CAPÍTULO I

 

 

Enero de 1942.
El Comisario Arévalo, siguió trabajando como siempre. El asunto de los desaparecidos en Usera, le había dejado un sabor agridulce. Como buen policía había intentado conseguir la mayor cantidad de pruebas e indicios, para que los imputados fueran condenados. Por su parte, no regateaba esfuerzos en aportar el mayor número de datos a sus informes para que la Justicia no tuviera ninguna duda en decidir, que el acusado fuera culpable o inocente. Una vez que la justicia lo declaraba culpable, su trabajo había terminado.
Pero en el caso de Usera no estaba satisfecho. La Justicia no había actuado como él esperaba. Tenía muchos años de servicio, y en su trabajo había mandado a mucha gente a la cárcel e incluso al paredón. Pero siempre había investigado delitos, y las penas siempre habían sido correspondidas a esos delitos. Luego, ya se encargarían de buscar agravantes o atenuantes, eso era el trabajo de los abogados.
Desde que estalló la guerra, su trabajo se había triplicado, pero siempre perseguía al delincuente, al asesino. Él no perseguía el delito político, para eso estaba la Brigada Político Social, él era un policía. Por eso cuando condenaron a muerte a los dos, a Antonio y a Fulgencio, sintió una frustración muy profunda. No eran asesinos, sus delitos eran poseer bienes robados y contribuir a los asesinatos en condición de chofer y de acompañante. Con esas acusaciones podían ajusticiar a medio Madrid. Aplicarles la pena de muerte, le pareció demasiado severo. Hizo que dudara de la Justicia. “La misión del policía es allanar el camino de la Justicia”, se había hartado de proclamar ante cualquier Inspector novel, que se le pusiera por delante.
Los acompañó en todo lo que pudo, sabiendo que era injusto el castigo. Estuvo con ellos hasta la misma noche de la ejecución. A él no le valía la excusa de que estaban en guerra. Horas antes de morir, le juraron que no habían matado a nadie. Cuando alguien sabe que va a morir, se rebela, no lo admite, grita su inocencia, luego, si lo asume, siente una tranquilidad y paz consigo mismo que él, había presenciado en algunos casos. El Comisario pensaba que los actos heroicos, los gritos de libertad o de patriotismo, las frases celebres que los condenados a muerte, pronuncian antes de morir, se debe a que estos hombres admiten su suerte, deliberadamente se entregan a su destino y ya no sienten la muerte.
Fulgencio no llegó a ese estado. Sus últimas horas fueron un lamento interminable, acompañado de lloros. No tuvo dignidad en su vida, ni en su muerte. Sus últimos metros los recorrió arrastrado por dos funcionarios.
Antonio fue distinto, alcanzó su tranquilidad mucho antes y su conversación fue sobria, descansada. La paz que tenía, la compartía con el Comisario. Le habló de su vida, de sus sueños y de Dorotea. Todo lo que era, se lo debía a ella. Estaba profundamente enamorado. Por primera vez en su vida, el Comisario admitió que su pena era injusta. Él se lo agradeció.
—Ya da igual Comisario—.
Pidió perdón por todo lo que había hecho y el mal que había causado.
—Si un día ve a las familias de los que ayudé a matar, por favor Comisario, pídales perdón en mi nombre—.

 

Le encargó que después de muerto, le llevara a Dorotea una carta que había escrito. Se la dio al Comisario a leer, por si no se entendía su letra. Entre los dos la reformaron para mejorarla. Le hizo jurar que se la entregaría.
No presenció la ejecución. Nunca lo hacía. Un funcionario le comentó, que Antonio había pronunciado la sentencia más cabal, que había oído en ningún condenado. Antes de morir gritó.
—¡Maldita guerra!—.
Luego fue a ver a Dorotea, sabía que a Antonio le habían condenado a muerte, pero confiaba que al no haber matado a nadie se le conmutaría. El desengaño fue brutal, Dorotea se derrumbó y no paró de llorar. Entre sollozo y sollozo hablaba con el niño Jesús y le pedía explicaciones. Luego ya más tranquila le leyó la carta.
—Querida Dorotea: Que me van a matar y quiero que sepas que lo último en que voy a pensar, es que te quiero. El Comisario es buena persona y te dará la carta. No hemos podido hacer las cosas que tenias pensadas, pero no te preocupes, que las conseguirás. No te conté nada para que no te hicieran nada malo. Nunca maté a nadie. Anímate, sé fuerte y cuídate.
Tu Antonio que te quiere hasta la muerte—.
Dos personas sencillas que habían sucumbido en el desastre de la guerra. Una ajusticiada y la otra condenada a cinco años de cárcel. El Comisario nunca volvió a verla.

