CAPÍTULO II
El inspector Vilches empezó por movilizar a
sus contactos, a antiguos compañeros, también depurados y algunos
que como él, conservaban su trabajo. Buscaba a un tal “Tarzán” y
con esa descripción se acercó a sus soplones, carteristas y
rateros. Le dieron varios nombres que podían coincidir con el
apodo, pero ninguno era “Tarzán”. Lanzó el cebo y esperó que
alguien mordiera, dejó caer que quien lo buscaba estaba dispuesto a
recompensar. Habría que esperar.
Luego se acercó a Goya y estuvo observando.
El cuarenta era una de esas casas señoriales con un portal inmenso,
con paso de carruajes y portero de traje gris. El portero a esas
horas de la mañana iba vestido con un mono azul de trabajo y con
una manguera limpiaba su acera. Se acercó a hablar con él. Se
identificó.
—Sí, toda la guerra la pasé en esta
portería. Me acuerdo como si fuera hoy. Era muy guapa la señorita
Dolores. Fue de noche cuando se presentaron a aporrear el portal.
Iban en dos coches grandes y negros. Se bajaron cuatro y se
quedaron los conductores. Yo les tuve que abrir ¡Qué iba a hacer si
no! Me preguntaron por la señorita Dolores y les tuve que acompañar
al Segundo A. El señor Sinarro no quiso abrirles y casi echan la
puerta abajo. Después de mucho pelear les abrió, pero yo ya me
volví a la portería. Al cabo de un buen rato bajaron con ella, los
cuatro. Uno de ellos al salir por el portal dijo algo así,
como”...o sea que tu eres la guapa del barrio”. La metieron en el
coche y se fueron. No oí ningún nombre. Si viera una foto, podría
reconocer a alguno, es posible. No volví a ver a la señorita
Dolores. Unos días antes habían venido al número 37, el de enfrente
y se llevaron al Marqués de Cadagua y a su hijo. El portero de ese
número no era buena gente. Siempre hacia preguntas de los que
vivían en las demás casas. Yo creo que él fue el que denuncio al
Marqués. Supongo que conocería de vista a la señorita Dolores.
Antes de la guerra salía mucho por la calle Goya, a las tiendas
siempre con su tía. El portero de enfrente ya no está. Cuando la
liberación le echaron de la portería. No era de fiar. Creo que
estuvo detenido. Su nombre era Anselmo pero el apellido no me
acuerdo—.
El inspector le dejó que continuara
trabajando, pero antes le advirtió que le llamarían para reconocer
alguna foto.
Se acercó al portal de la otra acera y se
identificó. El portero era mucho más joven, solo le pudo informar
de que el antiguo empleado se llamaba Anselmo y lo último que sabía
es que había estado detenido. Le pidió la dirección del
administrador y después de rebuscar en el cajón de la mesita, le
alargó un papel con el nombre la dirección y un teléfono.
Nadie iría a detener a una chica de
dieciocho años por ser hija de un Diputado de derechas. La habían
detenido porque era joven y bella, para eso la tenían que haber
visto o que alguien les hablara de su belleza. Si localizaba al que
había sido portero de la casa de la otra acera, podría saber quien
la había delatado.
La dirección del administrador era en una
oficina cercana. Se dirigió hacia allí y después de identificarse a
una secretaria y de una llamada de teléfono, tenía el nombre
completo del antiguo portero. Anselmo Albarracín Cárdenas.
Se dirigió a la Dirección de Seguridad en la
Puerta del Sol. Conseguir datos de desconocidos conociendo solo el
apodo, podía ser labor de varios días o de horas, si se sabía
contactar con la persona adecuada. Dejó en la oficina de
antecedentes el nombre del antiguo portero a un policía que conocía
de hace muchos años.
—Vuélvase en un par de horas,
Comisario—.
—Inspector, ahora soy Inspector—.
—Pues vuélvase en un par de horas,
Comisario—.
Sonrió ante la broma y subió a la planta
segunda, donde estaba el archivo de políticos. Había pisado esta
enorme sala numerosas veces, pero era la primera vez que veía
archivadores metálicos a ambos lados, que podrían albergar decenas
de miles de fichas de personajes de la República y de la Guerra
Civil.
—La última vez me disteis unas cajas de
cartón para que buscara y ahora parecéis una oficina—.
Se dirigió al Inspector que le había
atendido cuando buscaba la ficha de Fulgencio entre la gente del
toro.
—Buenos días, Inspector. ¿Te fue de ayuda lo
que encontró? Pero no nos has devuelto la ficha que te
llevaste—.
—La tengo en el despacho, preparada para
traerla, pero no sabía que vendría. De todas maneras no creo que
nadie te la pida más—.
—Matarile, ¿No? Que se le va a hacer, es
nuestro trabajo. De todas maneras mándanos la ficha, este es su
sitio. Y ahora ¿Qué vienes buscando?—.
—No te preocupes que te traeré la ficha.
Estoy buscando a uno que se llevó a una chica de dieciocho años y
la violaron entre cuatro, la sacaron de su casa y apareció a los
tres días. Solo sé que le llamaban “Tarzán”—.
—¿Como fue la detención? Quiero decir
¿Fueron en coche a detenerla? ¿Qué tipo de coche? ¿Tenía siglas
pintadas el coche? ¿A qué hora fue? Para empezar a buscar necesito
algo más, sino en vez de darte unos cuantos cajones, te puedo
ofrecer estos archivadores y empieza por donde quiera. Mira
Inspector, aquí nos llegan, diariamente más de quinientas
peticiones como la tuya, solo que con todos los datos y a veces con
la profesión y aun así nos cuesta porque no todo está archivado.
¿De qué casa la sacaron?—.
—De Goya 40—.
—Bueno, en esa zona se puede decir que actuó
solo en exclusiva el Partido Comunista, pero cualquier checa o
sindicato podía operar por ese barrio. Lo barrieron bien,
registraban una casa varias veces, se corría la voz de una checa a
otra y en el segundo registro se llevaban lo que quedaba y después
los milicianos por su cuenta volvían a hacer el siguiente registro
y así varias veces, hasta que la dejaban vacía. Y con la gente
igual, primero se llevaban al padre y si no aparecía el hijo, se
llevaban a la madre. Yo le aconsejaría que consiguiera más datos,
no solo el apodo, es insuficiente para empezar—.
—¿Por qué no habla con Zulueta?—.
El que había hablado era un hombre como de
sesenta años, con una bata gris y gafas en la punta de la nariz.
Había oído toda la conversación y estaba buscando en un fichero
cercano a donde estaban hablando.
—Tiene razón Blas, Zulueta te puede ayudar.
Inspector te presento a Blas Gutiérrez, lleva muchos años en esta
sala y es el que empezó a ordenar todo esto—.
