CAPÍTULO VIII

 

 

Tres días antes de que zarpara “El Galerna” del puerto de Santander, salía del puerto inglés de Cardiff, el carguero “Singapore”. Era un carguero de bastante más tonelaje que “El Galerna”, su destino era Buenos Aires y su carga maquinaria agrícola. A su vuelta embarcaría caucho y cobre para paliar las inmensas necesidades de material, que Inglaterra estaba utilizando en la guerra contra el Tercer Reicht.
Los Estados Unidos, hasta pasado un mes, cuando sea agredido inesperadamente por Japón, no se involucrarían definitivamente en la guerra en Europa. Mientras tanto, abastecía a su aliado, con un incesante tráfico de toneladas de carga entre Estados Unidos e Inglaterra.
El Capitán del “Singapore”, no atravesaría el Océano formando parte de un convoy de decenas de barcos, escoltados por buques de guerra ingleses. Debería cruzarlo en solitario, por eso decidió zarpar tres días después de que un inmenso convoy, saliera del puerto de Plymouth. Confiaba que el grueso de submarinos alemanes, siguiera a la suculenta presa y se desentendiera de su solitario carguero. Su ruta seria bajar desde Cardiff, seguir hasta la isla de la Sal y atravesar el Océano para hacer escala en Bahía y después continuar hasta Buenos Aires. Su intención era trazar una ruta lo más al sur que pudiera, para alejarse de los submarinos enemigos.
Elias Thorbe era uno de los quince componentes de la tripulación. Un hombre de treinta y cinco años, que nacido en los docks de Londres, había pasado la mayor parte de su vida en el mar. Hijo de un estibador del puerto de Londres, desde pequeño vivió en su casa la lucha de la clase obrera, las huelgas y los enfrentamientos de los trabajadores con los empresarios. Se embarcó por primera vez con dieciséis años y había dado varias veces la vuelta al mundo. Su afición por la lectura y su inquietud por los asuntos sociales, le hizo situarse cada vez más cerca de las posturas revolucionarias. Sus largas estancias en alta mar, primero, como simple marinero, luego como segundo engrasador, engrasador y luego como segundo maquinista, le proporcionaron tiempo más que suficiente para empaparse de las lecturas más revolucionarias, en esos años convulsos en Europa. La influencia de la Revolución Rusa, le hizo afiliarse al Partido Comunista de Gran Bretaña.
Cuando estalló la Guerra Civil en España, creyó que había llegado el momento de la lucha contra el fascismo, consideró que era una oportunidad en la que debía involucrarse y pasar de las teorías escritas a la acción. En 1936 se alistó como voluntario a luchar en España en el bando republicano. Viajó a Paris y allí se inscribió en las listas de brigadistas que gestionaba el Partido Comunista francés, lo hizo como más de 1500 compatriotas suyos. De allí viajará a Albacete y formaría parte de una de las Brigadas Internacionales que se estaban formando. Quedó encuadrado en Batallón “Lincoln” de la XV Brigada Internacional.
Participó en la batalla de Madrid y fue herido. Sufrió un disparo en una pierna que le dejó una cojera para toda su vida. Fue trasladado a Inglaterra. Cuando estalló la guerra contra Alemania, se le declaró inútil para el Ejército. La única manera que tenía para contribuir a la guerra era volver a enrolarse en la marina mercante y contribuir al abastecimiento de Inglaterra.
El “Singapore” salió de Cardiff de madrugada, el aire helado y la niebla iban a ser sus acompañantes durante las primeras jornadas de su viaje. Abandonó el canal de Bristol, dejando a babor la Bahía de Saint Ives, enfilando las Islas Saint Martins y Saint Marys. A partir de ese punto es cuando empezaba a estar a merced de los submarinos alemanes. El Capitán del “Singapore” trazó un rumbo Sur Oeste, que les llevaría a 400 millas al Oeste del Cabo Finisterre, desde ese punto variaría su ruta hacia el Sur, rumbo a la Isla de la Sal. Después de cinco días de navegación no habían visto ningún submarino alemán. El Capitán confiaba en los informes que aseguraban que no se habían producido ataques de submarinos en esa área, en los últimos tiempos.
En el octavo día de navegación, el armador emitió un mensaje al Capitán del “Singapore”, por necesidades de acoplamiento en la carga debería variar el rumbo y desde las Islas Madeira, dirigirse al puerto brasileño de Belem, aproximadamente 1000 millas al Norte de su escala inicial, el puerto de Bahía en Brasil. El Capitán trazó el nuevo rumbo y la desviación de su ruta, comprobando que la nueva ruta se extendía 500 millas más al Norte que la inicial. Ese desvió haría que la travesía se adentrara en la zona de caza de la “manada de lobos”. Varió el rumbo hacia el Oeste, colocó vigías en los costados del barco y ordenó navegar a toda máquina. Comprobó en las tablas que tendrían luna llena, esto haría que en las noches despejadas, aunque navegaran sin luces, podrían ser divisados por algún submarino que hubiera emergido y se desplazara por superficie.
Llevaban veinte días de navegación. El “Singapore” se desplazaba a toda máquina. La luna llena a veces se ocultaba detrás de una delgada capa de nubes. El vigía de estribor, no pudo ver la estela blanca, que dejaba el torpedo que había salido cuarenta segundos antes, del submarino alemán. Solo tuvo tiempo de gritar “torpedo” antes de saltar por los aires, como toda la parte de proa del mercante. La explosión fue pavorosa, el camarote donde dormía Elias, estaba al otro lado de la explosión, temblando, se puso el chaleco y salió a cubierta. No veía a nadie, el fuego y el humo le rodeaba, a su espalda vio una de las lanchas de salvamento, tropezó con el cuerpo de un marinero que estaba inconsciente, como pudo lo metió dentro de la lancha y empezó a accionar el mecanismo para lanzarla al mar. No se oía ni un grito, la explosión había destrozado la mitad del barco sin dejar supervivientes, solo quedaban él y un marinero. La lancha ya estaba en el mar, la soltó de las amarras y colocó los remos. Solo la popa del “Singapore” se mantenía sin hundirse, hasta que de repente desapareció entre las aguas.
Elias permaneció quieto esperando oír algún grito de socorro, pero no se oía nada, solo los gemidos del marinero. Le palpó los brazos y el cuerpo, comprobó que estaba quemado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad pudo ver el rostro ennegrecido del marinero, no lo pudo reconocer.
Al cabo de unos minutos un ruido de motor se fue acercando, al principio no lo vio, pero a medida que el ruido se aproximaba pudo distinguir una silueta sobre el horizonte. Se fue agrandando y en unos instantes tenía el submarino a veinte metros de la lancha. Habían hundido el “Singapore” desde la superficie sin necesidad de esconderse. El submarino paró maquinas y desde su cubierta le dijeron unas frases en alemán. Vio manipular algo a dos marineros en la cubierta, le lanzaron un salvavidas con algo atado a él, remó hasta el salvavidas lo recogió y desató la bolsa que venía amarrada. Los marineros tiraron del salvavidas, dijeron algo y el submarino siguió su marcha. De un compartimento de la lancha sacó unas mantas, tapó al marinero y él se cubrió.
La lancha quedó sola en el Atlántico. Era el 5 de Diciembre de 1942.