 

Siguió trabajando con su equipo de inspectores. Hizo un informe sobre la excelente actuación del Inspector Salvador Vilches. Le aseguraron que el tribunal de depuración lo tendría en cuenta, es posible que le volvieran a nombrar Comisario. Los trabajos de esclarecimiento de desaparecidos le ocupaban todo el tiempo y más, si dispusiera de más horas. De todos los barrios de Madrid le llegaban declaraciones de familiares desaparecidos. Las declaraciones se amontonaban en los despachos. Tenían que leerlas, clasificarlas, buscar testigos y nuevas declaraciones, preguntar a la Dirección de Prisiones, por la localización de testigos y nuevas declaraciones. Solo una investigación metódica realizada por policías profesionales podría encontrar responsables en un país que salía de una guerra civil. Búsqueda de fosas, fusilamientos al amanecer, sacas de la cárcel a distintos cementerios, registros de casas con saqueo de todo lo de valor, tasación de lo robado y su localización. El trabajo era abrumador.
Tomaba declaración a asesinos de la peor ralea, matones de barrio, chulos de puta, carteristas y toda clase de maleantes que se habían apropiado de las siglas de un partido o de un sindicato para cometer los peores delitos. Esos mismos partidos y sindicatos se lo habían permitido, y en una simbiosis fatal habían creado la impunidad más absoluta en los años de la guerra en Madrid. Cuando las autoridades quisieron enmendar la situación, presionados por las potencias extranjeras, era demasiado tarde. El terror había arrasado Madrid, dejando miles de personas amontonadas en cunetas y tapias de cementerio.
Uno de los momentos más emotivos que vivieron en la Comisaria fue cuando una mujer enlutada, serena, alta y llena de dignidad, preguntó por el Comisario. La llevaron a su despacho.

 

—Soy Carmen Fernández Alle, mis cinco hijos pasaron la última noche de su vida en esta Comisaria. Protegidos por el Comisario, en su despacho. Vengo a agradecérselo—.
El Comisario hizo venir al Inspector Vilches. Se lo presentó como el Comisario que los tuvo en su despacho. La mujer le cogió las manos al Inspector.
—Solo quiero agradecerle lo que hizo por mis hijos. Uno de ellos logró pasar una carta que me llegó—.
—Señora, uno de ellos me pidió papel y pluma para escribir, le dejé la mía. Todos escribieron algo para usted—.
La mujer se pasó el pañuelo por los ojos y sacó del bolso un sobre mil veces abierto y besado.
—“Querida madre; estamos bien y juntos. No se preocupe por nosotros, somos valientes y no tenemos miedo a la muerte, solo nos apena, que se pueda usted quedar sola. Rece por nosotros. Pronto estaremos con nuestro padre y le diremos lo mucho que usted le quiere y le echa de menos. Estamos en la Comisaría de Carabanchel y el Comisario nos ha metido en su despacho, aquí estamos seguros, no sé cuando saldremos. Dele las gracias. ¡Viva España!”—.
La mujer dejó de leer, se pasó de nuevo el pañuelo y dijo.
—Todos me dieron un beso y firmaron—.
—Señora, le juro que aquí hicimos lo que pudimos, los mantuve en el despacho porque esa mañana habían bombardeado y temía las represalias. Lo peor era por la noche, cuando venían borrachos y reclamaban a los presos. Aguantamos lo que pudimos pero no podíamos hacer más. Luego vinieron con una orden de la Dirección de Seguridad y se los tuvieron que entregar. Les dimos algo de comer y agua. Se portaron como valientes. El más joven, me acuerdo que durmió en el sillón—.
La mujer no pudo contenerse más y prorrumpió en sollozos. Cuando se calmó dijo.
—Yo soy la que tiene que estar agradecida de cómo trato a mis hijos. Le estaré eternamente agradecida. Fue su última noche. Los mataron la tarde del día en que salieron de aquí. Los encontraron en las tapias de la Casa de Campo. Gracias a usted, aquí fueron tratados como personas. Gracias. Muchas gracias—.
Recorrió con la mirada el despacho y se paró unos segundos, en el sillón donde el benjamín de sus hijos había descansado la última noche de su vida y se fue.
Los dos quedaron mudos, sin mirarse, sin atreverse a interrumpir el luto de una mujer que había perdido su vida en la guerra.
Nadie se puede acostumbrar a tanta desgracia. Solo el ser humano se vuelve a erguir porque tiene que buscar trabajo, dar de comer a sus hijos, pelear por la vida. Es lo que hizo la España que quedaba. Apretar los puños y cerrar los ojos, intentar olvidar y seguir viviendo, dejar de odiar y seguir viviendo, dejar de maldecir y seguir viviendo. Solo de esa manera pudo tirar de España una generación que se formó en el frente y en las hambres de la retaguardia. Tragándose la bilis se arrimaron unos a otros y empezaron a trabajar por sus hijos y por la memoria de sus muertos. La desgracia, aunque no lo supieran, les unió en un solo bando. El de los españoles que tenían que sacar a su familia adelante y comer todos los días.