Blas Gutiérrez era un funcionario por
oposición que llevaba cuarenta años en los archivos de la Dirección
de Seguridad. Por sus manos habían pasado centenares de miles de
fichas con su foto correspondiente. Antes de la guerra podía saber
de memoria las fichas de numerosos maleantes y era de mucha ayuda
por la rapidez con que podía encontrar un nombre o un dato. Tenía
una memoria prodigiosa, a base de ejercitarla, podía reconocer una
foto por su nombre y a un nombre ponerle cara. Luego el archivo se
masificó al llegar las fichas de todos los afiliados a partidos y
sindicatos. Solicitó que se equipara el archivo con instrumentos
más modernos y se le amuebló con los nuevos ficheros. La Monarquía,
la Dictadura, la República y ahora el Régimen le necesitaban,
nunca, ninguno de los Gobiernos, había prescindido de sus
servicios.
—Puede que Zulueta le ayude. Zulueta es un
policía que cuando estalló el Alzamiento era el chofer de un alto
cargo del Ministerio de Hacienda o de Patrimonio. Hacía de chofer y
de escolta. Luego le quitaron el puesto al político y pusieron a
uno del Partido Socialista, a un tal Pastores y siguió siendo su
chofer. Anotaba todo lo que hacía y adonde le mandaban. Su
testimonio ha sido muy útil en muchos casos, anotaba nombres,
fechas, lugares, cuando se tomó Madrid, lo primero que hizo fue
llevar todos los datos al Juez. No sé donde lo podrá encontrar,
quizá se haya jubilado, pero si pregunta se lo dirán—.
El inspector anotó el nombre, se despidió
dando las gracias y aseguró que vendría cuando tuviera más
datos.
Pasó por antecedentes, para saber si tenían
algo de Anselmo Albarracín. El policía amigo le estaba esperando
con un papel.
—Comisario, ya lo tengo. El tal Anselmo está
medio limpio, solo se le llamó para declarar sobre un marqués que
vivía en Goya 37 y que se lo llevaron con su hijo. En su
declaración dice que no sabe nada y no le pudieron demostrar nada.
Ni afiliado a ningún sindicato o partido. Tenía hace años, una
denuncia por molestar a unas niñas a la salida del colegio, tampoco
se le demostró nada y se archivó. La ficha dice de moral depravada.
Se le detuvo en la República por comportamiento deshonesto y tuvo
una denuncia por acoso a una joven. Me da a mí que debe ser un tío
baboso de esos que persiguen a las niñas, o sea un guarro. Tiene
sesenta y dos años. De la finca de Goya le echaron porque los
residentes obligaron al administrador a poner a otro. Vive en un
piso alquilado en la calle Mira el Rio Alta, cerca de San
Francisco. Se le ha pedido la documentación varias veces en el
Retiro y algunas niñeras han llamado a la policía porque se acerca
a los niños. ¡Una alhaja!—.
La Policía anotaba en el expediente de las
personas que estaban fichadas cualquier información que hubieran
generado. No significaba que tuvieran antecedentes penales, sino
que habían sido identificados en la calle, habían participado en
algún altercado, se habían visto involucrados en algún incidente, o
simplemente se anotaba la opinión que los vecinos tenían, de la
persona fichada. Era información de uso interno, para uso exclusivo
de policías que investigaban algún delito. Difícilmente un Juez
consideraría estas anotaciones como prueba de algo.
Invitó al policía de uniforme a un café
fuera de la Dirección. Le agradeció las gestiones.
—A su disposición, Comisario, como en los
viejos tiempos—.
Llamó a la comisaria y habló con el
Comisario Arévalo. Inmediatamente le mandaría un coche para detener
al tal Anselmo. Al cabo de veinte minutos, se presentó en la puerta
de la cafetería un coche de la Policía, conducido por un agente y
otro en el asiento de delante. El Inspector Cabello estaba sentado
atrás. El Inspector le dio una dirección al conductor.
—Sin sirena. Buenos días Cabello. ¿Te han
despertado?—.
Bromeó Salvador a costa de la fama de
juerguista del joven inspector.
—Buenos días, Vilches. ¿Qué pasa? El
Comisario me ha dicho “deja todo y vete con Salvador”. ¿Qué
investigas? ¿El hundimiento del Titanic?—.
A veces, venía bien trabajar con gente joven
que no estuviera amargada todo el día.
—¿No te ha dicho nada?—.
Salvador le contó por encima el asunto, el
tipo de persona que iban a detener y el motivo.
—¡Que hijo de puta! ¿Usted cree que fue él
el que la delató?—.
—No lo sé, por eso quiero detenerle. Lo
llevamos a Comisaria y allí, ya veremos—.
Era una calle estrecha. El coche quedó en el
portal bloqueando toda la vía. La casa era como una corrala con
innumerables viviendas que asomaban a un patio. Preguntaron al
primero que vieron, el Inspector Cabello y el policía que los
acompañaba se presentaron en un instante, ante la puerta del tal
Anselmo. A Salvador le costó un poco más subir al primer piso.
Aporrearon y abrió un hombre con el pelo teñido y un lazo en vez de
corbata. Le sentaron en una butaca, entre el joven Inspector y el
policía registraron la vivienda. Salvador se sentó delante de él y
sacó una libreta.
—Me puede decir que es lo que pasa. ¿Se me
acusa de algo? Pero ¿Qué buscan? Por Dios, mis cosas—.
El policía había cogido una muñeca de encima
de la cama y la miraba como si hubiera encontrado una cucaracha. La
decoración era afeminada, con gasas en vez de visillos y una colcha
de colores en la cama. En el cuarto de baño, pintura de labios y
colorete.
—Es usted Anselmo Albarracín. Usted fue
portero en Goya 37, y usted delató al Marqués de Cadagua y a su
hijo. ¿Verdad?—.
—¿Pero quién le ha dicho eso? Es
mentira—.
—Yo lo tengo anotado así. De todas maneras
lo podrá explicar en Comisaria—.
—Pero ¿Por qué me van a llevar? De que se me
acusa—.
—¿Conocía a la señorita Dolores Sinarro?
Vivía en Goya 50—.
—Bueno si, la vi un par de veces—.
—¿Por qué la odiaba?—.
Anselmo se quedó mudo, tragó saliva.
—¿Por qué? ¿Porque era guapa? Por eso la
denunció. Por eso se lo dijo a “Tarzán”. Le dijo que era la “guapa
del barrio” y por eso se la llevaron a la Casa de Campo y la
mataron, pero antes la violaron entre todos. ¿Por qué era guapa?
¿Había hablado con ella? ¿Qué es lo que le dijo? ¿La abordó por la
calle? Le dijo alguna ordinariez de las suyas ¿Verdad?—.