Elias se quedó adormilado con el movimiento del mar. Cuando salieron los primeros rayos del sol, pudo comprobar lo que los alemanes le habían dejado, una cantimplora de cinco litros de agua y unas galletas. La luz del amanecer iluminó la lancha, apartó la manta y pudo comprobar que el marinero, era una mancha negra. La explosión le había cogido de lleno, tenía todo el cuerpo quemado y un fuerte golpe en la cabeza, empezó a gemir y Elias le acercó el agua. Le cogió de la cabeza y le puso la cantimplora para que bebiera. El herido tragó un poco y se desvaneció otra vez. El día lo pasó semiinconsciente, con gemidos y ratos en que llamaba a su madre. Elias deseaba que el herido dejara de sufrir y muriera cuanto antes. A ratos le hacía beber. Poco a poco el marinero dejó de moverse hasta que murió. Elias rezó una oración, le quitó la manta y con todo el cuidado que pudo, lo lanzó fuera de la lancha. Empezó a pensar en sí mismo y en su situación. Comprobó que la lancha tenía una pistola de señales con cuatro bengalas. Solo tenía el agua y las galletas que le habían dado los alemanes. Durante el día procuraba dormir y de noche escudriñaba el horizonte por si veía las luces de un barco. Al segundo día, había acabado con casi toda el agua y solo le quedaba una galleta. Pasaba casi todo el tiempo dormido, tumbado en la lancha. A la cuarta noche, Elias se dio por vencido, soñaba despierto y se encontraba confuso, veía submarinos que venían a rematarle y aviones que le ametrallaban, el ruido de los aviones era ensordecedor. Se despertó, no eran aviones, era el ruido de un barco, Elias lo reconoció enseguida. El ronroneo de un barco a media potencia. Se incorporó y lo vio, como a quinientos metros, una silueta negra contra el horizonte, iba cruzar ante él sin verle. Como pudo, cogió la pistola de señales, apuntó al cielo y disparó, el fogonazo iluminó la lancha, siguió hacia el cielo y explotó, alumbrando con su luz roja, la figura de un mercante algo más pequeño que el “Singapore”. Volvió a cargar la pistola y disparó la segunda bengala. ¡Era imposible que no le vieran! El ruido del motor se redujo, viró a babor haciendo un círculo y se aproximó a la lancha. Un foco iluminó a esta y a Elias, del buque extendieron una escalerilla metálica, le lanzaron un cabo, tiraron hasta poner la lancha pegada al barco. Un marinero bajó por la escalera y le tendió una mano. En ese momento el foco iluminó la proa del barco. Era “El Galerna”.

 

Los primeros días en “El Galerna”, fueron de curiosidad por la vida en el barco. Navegaban por el Mar Cantábrico, divisaron Gijón y al llegar a Galicia, “El Galerna” se alejó de la costa. El Capitán marcó un rumbo Sur Oeste que les llevaría a un punto a 500 millas al Oeste de Cabo Blanco, en el límite del Sahara con Mauritania.
Salvador permanecía largas horas en cubierta contemplando la inmensidad del mar. En las noches despejadas se iba a la proa y no dejaba de mirar al cielo, no recordaba haber visto nunca un cielo tan estrellado. Gervasio Zulueta llevaba varios días sin salir del camarote, su arcadas se oían desde cualquier lugar del barco. Román se quedaba quieto en el puesto de mando y pasaba las horas silencioso. El Capitán que al principio, creyó que los pasajeros podrían ser un motivo de tertulia, se convenció que no iban a hablar mucho. El gigante que se quedaba sentado al lado del timón, podía pasar las horas sin abrir la boca. Los tripulantes, casi todos extranjeros, solo se hacían visibles a la hora de la comida. Pasaban los días y cuanto más al sur navegaran, más calor hacia de día, las noches eran frías.
Salvador se interesó por la navegación y el Capitán se mostró encantado de enseñar al viajero sus conocimientos, adquiridos a lo largo de treinta y cinco años de profesión. Extendía en la enorme mesa, las cartas en la que se podía ver la Península Ibérica y las costas de África. Le explicó la ruta que seguían y como saber su posición, con la brújula y la posición de las estrellas a baja altura sobre el horizonte, con aquellas que acaban de salir o estaban prontas a ponerse, las denominadas estrellas de horizonte o guía. Le explicó la posición de la Estrella Polar en el Hemisferio Norte, justo encima del polo Norte. La forma de saber la longitud conociendo a qué hora estaba el sol en su mediodía. Le explicó el porqué, de la exactitud del reloj de abordo para saber la posición del barco. Le habló de los faros y su código de luces. En una noche despejada, le enseñó con los prismáticos el faro de Sagres, en el Cabo San Vicente en Portugal. Le enseñaba a calcular, cuando cortarían el paralelo de Rabat o cuanto les quedaba para navegar a tan solo 70 Millas de la Isla de Madeira. Le habló de los faros radioeléctricos que poco a poco iban poblando las costas y de los sistemas que se habían instalado en el Hemisferio Norte y que utilizaban emisoras especiales para obtener posiciones, utilizando señales sincronizadas.
También le habló de la amenaza de los submarinos alemanes y porque navegaban hacia el Sur. Le explicó que los submarinos rara vez atacaban por debajo del Paralelo 20ºN. Se pasaban las horas haciendo mediciones y calculando posiciones.
Salvador estaba entusiasmado por contemplar espacios tan infinitos, calcular posiciones con estrellas a millones de años luz. Hablar de distancias siempre inabarcables. Se abrió ante él un mundo desconocido y apasionante.
El Capitán estaba encantado de tener un viajero tan interesado por las artes de la navegación. Le explicó que cuando llegaran al Paralelo 20ºN, que estaba a la altura de Cabo Blanco en Mauritania, virarían al Oeste y se mantendrían siempre al Sur del 20ºN.
Pero no solo le habló de Meridianos y Paralelos, grados y sextantes. Le habló de lejanos países, continentes casi desconocidos, islas donde solo los dioses podían vivir. Le contaba aventuras en playas de arenas blancas y aguas templadas. Le explicó en las cartas donde estaba el Cabo de Buena Esperanza. Le habló de Madagascar y de unas islas al norte con aguas azules, Las Seychelles. Le contó cómo era la Isla de Ceilán y el peligro de los piratas en el Mar de Java. Le habló de su paso por Australia y el Mar de Tasmania. De Nueva Zelanda y de las islas más maravillosas, que había sobre la tierra, las Islas Salomón, todavía poblada de tribus y sin explorar. Las ganas de hablar del Capitán encontraron en Salvador un oyente incansable y deseoso, de saber más datos de todos sus viajes. Pasaba los días explicando la soledad que se sentía, cuando se cruzaba el Océano Pacifico y la llegada a San Francisco en Estados Unidos, el gran país que al entrar en guerra destrozaría a la Alemania de Hitler. Le habló de toda la belleza de Sudamérica y del peligro del Estrecho de Magallanes, donde luchan dos océanos. Le habló de su pequeño país Uruguay, rodeado de dos gigantes, Argentina y Brasil, también le habló del Rio de la Plata y del Rio Amazonas tan ancho como un mar. Y le habló del Caribe. Le contó que navegando desde Brasil se llega a una barrera de coral que forman las Islas Granada, San Vicente, Barbados, Santa Lucia, Martinica, Dominica, Guadalupe, Montserrat, Antigua, Barbuda, San Cristóbal y Las Nieves y se reía cuando las recitaba todas seguidas. Se notaba que las había navegado y pisado. Al llegar a la isla de Santo Domingo se paraba y como soñando, le contaba a Salvador que había una playa al Este de la isla que sería su refugio cuando se jubilara. Era una playa larga, de arena blanca y aguas azules y calientes, protegidas por la barrera de coral, poblada por pescadores que a cualquier hora del día volvían con las redes llenas, donde las horas pasan entre ron y música. Toda su ilusión era tener una casita al borde de la playa y una barquita pequeña con la que salir a pescar. Había estado muchas veces y allí le esperaba una mulata con su hijito. Aquí el Capitán se ablandaba y sacaba una foto de la mujer que había logrado anclarle en la arena de una playa. Era una foto en la que el Capitán abrazaba a una guapa y joven mulata, con un pequeño en brazos. Allí era donde iban a acabar sus viajes, sería su destino final y la última de sus singladuras. Le quedaba poco, en un año podría jubilarse y empezar su nueva vida. La escala en la isla de Santo Domingo seria de dos días, tenía intención de ir a ver a su mujer y al niño aunque fuese una noche. El Capitán invitó a Salvador a que le acompañara, así conocería a su familia.
