CAPÍTULO IX
A mediados de 1938, la guerra estaba
sentenciada. El bando republicano retrocedía en todos los frentes y
gran parte de España, estaba en poder del bando nacional. Ernesto
Peláez Torres se dio cuenta mucho antes, de que todo tocaba a su
fin.
Sus padres emigraron a Francia cuando
Ernesto era un adolescente, él y su hermana crecieron en
Montpellier y después se instalaron en Marsella. Su madre era
cocinera y su padre trabajó de camarero. Ernesto tenía un carácter
violento y no tardó en tener los primeros encontronazos con la
Policía. Decidió poner tierra por medio y volvió a España. En los
principios de los años treinta en la España convulsa, la policía no
detectaría a un delincuente más que pasara sus fronteras, sobre
todo si hablaba francés y tenía pasaporte aunque fuera falso.
Se instaló en Madrid y en poco tiempo se
relacionó con delincuentes y los bajos fondos de la capital.
Participó en algún atraco y robó en un par de joyerías. Su afición
a pisar los gimnasios hizo que le apodaran “Tarzán”. La llegada de
la República y la proliferación de partidos y sindicatos,
contribuyó, a que viera una ocasión para beneficiarse. Fue
reclutado por el Partido Comunista como vigilante y luego como
chofer de algún dirigente. Con su presencia física, constituía el
perfil perfecto para considerarle como un “matón” del
Partido.
Cuando se produce el Alzamiento y el cerco
de Madrid, ve que ha llegado su oportunidad. La policía profesional
esta arrinconada, sus funciones las ejercen los partidos y
sindicatos. La única ley, es la que impera en la calle. Sus
compañeros de fechorías consideran Madrid, como un inmenso botín
que les está esperando, solo tienen que cogerlo. La impunidad con
la que se mueven, hace que sus delitos sean cada vez más numerosos
y descarados ¡todo vale en la guerra! Desde la confiscación de
vehículos, pasando por identificación de transeúntes, ocupación de
pisos o edificios enteros, hasta venganzas por cualquier motivo. Es
la hora de saldar las cuentas pendientes. Si un compañero que
pertenecía al sindicato, había sido expulsado de un bar por un
camarero por estar borracho, ahora era el momento de pedir
explicaciones. Se presentaba con su banda de delincuentes con
brazaletes del partido y se llevaban al pobre hombre hasta las
tapias de la Casa de Campo. Si un compañero tenía una deuda con su
vecino, era el momento de saldarla y ahí estaba él, con sus
milicianos para que el pobre hombre, firmara un recibí por la deuda
contraída.
Un día, una rata de billar, un conserje
maricón, le advirtió donde estaba la gente con dinero, no estaba en
Vallecas ni en la Guindalera, estaba en el barrio de Salamanca.
Fueron a la calle Goya y allí descubrieron el cofre del tesoro que
estaban buscando. Descubrieron casas inmensas con enormes cuadros
en las paredes, figuras de mármol y techos con escayolas. El
maricón les informaba donde estaban las casas de los más ricos.
Muchas veces, ya se habían llevado al cabeza de familia y habían
saqueado la casa, pero siempre se podía sacar algo más. Ellos iban
a por el botín. Si era necesario se llevaban a alguno de derechas a
la Comisaria o se lo llevaban directamente al paredón. Algunas
veces se resistían y no abrían la puerta, entonces se les enseñaba
un papel de la Dirección y abrían más confiados. También le
informaba si alguna mujer valía la pena.
Los demás se llevaban lo más vistoso,
cuberterías de plata, marcos, cuadros, relojes, medallas. Él
decidió que solo se llevaría las joyas, eran fáciles de esconder y
transportar. Cuando vio que la guerra estaba perdida, se apoderó de
un coche de los que habían confiscado, sacó su pasaporte falso de
ciudadano francés y bien vestido, pasó la frontera hacia Francia
sin ningún problema. Escondido en el coche llevaba una bolsa con
todas las joyas robadas.
Una vez en Francia, no le fue difícil vender
las joyas. Le dieron mucho menos de lo que tenía pensado. Luego fue
en busca de su hermana. Se llamaba Ernestina y hacia unos años
había quedado viuda, ella y su marido tenían un restaurante de
comida española en Montpellier. La situación en Francia empezaba a
ser peligrosa y no le costó mucho esfuerzo convencer a su hermana
de que debían salir de Europa. Por una parte la España victoriosa
de Franco y por otra la imparable ascensión de Hitler les convenció
de que debían huir de un continente, que en poco tiempo ardería en
la peor guerra de todos los tiempos. Su hermana logró traspasar el
restaurante por muy poco dinero, con lo que tenían, pudieron
comprar dos pasajes para el primer barco que salía de Marsella, “El
Guadalupano”, el destino que tenía les daba lo mismo, no lo
eligieron ellos, el primer barco que salía de Marsella tendría su
destino final en Veracruz, Méjico.
El destino del asesino y violador pudo
truncarse en ese viaje. Nadie le informó de que el barco haría una
escala en el puerto de Las Palmas, en Gran Canaria. Cuando se
enteró, le dio un vuelco el corazón. Aunque la guerra no había
terminado, las islas Canarias habían pertenecido, desde el
principio al bando nacional. Nada más tocar el puerto canario, la
Guardia Civil subió a bordo y exigió la lista de pasajeros
españoles. La pareja de hermanos figuraba como franceses por su
pasaporte y no fueron interrogados. La policía bajó del barco a
siete de los españoles que iban en él, todos republicanos, que
huían de Europa. Tras una leve protesta del Capitán, el
“Guadalupano” emprendió su travesía hacia Méjico.