Así Anselmo, sabría que venía en
serio.
—Yo no sé nada. Yo solo la vi dos
veces—.
—¿Quiénes eran los que vinieron a por el
marqués?—.
—Ya se lo dije al Juez, que no lo sé—.
El Inspector Cabello salió de la
cocina.
—Salvador, solo tiene mariconadas. Cuando
quieras nos vamos—.
—Bueno, parece que no se acuerda de nada.
Quizás en Comisaria recuerde algo—.
El policía levantó a Anselmo y con una
mirada preguntó si lo esposaba. Salvador asintió con la cabeza.
Toda la vecindad estaba agolpada a la salida de los policías. Las
mujeres con sus niños y los viejos llenaban la escalera hasta el
portal. Todo el mundo comentaba algo al pasar el detenido, ese
personaje tan raro con el pelo teñido, con el lazo negro al cuello
y una capa por encima de los hombros.
Lo sentaron detrás entre los dos
inspectores.
—Así que tú eres el que delató a la chica.
Espera que se enteren en Comisaria. Se van a alegrar mucho—.
El Inspector Cabello se había dirigido a
Anselmo.
—Como puede decir eso ¡Yo no he hecho
nada!—.
—En Comisaria lo explicas—.
Al llegar le tomaron los datos, las huellas
y una foto. Lo mandaron al calabozo. Hasta el día siguiente no le
interrogarían. Se quedaría “macerando” como se decía en el “argot”
policial.
El plan del Inspector Vilches era no
presionarlo, dejarle en Comisaria todo el tiempo que fuese
necesario. Se lo comentó al Comisario y este le respondió que 64
horas, lo que dice la Ley. El desconcierto que demostró Anselmo al
preguntarle porque odiaba a la chica, le demostró que por ahí
podría presionar.
Lo sacó del calabozo a media mañana, sin
prisas, lo subieron a la sala de interrogatorios y Salvador tardó
bastante en llegar.
—¿Cuánto tiempo me van a tener aquí?—.
—El necesario. Estoy buscando a los que
sacaron de su casa al marqués, creo que fueron los mismos que
sacaron a la chica. Pero sobre todo me interesa porque odiaba a la
chica. ¿Por qué se lo dijo a los que vinieron a por el marqués?
¿Para congraciarse? les dijo que si querían una chica guapa, fueran
enfrente, que estaba la más guapa del barrio. ¿No es así? Yo no
tengo prisa. ¿Cuándo vio por primera vez a la chica?—.
—Al principio cuando llegó con sus tíos, el
portero me explicó que era la hija de un Diputado de derechas. Pero
no sé nada más. Yo no la odiaba. No odio a nadie. Era muy guapa. No
se quienes eran los que vinieron a buscar al marqués. De verdad ¡Se
lo juro!—.
El Inspector se levantó y con la cabeza
indicó al guardia que lo bajara al calabozo otra vez. Lo sacaría
por la tarde, sin prisas.
—¿Por qué me hace esto, Inspector? A uno lo
llamaban “Tarzán” eso si me acuerdo, los demás no sé. Eran
comunistas, no sé que del amanecer, me decían. Se los llevaban a
interrogar, luego los soltarían. Me dijeron que no les harían
nada—.
Se podía referir a la Brigada del Amanecer.
Si fuera así, tendría más datos. El Inspector creía que Anselmo
sabía más.
El día siguiente lo dedicó a localizar a
Zulueta, el policía que hizo de chofer en la guerra. En la
Dirección de Seguridad le habían dado su dirección ya como
jubilado.
Vivía en el Madrid castizo, en una pequeña
calle cerca de Puerta Cerrada. Fue andando desde la Puerta del Sol.
Llamó a la puerta y le abrió la que debía ser su mujer.
—Pues estará en alguna tasca de la zona. Él
dice que tomando el “aperitivo” y yo, que cogiendo una merluza. En
la primera tasca que vea pregunte y le dirán. De quien le digo que
le busca—.
—Del Inspector Vilches, gracias
señora—.
Salió a la calle y empezó a recorrer el
barrio. No había jóvenes, todos eran viejos, Madrid no tenía
hombres jóvenes en la calle. Como en toda España. La juventud se
había perdido en la guerra o estaba presa o muerta en el frente o
todavía en el servicio militar. Los pocos que quedaban no llenaban
tascas ni bares, trabajaban en la construcción en los barrios
nuevos que se levantaban a toda velocidad para albergar a miles de
familias, que venían del campo a la ciudad.
En las tascas de Madrid, el olor a
Valdepeñas se mezcla con el de las cortezas que se fríen en la
cocina. El tintineo de los vasos pequeños de vidrio grueso para los
chatos, se mezcla con la conversación del bodeguero con el
parroquiano, sobre fútbol o toros. Hay clientes que son como la
decoración del local, alguno aparece a primera hora y se sienta en
el taburete que hay en la esquina, debajo del cartel de una
corrida. Permanece en silencio, solo dice “...ponme un chato...” y
se pasa las horas sentado, quieto, responde que “...el tiempo está
cambiando...” o “...qué pena lo del Eladio, tenía mis años...” y ve
pasar los últimos días de su vida a través de la puerta medio
abierta, que libera a la tasca de la penumbra. Entra una mujer con
dos botellas, mientras se las llena el bodeguero, le habla,
“...como esta, don Francisco, si quiere algo, da una voz y mando al
chico a ver que quiere...”, porque se quedó viudo hace un año y le
quieren mandar a Barcelona que tiene una hija, pero él dice que
“nones” que él no deja la tasca, ni el barrio y que si no le
echaron los rojos ni Franco, no le echa nadie.
El inspector entró en la tasca, no sacó la
placa, en algunos sitios la placa no impresiona y se dio cuenta que
al bodeguero y al parroquiano sentado al fondo no iba a
impresionarles. Preguntó por
Zulueta y mientras el bodeguero
interpretaba la hora en un reloj recubierto de un polvo y una
suciedad de décadas, el anciano se adelantó.
—Si espera, en cinco minutos llega el
Zulueta ese—.
El inspector le dio las gracias y pidió un
vino. La tasca empezó a animarse. Llegó una mujer mayor con la
bolsa de la compra. El bodeguero le sirvió tres vermuts del barril.
La anciana se los bebió de un golpe, uno tras otro, dejó el dinero
y se fue.
—Luego viene con el marido y se toma uno con
él—.
El bodeguero le había hecho esa confidencia,
como si rebelara un secreto de máxima importancia. A la hora que
dijo el anciano, entró un hombre grande y fuerte, con un periódico
en la mano. Era Zulueta.
—Te están buscando, chaval—.
Estaba claro que el anciano conocía al
recién llegado desde que era niño.