 

El Comisario recibió una llamada del Gobernador Civil de Salamanca. Era un antiguo Comisario de policía que en la guerra se acercó a los pocos políticos que quedaron y cuando acabó la guerra le recompensaron con el cargo por los servicios prestados. No eran amigos pero se conocían de cuando Arévalo estuvo destinado en Salamanca. Le avisaba de la visita a su Comisaria de un amigo suyo, don Jesús Sinarro, sobre el tema la desaparición en la guerra, de una sobrina. Le rogaba que le tratara con la máxima atención, puesto que era una familia muy conocida en Salamanca. Se despidieron, no sin antes desear volverse a ver por Salamanca. El Comisario no le dio mayor importancia, la llamada de un Gobernador Civil a una Comisaria, no era habitual, pero tampoco extraña.
La amistad entre el Comisario Arévalo y el Inspector Vilches se consolidaba cada vez más. En la última Navidad el Inspector le ofreció su casa para cenar con su familia en Nochebuena. El Comisario se lo agradeció profundamente. De no haber sido así, hubiera pasado la noche solo, en su piso alquilado, se hubiera acostado temprano y al día siguiente se hubiera encerrado en su despacho a trabajar en lo que tenía pendiente.
Eran dos hombres que la guerra les había colocado en cada uno de los bandos, pero que eran incapaces de matar al enemigo. Hablaban de sus carreras, de los casos que habían encontrado a lo largo de sus vidas, de la soledad del Comisario y de la mala suerte del Inspector. Los dos estaban de acuerdo en que no tendrían que ser Jueces Militares los que se encargaran de impartir la Ley. Sin discutir, presentando argumentos los dos coincidían que el estado de guerra había pasado ya. No se lograría la reconciliación sin impartir justicia. La justicia de los vencedores. ¿Era justicia de verdad? El trato a los depurados. ¿Era justo de verdad? El Inspector había sufrido en carne propia la injusticia de su cese de Comisario, pero como decía él, “por lo menos no me echaron”. Mucho más sufría por su hijo expedientado como maestro y pendiente de su reinserción. Entonces callaba y el Comisario derivaba la conversación por otros temas, Vilches se lo agradecía.