El gobierno mejicano acogió con generosidad
a los republicanos, que huían de la guerra civil. Se formó, antes
de que acabara la guerra y sobre todo después, una colonia de
intelectuales y profesionales liberales que se ayudaban entre sí,
para afrontar el futuro en un país extraño aunque con su misma
lengua. Pero también llegaron a Méjico, gentes que sin ningún ideal
político, se enriquecieron en la guerra o simplemente culpables de
delitos de sangre que huían de la justicia. Las autoridades
mejicanas acogían con simpatía a los republicanos que huían de la
guerra pero estableció severos filtros para impedir el paso a
delincuentes. Ernesto Peláez pensó que si utilizaba su pasaporte
francés para entrar en Méjico, las autoridades mejicanas podrían
solicitar a la embajada francesa datos sobre él. Se descubriría que
el pasaporte era falso y es posible que acabase en alguna cárcel
mejicana.
Nada más desembarcar, la policía mejicana
interrogó a los españoles. Ernesto Peláez, antes de salir de España
había oído el caso de un barco, cargado de niños españoles que
llegaron a Méjico. Efectivamente, el barco de bandera francesa
“Mexique”, en 1937, trajo a casi quinientos niños, huérfanos de
guerra o hijos de republicanos, al puerto de Veracruz.
Con grandes dotes de convicción, Ernesto
Peláez logró convencer a los policías, que él y su hermana venían a
hacerse cargo de uno de los niños refugiados, hijo de otro hermano
que había muerto junto con la madre en un bombardeo. Había jurado
ante su hermano moribundo, que se harían cargo del pobre niño. No
le costó convencerlos de que era un dirigente comunista, que tenía
contactos con la colonia española y que le habían asegurado un
puesto de trabajo para mantener a su hermana y a su sobrino. Los
policías un poco conmovidos por el relato y convencidos de que el
estado agradecería tener una boca menos que alimentar y un niño
menos que cuidar, les permitieron la entrada en Méjico.
Ingenuamente les informaron que los niños estaban en la ciudad de
Morelia, allí les comunicarían los trámites para hacerse cargo del
niño. Nunca pisarían la ciudad de Morelia.
Su estancia en Veracruz fue corta. Ernesto
no tenía intención de establecerse en una ciudad con puerto de mar.
Toda la emigración española entraría por Veracruz y pronto estaría
saturada de españoles. Estableció contacto con algún español y le
hablaron de la ciudad de Puebla, a unos doscientos quilómetros de
Veracruz. Visitó la ciudad y pronto se estableció en un pequeño
restaurante que regentaría con su hermana. Consideró que montando
un restaurante de cocina francesa tendría algo de éxito. Su hermana
era una buena cocinera, contrataron a un empleado que haría de
camarero y él dirigiría el restaurante. Casi todo el dinero que
había sacado de España, estaba invertido en el pequeño
negocio.
Llevaba más de dos años instalado y su
pretenciosa cocina francesa se había convertido en una mezcla de
comida española con toques mejicanos y nombres franceses. No se
podía quejar, el negocio marchaba tranquilamente y daba para pagar
los pequeños sobornos a los que le tenía acostumbrado la policía
local.
Domingo Uceda se pasó un buen rato
merodeando por los alrededores de “Chez Peto”. Quería observar con
tiempo el movimiento en el restaurante antes de que abrieran. El
que llegaba primero era Ernesto Peláez, luego su hermana y a las
diez el empleado. Luego Ernesto iba al mercado de hortalizas y a la
una todo lo tenían listo para dar de comer.
Había traído a los españoles a Puebla y los
había instalado en el Hotel Real, uno de los más caros de la
ciudad. La relación con Salvador se había deslizado de una manera
al principio correcta, y poco a poco se transformó en cordial. El
español se había sincerado con él. Le había contado que buscaban a
un estafador que había huido de España con el dinero de señor
Sinarro. Le propuso que les ayudara en un plan para localizarle y
con engaños sacarlo de la ciudad y poder interrogarle para
recuperar el dinero. Salvador se haría pasar por un español con
abundante dinero que quería invertir en Méjico y pasar la guerra en
Europa cuanto más lejos mejor. La primera parte se estaba
desarrollando perfectamente, en Veracruz se dieron a conocer de una
manera discreta y él se encargó de filtrar a la colonia española,
que Salvador estaba buscando un rancho donde pasar unos años en
Méjico. Ya en Puebla su misión era entablar relación con Ernesto
Peláez y presentarse como representante de un español que no tenía
problemas de dinero y que se quería instalar en Puebla. Era una
forma de allanar el camino hasta que se presentase Salvador. El
español era suficientemente inteligente, para proseguir con sus
planes pero le hacía falta alguien que conociera el país y sus
gentes para evitar problemas. Domingo se había comprometido con el
señor Sinarro en ayudar a los españoles y eso es lo que iba a
hacer.
Domingo entró en el restaurante y se sentó
en una mesa, en un momento apareció Ernesto Peláez, que amablemente
le acercó una carta. El restaurante era modesto, de unas diez mesas
y a esas horas estaba vacío. Domingo pidió dos platos y entabló una
conversación con el dueño.
—No pensé que fuese español, al ver el
nombre del local creí que serian franceses—.
—Bueno, mi hermana tuvo un restaurante en
Francia y pensamos que tendría éxito, algo así, aquí. Pero nos
equivocamos. A ustedes solo les gusta su comida y la
española—.
—Tiene usted razón. Me alegro de conocer su
local. Tengo un encargo de un español y le traeré aquí a comer.