—Buenos días, ¿Es usted Zulueta?—.
—Sí, soy Gervasio Zulueta, para lo que
quiera mandar, señor Comisario—.
Zulueta le había reconocido, era más fácil
que un policía reconociera a un Comisario, que al revés.
—Perdone pero no me acuerdo de usted—.
—Estuve de escolta hasta el 38, yo le veía
de vez en cuando por la Dirección—.
—Pues ahora soy Inspector—.
Vilches le contó un poco por encima, su
peripecia cuando acabó la guerra.
—Debe ser duro que le rebajen a Inspector,
pero por lo menos conserva el trabajo—.
El Inspector, le explicó el motivo de su
visita y antes que continuara, Zulueta le interrumpió.
—¿A usted le gustan las gallinejas? Pues
ahora mismo le digo a mi mujer que no me espere para comer y le
llevo a un sitio, donde podemos hablar sentados—.
Pagó los dos vinos y juntos salieron, el
Inspector se quedó en el portal hasta que bajó Zulueta de su
casa.
—¡Joder que genio tiene! y eso que le he
dicho que era una reunión de trabajo. Menos mal que ha subido usted
buscándome antes, que si no, se cabrea más—.
Le llevó por las callejuelas hasta el
Rastro, allí entraron en otra tasca que inundaba con su olor a
refrito, toda la calle. Era un olor a aceite requemado que se
pegaba a la ropa. Se sentaron en una mesa al lado de unos albañiles
que se disponían a comer lo que les hubieran puesto sus mujeres en
la tartera y que reclamaban una botella de Valdepeñas. El Inspector
le dejaba disponer, él era el que venía a pedir favores.
—Bueno Comisario o Inspector lo que
prefiera, dígame, que es lo que desea—.
Le habló de la calle Goya, de la chica
violada, del portero de enfrente, de “Tarzán”, de la Brigada del
Amanecer.
—Primero le cuento lo mío y usted me dice,
si le valgo para algo. Yo, era chofer y guardaespaldas de un cargo
del Ministerio de Hacienda, que tenía algo que ver, con el
Patrimonio Nacional. ¡Era un señor don Graciano! fue un honor estar
a su servicio. Solo lo lleve de su casa al trabajo y al revés. Si
no iba a trabajar o tenía algo distinto, me llamaba para decírmelo.
Un autentico lujo, como me di cuenta más tarde. Cuando el
Alzamiento, me dijo, “voy a durar muy poco”, no porque fueran a por
él, sino porque le iban a relevar. Lo recogí de la Delegación y
llegando a su casa me dijo “mañana no venga a recogerme que me han
sustituido, le he recomendado a usted, al que va a ocupar mi
puesto”. Así se despidió, me dio la mano y me deseo suerte. ¡Un
señor! Eso es lo que era don Graciano. Murió en la guerra, pero de
muerte natural. Me incorporé al día siguiente y ya tenía asignado
el servicio, chofer y escolta del Delegado de Hacienda y
Patrimonio. Era uno del Partido Socialista, un tal Pastores. Al
principio muy bien, pero poco a poco se fue decantando, o sea que
le salió la madre de la que estaba hecho. ¡No se lo puede creer! Se
fue a vivir al Palacio de Oriente. Al principio le recogía y le
llevaba al Sindicato o al Partido y me quedaba con los demás
conductores. Cada vez quedaban menos profesionales, los sustituían
por milicianos del partido y policías como yo, no quedaba ninguno.
El tal Pastores era de un pueblo de la sierra, Las Matas. Una tarde
me dice que vamos a ir a su pueblo que hay que solucionar algo. Nos
juntamos tres coches, en el primero iba Pastores, otro y yo, en los
demás iban milicianos y gente del Partido. Al llegar a Las Matas,
vamos a la casa de los tíos del fulano que buscamos, que era el
anterior alcalde que era de derechas Allí nos dicen que no está,
que está en el campo. Meten a su tía en el coche y dicen que si no
sale, se la llevan. Al cabo de un rato sale de la casa el pobre
hombre, que se había escondido. Era un hombre joven de unos treinta
y cinco años. Les pregunta que para que le quieren, que es para
declarar en La Dirección de Seguridad y le enseñan un papel. Que si
se puede despedir de sus padres y le dicen que sí. Vamos los tres
coches a casa de sus padres. Salen los padres y a mí se me partió
el corazón de ver a la madre de rodillas ante el tal Pastores,
implorando por su hijo. ¡Eso no se me puede olvidar, mientras viva!
No le dieron ni agua. Habíamos recogido al que era el actual
alcalde, que para tranquilizar a los padres dijo que también iría a
Madrid, para asegurarse que no le pasaba nada. Nos fuimos todos
para Madrid. Y ¿sabe de qué le acusaban al pobre hombre? De ser de
derechas y haber ayudado a la Guardia Civil a arreglar la casa
cuartel. Cuando salimos del pueblo y ya hacia Madrid, el tal
Pastores me dice que pare, pero no le hago ni caso y continuo, se
pone a dar gritos y tengo que parar. Yo no quería porque pensaba
que también podían pegarme un tiro a mí. Yo no era de ellos, era el
único en la comitiva que no era de ellos. Freno y me dice que me
desvíe por un camino, los demás nos siguen. Me paro y se bajan,
Pastores me dice que me baje yo también. Pensé que me había llegado
la hora. Sacaron al pobre hombre del coche y se lo llevaron como a
veinte metros de distancia. Allí lo dejan quieto y sin dar tiempo a
nada le disparan a la cabeza. Todos se vuelven a los coches menos
yo que pensaba que sería el siguiente. Pastores me dice que me
ponga en marcha que nos vamos—.
El Inspector se dio cuenta que lo que hacia
el policía, era una confesión, un alegato justificando porqué no
había hecho nada para evitar un asesinato. Le recordaba a su
actitud, cuando él justificaba que no había podido hacer nada, ante
los desmanes de los milicianos en la Comisaria.
—Entiende Inspector, que yo no pudiera hacer
nada, si digo algo me pegan un tiro ahí mismo—.
—Mire Zulueta, yo pasé lo mío en la
Comisaria, si hubiera movido un dedo me hubieran matado, hice lo
que pude y aun así, a alguno les salvé la vida. Por eso le
entiendo, Gervasio—.
—Entonces usted sabrá lo que se siente día
tras día, pendiente de que en un viaje de los que hacia me pararan
en cualquier cuneta y adiós muy buenas. Hice muchos viajes, pero
ver matar a alguien solo el día que fuimos a Las Matas. Cuando de
verdad iban a por la gente era de noche. Yo tenía mi jornada de
trabajo de día, al ser el chofer de Pastores, tenía un horario, más
o menos—.
