pero un hombre que está condenado, ve las cosas
de manera distinta. Sé que están trabajando como pueden y se ven
los resultados, pero quiero pedirles un esfuerzo para detener a los
asesinos de mi sobrina—.
Se le humedecieron los ojos.
—Señor Sinarro, estamos haciendo todo lo
posible—.
—Lo sé, lo sé. Perdone. Con respecto al hijo
del Inspector Vilches, me he interesado por su tema e hice unas
llamadas. Parecía que todo estaba resuelto y en Educación me
confirmaron que lo incluirían en el próximo curso, pero parece que
ha habido algún problema de última hora y habrá que esperar. De
todas maneras me lo han dado por seguro. No le diga nada al
Inspector todavía—.
—Se lo agradezco. Es una persona muy
competente que ha tenido mala suerte, descuide, no le diré
nada—.