¿Sabe? Es un hombre con dinero que quiere invertir en un rancho por
aquí, mientras pase la guerra. Seguro que le gusta venir aquí.
Además entre compatriotas se podrán ayudar, él desde luego no tiene
problemas de dinero y yo a veces no conozco sus gustos. Siempre
viene bien conocer a alguien que pueda ayudarte. ¿No le
parece?—.
Ernesto relajó la guardia y percibió que le
podría interesar conocer al español que quería invertir en Méjico.
Por propia experiencia, calculaba que la riqueza del español no
procedía de una fuente legal.
—Pero, ¿Por qué no se pone en contacto con
la colonia española? Allí le podrán asesorar mucho mejor-
—Parece que no quiere tener muchos contactos
con sus compatriotas, sobre todo con los republicanos. Pienso que
tiene algo turbio que no quiere que se sepa. Su intención es buscar
algún lugar discreto y pasar unos años hasta que esto
escampe—.
—Bueno, ya sabe dónde encontrarme. Si es
necesario, puedo ayudarle en ciertas cosas. Siempre es bueno
apoyarse entre compatriotas, sobre todo si tienen dinero—.
Ernesto había pronunciado estas palabras,
esperando la reacción del visitante. Domingo esbozó una sonrisa de
complicidad.
Se despidieron dándose la mano y esperando
verse pronto.
Domingo se encaminó al Hotel Real, a escasos
quince minutos del restaurante. Salvador le esperaba en el
hall.
—¿Y bien? ¿Ha hablado con él?—.
Salvador estaba impaciente por empezar a
actuar.
—Sí, he estado con él. Como planeó, le he
propuesto que ayude a un compatriota y me ha insinuado que si hay
dinero de por medio, lo haría encantado. A ese hombre se le nota
que lo de tener un restaurante no es lo suyo. No sé quién es, pero
como dicen ustedes, me da mala espina—.
—Peláez es un elemento peligroso, debemos ir
con pies de plomo. Desconfiará de todo lo que venga de España. La
próxima vez ira con Zulueta, él le conoce de la guerra en España y
desconfiara menos. Esta tarde nos reuniremos con él y hablamos de
la siguiente reunión con Peláez—.
Salvador estaba inquieto, habían pasado diez
días y no habían dado un paso todavía. Temía que todo se acelerara
y el barco zarpara antes de lo previsto. Había hablado una sola vez
con el señor Sinarro y hubo que interrumpir la conversación, Jesús
Sinarro estaba extremadamente débil y desde la distancia, Salvador
intuyó que le quedaba poco tiempo de vida. También había hablado
varias veces con el Capitán, todavía no sabía la fecha de zarpar,
no le dio ninguna seguridad pero se podía adelantar en cualquier
momento.
La vida que habían tenido en esos diez días
había sido más que placentera. Domingo se rebelaba como un
magnifico anfitrión y un excelente guía, le había tomado autentica
simpatía, pero todavía no estaba seguro de poderle contar el plan
completo. Lo demás estaba casi todo listo. El pasaporte falso para
Ernesto Peláez que se hizo en España con su foto, pero con nombre
falso, se colocó hábilmente entre los demás pasaportes de la
tripulación y cuando en el puerto de Veracruz, subió el policía de
aduanas a sellarlos, un billete de cinco dólares entre los
pasaportes, ayudó a que el trámite fuera más que rápido.
Oficialmente, un hombre como Ernesto Peláez, componente de la
tripulación del “Galerna”, había entrado en Méjico hacia días.
Cuando supiera la fecha exacta de salida del barco pondría en
marcha el resto del plan. Por ahora lo que interesaba era ganarse
la confianza de Ernesto Peláez.
Se reunieron por la tarde los tres, en uno
de los salones privados del hotel, Salvador, Domingo y Gervasio
Zulueta mientras Román les observaba a prudente distancia, sentado
en una butaca que daba a un balcón a la calle.
—Domingo nos cuenta que ya ha entablado
conocimiento con Peláez, y asegura que es desconfiado. Usted
Zulueta lo conoció en la guerra. He pensado que en la siguiente vez
que vaya Domingo, usted le acompañe. Eso podría ayudarle a que se
confíe más—.
—Desde luego lo conocí en la guerra, no sé
si él se acordara de mi, pero yo de él, desde luego que sí—.
—Usted Domingo le tendrá que convencer, de
que llegado el momento nos acompañe fuera de la ciudad, a ver algún
rancho o alguna casa para residir. Pero eso será cuando sepa la
fecha en que zarpe el barco—.
Domingo extendió la mano hacia Salvador, con
un gesto de que parara de hablar.
—Salvador desde que llegaron a Méjico y me
encomendaron ayudarles, no he dudado en prestarles toda mi ayuda.
Recordaran que lo primero que les dije cuando llegaron a la ciudad,
es que con un buen soborno se podía arreglar todo y que también por
un delito se podían pasar el resto de su vida en la cárcel. Les
pedí que antes de hacer nada ilegal y que me pudiera involucrar, me
lo confiaran. ¿Se ha creído que yo me iba a tragar que es un señor
que estafó a su jefe? Nadie puede pensar que tienen que venir unos
“españolitos” a cobrar una deuda. Otra cosa no, pero aquí tenemos
gente especializada en hacer esos trabajos y creo que mejor que los
españoles. Por lo tanto pienso que sus intenciones en Méjico son
otras. Como en cierta medida considero que están poniéndome a mí
también en peligro, le exijo que me diga exactamente cuáles son sus
intenciones en mi país. Si no es así, considero cancelada mi
promesa de ayudarles y quedo libre de notificar a la persona que me
encargó este trabajo, para explicarle los motivos de mi
renuncia—.