—Entonces ¿oyó nombrar al tal “Tarzán”?
¿Sabe algo de él?—.
—Vilches, el “Tarzán” ese, era un tío
peligroso, yo no lo trate, solo lo vi un par de veces, pero si oí
hablar de él. Iba por libre con tres más. Lo digo porque en su
coche no se montaba nadie más. Creo que antes de la guerra era del
sindicato de cerveceros, más bien de repartidores de la cerveza. De
los otros tres, creo que uno de ellos se apellidaba Montones o
Montón o Monzón y otro parecía filipino o de por ahí, del otro no
sé nada. Creo que “Tarzán” se fue de España, y el Monzón ese estuvo
detenido, por ahí se le podrá localizar. Pero Inspector, Esto se ha
tenido que investigar, no puede ser que usted sea el primero en
seguir estas pistas. Yo lo de esa pobre muchacha, no sabía nada,
pero su tío al poner la denuncia, el Juez iniciaría una
investigación ¿digo yo?—.
—Efectivamente, el Juez mandaría las
denuncias a cualquier Comisaria y se apilarían junto con cinco mil
más. En la nuestra, el trabajo es enorme y no hay gente suficiente.
Muchos casos se han adelantado porque afectaba a un pez gordo o
porque era muy sonado, pero hay infinidad de expedientes pendientes
de resolver—.
—Yo estoy jubilado, no tengo mucho que hacer
y muchas veces me despierto pensando que podía haber hecho más para
ayudar a esa pobre gente. Tengo la imagen de la pobre mujer de
rodillas, ante el mierda de Pastores, y no la puedo borrar—.
—Detrás de este caso esta su tío, un notario
con dinero y según me ha dicho el Comisario, le queda poco de vida
y quiere dejar el asunto resuelto y los culpables ante el
Juez—.
—Yo no sé si puedo ser de ayuda, pero si me
necesita estoy a su disposición. Aunque estoy jubilado, me
encuentro bien de salud. Si puedo ser útil, llámeme—.
Se despidieron y Vilches volvió a la
Dirección. El ofrecimiento de Zulueta había sido sincero y nunca se
sabe si podría ser necesario. Allí subió al archivo de políticos y
con los nuevos datos le ayudaron a buscar las fichas.
—El tal “Tarzán” era del sindicato de
cerveceros antes de la guerra, el nombre no lo sabe nadie, la edad
unos treinta y cinco. Supongo que para apodarle así será fuerte y
alto. En cuanto consiga unas cuantas fotos lo reconocen. De uno que
parece chino no sé nada, pero será fácil encontrar una ficha de
alguien que parece chino. Luego está el tal Monzón o Montón o
Montones. Y del cuarto no tengo ni el nombre. Se hacían llamar la
Escuadrilla del Amanecer o algo así—.
Blas, el veterano funcionario del archivo
había cogido el cuaderno de anotaciones del Inspector y lo ojeaba.
Su poderosa memoria intentaba crear un nexo de unión entre esos
supuestos nombres, los datos sueltos y las posibles
coincidencias.
—Entre los gremios, tengo algún archivo de
cerveceros, y había un expediente de la Escuadrilla del Amanecer.
Los voy a buscar. Usted mientras tanto, empiece en ese archivador a
buscar lo de Monzón o Montón o lo que haya escrito—.
El Inspector cogió una caja del archivo y se
sentó en una mesa. Eran las cinco de la tarde y todavía quedaban
unas horas de sol. Se fue directamente a la M, y busco Mo... Monzón
encontró unos cuantos y los apartó. Por edad y cargo, descartó a la
mitad. Luego retiró a los que tenían anotado, “Muerto en el frente”
y había otros dos “fusilados”. Le quedaron seis fichas de
sospechosos. Luego volvió a repasar desde el principio y rescató a
un Montón que podía infundir sospechas. Cuando levantó la vista era
de noche y tenía siete sospechosos. El veterano funcionario también
se levantó y se dirigió al Inspector.
—Bien, creo que por aquí puede empezar. El
“Tarzán” ese que busca, puede ser uno de estos cuatro. Es el único
gremio de cerveceros que hay en el archivo y si lo contrastas con
el del Partido Comunista y el del Partido Socialista, me salen
estas cuatro fichas que tengo, las demás las descarto por edad o
por muerte. Uno de estos cuatro puede ser el que busca. Tiene
ciertas posibilidades de que sea uno de los cuatro. En el
expediente sobre la Brigada del Amanecer no hay ninguna referencia
a estos cuatro hombres. Usted me ha dicho que Zulueta le dijo que
iban por libre, es posible que no estuvieran integrados en lo que
se llamaba Brigada del Amanecer. Llévese las fichas por si los
reconocen algún testigo, pero no olvide devolverlas. El Jefe se
enfada si no las traen—.
—Muchas gracias por su colaboración. No se
preocupe, devolveré las fichas—.
El Inspector salió de la Dirección, cogió el
autobús y se dirigió a la Comisaria. Si despertaba a Anselmo y le
sacaba del calabozo, podía ser que estuviera más dispuesto a
colaborar. Desde hacía tiempo que había cogido la costumbre de
llegar tarde a su casa. Prefería llegar cuando estuvieran
durmiendo. Desde que acabó la guerra y acogieron a su hijo y toda
su familia, la casa era un infierno. Las buenas intenciones del
principio se frustraron al convivir cuatro adultos y dos niños en
un piso de dos habitaciones. Los roces de su nuera con su mujer,
las discusiones con su marido, la desesperación del fracaso, el
sueldo que era escaso para dos, se hacía imposible para seis, los
gritos de los nietos, la tristeza de su hijo. Todo era válido, para
que cualquier escusa fuese buena para llegar tarde a casa. Pero lo
que no soportaba era la mirada de reproche de su hijo y el
desprecio de su nuera. No se habían afiliado a ningún partido ni
sindicato. Pero sus simpatías políticas eran hacia la izquierda. Su
nuera más que su hijo.
El Inspector había comprobado en la
Dirección que no había nada contra ellos, pero en cualquier archivo
habían salido como “simpatizantes del marxismo” y eso había sido
suficiente para que le depuraran como maestro. Ella también era
maestra pero no había ejercido nunca, se dedicó a criar a los
niños, siempre decía que ya ejercería. Eran jóvenes y pensaban de
otra manera. En la guerra, no participaron activamente, pero en el
barrio donde vivían era de sobra conocida su tendencia. Su hijo le
comentó más de una vez que quería ir al frente a defender la
República, el Inspector se lo quitó de la cabeza y le recordó que
tenía mujer, un hijo y otro en camino. La mujer de su hijo le
recriminaba que fuera torturador de Franco, ser policía de los
vencedores y ayudar a reprimir al pueblo. Él callaba y su mujer
lloraba, solo podía culpar de la situación a la propia guerra y
considerar que todos eran víctimas. No pensaba discutir, ni imponer
a nadie, que era él, el dueño de la casa y que ellos estaban
acogidos. No quería pelea, se rendía. Trabajaría en lo único que
sabía para poder dar de comer a su familia.