Salvador escuchaba embobado al Capitán, estaba descubriendo un nuevo mundo o mejor, el mundo que siempre había estado en el mismo sitio, tan lejos de su Comisaria y de la España que salía de una guerra. Su vida había sido gris y triste, rodeada de delincuencia y asesinos, ahora el sol inundaba todo, la línea eterna del horizonte no tenía fin, el mar era, unos días azul como el cielo y otros verde como una esmeralda. Había adelgazado, el aire del mar le había dado un tono moreno a su cara, tenía un aspecto más joven. Le apasionaba todo lo que le contaba el Capitán, por la noche soñaba con islas y playas blancas. Llevaba veinte días viviendo una experiencia tan nueva para él que había veces que se le olvidaba la misión que les esperaba en tierra. Por la noche también él se quedaba vigilando el horizonte, buscando la silueta de algún submarino, pero enseguida elevaba la vista y se quedaba absorto, contemplando los cientos de miles de estrellas que subían por el horizonte. Intentaba localizar alguna de las estrellas que el Capitán le había mostrado para saber su posición, cuando de repente delante de él, se elevó una pequeña luz a lo lejos, una explosión y la luz se volvió roja, cayendo en el mar. No sabía que había sido, el marinero que estaba en la proa gritó algo y del puesto de mando salió el Capitán. En unos segundos se elevó otra luz con la misma trayectoria. El barco aminoró la marcha, viró a babor y se encendió un foco que barrió la superficie del mar.
—¡Un naufrago, Capitán! A estribor, a media milla—.
El marinero corrió hacia el puesto de mando gritando. El Capitán viró en círculo y con el foco barrió la superficie del mar descubriendo una barcaza de salvamento, un hombre de pie, les hacía señas. El barco maniobró hasta quedar a unos metros de la lancha, se le lanzó un cabo y el hombre lo ató. Acercaron la lancha a una escalera metálica que habían extendido y ayudado por un marinero subió un hombre tambaleándose. Toda la tripulación y los viajeros habían salido a ver al naufrago. Era un hombre de mediana edad vestido con una camisa y un pantalón, quemado por el sol. Le dieron agua y lo llevaron al camarote que quedaba vacio. El Capitán habló unas palabras en inglés, con el naufrago, le trajeron algo de comer y le dejaron dormir.
El Capitán mandó atar la lancha a su barco y ordenó reanudar la navegación. Subió al puesto de mando y empezó a buscar en un libro. Pasó las paginas hasta la “S”.
—Simbad, Sinaloa, Sinarto, Sincreta, Sindios, Sinfono, aquí esta “Singapore”, Inglaterra. Mercante mediano, 47 m. 23 m. 3700 t. Mire, aquí esta su fotografía—.
El Capitán le había mostrado a Salvador el anuario de buques de la marina mercante, en el libro venia la lista completa de los mercantes matriculados en los países más importantes del mundo con una pequeña descripción, sus medidas, tonelaje y una fotografía o un plano del buque.
—Seguro que lo ha hundido un submarino alemán, casi nunca vienen por estas latitudes, seguro que es un solitario. Voy a comunicarlo por radio—.
—¿Esto va alterar en algo el viaje? ¿Se va a retrasar la llegada?—.
—No, ¡Qué va! Es a mí a quien me van a “chingar”. No podré ver a mi mulata, seguro que tengo que declarar a la autoridad del puerto. Lo dejaremos en Santo Domingo, allí, que le venga a buscar su embajada o el cónsul. Pero ya sabe, en cuanto informe a la autoridad, me dirán que no puedo zarpar hasta que venga el Juez, querrán inspeccionar el barco, mirar los papeles, comprobar todo, hasta que les suelte la “mordida “, pero en este caso van listos, porque no suelto un dólar. Luego el armador me dice que les he pagado porque he querido y no me lo devuelve. Muchas veces he pagado de mi bolsillo y luego, ¿como dicen ustedes? si te he visto no me acuerdo—.
—Pero si suben a bordo, ¿tendremos problemas mis amigos y yo?—.
—No creo, ustedes tienen los papeles, además ellos suben a por la “mordida”, lo demás les da igual—.
El capitán se dirigió a la radio y emitió un mensaje que fue captado por otro mercante que estaba a tres días de La Habana, este mercante pasaría el mensaje a tierra, mas tarde llegaría a Santo Domingo.
Elias tardó treinta y seis horas en despertar, los días que había pasado a la deriva en la lancha, le habían agotado. Despertó, se duchó, le dejaron ropa limpia y le prepararon un abundante desayuno. Cuando acabó de comer, el Capitán se sentó con él en la mesa. Empezaron a hablar en inglés pero el naufrago, enseguida habló en un aceptable castellano.
—Su español es mejor que mi inglés, si le parece hablamos en castellano. Le presentó al señor Salvador, viene como viajero desde España, es español. Estaba en la cubierta cuando lanzó la bengala—.
—Encantado, ¿Cómo habla tan bien el castellano? ¿Conoce España?—.
Se dieron la mano, Salvador se sentó con ellos.
—Sí, conozco España. Estuve un año en la guerra, de voluntario en las Brigadas Internacionales—.
Elias explicó al Capitán como había sido el hundimiento, tan rápido, que solo él se salvó. Le contó el mensaje del armador, mandando variar el rumbo para atracar en el Puerto de Belem—.
El Capitán le interrumpió.
—¿En donde estaban, cuando variaron el rumbo?—.
—Estábamos pasando Madeira, allí el “Singapore” cambio de rumbo—.
El Capitán estaba sobre la carta con el compás y la regla, trazó una línea.
—Su barco viró aproximadamente 25 grados al Oeste. Navegaba con un rumbo de casi 230º. ¿Cuánto tiempo llevaba con ese rumbo cuando lo hundieron?—.
—Llevaríamos un día y medio—.
El Capitán hizo unos cálculos, siguió trazando la línea y comprobó en la cuadrícula de la carta.
—Según mis cálculos, fueron hundidos en el Paralelo 21ºN. Nosotros íbamos en el Paralelo 19º 36´N, en el momento que le encontramos. Las corrientes le empujaron al Sur. Ha tenido mucha suerte—.
—Sí, he tenido mucha suerte, mucha más que el resto de la tripulación. Nos dejaron en medio del mar, al pobre marinero totalmente quemado y a mí, nos dieron agua y unas galletas—.
—No entiendo que primero les hundan y luego les den agua. Primero, cobardemente les torpedean de noche, sin avisar, para que mueran todos y luego les hacen la caridad, de dejarles agua y comida. De verdad, no lo entiendo—.
Salvador se había expresado así, mostrando toda su perplejidad, por un comportamiento que no entendía.
—La guerra tiene comportamientos que no tienen lógica. Es como el comportamiento de los hombres, cuando se lleva a sus extremos. Son capaces de hundirte y luego alargarte la agonía con unos litros de agua—.
El Capitán había ofrecido un cigarrillo a Elias, que rehusó, el único que fumaba era él.
—Cuando el submarino paró maquinas a unos metros de la lancha, no entendí lo que me decían, pensé que me iban a ametrallar, había dos marineros que me apuntaban, eran jóvenes, en vez de disparar me lanzaron los víveres, en ese momento pensé en lo indefenso que estamos todos en este mundo. Cuando estuve en España, por lo menos tenía un arma con la que defenderme y atacar, pero en mitad del mar, solo, con un moribundo y con lo único que tenía en la mano, un remo—.