Salvador pensó que el momento que esperaba,
se había adelantado. Siempre pensó que no podía seguir engañando a
un hombre como Domingo.
—Bien. Sí, le he ocultado el motivo de
nuestro viaje, pero no con la intención de engañarle sino de
mantenerle al margen hasta que no hubiera más remedio. Compréndalo,
yo no le conocía y no sé cómo podía reaccionar. Usted es una
persona de absoluta confianza para unos señores en España, pero yo
tengo que tomar mis precauciones—.
—Creo que le he demostrado que puede confiar
en mí, además se lo advertí nada más conocerles—.
—Si, por eso voy a explicarle el motivo de
nuestro viaje. En la Guerra de España, yo era policía, comisario en
Madrid. Zulueta también lo fue. Desde aquí, no se pueden dar cuenta
de lo que es una guerra entre hermanos. Se cometieron los crímenes
más infames que puede usted imaginar. Cuando acabó, me rebajaron a
inspector pero conserve el trabajo. Un día se presentó en la
comisaria el señor Sinarro, se presentó como notario y venia
recomendado por el gobernador de una provincia. Nos explicó su caso
y quería nuestra ayuda. Su sobrina de diez y ocho años fue
secuestrada y asesinada en Madrid, durante la guerra. La arrancaron
de la casa de Jesús Sinarro y encontraron su cadáver en un parque
de las afueras de Madrid. El señor Sinarro tiene una grave
enfermedad y tiene los días contados, antes de morir quiere poner a
los culpables ante el juez. No podía vivir con el recuerdo de su
sobrina, ni quería vivir sin su venganza. Yo me encargué de la
investigación. Logré identificar a los culpables. Eran cuatro, dos
murieron en la guerra, al tercero lo localicé escondido en los
montes, cerca de Madrid. Se volvió loco y murió en el hospital.
Quedaba el jefe de los cuatro y el más peligroso. Seguí su pista y
después de investigar en Francia lo pudimos localizar aquí en
Méjico—.
Domingo le interrumpió.
—Entonces ustedes han venido a
matarle—.
—No. No es lo que queremos. El señor Sinarro
quiere que lo llevemos a España y lo pongamos ante el juez. Esa es
su forma de castigarle. Le voy a enseñar la declaración que hizo su
cómplice del asesinato, y podrá comprobar el castigo que le espera
en España—.
Salvador le pasó la declaración que hizo
Pedro Montones sobre la violación de Dolores Sinarro. Dejó pasar
unos instantes para que Domingo asimilara lo que estaba
leyendo.
—Ahora comprenderá por que el señor Sinarro
quiere castigar al culpable. Ernesto Peláez es un asesino, ladrón y
violador que se aprovechó de la guerra entre españoles para cometer
con total impunidad los peores crímenes. Robó a los que luego
asesinaba, secuestró, violó y asesinó. Ese asesino no tiene nada
que ver, con la guerra de dos bandos de españoles—.
—Después de leer todo esto comprendo que el
señor Sinarro pida venganza. Pero ¿por qué no se venga
asesinándolo? Así quedaría vengada su sobrina—.
—Yo también me lo preguntaba y él me lo
explicó. De esa manera, actuó el señor Sinarro con el que delató a
su sobrina ante los asesinos, él mandó matarle en la cárcel y al
otro cómplice, que yo capturé en los montes, lo mandó matar en el
hospital. Lo hizo porque con el primero la justicia no tendría
motivos para ajusticiarle y con el segundo los jueces podrían
considerar que estaba loco y no lo castigarían como se
merecía—.
—Ahora lo entiendo. Quiere que se aplique la
justicia con todo su rigor. Pero para eso tienen que llevarlo a
España y es donde entran ustedes—.
—Así es. Nuestro plan es secuestrarle y
traerlo a España. Por eso nuestro empeño en que nos acompañe fuera
de la ciudad—.
—Pero ¿tendrán algún plan?—.
—Nuestro plan, una vez que nos ganemos su
confianza es sacarle de Puebla, drogarle y llevarle al barco que
nos trajo de España. Tenemos un pasaporte falso con su fotografía,
sellado a nuestra entrada en Veracruz. Saldría como un tripulante
más—.
—Pero por lo que escucho, no tienen fecha de
zarpar. No lo pueden tener secuestrado muchos días antes. ¿No le
parece?—.
—Tengo planeado, hacer todo a partir de la
fecha de salida del barco, pero primero quiero conocerle y ganarme
su confianza, para que cuando sea necesario no recele—.
—Ya que me lo expone así, yo también quiero
seguir formando parte de su equipo. Seguiré siendo su guía y les
ayudaré en todo lo que quieran, menos en lo relativo al secuestro.
Tienen que tener en cuenta que yo me quedaré aquí cuando ustedes se
hayan ido y pueden hacer preguntas—.
—Entonces seguiremos como lo tenía planeado.
Zulueta y usted volverán a comer al restaurante de Peláez y les
propondrá que nos conozcamos. Yo seguiré comunicando con el Capitán
para saber la fecha de la salida. A partir de esa fecha, el día
anterior lo secuestramos y lo subimos drogado a bordo. Todos los
detalles los tenemos que pensar todavía. Para esa parte del plan,
ya había pensado en no involucrarle a usted. Creo que entre los
tres podremos realizar el trabajo. No le he hablado de Román,
aunque creo que ya sabe a lo que se dedica. Esta entregado en
cuerpo y alma al señor Sinarro. El padre de la asesinada lo sacó de
la delincuencia y él ha dedicado su vida a proteger la vida de
aquel y de su hermano. Conocía a la chica desde que era una niña.
