El mariscal que quiso ser marqués
En esta década de los sesenta del siglo XVI, Jiménez de Quesada mantuvo intactos sus sueños de grandeza a pesar del evidente aislamiento social al que era sometido por parte de los prebostes colombianos. Aun así, el veterano conquistador suspiraba por la obtención del tercer marquesado concedido en Indias, y lo cierto es que tenía argumentos de sobra para reivindicar dicho título. Hernán Cortés había sido marqués de Oaxaca gracias a la conquista de Nueva España, Francisco Pizarro fue marqués de la Conquista por la anexión del imperio inca. ¿Por qué no podía él ser noble? ¿Acaso no había conquistado el tercer imperio de América?
El mito de El Dorado flotaba en el ambiente de Bogotá tan fresco como cuando se conoció años antes, y muchos de aquellos pioneros desprovistos de fortuna se aglutinaron en torno al mariscal dispuestos a emprender bajo su mando nuevas aventuras que los condujeran al Reino del Oro. En 1569 se dieron las circunstancias precisas para que Quesada consiguiera una capitulación en la Audiencia de Bogotá y al fin pudo armar una expedición con el propósito de alcanzar la zona donde presuntamente se mantenía virgen el ámbito de sus anhelos. Si se culminaba con éxito esta aventura, las autoridades habían prometido en las capitulaciones que el camino del viejo andaluz hacia el marquesado quedaría franco, y no sólo eso sino que también sería hereditario para su descendencia.
La columna organizada por el mariscal era de cierta importancia para la época. En ella se integraban trescientos jinetes, mil infantes y mil quinientos indios porteadores a los que acompañaban grandes rebaños de ganado, muías y bastimentos suficientes para varios meses de expedición. En febrero de 1569 partieron de Santa Fe rumbo a El Dorado; lo que ignoraban por entonces es que aquella misión se prolongaría tres años y que acabaría en absoluto fracaso.
En este tiempo las marchas fueron muy exigentes por territorios hostiles y cuajados de trampas naturales. Inviernos duros, climatologías extremas y el ataque incesante de tribus muy belicosas que vendían caro cada metro ganado por unos españoles en cuyas filas se incubaban, no sólo la sedición, sino también las fiebres, el hambre y la desolación, pues el mítico Reino del Oro no aparecía nunca en el horizonte. Los porteadores morían o escapaban, los soldados caían al suelo víctimas del agotamiento extremo, las provisiones se agotaron y, como hemos dicho, al cabo de tres penosos años Quesada abandonó su entusiasmo inicial para dar la orden de regreso sin nada en las bolsas.
La entrada de los expedicionarios en Bogotá fue lamentable. De los mil trescientos hombres blancos quedaban tan sólo sesenta y cuatro; más grave aún fue el regreso de los indios porteadores, dado que de los mil quinientos que partieron regresaron únicamente cuatro. Asimismo, de los mil cien caballos y muías utilizados en la empresa sobrevivieron dieciocho. Todo ello supuso para el mariscal un rotundo golpe, no sólo a su imagen y pretensiones aristocráticas, sino también a sus arcas, pues de ellas desembolsó los doscientos mil pesos de oro que había costado aquella alocada aventura.
Cansado por el trajín de una emocionante vida, el anciano Quesada se retiró a su casona de Suesca para dedicar los últimos años de su existencia a la literatura. Y, en ese sentido, cabe comentar que dejó escritas algunas obras como las hoy perdidas Antijovio y Sermones, así como otras en las que relató su peripecia conquistadora en Nueva Granada (Ratos de Suesca y Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada).
A pesar de todo, Jiménez de Quesada siguió preparándose para el reto de descubrir El Dorado, pero enfermó de lepra, lo que le obligó a un forzoso retiro en la ciudad de Mariquita, donde falleció en 1579, a los setenta años de edad. Sus restos mortales reposan en la actualidad en la catedral de Santa Fe de Bogotá.