Elias había hablado lentamente, en un español claro.
Salvador se dirigió al inglés.
—Le entiendo perfectamente, yo también estuve en la guerra, pero no peleando, sino en Madrid sitiado y también me apuntaron varias veces con un arma. Sé lo que se siente—.
—Yo estuve en Madrid, fui de los primeros y me evacuaron un poco antes de que salieran de España las Brigadas Internacionales. Es un pueblo maravilloso y sus gentes son valientes y generosas. Yo luché contra Franco y contra el fascismo—.
El Capitán salió, reclamado por el maquinista y les dejó solos.
—Salí de Inglaterra a ayudar al pueblo español. Yo era comunista, al llegar allí, nos llevaron a Albacete y luego a Madrid. Estuve en la defensa de Madrid, en la Ciudad Universitaria. Por la tarde íbamos a la ciudad, teníamos tiempo de ir a la Gran Vía y a los bares de Madrid. El frente estaba al lado. Era una ciudad sitiada pero la gente no perdía la sonrisa. Murieron muchos como yo, que vinieron de otros sitios. ¿Usted en que bando estaba?—.
—Amigo, ¡Que mas da en que bando estaba! Lo importante es ¡en que bando estoy! Ahora en España solo hay un bando, los que han ganado la guerra. Siempre ha sido así, el que gana la guerra impone sus condiciones y elimina al otro bando—.
—Pero la guerra no ha terminado, cuando destrocemos a Hitler, habrá que volverse y acabar con Franco. Terminaremos lo que empezamos y habrá libertad para los españoles—.
Todo lo que decía Elias le sonaba a repetido, a muchas veces oído, la última vez fue a Isabel poco antes de que la fusilaran.
—Los españoles no quieren que los liberen ni ustedes, ni los comunistas—.
En ese momento entró el Capitán y relajó la tensión que se había creado.
—Han contestado de Santo Domingo, su embajada ya está al corriente y le estará esperando en el puerto—.
El Capitán se puso a hablar de sus muchas peripecias en el mar y la conversación derivó por otros cauces. Estaba claro que ni Elias ni Salvador, se iban a entender hablando de la guerra de España. El naufrago pensaba que Salvador, era un fascista que había ganado la guerra, pero todavía no había acabado todo, volverían a España, a terminar lo que habían empezado.
Los días siguieron pasando, Zulueta había logrado salir de las nauseas y los vómitos, Román pisaba poco la cubierta y se pasaba las horas sentado al lado del timón. Los marineros cumplían con su trabajo, solo en las comidas se veían las caras. La vigilancia siguió durante días, pero a medida que se iban acercando al Caribe la posibilidad de un ataque era cada vez más remota. El tráfico más importante se hacía en el Atlántico Norte, las materias primas imprescindibles para la guerra procedían casi exclusivamente de Estados Unidos. El resto del mundo podía aportar grano, minerales pero no armamento ni tecnología.
Gervasio, totalmente recuperado y Salvador, intentaron enseñar al Capitán y a Elias a jugar al mus, aunque Elias tenía los conocimientos básicos aprendidos en Madrid, al Capitán fue imposible enseñarle y optaron por jugar a alguno que los cuatro conocieran. El tiempo era bueno, la brisa del mar aireaba los camarotes, se respiraba en el ambiente el fin de una larga travesía. El Capitán les había explicado que cuando no sintieran en los pies, la vibración del motor del barco y pudieran desayunar sin que el café se saliera de la taza, era porque se estaban acercando al fin del viaje. Zulueta dijo que a él, se le caía el café por la vibración del motor. Todos se rieron.
Una de las tardes, después de jugar un rato, Elias le preguntó a Salvador.
—¿Qué hará cuando entremos en España a terminar lo que empezamos? ¿Tendrá que salir como los miles de españoles que huyen de Franco?—.
Estaba también Gervasio y por única vez Román se había sentado con ellos. Elias le había lanzado la pregunta como un reto. No venía a cuento, ni se estaba hablando de España.
—Me parece que eso no va a ocurrir. Los españoles no quieren más guerras y ustedes tienen bastante con vencer a los alemanes—.
—Típica respuesta de cobardes. Primero venceremos a los alemanes y luego volveremos a España. Franco no puede vivir, tiene que pagar por todos los crímenes que él y los suyos han cometido—.
—No hable usted de crímenes. Usted estaba en el frente, pero no sabe lo que hacían los milicianos en la retaguardia. Mataron a mucha gente que no tenía nada que ver con la guerra—.
—Eso es mentira, se fusiló a muchos fascistas que estaban emboscados esperando a que entraran los fascistas para atacar por la espalda—.
Gervasio tomó la palabra.
—Mire, don Elias. Usted no tiene ni puñetera idea de lo que pasaba en Madrid, pero él y yo sí, y lo que yo vi, usted no lo vio. Mataron a mujeres y gente inocente, fueron buscándoles a sus casas y fusilándolos por la noche. Esos crímenes los cometieron los de su bando, si no lo sabe es porque no ha preguntado o no le ha interesado. Se cree que vinieron a salvarnos y lo que hicieron fue alargar la guerra. Y al que no le conviene entrar en España es a usted, porque si una vez los vencimos, volveríamos a vencerlos, pero esta vez no solo un bando sino todos los españoles, porque no íbamos a permitir que volvieran los comunistas—.
—El comunismo va a ser la salvación de España y del mundo y usted es tan cobarde como su amigo. Si se hicieron fusilamientos en Madrid, era a gente que se lo merecía—.
Salvador se puso de pie.
—No le permito que diga eso, fusilaron a inocentes y mataron y violaron a mujeres, casi niñas—.
—Puede ser que algún miliciano se divirtiera con alguna chica...—.
No lo pudieron evitar, de la penumbra saltó Román. Fue todo rapidísimo, de un salto se plantó delante del inglés que lo miraba sorprendido, lo cogió de la camisa y lo elevó hasta ponerlo de pie, luego le lanzó un puñetazo a la cara que le hizo retroceder y lo dejó apoyado contra la pared, intentando parar los golpes que le llegaban. Gervasio y Salvador saltaron sobre Román y entre los dos pudieron apartarlo de Elias, que se había hecho un ovillo en el suelo. Lo sacaron del camarote y Salvador se quedó con Elias. Tenía un ojo morado y sangraba de la nariz.
—Déjeme ver, le pondré algo frio en el ojo—.
—¡Que animal! Casi me mata—.
—Es que mataron a un familiar suyo, lo tiene muy reciente y usted no es muy prudente. Yo que usted de ese tema no volvía a hablar—.
—Es verdad, a veces hablo más de la cuenta. Aquí no estamos en guerra, además ustedes me han salvado. Quisiera pedirles perdón a los tres—.
Elias estaba sentado con el pañuelo mojado que le había dado Salvador cuando entró el Capitán.
—¿Qué ha pasado? Aquí no quiero guerra. Me importa muy poco lo que pasó entre ustedes en España. Aquí mando yo y si hay otro altercado, les encierro, me desvió al primer puerto y les bajo—.
—Perdone Capitán. Ha sido mi culpa. He hablado más de la cuenta y he ofendido a uno de ellos. Ellos no tienen culpa. He sido un idiota, ustedes me salvan de morir en el mar y yo meto la pata. Quiero pedir perdón a ese hombre y a todos ustedes—.
—Por nosotros queda usted perdonado, a Román se lo diré yo mismo. Capitán, por nuestra parte no ha pasado nada—.
Salvador le tendió la mano y ambos se la estrecharon.