Daría su vida por Jesús Sinarro y por vengar a su sobrina—.
—Creo que lo más conveniente es dejar pasar
unos días, antes de volver a verlo. ¿Le parece dejar pasar dos o
tres días?—.
—Bien, mientras tanto, intentaré saber la
fecha de salida del barco—.
Domingo se despidió de los dos
hombres.
Gervasio Zulueta había permanecido callado
todo el rato.
—Salvador, ¿Cree que es de fiar? ¿No le irá
con el cuento a la policía?—.
—No creo. No es tonto, sabe que tiene que
conservarnos para seguir cobrando. Representa los intereses de
mucha gente que antes de la guerra salió de España con inmensos
capitales. No le interesa que se sepa, que protege a un asesino y
violador. Además creo que el relato del motivo por el que estamos
aquí, le ha conmovido—.
Domingo salió del hotel pensando que el
contacto con los españoles, le podía pasar factura. La desaparición
de un refugiado de la República podía ser un escándalo en Puebla.
Si se llegara a saber que unos ex policías españoles de Franco,
habían secuestrado a un exiliado y lo llevaban a España en un
barco, seguro que la Policía Estatal tendría que actuar. Pero si se
sabía que un ladrón, asesino y violador de una muchacha en la
guerra de España, había desaparecido, seguro que la gente lo
olvidaría pronto y la Policía perdería todo interés. Domingo se
propuso ayudarles en todo para poner al asesino de la joven, ante
la Justicia. Pensó en su hija mayor, le quedaban tres años, para
cumplir los diez y ocho.
Esa misma noche, Salvador llamó al hotel
donde se alojaba el Capitán. Todavía no sabía la fecha de zarpar,
pero el armador le había comunicado que casi tenía cerrada la
carga. En dos o tres días tendría más información, pero la fecha de
salida no podía ser menos de una semana desde que se lo comunicaran
al Capitán. También le dijo a Salvador, que él dejaría el hotel y
viviría en el barco, una semana antes de la salida, para agilizar
las operaciones de carga de combustible y demás tramites. Salvador
respiró aliviado, siempre le comunicarían la salida del barco con
una semana de antelación como mínimo
Dejaron pasar dos días más, antes de
presentarse Domingo Uceda y Gervasio Zulueta en el restaurante de
Ernesto Peláez. Habían estado pensando si ir al mediodía o a la
hora de cenar. Domingo les aseguró que había mucha menos gente por
la noche, podrían hablar con más tranquilidad.
Entraron los dos en el restaurante, el dueño
salió enseguida a recibirles, había reconocido inmediatamente a
Domingo. A Zulueta lo presentó como un asistente del acaudalado
español. No tenía casi clientes y el camarero por las noches no
trabajaba. En el segundo plato el restaurante estaba prácticamente
vacío y una vez que se hizo el ultimo plato la hermana salió de la
cocina y abandono el local. Solo quedaban otros dos clientes y
ellos.
Zulueta se dirigió a Ernesto cuando pasó
cerca de la mesa.
—Perdone que le moleste, pero desde que he
entrado tengo la sensación de que le conozco, de que le he visto
antes—.
—Puede ser, estuve en Madrid en la guerra.
Seguro que fue allí—.
—Efectivamente de Madrid, pero no sé de
donde—.
Cuando ya se quedaron solos en el local,
Zulueta fue más explicito.
—Yo fui chofer y escolta en la Dirección
General de la Policía y luego en la guerra hice de chofer de algún
alto cargo. De allí debe ser—.
Gervasio Zulueta hizo varios gestos
exagerados de estar pensando, al mismo tiempo que le miraba
fijamente y se sujetaba la barbilla con una mano.
—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! Ya sé, de donde le
conozco. Usted estaba también, en la Dirección General en la
guerra. Pero usted llevaba un mono de miliciano y por eso no lo he
reconocido. Si además a usted le llamaban “Tarzán” ¿A que si? Claro
que es usted, si nos hemos visto muchas veces. Usted no se acuerda
de mi pero yo si de usted—.
Ernesto le empezó a mirar con recelo, pero
después de tantos aspavientos como hacia Zulueta, contestó.
—Sí, yo estuve en la Dirección General en la
guerra pero no le conozco a usted. Además aquí vivimos muchos que
peleamos en la guerra—.
El dueño del restaurante quería dejar
distancia con el visitante, nunca se podía saber con quién estaba
hablando.
—Descuide, que yo también estuve en la
guerra y tuve que salir pitando de España. Vamos, se puede decir
que no estuve en ningún bando pero tuve que salir corriendo. Pero
claro que me acuerdo de usted. Tenía una “cuadrilla” o una
“escuadrilla” del amanecer, creo que se llamaba. Eran cuatro o
cinco, de los demás no me acuerdo pero de usted sí. ¡Siéntese con
nosotros y nos tomamos un tequila! Como dicen por aquí.—.
El recién llegado, era lo suficientemente
amigable para que Ernesto perdiera su desconfianza. Trajo una
botella y tres vasos y se sentó con ellos.
—Pues es verdad, yo tenía la “escuadrilla
del amanecer”. Capturamos a muchos de la “quinta columna”. Madrid
estaba plagado de falangistas emboscados, que a la primera de
cambio te atacaban por la espalda—.
—En todas las guerras pasan esas
cosas—.
Domingo pronunció estas palabras intentando
que los españoles no le dejaran aparte.
—Esta guerra fue especial. Especial de cruel
y de salvaje. Nos teníamos que defender como fuese—.