 

Jesús Sinarro se presentó una mañana en la Comisaria. Preguntó por el Comisario y le hicieron pasar a su despacho. Era mayor que Arévalo, su pelo blanco y sus marcadas arrugas le daban los setenta. Alto y con un traje caro, era la imagen del vencedor de la guerra, pero en su semblante había como un rictus de tristeza que no podía ocultar. Se dieron la mano y se presentaron.
—El Gobernador me animó a que viniera a verle, me dijo maravillas de usted, fueron compañeros en Salamanca ¿Tengo entendido?—.
—Sí, es un viejo amigo de cuando estuve destinado en Salamanca—.
—Bueno, vayamos al grano. Soy Jesús Sinarro, notario en Salamanca y cuando ocurrió el Alzamiento estaba en Madrid. Mi hermano era Alberto Sinarro, Diputado de las derechas en el Congreso. Murió en 1935 de una rápida enfermedad pero antes, peleó en el Congreso, contra el marxismo y el comunismo. Por su inteligencia y su don de palabra fue muy odiado por los comunistas, llegando a sufrir dos atentados, de los que no sufrió daños. Si no hubiera muerto antes de la guerra, seguro que hubiera sido fusilado como tantos otros. Su mujer había muerto dos años antes que él. Dejó una hija, Dolores con diecisiete años. Le juré en su lecho de muerte que me encargaría de su hija y que seriamos su familia. Imagínese la tragedia de mi sobrina al quedarse sola en este mundo, teniendo solamente como única familia a mí y a mi mujer. Enseguida la acogimos como la hija que no habíamos podido tener. Yo solicité y conseguí una plaza de Notario en Madrid y nos desplazamos a la capital para que mi sobrina continuara sus estudios y viviera con nosotros. Vivíamos en la calle Goya, en el cuarenta y ella, con nuestra ayuda fue superando la pérdida de su padre y de su madre, mi mujer y yo, intentamos parecernos a la familia que no tenía. Era una chica encantadora, simpática, feliz, dulce, educada y guapísima, igual que su madre—.
Aquí, el visitante calló un momento, sacó un pañuelo y se lo pasó por los ojos. Buscó en su americana y sacó una foto de una chica, algo más que una niña, en el Retiro. Era casi rubia, con una gran sonrisa y muy bella. Se la pasó al Comisario y siguió.
—Estalló la guerra y ya no pudimos salir. Nos quedamos encerrados, casi sin salir a la calle, temiendo en cualquier momento que vinieran a buscarme. Mi sobrina apenas pisó la calle, creo que una vez al dentista y poco más. Mi temor era que hubiera un registro en el edificio y me llevaran a mí. En Abril de 1937, una noche aporrearon la casa diciendo que venían a hacer un registro. Me negué y les pedí una orden, se fueron y al cabo de unos minutos de casi tirar la puerta abajo con las culatas, metieron por debajo una orden de registro de la Dirección de Seguridad y firmada por el delegado de Orden Publico. No tuve más remedio que abrir, puesto que con insultos y amenazas casi habían destrozado la puerta. Eran cuatro. Me dijeron que venían a detener a la señorita Dolores Sinarro, por ser de derechas y haber participado en los mítines que daba su padre. Enseguida me di cuenta que venían a por ella, no por sus ideas políticas ¡Por Dios, dieciocho años que tenía! Su intención era otra. Luché como pude, les juré que no se la llevaban y me dieron un culatazo. Amenazaron a mi mujer y me intentaron tranquilizar, diciéndome que irían a la Comisaría de Buenavista y que como seguro que era un error, la liberarían. Traían también la orden de detención y se la llevaron ¡Que podía hacer yo!—.
Se derrumbó en la silla, sus hombros se plegaron como las tapas de un libro, la cabeza quedó apoyada entre sus manos temblorosas y de su garganta salió lo que pareció un estremecimiento que hizo que todo el cuerpo se convulsionara con espasmódicos movimientos. El Comisario se levantó, llenó un vaso con el agua de una jarra, se lo puso delante y le dejó que se desahogara. Pasados unos minutos el hombre se recompuso, se secó la cara, bebió del vaso, dio las gracias, tomó aire y continúo.