Su mujer al principio le preguntaba el
porqué de llegar tan tarde, pero luego se acomodó a que su marido
llegara cuando todos estuvieran acostados y se lo agradecía, así la
mujer de su hijo no le mandaba los venablos a que los tenía
acostumbrados. Solo le pedía que aguantara, que todo se solucionara
cuando a su hijo le devolvieran la plaza. En Navidades cuando
invitó al Comisario, advirtió a su hijo de que Arévalo era buena
persona, le había ayudado en la Comisaria, estaba viudo y solo. Le
pidió que hablara con su mujer para que no hubiera tiranteces en la
cena. Su mujer, Isabel, le hizo caso y no abrió la boca en toda la
noche. Fue una situación tensa, pero el Comisario se dio cuenta y
se desvivió por ser agradable y simpático. Al final, Isabel, se
relajó un poco y todo acabó bien. El Inspector le había explicado
mil veces a su hijo que no podía demostrar sus simpatías por la
República, que eso ya no podría exhibirlo porque estaría en un
peligro real, verdadero, de ir a la cárcel. Le había pedido que se
lo explicara a su mujer, Isabel, que le advirtiera que su bando
había perdido la guerra y que era tiempo de callar, pero él decía
que las ideas políticas de libertad y República no las podía
destruir nadie, ni los vencedores. Eran jóvenes y habían vivido
otros tiempos. El inspector estaba preocupado por su hijo, pero más
por su mujer a la que consideraba más lanzada e inconsciente que su
hijo, él era un idealista pero incapaz de entrar en acción.
Llegó a la Comisaria. Arévalo se había ido
ya. Cenó algo en el bar de abajo y pidió que le subieran a Anselmo
Albarracín.
Dos días en el calabozo habían hecho su
función. El detenido presentaba un aspecto deplorable, sin
peinarse, con la camisa sucia y desorientado, miraba al Inspector
con los ojos inexpresivos. Lo sentó en la mesa y él se entretuvo un
buen rato en ordenar las fichas, sin prisas, demostrando que tenía
todo el tiempo del mundo. Eran las doce de la noche.
—Inspector ¿Cuándo me van a sacar de aquí?
Yo no sé nada—.
Vilches no contestaba, se mostraba muy
enfrascado en la revisión de las fichas. Al cabo de un buen rato
contesto.
—Cuando usted quiera. Pero antes tiene que
contestarme a unas cuantas preguntas. Usted sabe que aquí en
Comisaría, hay gente que desearía tenerle a solas media hora y así
respondería a todo lo que quisiera. No me obligue a dejarle en sus
manos, o mejor en sus puños—.
Anselmo tragó saliva, la advertencia del
Inspector no era para tomársela a broma.
—Si yo quiero colaborar, pero no sé
nada—.
Gimoteaba el detenido, el pelo teñido le
caía sobre la cara y las horas pasadas en el calabozo le daban un
aspecto desaliñado, pero sobre todo desvalido.
—Usted dice que vinieron a su edificio un
grupo de cuatro milicianos y que uno de ellos era “Tarzán”, le voy
a enseñar unas fotos y le voy a dar todo el tiempo del mundo, para
que en tres minutos me reconozca al tal “Tarzán”—.
Le puso una ficha delante y observó su
reacción. Continuó con las demás, el Inspector quedaba en la
penumbra, pero Anselmo estaba bajo la luz de la bombilla y
cualquier alteración en su cara se podía comprobar fácilmente. Al
llegar a la cuarta de las siete que le enseñó, el Inspector creyó
ver en su rostro un cambio de gesto, un movimiento en los ojos,
involuntariamente tragó saliva. En la penumbra separó la cuarta
ficha, la marcó con un punto con el lápiz.
—¿De qué conocía a “Tarzán”? ¿Dónde lo había
tratado antes? ¿Fue antes de la guerra?—.
—Inspector, yo no conozco a ninguno de estos
señores—.
Vilches se levantó y salió de la habitación.
Volvió al cabo de unos minutos con dos inspectores y un policía.
Uno de los inspectores se adelantó y fue hacia el detenido, lo
pilló de improviso, el bofetón hizo que Anselmo casi saliera
despedido de la silla. No sabía ni lo que había pasado, solo que
una mano desde la penumbra le había reventado en la cara con un
ruido ensordecedor. La bombilla oscilaba iluminando la habitación
como un intermitente. Alguien la dejó quieta. Los intrusos se
pegaron a la pared y el Inspector se volvió a sentar.
—Si quiere contesta o sino, salgo y los dejo
con usted un rato. Usted elige—.
—Que se vayan—.
Anselmo se había rendido, comprendía que no
hablaban en broma. Diez minutos con ellos y le romperían por fuera
y por dentro.
—El administrador de Goya 37, me dijo que
usted no dormía en el edificio, que solo iba al edificio en su
horario de trabajo—.
—Sí, estaba contratado como conserje más que
como portero, hacia encargos de algún despacho o de algún
propietario. El portero se encargaba de la limpieza, del
mantenimiento y se quedaba a dormir—.
—Entonces usted no dormía en el edificio.
¿No es así?—.
—Ya le he dicho que para dormir y limpieza,
había un portero—.
—¿Y qué horario tenía usted? El portero
¿tenía algún día libre?—.
—Yo iba a las nueve y acababa a las cinco,
de lunes a viernes. El domingo supongo que sería su tiempo
libre—.
—Cuando vinieron a por el Marqués de Cadagua
y su hijo, el portero no estaba. ¿Sabe por qué?—.
—Sí, su padre había muerto en un pueblo
cerca de Madrid y el Administrador le dio permiso para ausentarse,
no me acuerdo que pueblo era—.
La cara se le notaba enrojecida, con la
marca de los dedos claramente.
—Y ese día en vez de irse a las cinco se
queda en la portería hasta las siete que vienen a buscar al
Marqués, usted los recibe y les indica el piso. ¿No es así?—.
—Si claro, me quedo esos días, que no estuvo
el portero más tiempo para cerrar el portal y bajar la basura. Les
digo donde vive el Marqués, nada más—.
—¿Dónde conoció al tal “Tarzán”? Y ahora va
en serio, si quiere me voy diez minutos—.
Anselmo no tenía madera de héroe, el
Inspector lo sabía y Anselmo también. Lo mejor era contar
todo.