Zulueta quería dejar claro con quien estaban
sus simpatías en la guerra.
—Logré salir de Madrid y continúe peleando
en el frente hasta que salí por Francia. Con mi hermana y sus
ahorros pudimos venir aquí y montamos esto. No nos va tan mal. La
guerra la perdimos porque nos dividimos los anarquistas,
socialistas, comunistas... había de todo. Ellos permanecieron
unidos y con la ayuda de Alemania nos ganaron. Nosotros en Madrid
limpiamos la retaguardia, no se puede imaginar la cantidad de
emboscados que había en el barrio de Salamanca. Curas, militares,
falangistas, marqueses, banqueros, abogados, nosotros nos
encargábamos de detenerlos y ponerlos ante el juez—.
Zulueta no dejaba que el vaso estuviera
vacio, los rellenaba continuamente.
—En el Cuartel de la Montaña sí que pegamos
tiros. ¿Usted no estuvo? Allí cayeron como conejos. Salían con la
bandera blanca los muy cobardes. Lo malo eran los bombardeos de los
fascistas, les daba igual matar niños o mujeres, ellos tiraban las
bombas en mitad de Madrid y que se jodieran. Después de las bombas,
había que sujetar al pueblo, quería comerse a los fascistas. Yo vi
el tren que venía de Jaén lleno de fascistas y la gente quería
quemarlos vivos. En fin, perdimos la guerra porque nos dejaron
tirados los aliados y ahora tienen que luchar contra Hitler. Si nos
hubieran ayudado a lo mejor no se hubiera empezado esta guerra. ¿Y
a usted qué tal le fue?—.
—Bueno, yo también tuve lo mío. Yo era
policía en la República. Nunca estuve en ninguna Comisaria solo
hacía de escolta y chofer. Cuando llegó el golpe de Franco, yo
hacía de chofer de un cargo de Patrimonio pero lo cesaron y lo
sustituyeron por un socialista, un tal Pastores ¿lo recuerda?
También hizo de las suyas—.
—Claro que me acuerdo. Era un ladrón, que lo
cogieron robando del Palacio Real lo que era de todos los
españoles. No sé lo que le pasaría—.
Zulueta rellenó los vasos y siguió
hablando.
—Era un elemento que se llevó al paredón a
mucha gente por venganza. Luego me asignaron a un cargo del
ministerio de Hacienda. Era un cargo muy importante. Un día me
dijo, que preparara el coche para salir para Barcelona, que tenía
que hacer unas gestiones. En Barcelona le llevé a un hotel en donde
le esperaban unos señores suizos. Estuvo todo el día con ellos. Al
día siguiente me preguntó si tenía pasaporte. Le dije que no y él
consiguió esa misma mañana un pasaporte para mí. Ya le digo que era
un alto cargo de Hacienda. También consiguió una autorización del
Gobierno para cruzar la frontera. Me comunicó que debíamos ir a
Suiza y que yo sería su chofer. A mí no se me había perdido nada en
Suiza, pero tampoco tenía nada que me atara en España.—.
—¿Y lo llevó a Suiza?—.
Ernesto Peláez estaba intrigado con la
historia del visitante.—
—Sí señor, cruzamos Francia y llegamos a
Suiza. Allí también le estaban esperando y yo me pasé un día entero
en la puerta de un banco esperando a que saliera. Estuvimos tres
días haciendo lo mismo, le llevaba al banco a primera hora y le
esperaba hasta que salía al mediodía. No me decía nada de lo que
hacía en el banco todo ese tiempo—.
El tequila le estimulaba la imaginación. A
todo el relato que había ensayado con Salvador lo aderezaba con
detalles de su propia cosecha.
—Estuvimos esos días a cuerpo de rey. A mi
jefe le gusta lo bueno, no el lujo porque sí, sino lo bueno de
verdad. Me llevaba a los mejores restaurantes y le acompañaba por
la orilla del lago, el hotel estaba muy cerca. Me conocí Ginebra al
dedillo. Pero a lo que iba. La guerra iba de mal en peor. En esas
fechas fue la batalla del Ebro. La noticia de la derrota salió en
los periódicos. Él seguía yendo a los bancos y yo le seguía
esperando. Pero un día me dijo que la guerra estaba perdida. Que
sus amigos suizos le habían informado que el Gobierno de la
República iba a salir de España. ¡Y a nosotros nos había pillado
fuera! Pero Salvador era muy listo. El Gobierno le había mandado a
Suiza a agilizar la compra de unos aviones de combate que la
República había pagado con oro del Banco de España. Después de
hacer unas llamadas a Madrid, recibió la orden de paralizar la
compra. Se había pagado ya una parte que quedaría a fondo perdido,
el resto, le encargaban que recuperara todo lo que pudiera. En ese
trasvase de cuentas, dinero, oro que se había entregado, pagarés
del tesoro como avales etc... tuvo la habilidad, supongo que con
abundantes comisiones, de quedarse con una buena cantidad. En el
hotel se reunía con el intermediario de la compra de los aviones y
los veía discutir y hablar de cantidades, yo no entiendo francés ni
inglés, pero siempre estaban haciendo cuentas en unos de los
salones. En fin, que le estafó a la República una buena cantidad de
dinero. A mí no me lo dijo así, sino que no podíamos volver a
España, porque nos encerrarían, a él lo fusilarían y a mí, me
caerían unos cuantos años de cárcel. Hay que tener en cuenta que él
había salido para comprar armas para la República y yo era su
cómplice. Él me propuso, que me contrataba como chofer, pasaríamos
un tiempo en Ginebra y luego saldríamos a algún país seguro. Yo no
tenía nada que perder, no tenía a nadie que me esperara en Madrid.