El ex inspector no olvidaba la misión que tenía encomendada. De su enlace en Méjico llegó un mensaje, requiriendo el día exacto de su llegada al puerto de Veracruz. Salvador se reunía diariamente con Gervasio y Román en la cubierta, donde nadie pudiera escuchar lo que decían. Le advirtió a Román que no iba a permitir ningún altercado que pudiera echar abajo la misión, si se repetía, informaría al señor Sinarro y lo mandaría de vuelta a España.
—Lo siento mucho, Salvador, pero no he podido aguantarme. Usted oyó lo que dijo ese rojo. ¡Que algún miliciano, se había podido divertir con alguna chica! Conmigo no va a tener problemas de aquí en adelante, pero ese que no abra la boca, porque se la cierro, se la cierro—.
—Bueno, él ya ha pedido perdón. Pronto llegaremos a tierra y se irá. Lo importante es lo que tenemos que hacer. En Méjico nos espera el enlace—.
Tenía el plan trazado a grandes rasgos, los detalles tendrían que ajustarse e improvisarse. Una vez llegados a Veracruz se instalarían. En su camarote tenía un gran mapa de Méjico, desplegado en la pared. Lo tenía estudiado y se conocía los nombres de las principales ciudades y pueblos entre Veracruz y Puebla. Había 326 km entre las dos ciudades.
Una mañana que estaba en cubierta se le acercó Elias. Desde el altercado se mostraba más callado y rehuía la presencia de Román.
—Salvador, esto se está acabando, me refiero al viaje. Yo me quedaré en Santo Domingo y ustedes seguirán. No sé a lo que se dedican, pero tampoco tienen pinta de empresarios. La guerra nos está destrozando a todos, primero a los españoles y ahora a toda Europa. Yo fui feliz en España, no porque fuera a pelear contra los fascistas, sino porque me encontré conmigo mismo, yo antes no me conocía. Rompí con todo y me alisté por una causa, conocí España y su gente, volví herido y cojo pero no me arrepiento. Créame si le digo que me gustaría volver a España, pero no para derrotar a Franco sino por continuar mi vida allí—.
—¿Tanto le gustó España?—.
—La guerra tiene algo que engancha. No es disfrutar de ella, sino que todo el que participa en ella, se transforma. Yo estuve en Madrid y fueron los días más felices de mi vida. Entre la gente que nos apoyaba se respiraba libertad y ganas de cambiar el mundo. Cuando tenía algún permiso me iba a conocer a los madrileños, a pasear por sus calles y a vivir como ellos. Me metía con los milicianos a hacer su vida y conocí a simples obreros y campesinos que no sabían leer, pero si sabían porque estaban allí, con un fusil en la mano—.
Estaban los dos en la proa del barco, el mar se dividía a sus pies, cortado por la quilla. Salvador le contestó.
—Sí, la guerra tiene un aspecto romántico, pero solo un aspecto, lo demás es dolor, muerte y desolación—.
—Seguro que es verdad, pero yo he conocido la parte noble de la guerra. La guerra para salvar a un pueblo de sus enemigos—.
—De eso habría mucho que hablar—.
—Perdón, no quisiera discutir con usted de ideas políticas, además llevo las de perder—.
Dijo Elias, señalándose el ojo morado. Ambos rieron. Elias prosiguió.
—No es cuestión de bandos. Allí conocí lo mejor que tiene el ser humano dentro y lo mejor que puede dar. Me apunté a unas clases que daban la gente del partido para enseñar a leer y escribir. Conocí a gente que dejaba su casa para enseñar a los campesinos y a los obreros. A eso me refiero, gente que daba lo mejor de sí mismo para ayudar a los más pobres. Me emocioné, cuando iba a clases de niños que no tenían escuela porque estaba destruida, y sentados, junto a ellos, había milicianos que tenían un par de horas antes de volver al frente. ¿Y sabe quiénes estaban sentadas en primera fila? Mujeres y viejas que acudían con el delantal puesto y un cuaderno y un lápiz. Solo por haber presenciado eso valía la pena haber ido a la guerra—.
—España es un país atrasado que tardará muchos años en avanzar. La guerra es consecuencia de la incultura y de la barbarie—.
—Sí, tiene razón. Por eso estoy tan orgulloso de haber participado. En una de esas clases, conocí a una mujer. Era anarquista, daba clase a los milicianos. Empezamos a charlar y ella fue la que me enseñó todo lo que conozco de Madrid. Me llevaba a las sedes de los sindicatos, a las charlas con las mujeres de los milicianos, a los círculos donde se leía poesía y libros de la revolución. Ella era tan entusiasta, que te lo contagiaba todo y estaba tan convencida de que derrotaríamos al fascismo, que era inevitable que te lo creyeras. Era la mujer más firme en sus ideales que había conocido. Estaba casada y tenía un hijo. Continuamos conociéndonos y nos hicimos amantes. Ella odiaba a su marido y no le costó engañarle. Cuando yo no estaba en el frente, estábamos siempre juntos. Estábamos enamorados, la guerra nos había hecho conocernos y gracias a ella estábamos unidos. Luego nació el niño y seguimos viéndonos, ella me dijo que estaba orgullosa de que el padre de su hijo fuera un brigadista. Después me hirieron y me sacaron de España. No la volví a ver. Me gustaría volver a Madrid y buscarla. Quisiera conocer a mi hijo. No sé más que su nombre, ni el apellido ni su dirección. Como ella debe haber miles en España ahora mismo. Lo único que pude salvar, cuando nos hundieron fue mi cartera con el pasaporte y algunos recuerdos, entre ellos una foto que nos hicimos, ella y yo, en la Plaza Mayor—.
Salvador le escuchaba silencioso. “No por Dios, que no sea ella”. Su mente de policía estaba trabajando a toda velocidad. La sospecha había tomado forma, nada más empezar a hablar Elias. ¡No podía ser!
—¿Usted cree que podría encontrarla, cuando acabe la guerra? He pensado ponerme en contacto con la Cruz Roja, podría decir que es mi hijo y podría reclamarlos a los dos y sacarlos de España. Todo esto acabara y quisiera conocer a mi hijo. Espere aquí, voy al camarote y traigo la foto. Se llama Isabel—.
Salvador empezó a temblar sin que Elias lo notara. Le dejó solo y se fue a buscar la foto. Era ella, Isabel. Sus recuerdos habían resurgido de un naufragio, con una fuerza increíble. En segundos volvió a revivir la angustia de los últimos meses, la desolación por la muerte del hijo y de Aurora su mujer, el fusilamiento de Isabel y ahora vuelve todo, de la mano de un naufrago en mitad del Océano. ¡No podía ser! La vida le había vapuleado con saña y no era suficiente. Tenía que ocurrir, en la carambola más increíble del universo, que se encontraran dos personas unidas por el relato de sus vidas, en mitad del inmenso mar. ¿Quién había querido que esto ocurriera? ¿Qué astros y estrellas se habían alineado para que su barco hubiera encontrado al naufrago? ¿Qué vientos y corrientes marinas habían soplado y empujado para encontrarse con el recuerdo vivo del dolor? ¿Qué dioses habían permitido rescatar de la muerte a un hombre, para humillar la memoria de su hijo y ofenderle ya enterrado? ¿Quién había convertido, en un segundo, los recuerdos en pesadillas?
Salvador veía como se acercaba Elias con una cartera en la mano, abrió una cremallera y sacó una foto.
—Nos la hizo uno de esos fotógrafos que hay en la calle, con una cámara de madera con tres patas. ¿Le gusta? ¿Usted cree que la podré encontrar?—.