—No me acuerdo donde lo conocí, podía ser en
los billares, en algún bar o en la calle. No me acuerdo. Era muy
atlético, decía que se lo debía a la cerveza, porque repartía
barriles por los bares. Yo no tenía nada con él. Alguna vez me
pidió dinero, otras veces le pagaba yo el tabaco y algún vicio.
Estaba en algún sindicato, era un chulo, vivía de sacar dinero a
todo el mundo. Yo lo trate un poco más. Me propuso entrar a robar
en algún piso de Goya 37, pero le dije que ni loco, que me jugaba
el puesto—.
El inspector adelantó hacia Anselmo un café
con leche que había pedido al policía. Quería dejar bien claro que
cooperar tenía alguna recompensa. Lo dejo beber el café mientras él
proseguía.
—Eso fue antes de la guerra. Pero después el
tal “Tarzán” en la guerra, organiza la Brigada del Amanecer y se
mete en el Partido Comunista. ¿No es así?—.
—Bueno, en la guerra, él parece que organiza
lo de la Brigada esa y empieza a decirme que en mi edificio vive
gente muy rica y de derechas. Insiste mucho y le cuento que vive un
Marqués—.
—La Brigada del Amanecer siempre actúa por
la noche, menos en Goya 37 que van por la tarde. ¿Les dijo que
vinieran ese día, que no estaba el portero?—.
—Quedamos un día para vernos pero le dije
que no, que el portero había tenido que irse a su pueblo, que yo
tenía que cerrar el portal y que acabaría tarde. Entonces decidió
que ese, era el día para ir a buscar al Marqués. Pero yo no delaté
a nadie. Ellos ya iban a por el Marqués. Lo tenían decidido. Yo lo
único que hice fue abrirles el portal y llevarles hasta el
piso—.
—¿Se llevaron muchas cosas?—.
—Esa vez no lo sé, porque yo no entré en la
vivienda, pero sé, que vinieron más veces a hacer registros y que
se llevaron todo lo que pudieron—.
—¿Cuándo le habló de la señorita Dolores?
¿Fue ese día?—.
—No, fue antes, a Santiago le gustaban las
mujeres también y siempre iba detrás de alguna. Yo le conté lo de
la señorita esta por diversión, para encelarle. Después de llevarse
al Marqués nos vimos unas cuantas veces y se lo conté, que había
una chica guapísima en la casa de enfrente que era la huérfana de
uno de derechas y que vivía con sus tíos. Pero yo no sabía que la
iban a matar. A mí me decía que los interrogaban en la Comisaria y
que los dejaban libre eso es todo, señor Inspector—.
—Ahora quiero que vuelva a mirar estas
fichas y reconozca al tal “Tarzán”—.
Le volvió a enseñar las fichas y al llegar a
la que tenía el punto del lápiz se paró.
—Es este, Inspector—.
Anselmo ya le había nombrado antes por su
nombre, Ernesto Peláez Torres. Hizo un cálculo mental. Nació en
1900, cuando los asesinatos de 1937, tendría 37 y ahora tiene 41
años, si es que vive. Partido Comunista. De Madrid. Gremio de
cerveceros. Ultimo domicilio Corredera Alta 27. Y una fotografía de
un hombre con el pelo negro, al parecer ancho de hombros, moreno,
con la cara ancha.
—Y ahora va a revisar estas fichas y me va a
decir quienes le acompañaban—.
Anselmo se tomó su tiempo, poco a poco
revisó las fichas y apartó tres.
—De estos dos, los recuerdo perfectamente,
de este tengo mis dudas pero casi seguro—.
El Inspector revisó las fichas.
Pedro Montones Aranda. 1905. De Guadalajara.
Partido Comunista. Ultimo domicilio, Delicias 50. Brigada del
Amanecer.
Eladio Sánchez Ruiz. (El chino) 1907.
Filipinas. Partido Comunista. Domicilio Narváez 48. Brigada del
Amanecer.
Indalecio Gómez Valdés. 1901. Segovia.
Partido Comunista. Domicilio Barquillo 21. Brigada del
Amanecer.
El Inspector tenía lo que quería.
—Mañana, mejor dicho dentro de unas horas,
uno de los inspectores le tomará declaración. Usted va a repetir lo
que me ha contado. Si se acuerda de algo más, lo dice también.
Ellos no tienen la paciencia que tengo yo—.
Lo mandó al calabozo. Recogió todas las
notas que había tomado y se fue al despacho del Comisario. Se
recostó en su sillón y durmió un par de horas.
El Comisario Arévalo había reclamado todas
las declaraciones que habían hecho Jesús Sinarro y su mujer ante el
juez, comprobó las denuncias que habían presentado y las Comisarias
que habían participado. Habló con diferentes comisarios, para saber
si habían avanzado en las investigaciones o si sabían algo respecto
a los hechos. Se entrevistó con los inspectores que habían iniciado
la investigación y le confirmaron que no tenían más datos. Los
secretarios de los Juzgados, le confirmaron que habían derivado las
denuncias a las diferentes comisarías y el Juez estaba esperando
recibir las investigaciones de la policía.
No era desidia, era falta de personal y de
medios. Las innumerables denuncias que se recibían desbordaban las
Comisarias y los Juzgados. El personal fijo, estaba en proceso de
depuración, los mismos Jueces, se debían someter al informe de sus
propios compañeros y recibir la confirmación de que estaban limpios
de haber participado en los simulacros de juicios que se habían
realizado en la zona roja. Casi todos los jueces profesionales,
habían sometido a los detenidos a la Ley, no habían permitido
aplicarles otra pena, que no fuese la emanada de la Ley. Los
tribunales populares que se establecieron en las cárceles, fueron
otra cosa y nada tenían que ver con la Ley y la Justicia.
Lo mismo ocurrió en las Comisarías de
Policía. Los procesos de depuración alcanzaron a todos los
profesionales de la zona roja. No les faltaba ánimo para emprender
la ímproba tarea de resolver las miles de desapariciones que
desbordaban las mesas de los despachos. Faltaban profesionales para
tomar declaraciones y cotejar datos y fechas. Para viajar a otras
provincias y tomar declaración a un detenido. Para perder días
enteros en los archivos buscando un nombre o comprobando un
domicilio. Faltaba personal auxiliar en los juzgados para redactar
declaraciones y muchas se tomaban a mano, por falta de maquinas de
escribir. Faltaban Secretarios para agilizar las Providencias del
Juez. Faltaba espacio material en los Juzgados para almacenar miles
de causas.
En la España de posguerra, en la que faltaba
de todo, hasta lo más esencial, ¡cómo no iba faltar personal
profesional en la Justicia española! Ese había sido un mal endémico
por siglos.