Hicimos lo que tantos españoles tuvieron que hacer, salir de
España—.
—Pero no todos estafaron a la
República—.
Domingo estaba con la lengua torpe por el
tequila. Fue al único que se le ocurrió reprocharle su
actuación.
—¡Toma! Porque no pudieron. ¡Qué
sino!—.
Peláez estaba más acostumbrado al tequila
aunque sus efectos se hacían notar. Solo Zulueta seguía el relato
sin que se notaran los efectos del alcohol.
—Eso es lo que pienso yo. Mi jefe tuvo la
oportunidad y se aprovechó. ¿No le parece a usted Ernesto?—.
Peláez movió la cabeza afirmativamente, la
pregunta era el pretexto para que Zulueta llenara los vasos.
—Estuvimos un tiempo en Ginebra, yo me
encargué de que le hicieran una revisión completa al coche. Me dijo
que nos haría falta para sus planes. La cuestión es que no podíamos
seguir mucho tiempo más en Suiza. Nos podían detener si el Gobierno
nos denunciaba. Después de muchas llamadas a España y de muchas
visitas a los bancos, decidió que había llegado el momento de
irnos. Salimos de Suiza, cruzamos Yugoslavia y atravesamos Albania,
un poco antes de que la invadieran los italianos. Ustedes no saben
las carreteras que hay en esos países. Como caminos de cabras.
Salvador pensaba que nos convenía cruzar por países que no tuvieran
representación diplomática o que no tuvieran relaciones con la
República, y yo les digo que Albania no tenía relaciones con
España, ni con ningún país. Si España está atrasada en comparación
con Suiza, Albania esta igual de atrasada con España, lo digo para
que lo entiendan. En todo este tiempo, Salvador no se despegaba de
un maletín, no lo dejaba ni a sol ni a sombra—.
Estaba a gusto con el relato, se recreaba en
los detalles, según veía la cara de su auditorio. Estaban
entregados, sobre todo Peláez.
—El coche se portó como un jabato, aguantó
todo sin rechistar. Llegamos a Grecia y allí nos quedamos un
tiempo. A mí me recordaba mucho a España. En Atenas me enseñó lo
que habían hecho los griegos antiguos ¡es impresionante! Otro día
me decía que quería conocer Corinto y yo le llevaba en el coche,
allí con pico y pala, hace miles de años, abrieron un estrecho
entre dos mares. Ustedes no saben lo que llegaron a hacer los
griegos en otros tiempos. Pero allí tampoco estábamos seguros,
según Salvador la guerra estaba perdida y solo faltaba la
rendición, en Atenas también visito algún banco, supongo que para
controlar el dinero que había robado. Un día, como pasó en Ginebra,
me dijo que tampoco estábamos seguros en Grecia ni en Europa y que
nos teníamos que ir. Los alemanes habían invadido Checoslovaquia y
nosotros no estábamos seguros con ningún bando. Salvador había sido
un alto funcionario de la República y luego la había estafado,
cualquiera de los dos bandos lo detendría. Según él, la solución
estaba en América y decidió que Méjico sería un buen país para
esconderse un tiempo. Aquí hay muchos españoles y pasaríamos
desapercibidos—.
—Y en el maletín ¿Qué llevaba,
dinero?—.
Peláez se interesó por esa parte del relato,
que intencionadamente, Zulueta había dejado caer.
—Llevaba dinero, desde luego, porque todo lo
pagaba en efectivo, pero también llevaba documentos que al llegar a
Atenas depositó en un banco. Yo creo que eran pagarés o documentos
que acreditaban las cantidades de sus cuentas—.
Volvió a llenar los vasos, pero Domingo tapó
el suyo con la mano, ya había llegado a su límite. Los otros dos se
sirvieron.
—Domingo me dijo que estaban buscando un
rancho donde pasar desapercibidos durante un tiempo. ¿No es
así?—.
—Sí, esa es la idea de mi jefe. Para él
sería muy fácil pedir ayuda a la colonia española, pero teme que no
sería bien recibido. Puede temer represalias de algún republicano
que se enterara de lo que hizo. Por eso le pediría que no comentara
con nadie, la conversación de esta noche. También Domingo me dijo
que usted, se había ofrecido a ayudarnos a localizar lo que busca
mi jefe—.
—Sí, conozco a gente que viene por aquí,
podría preguntar y enterarme de algo—.
—Mi jefe es generoso y seguro que sabe
recompensarle—.
Terminaron la velada con ofrecimientos de
amistad para siempre y dispuestos a verse en próximas citas.
Domingo salió tambaleándose y tuvo que sentarse en un banco hasta
que pasaran los efectos del tequila.
Al día siguiente, Zulueta informó a Salvador
de la reunión que tuvieron con Peláez.
—Si no me equivoco, nos ve como un negocio,
para Peláez un negocio es un secuestro, un chantaje, un robo. Creo
que si le ofrece dinero por ayudarnos, nos ayudaría, pero si le dan
más nos traiciona—.
—Bien, Gervasio, pero hay que acelerar,
llamé ayer al Capitán y me confirmó que el barco sale en una
semana. Tenemos que urdirlo todo, para estar en alta mar en siete
días—.
—¿Nos dará tiempo?—.
—Si lo planeamos bien, creo que sí. En dos o
tres días, me entrevistaré con Peláez. Creo que lo mejor es que nos
encontremos en el hotel. Mañana irá usted a decirle a Peláez que
quiero verle, pasado mañana por la tarde, que él elija la
hora—.