Le alargó la foto y Salvador la cogió con la mano. Era una fotografía en blanco y negro, de cuerpo entero, los rebordes cortados en dibujos, un sello que decía “Sánchez. Fotógrafo Profesional. Mayor 4”. Al fondo se distinguía, lo que solo alguien que la conociera, reconocería como la Plaza Mayor. Los ojos de Salvador recorrían la fotografía sin detenerse en sus protagonistas. Sobre el suelo estaban posadas unas palomas y alguna subía volando, a comer de la mano de la mujer. Vestía un mono y un pañuelo al cuello, sobre la cabeza llevaba un gorro como los que llevaban los milicianos. Sus ojos enfocaron la cara de la mujer. Era Isabel. A su lado un hombre sonriente con un fusil al hombro y cara de felicidad, cogía por la cintura a la mujer. Era la imagen de dos jóvenes novios, alegres y vivos. El rostro de ella denotaba una alegría, que Salvador no se la había visto nunca. Los hombros se le hundieron y la emoción le impedía respirar. Tragó saliva, se esforzó, pero una lágrima salió de sus ojos.
—Perdóneme, Elias. Yo conozco a esa mujer. Es una historia muy triste y dolorosa. Si me deja unos minutos a solas, me recuperaré y le contaré todo, pero déjeme unos minutos—.
—Sí claro, cómo no—.
Elias estaba aturdido, no entendía lo que estaba pasando. Se defendía perfectamente con el castellano, pero había muchos giros que no entendía. Había visto en la cara de Salvador un gesto de tristeza que no tenía que traducirlo. Desde que cogió la foto se había encogido, Salvador parecía más pequeño, hundido, se había sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, las piernas dobladas y la foto entre las manos.
Elias se alejó unos metros. ¿Qué había querido decir, con que la conocía? ¿Y porque se hunde y llora? No sabía qué hacer, se alejó unos metros más, pero no quería perder de vista a Salvador.
Se dejó resbalar despacio con la espalda apoyada en la pared. Se sentó en el suelo con la fotografía en la mano.
¿Por qué el mar, tenía que sacar todas sus desgracias a flote, para revivirlas de nuevo? ¿No había sido suficiente, con todo lo que había pasado este tiempo? Se tranquilizó, respiró hondo y tomó la decisión de contárselo todo. Sería como una confesión. Le iba a contar, que a Isabel la habían fusilado, después de juzgarla en un Consejo de Guerra. Que a su hijo con toda seguridad no lo vería nunca. Que en las guerras y en las desgracias, el ser humano tiene necesidad de crear más vida y así ha sido siempre. Que no iba a culpar a nadie de lo que había pasado, solo a la maldita guerra que todo lo había destrozado. Que su hijo estaba muerto y que no supo nunca, que su mujer le había engañado y que su segundo hijo no era suyo. Que Aurora su mujer, murió porque no quiso vivir sin su hijo. Que cuando quería rehacer, lo que le quedaba de su vida, surge del Océano un moribundo con una fotografía en la mano, para recordarle lo infame que fue su existencia.
Salvador se levantó, se dirigió a Elias y le dio la fotografía.
—Elias es muy largo de contar y usted pensará que es increíble todo lo que le voy a decir. A mí me parece extraordinario que se hayan producido tantas casualidades, para que usted y yo estemos juntos en este barco—.
Elias cada vez estaba más sorprendido. Salvador le hablaba con una seriedad, que no dejaba un resquicio a la duda.
—Vamos a algún sitio tranquilo donde podamos hablar—.
Salvador le cogió del brazo y los dos fueron al camarote que servía como comedor. Cerró la puerta y se sentaron.
—Esa mujer, Isabel, está muerta. Era la viuda de mi hijo que murió unos meses antes. Ella fue condenada y fusilada por un Consejo de Guerra. Su hijo junto con mi otro nieto viven con sus abuelos, lo más seguro es que no lo vea nunca.—
Fue desgranando lentamente el relato de su vida. Sin rencor y sin odio. Le contó cual era su trabajo durante la guerra y la razón por la que estaba en ese barco. Le habló del miedo que se implantó en el Madrid de la Guerra Civil. Le contó la misión que tenía que acabar en Méjico, sin nombres ni apellidos, solo le leyó la declaración de Pedro Montones, sobre la violación y asesinato de Dolores. Le describió la vida que llevaban en su casa, una vez acabada la guerra, el infierno que se creó al acoger a su hijo y a su mujer, que lo despreciaba y a él que lo odiaba. La detención y condena de Isabel, sus intentos de salvarla y su fusilamiento. Su baja en la Policía. La muerte de su hijo y la de su mujer. El vacio que le quedó cuando se encontró sin nada. Su intención de vivir desde cero y el dolor que le produjo la jugada del destino al encontrarlo en el mar.
Elias escuchaba en silencio, varias veces le hizo repetir alguna frase, para entenderla de verdad. Cada vez estaba más perplejo. Le estaba contando una parte de su historia que le era desconocida. No vio el temor en la cara de los madrileños, ni fusilamientos, ni asesinatos. Solo vio lo que el Partido le quiso enseñar. Salvador le quiso demostrar que todo lo que había visto era propaganda. Que la guerra no fue una gesta romántica, en la que uno de los bandos se componía de buenos y el otro de malos.
Hablaron durante horas, cuando le contó los últimos días de Isabel, Elias bajó la cabeza y sintió como si le hubieran roto el corazón, diez fusiles disparando.
Los días que quedaban hasta atracar en Santo Domingo, los pasaron en silencio, no hubo partidas de cartas ni risas. El Capitán intuyó que algo pasaba entre ellos, pero no era su cometido, meterse en la vida de los demás.
El barco desvió su rumbo para navegar entre Puerto Rico y la isla de Santo Domingo, pasarían muy cerca de la isla de Mona, dejándola a babor. El Capitán llamó a Salvador y sobre la carta de navegación le dibujo la ruta que estaba siguiendo el barco.
—Mire Salvador, la tierra que ve a babor es la Isla de Mona, estos mares están plagados de tortugas gigantes, dentro de poco podrá ver por estribor, el extremo este de la Isla de Santo Domingo. Allí, si hay buena visibilidad, podrá ver lo que llaman los nativos La Punta Cana, en esas playas que puede ver a lo lejos, es donde este marino va a acabar sus días. Vamos a navegar a unos treinta kilómetros de la costa, pero podrá sentir la blancura de sus playas y el azul de sus aguas. Si los de aduanas no me “chingan” mucho, podré acercarme y pasar con mi mulata y mi niño, aunque sea unas horas. Luego viraremos al Oeste y navegaremos cerca de la isla de Zahona, que tiene el fondo plagado de estrellas de mar. Pasado Zahona reduciremos la marcha para echar el ancla cerca de Boca Chica y esperar el amanecer, para atracar en el puerto de la ciudad de Santo Domingo. Hace años, un tal Leónidas Trujillo dio un golpe de estado y ahora se llama Ciudad Trujillo. Es lo único que ha cambiado es el nombre, lo demás, la corrupción y la pobreza sigue igual—.
Salvador estaba deseando llegar a tierra, no solo para pisar suelo firme, sino para desembarcar a Elias y dejar atrás todo su pasado. La última noche no salió de su camarote ni se unió a los cantos de los marineros que sentían ya el final del trayecto.
Como había anunciado el Capitán, amanecía, cuando “El Galerna” entró en el puerto de Santo Domingo. El puerto estaba construido en la desembocadura del rio Ozama, en este puerto natural se estableció Cristóbal Colón y después su hermano Bartolomé, edificando la primera fortificación del Nuevo Mundo. Sus instalaciones eran mínimas, como si desde los tiempos de los españoles, pocas cosas hubieran cambiado. Las maniobras de atraque se prolongaron hasta las diez de la mañana. A esa hora apareció un coche, que paró cerca de la escalera de acceso al barco. Del coche bajó un hombre con traje y sombrero. A pie de la escalerilla le esperaban dos hombres de uniforme de la Policía Estatal. Los tres subieron a bordo. El Capitán les recibió y saludó a los tres. El hombre de traje era el cónsul americano, representante de los intereses ingleses en la isla, los demás oficiales de aduanas. Elias también saludó a los tres hombres y habló con el cónsul americano. Los trámites se realizarían rápidamente, el cónsul americano se encargaría del naufrago, los hundimientos de los submarinos alemanes le quedaban muy lejos a las autoridades dominicanas. Elias se despidió de toda la tripulación y del Capitán. Al llegar a Salvador, le dio la mano y se abrazó a él.