Los inspectores que conocía le habían
informado que se desdoblaban en equipos de un solo funcionario para
abarcar más denuncias. Cuando precisaban ir a una cárcel a tomar
declaración a un detenido, recibían encargos de colegas para
interesarse si tal o cual, estaba detenido en dicha cárcel y de
paso le hiciera unas preguntas referentes a unas joyas
robadas.
Todo el aparato policial estaba volcado en
impedir y descabezar cualquier vestigio de reestructuración del
Partido Comunista en España. Todo el Servicio de Información del
Estado estaba a disposición de la Brigada Político Social, formada
por la parte de policía más afín al Régimen. El Ministerio del
Interior, tenía como encargo superior, velar por la tranquilidad de
la sociedad española. Para eso debía perseguir, detener y juzgar a
los responsables políticos de la guerra en España, que era lo mismo
que perseguir hasta su total desaparición al Partido Comunista.
Cualquier otra misión seria distraer al Régimen de su lucha contra
el único enemigo que podía hacerle daño.
El Ejército lejos de desmovilizarse, aumentó
sus efectivos, resultado de la ampliación de los años de servicio y
de la incorporación de los restos del Ejército Rojo. La situación
internacional, con la amenaza de extensión de la guerra mundial,
alertó al Régimen de su precaria situación si ganaban la guerra los
aliados. Jugó las pocas bazas que tenía con más o menos habilidad,
pasando de ser un aliado incondicional de los alemanes en su lucha
contra el comunismo a ser un país neutral ante los aliados. Todo su
esfuerzo fue blindarse por dentro y por fuera a la influencia del
comunismo que podría venir por la frontera, de la mano de los miles
de exiliados que habían tenido que huir de España. Gente veterana
en el combate y que se alistó en los ejércitos rusos u occidentales
para proseguir su lucha. De su blindaje interno se encargaría la
Brigada Político Social. Sería la encargada de rastrear en la vida
de los españoles hasta el último vestigio de afinidad política. Los
pocos medios de que disponía el Régimen, se volcaron en esta
misión, llenando las cárceles de activistas, afiliados o simples
simpatizantes del régimen anterior. Se jugaba la supervivencia. Más
tarde debería luchar contra otro tipo de infiltración como era “el
Maquis”, pero por ahora sus enemigos eran los restos del Partido
Comunista que quedaban entre la población y el Régimen se dispuso a
extirparlos. Y no reparó en medios o personal. La Político Social
se extendió sobre toda España, no para proteger al ciudadano sino
para controlar a la población.
El Comisario Arévalo, recibió todos los
informes efectuados por Vilches. La declaración de Anselmo
Albarracín la elevó al Juez que le había tomado declaración a raíz
de la desaparición del Marqués y de su hijo. Anselmo pasó a
disposición Judicial e ingresó en la cárcel. Las fichas con los
cuatro que presuntamente secuestraron a Dolores Sinarro, las
conservó y su intención era que el señor Sinarro comprobara si en
realidad eran ellos y los reconociera. Mientras tanto elevó a la
Dirección los nombres de los cuatro integrantes para que le
informaran de su situación actual en orden a localizarlos y
detenerlos.
Llamó al notario Sinarro y convino con él
que vendría esa misma mañana a comprobar las fotografías. El
Comisario y el Inspector Vilches le recibieron en el despacho del
Comisario.
—Buenos días señor Sinarro, le presento al
Inspector Vilches, él es quien ha llevado el peso de la
investigación—.
Se saludaron y el Comisario alabó la
sagacidad del Inspector por haber conseguido la identificación de
los responsables del delito en tan corto espacio de tiempo.
—Aunque usted denunció los hechos hace
tiempo, el Inspector se hizo cargo de la investigación hace cuatro
días—.
—Señor Comisario, no he dudado ni por un
segundo de la sagacidad e inteligencia de la policía española y si
en algún momento así lo ha parecido, le ruego me disculpe, porque
nunca fue mi intención—.
El Comisario le pasó las fichas con las
fotografías de una en una y el notario ensombreció el gesto, repasó
las cara de uno en uno, detenidamente, no porque tuviera alguna
duda, sino como recreándose en la venganza que empezaba a
vislumbrar. Tomó aire, respiró pesadamente y dejó otra vez las
fichas en la mesa.
—No tengo ninguna duda. Son ellos los que se
la llevaron. Este parecía el jefe, el que era más fuerte. Llevó la
voz cantante y fue el que me dio el culatazo. Los demás se llevaron
lo que pudieron coger por las habitaciones, el estaba concienciado
en llevarse a mi sobrina, los demás aunque cómplices, habían venido
a robar—.
—Tenemos otras declaraciones que confirman
que fueron ellos. Parece ser, y así lo ha declarado el portero de
Goya 37, que fue él mismo quien informó de la presencia de su
sobrina en su domicilio y de la extraordinaria belleza de la
señorita. También fue el que delató al Marqués de Cadagua y a su
hijo. Este sujeto está a disposición Judicial
—Estos cuatro ¿Donde están? Están ¿Presos,
huidos o muertos? ¿Los han localizado?—.
—La investigación acaba de empezar, ya he
remitido todos los datos a la Dirección y en breve me informaran de
las situaciones de estos individuos—.
—El que delató a mi sobrina ¿en qué cárcel
esta? O todavía está en Comisaria. ¿Cómo se llama? No puedo
recordar nada de un conserje de la casa de enfrente. Me parece
imposible que yo tuviera relación con ese elemento—.
—Según declaró, no les conocía de nada,
quizás de vista. Era muy aficionado al chismorreo y a su portero
actual le sonsacó los datos. Este se los dio sin pensar a quien
estaba informando. Además su sobrina llegó antes de la guerra, es
seguro que el tal Anselmo la viera alguna vez. Anselmo Albarracín
Cárdenas, de Albacete—.
—¿Y en qué cárcel puede estar?—.
—Lo más seguro, el Juez le ha mandado al
Penal de Ocaña, es donde van los comunes y el tal Anselmo no está
detenido por actividades políticas—.
Sinarro se quedo pensando, mirando las
fotografías de la mesa.
—Muchas gracias, señores. Creo que esta
noche podré empezar a descansar algo. Me han hecho un gran favor.
Por favor manténgame informado de cualquier novedad que tengan. A
propósito usted cree que Anselmo ¿puede aportar más datos a la
investigación?—.
Contesto el inspector Vilches.
—No, yo creo que no. Declaró todo lo que
sabía, yo volví a interrogarle pero se ratificó en lo anterior y no
se desvió ni una palabra. Sinceramente creo que no nos puede
aclarar nada más—.
—Bien, pues siendo así me despido de usted y
les repito, muchas gracias—.
Salió del despacho y se quedaron
solos.
—Salvador ¿Qué le parece el notario?—
—Me parece que los tiene bien
puestos—.
—Eso parece—.