Salvador en los largos días del barco, había
ideado varias alternativas para ganarse la confianza de Ernesto
Peláez, pero cuanto más pensaba en el asunto, más claro veía, que a
un ser tan despreciable como este, lo único que le movería seria el
dinero, el único afán que tendría seria la codicia.
Peláez contestó, que estaba dispuesto a
conocer a Salvador y que se presentaría en el hotel a las cinco,
Zulueta le fue a buscar al restaurante y a las cinco en punto
entraban los dos en uno de los salones privados del hotel. Salvador
había considerado que Román, no entrara en escena, su presencia
física podría hacer que Peláez recelara y además, Román no podría
ocultar el odio que le despertaba el asesino.
Se hicieron las presentaciones y Salvador
notó que Peláez estaba un poco cohibido por la decoración del
salón, eso es lo que había buscado Salvador. Quería sacarle de su
terreno en el restaurante para poder hablar en otro ambiente que él
no controlara.
—Me ha dicho Zulueta que se conocieron en la
guerra. ¿No es así, señor Peláez?—.
—Sí, allí luchamos por la República—.
—Allí luchamos hasta que nos vencieron, en
fin, ya no tiene arreglo—.
—Y usted ha venido a Méjico, a instalarse
durante un tiempo, ¿No es así?—.
—Pues sí. Quiero invertir en Méjico y vivir
aquí hasta que las aguas en Europa se remansen. Tengo entendido que
las autoridades no ponen muchas trabas a la inversión de
extranjeros y según me han contado, es un país muy agradable para
vivir, si uno es español. ¿No lo cree usted también?—.
—Para vivir, le aseguro que es un país con
muchos parecidos con España, aunque más avanzado—.
—Ya me he dado cuenta. También tienen una
República muy afianzada. Mucho más que la española. Pero no quiero
hablar de política. Para mí, lo que pasó en España no tiene
remedio. Lo que vengo a buscar en Méjico es tranquilidad por unos
años. No me quiero dar mucho a conocer entre la colonia de
españoles refugiados, no quiero que me reconozcan. Hay muchas
razones, para que algún republicano quiera tomar represalias contra
mí, por eso no quiero que me vean mucho. Tengo gente que me puede
ayudar a invertir, pero son mejicanos y hay veces que necesito a
algún español que les conozca y sepa cómo tratarles. Me hace falta
un guía español en Méjico. Alguien que lleve tiempo aquí y se
conozca el país. Zulueta pensó que a usted quizás le interese.
Usted tendría solo que acompañarnos a alguna ciudad y servirnos de
guía. Usted lleva tiempo en Méjico y se lo conoce bien. Ni que
decir tiene que será bien remunerado. Si todo sale bien, me hará
falta alguien que lleve mis negocios en Méjico, bueno pero todo
esto es adelantar acontecimientos. A usted ¿Qué le parece?—.
Ernesto Peláez lo veía de otra manera. Veía
a Salvador como alguien que huía de España por haber traicionado y
robado a la República. No podía relacionarse con la colonia de
españoles en Méjico por si alguien le reconocía. Le pedía ayuda a
él porque Zulueta le había contado que le conocía de la guerra en
Madrid. Por el hotel en que se alojaban, la estafa a la República
debía haber sido cuantiosa. Debía granjearse su confianza y que se
confiara, dejar pasar los acontecimientos y esperar a que llegara
el momento oportuno para aprovecharse de la situación. Más
adelante, podría aplicarle la misma medicina y planear una estafa y
dejarle sin un duro. Podría también planear un chantaje o un
secuestro. Si Salvador era secuestrado o aparecía asesinado,
siempre se podría culpar a una venganza por lo que robó a la
República. Todo este escenario de posibilidades se abrió en la
mente de Peláez al mismo tiempo que Salvador le hablaba, por eso no
fue extraño que aceptara la proposición que le hizo a continuación
Salvador.
—Tengo pensado salir en un par de días a
hacer un recorrido por el norte de Méjico, me han propuesto visitar
un par de fincas que están en venta, me hace falta alguien como
usted que se conozca la zona. Si es necesario cierre por unos días
el restaurante y tómese unos días de vacaciones. Yo le pagaría lo
suficiente para que le compense esos días. Iríamos los tres en mi
coche, usted haría de guía y de chofer. Si es por dinero le aseguro
que le compensara. No me conteste ahora, se lo piensa y mañana me
lo dice—.
—Yo creo que me conviene coger unos días de
vacaciones y a mi hermana también. El problema es que me llegan
unos proveedores con sus facturas y tendré que recibirles, ¡ya
sabe! Mi negocio lo llevo al día y si no estoy presente todo se
descarrila—.
Salvador hizo un gesto y del bolsillo de su
americana sacó una billetera, de ella extrajo dos billetes de cien
dólares, enseñando ostensiblemente el fajo que quedaba en la
billetera. Esto fue suficiente para que Ernesto Peláez viera a
Salvador como un montón de dinero esperando a que alguien se lo
quitara y ese iba a ser él.
—Bueno, esto me ayudara a dejar el negocio
unos días—.
Peláez casi arrancó los billetes de la mano
de Salvador sin darse cuenta de la sonrisa que esbozaba en su cara,
una mezcla de asco y de satisfacción, al ver que había acertado en
su juicio sobre Ernesto Peláez. Tenía razón, a esa alimaña solo le
movía el dinero. Cerraron el acuerdo, Salvador le avisaría dos días
antes, para poder estar preparado y no tener que cerrar el
restaurante.
Se despidieron, esperando noticias uno del
otro.