—Salvador. Le deseo que pueda empezar una nueva vida. Nunca le olvidaré. En estos días en el barco, he aprendido muchas cosas. Muchas gracias—.
—No sé si puedo decir que me alegro de haberle conocido. Le deseo que pueda volver pronto a su país—.
Elias bajó del barco con el cónsul americano, se metieron en el coche y salieron del puerto. Ahora empezaba la parte que más temía el Capitán.
Los dos oficiales de Policía de Aduanas habían solicitado toda la documentación del barco, de la carga y de la tripulación. Con tranquilidad caribeña empezaba el ritual de regatear la “mordida”.
...pero aquí no viene reflejada la procedencia de la madera, tendría que tener una factura que reflejara la venta...
...la fecha de revisión de los motores esta borrosa...
...no lleva completo el código de señales...
...el barco tiene mucha herrumbre...
...vamos a comprobar las luces de navegación...
El Capitán observaba a los dos estafadores de uniforme. Hiciera lo que hiciera tendría que pagar. Hasta que no se pagara, no se iniciaría la descarga de la bodega. Si se negaba, los de uniforme dirían que tienen que informar a su superior y tardaría horas en llegar. La única diferencia es que la “mordida” seria más elevada. Salvador se acercó al Capitán.
—¿Qué cantidad sería suficiente? Pregúnteles—.
El Capitán se volvió a los de uniforme y apartándoles un poco, les preguntó.
—Dicen que con doscientos sería suficiente—.
—Capitán, venga conmigo, por favor—.
Salvador lo alejó un poco de los policías y de la tripulación, que esperaba ansiosa el desenlace del duelo para bajar a tierra.
—Piden doscientos, pero les aguanto y con cincuenta se dan por satisfechos—.
—Capitán, aquí tiene trescientos dólares, con esto tienen que dejarnos en paz y además acelerar la carga y descarga para salir mañana por la tarde. Si se va ahora ¿tendrá tiempo para ver a su familia?—.
—Pero esto es mucho dinero, es cuestión de tiempo, ellos empiezan con doscientos y yo les voy bajando. Así ha sido siempre, esto es El Caribe. Si les ofrezco esto, son capaces de quitarse el uniforme y ayudar a descargar—.
—Capitán, tómelo como un regalo personal, para que pueda bajar a ver a su familia. Quiero llegar a Méjico cuanto antes—.
El Capitán se volvió hacia los uniformados y les informó de la oferta. En veinte minutos empezaron las operaciones para bajar la carga, una veintena de hombres esperaban en el muelle para realizar la descarga.
—Salvador tome cincuenta, no podía darles trescientos, les haría sospechar más de la cuenta—.
—Bueno, haga lo que quiera con los cincuenta dólares, déselo a la tripulación para que se tomen unos tragos—.
—Si les doy cincuenta dólares, no vuelve ninguno al barco. Yo, con veinte dólares, me lleva un taxi y me trae mañana—.
—Bien, hágalo como quiera—.
A mediodía, las maniobras habían terminado. El Capitán estableció, que saldrían al anochecer del siguiente día, luego salió a visitar a su familia. El resto de tripulación bajo a la ciudad, Gervasio Zulueta fue con ellos. Salvador y Román salieron pero volvieron pronto.
Al día siguiente, la tripulación se fue incorporando a lo largo de la mañana. Al mediodía estaba completa y cuando llegó el Capitán, se iniciaron las maniobras de salida del puerto. La noche cerrada les pilló en mar abierto.
Les quedaban todavía, mil quinientas millas por navegar. En cinco días llegarían a Veracruz. Su ruta pasaba al sur de Jamaica y Cuba, avistarían la isla de Cozumel y cruzarían bordeando la península de Yucatán directos hacia Veracruz.
Los días transcurrían tranquilos, el sol quemaba y la tripulación se escondía de sus rayos de mediodía. La escala les había sabido a poco y estaban deseando bajar a tierra sin la premura de un espacio de tiempo tan corto.
El Capitán buscó a Salvador y le habló.
—No sé lo que les pasó a ustedes ni me interesa, pero Elias me dio esto para usted. Se lo tenía que entregar cuando lleváramos dos días en el mar—.
Le pasó un sobre cerrado. “Para Salvador”, era lo que ponía como destinatario.
—Muchas gracias, ¿le dijo algo más?—.
—No, nada—.
Salvador se retiró a la sala que hacía de comedor. Abrió el sobre y lo leyó.
“Amigo Salvador: Perdone si hay alguna falta. Cuando lea esto estará en alta mar, camino de Méjico. En los días que he estado con ustedes en el barco, he comprendido algunas cosas que antes no había sido capaz de entender. Cuando fui a España a pelear, iba a luchar contra el fascismo y contra el ejército de Franco. Pensé que íbamos a liberar a los españoles. Luego conocí a Isabel y pasó lo que usted sabe. No me arrepiento, pero hubiera querido no haberle conocido o por lo menos que usted no se hubiera enterado. En el barco, después del naufragio, me he dado cuenta que he hecho daño a mucha gente. He tenido tiempo para reflexionar y después de estar tres días perdido en mitad del mar se piensa de otra manera. Ya no veo las cosas tan claras como cuando fui a España. El fusilamiento de Isabel me pareció una venganza cruel, pero cuando me explicó el motivo de su viaje a Méjico y la declaración del asesino, me pareció que yo había contribuido a toda esa locura. Yo me había alistado voluntario en una guerra, creyendo que mi bando perseguía la justicia y la libertad. Nunca hice caso de la gente que decía que se asesinaba en la retaguardia. ¡Cómo iba a ser cierto! Si luchábamos por la Justicia, si veníamos a ayudar al pueblo español. ¡Qué inocente! Yo solo veía una parte de la verdad. ¡Creí que era una guerra justa! ¡Ninguna guerra es justa! ¡Ningún bando quiere la justicia! Eso es lo que me han enseñado los días en el mar. Y usted me lo ha demostrado. Un hombre que cruza el Atlántico persiguiendo a un asesino busca Justicia. El Consejo de Guerra que condenó a Isabel buscaba la venganza. Yo, cuando me alisté voluntario, iba en busca de un ideal y encontré la aventura. Contribuí a agravar el dolor de mucha gente. Veo las cosas distintas ahora. Le pido perdón por todo el dolor que le he podido causar. Quiero que a partir de hoy mi vida tenga otro sentido, no sé como lo haré. Quiero ayudar a la gente, que la guerra ha destrozado. Si el destino nos respeta, creo que no nos volveremos a ver ¡Suerte! Elias”
Salvador volvió a leer la carta. Entendió que Elias era un buen hombre, al que una experiencia terrible había cambiado su forma de ser. También estaba de acuerdo en que no lo volvería a ver.
Desde babor podían ver la península de Yucatán, en un día entrarían en el Puerto de Veracruz.
El 20 de Diciembre de 1942, entraba en el Puerto de Veracruz, el carguero “El Galerna”. El Capitán había emitido informes diarios de posición al armador. Salvador supuso que la posición del barco se transmitiría a Jesús Sinarro y este avisaría a su representante en Méjico de la llegada del barco. Las faenas de atraque se realizaron más rápidamente que en Santo Domingo, debido a que el puerto estaba acostumbrado a ser puerta de entrada de mercancías de todo tipo para el país. El Capitán le dio a Salvador la dirección de un hotel en Veracruz donde siempre podría localizarlo. Inicialmente la fecha de partida de regreso no la sabía con seguridad, todo dependía de que el armador consiguiera la carga para España.