—Se la llevaron. Por mediación de un amigo francés fuimos acogidos en su embajada, le pedí que se interesara por mi sobrina. Fue al día siguiente a la Comisaria y le dijeron de mala manera que allí no estaba. Siguió el rastro como pudo, pasó por la checa de Fomento y en la de Bellas Artes le dijeron que una chica muy guapa había salido en un coche con unos milicianos. Sobornó a alguien y le contó que uno de los que iba en el coche era un tal “Tarzán” y que lo más seguro se la habían llevado a la Casa de Campo. Había pasado tres días desaparecida. Su cuerpo se encontró cerca del lago de la Casa de Campo, acribillada a balazos y con muestras de haber sido violada innumerables veces. Mi mujer y yo nos refugiamos en la Embajada Francesa y logramos salir de Madrid—.
Se quedó con la mirada perdida y así transcurrió unos segundos. El Comisario preguntó.
—¿Supongo que denunciaría el asesinato?—.
—Por supuesto, pero hasta ahora no han localizado a los culpables. Aquí es donde le pido su ayuda. Mi mujer y yo declaramos ante el Juez los hechos que le he contado. La única pista que tengo es que a uno le llamaban “Tarzán”. La policía no me ha dado ninguna información todavía y han pasado años. Es posible que los asesinos estén muertos o hallan huido, no lo sé. Si usted pudiera dar un empujón a la investigación, me daría la vida, que ya no quiero vivir. El recuerdo de mi sobrina, no me abandona en ningún momento. Me llamo a mi mismo cobarde, por no haberla seguido hasta el final. Por no haber cumplido con el juramento que hice ante su padre. Su horrible muerte me persigue y por las noches oigo su voz que me reprocha, haberla dejado sola. Mi mujer aunque no me lo dice, me considera que no hice todo lo posible para evitarlo. A su manera me considera culpable. No busco venganza, solo justicia. No voy a durar mucho más en este mundo y antes que me encuentre con mi hermano y su hija, por lo menos quiero que los asesinos hayan pagado por todo—.
—Señor Sinarro, comprendo lo que está pasando. En este despacho tengo multitud de casos como el suyo. Estoy seguro, que la policía está haciendo todo lo que puede. Lo que me pide es que retome las investigaciones que quizás otro equipo está haciendo. Eso requiere alguna orden de la superioridad. Yo no puedo saltar de un caso a otro, cada uno tiene su jurisdicción—.
—Comisario Arévalo, he venido aquí porque me han asegurado que usted es el mejor. Le pido que me ayude, que indague quien lleva el caso y que usted investigue. Ya sé que tiene muchos casos, pero a mí me queda poco tiempo de vida y no voy a salir de este despacho con un no. Quiero que sea usted quien investigue, si es necesario hablaré con el Director de Seguridad o con quien sea. No me lo puede negar. No quiero ofenderle, pero soy lo suficientemente rico, como para ser generoso. No se ofenda. Ya me han dicho que usted no se vende, ni yo voy a comprarle, pero usted sabe que el dinero refresca la memoria. En fin que tendría un respaldo económico para hacer sus investigaciones, tanto en España como fuera de ella—.
El Comisario se quedó callado durante unos minutos, mirando la fotografía de la joven que tenía en la mesa. Se dejaba la piel y la vida investigando la desaparición de desconocidos y ahora tenía delante un caso de secuestro con resultado de muerte y violación. No había nada político en este caso. Exclusivamente policial. Tenía absoluta autonomía en su trabajo, entre las distintas Comisarias se pasaban los casos unas a otras.
—Le diré lo que vamos a hacer. Usted me va a dar todos los datos referentes a su sobrina y las denuncias que presentaron ustedes en la Comisaria, yo conseguiré las declaraciones que hicieron ante el Juez y las estudiaré. No le aseguro nada. Pero si veo alguna posibilidad me pondré en contacto con usted—.
—Se lo agradezco infinito, señor Comisario. Estas tarjetas son de mi domicilio en Madrid y en Salamanca. En cualquier momento y a cualquier hora estoy a su disposición. Si necesita algo que yo le pueda conseguir, no dude en llamarme. Tengo muy buenos contactos y los pondría a su disposición—.
Se despidieron con un apretón de manos. El Comisario se quedó pensando si los contactos que tenía el Notario, llegarían al responsable de la cartera de Educación.

 

Llamó al Inspector Salvador Vilches y le contó el caso, le mostró la foto y ambos comentaron que era muy bella. El inspector comentó.
—Esto fue hace casi cuatro años, los asesinos pueden estar en la cárcel por otros motivos o en el extranjero. Lo veo difícil—.
—Tenemos un apodo y un domicilio. Empiece por ahí. Yo empezaré por localizar sus declaraciones y quien investigó el asesinato—.