—Siempre me dijeron que el tiempo de escala en Méjico seria de más de un mes. ¿Usted cree que pueden adelantar la vuelta?—.
—Sin duda, yo no sé que le han podido decir, pero si contratan una carga, podemos salir en una semana—.
—Entonces tenemos que estar en contacto. No sé donde nos vamos a alojar, pero le tendré informado—.
Los trámites de aduanas fueron sencillos, subió un agente de aduanas, selló sus pasaportes y abandonó el barco. Oficialmente podían bajar a tierra.
Salvador había descubierto a un hombre en el muelle, que por su aspecto le hizo entender que no trabajaba en el puerto. Le hizo señas y él contestó con el brazo. Salvador bajó hasta el muelle. Sus pasos bajando la escalerilla, no le habían alertado lo suficiente sobre la sensación que sufriría al pisar tierra firme. Más de un mes acostumbrando al cuerpo a un balanceo continuo, hizo que se tambaleara y sus ojos se tuvieran que fijar en un punto concreto para recuperar la estabilidad. Cuando se afianzó y pudo soltarse de la barandilla se dirigió andando hacia el hombre.
—¿Es usted Salvador Vilches? Ya me pareció que no era de la tripulación. Soy Domingo Uceda. El representante de Jesús Sinarro en Méjico. Encantado de conocerle—.
Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo blanco y con marcado acento mejicano.
—Tengo órdenes de ponerme a su servicio en todo lo que necesite. He recibido indicaciones muy concretas sobre lo que pueden necesitar. Como me imagino que estarán cansados del barco, lo mejor será que les traslade al hotel en Veracruz—.
Era un torrente de palabras, se le notaba eficaz y conocedor de lo que hacía.
—Cuando bajen los demás, iremos al hotel—.
Desde la cubierta aparecieron Zulueta y Román, Salvador les hizo señas para que bajaran.
—Si es tan amable, puede decirles que no es necesario que bajen nada de equipaje, esta todo previsto ya en el hotel—.
Salvador les indicó que dejaran la bolsa que llevaban otra vez en el camarote. Él solo llevaba una cartera con documentos y papeles. Cuando hubieron bajado y hechas las presentaciones, los cuatro se dirigieron a un automóvil que estaba cerca de la salida del puerto. Era un coche americano incluso más grande que el que tenía Jesús Sinarro.
—Tienen habitación reservada en el Hotel Colonial, en el centro de la ciudad. El señor Sinarro me encargó que hiciera una serie de compras para los primeros días. En cada habitación encontraran en el armario, ropa que les he comprado y otras cosas que les harán falta. El señor Sinarro fue muy explicito en cuestión de tallas, pero si hay algún problema se compra lo que sea necesario. Yo estaré las veinticuatro horas del día a su servicio, en cualquier momento me podrán llamar y me presento—.
Llegaron al Hotel Colonial que estaba muy cerca de la catedral y del casco antiguo de la ciudad. Domingo Uceda debía haber repartido cuantiosas propinas, puesto que fueron recibidos con aparatosas muestras de reverencia por parte de los botones de la entrada. Los trámites de registro fueron rápidos. El mismo Director salió a recibirles y les saludó efusivamente. Salvador estaba intrigado por saber, que había contado de ellos en el hotel.
—Como imagino que querrán descansar y darse un buen baño, les dejo y si les parece bien, les vengo a buscar a las seis de la tarde y hablamos—.
Los tres hombres tardaron poco en acostumbrarse a un sólido suelo, sin vaivenes y a una cama sin el mecimiento de las olas. Salvador tardó un poco en quedarse dormido. Había retomado los planes para ejecutar la misión por la que estaba en Méjico.
A las seis estaba ya Domingo Uceda en la recepción, sentado en un sillón y fumando un cigarrillo. El primero en bajar fue Román, quien antes de sentarse con Uceda, había dado una vuelta por los alrededores del hotel. No había salido por curiosidad, sino para comprobar, en una primera ojeada, como era la zona en la que se situaba el hotel. Los días en el mar no le habían dormido sus instintos.
Cuando bajaron todos se reunieron con Domingo Uceda.
—Si les parece bien, les llevaré a un local a cenar y así empiezan a conocer los gustos mejicanos—.
Domingo Uceda, era nieto de uno de los oficiales de las tropas españolas, que junto con franceses e ingleses fueron mandados por sus gobiernos, en 1861, para derrocar al presidente Juárez y poder cobrar la inmensa deuda que su gobierno y los anteriores, habían contraído con aquellos países. El gobierno español y el inglés, fueron convencidos por el mejicano de que serian convenientemente pagadas sus deudas y se retiraron. No así las tropas francesas que habían sido mandadas para nombrar al Archiduque de Austria, Maximiliano, como Emperador de Méjico. Maximiliano desembarcará en el puerto de Veracruz, el 28 de Mayo de 1864, iniciando su reinado que acabará trágicamente con su fusilamiento.
El abuelo de Domingo Uceda, no regresó a España por culpa de una bella veracruzana, desertó del ejército español y se instaló en el puerto de Veracruz. Luego, se alistó como voluntario en las tropas del presidente Benito Juárez, que derrocaron e hicieron prisionero a Maximiliano. En Veracruz y gracias a sus buenos contactos con el gobierno mejicano, creo una pequeña empresa que representaba los intereses de los importadores españoles. Se adaptó a la vida en Méjico y amplió la empresa. Al morir el patriarca, su hijo siguió ampliando los negocios y ahora su nieto, se ocupaba de estos españoles que les había recomendado uno de sus clientes más importantes en España.
Domingo se pasó una buena parte de la cena explicando los complicados nombres de la amplísima oferta en la comida mejicana. Los recién llegados, miraban con asombro, la diferencia de costumbres con los españoles. Ninguno de ellos había salido nunca de España, eran como la inmensa mayoría de compatriotas, que por otras razones habían tenido que dejar la patria.
Cuando ya habían tranquilizado sus cuerpos y estómagos, Domingo les habló.
—El señor Sinarro es socio de uno de los más importantes clientes españoles que tenemos. No me ha explicado lo que viene a hacer en Méjico, solo me explicó que tendrían que localizar a un español en la ciudad de Puebla. Lo demás ni me lo dijo ni me interesa. Yo solo quiero que cumplan su misión y para eso estoy aquí. Este es un país especial, todo se compra y todo se vende, pero dentro de un control, quiero decir de un control del gobierno. La corrupción está en todas partes, pero también existen las leyes. Si cometen un delito es posible que con un soborno se puedan librar, pero también es posible que entren en una cárcel para toda la vida. Lo que les quiero decir, es que yo no tengo que estar enterado de lo que vienen a hacer, pero sería conveniente para ustedes y para mí que llegado el momento me dieran alguna información, por si les puedo ayudar. Aunque hayan salido de una guerra, no pertenezco a ningún bando, mi abuelo fue español, pero dejó España por otras muy distintas razones—.
A Salvador le pareció un hombre inteligente, estaba en un país extraño recién llegado y era lo único que tenía. No tenía más remedio que fiarse de él.
—Domingo, no es desconfianza en usted, si el socio de Jesús Sinarro se fía de usted, para mi es suficiente. Tenemos, es verdad, que localizar a un hombre en Puebla, y ahí sí que nos puede ayudar. Es el dueño de un restaurante que se llama “Chez Petó”, se trata de Ernesto Peláez Torres de unos treinta y tantos años, esta es su fotografía—.
Salvador le pasó la fotografía que tenía guardada en la cartera. Domingo la observaba.
Le fue rebelando el plan que había fraguado a lo largo de los días en el mar.