El imperio del Sol
Las capitulaciones facultaron a Pizarro para seguir descubriendo y poblando, en el plazo máximo de un año, hasta el límite del valle de Chincha (en la actual provincia homónima, perteneciente al departamento peruano de Ica). También se le concedieron los nombramientos de gobernador, capitán general y alguacil mayor, y su propio escudo de armas, en el que ya aparecían elementos alusivos al Perú, como la representación simbólica de la ciudad de Tumbes y varias balsas peruanas. Los Trece de la Fama, hasta entonces un heterogéneo grupo de desharrapados aventureros, quedaron elevados oficialmente a hidalgos. A su socio Diego de Almagro se le dio la tenencia de la fortaleza que hubiere Tumbes, con una renta anual de trescientos mil maravedíes, algo menos de la mitad de lo asignado a Pizarro, y le otorgaron el privilegio de hijodalgo; obtuvo asimismo la legitimación de su hijo Diego, habido con una india de Panamá. Para el fraile Hernando Luque se solicitó el obispado de Tumbes y se le nombró protector general de los indios. También había deberes para los conquistadores en la Capitulación. Pizarro se comprometía a organizar las huestes y a llevar religiosos. En los días que estuvo por la corte el capitán Pizarro se tropezó con el ya famoso Hernán Cortés, con quien cambió impresiones, extrayendo sabios consejos que luego le fueron muy útiles. El capitán, ya transformado en gobernador, realizó una visita a Trujillo, su pueblo natal, donde convenció a varios paisanos para que le acompañasen, incluidos sus hermanos Hernando, Gonzalo, Juan y Francisco Martín de Alcántara. Sólo el primero es hijo legítimo; los otros dos eran hermanos de padre, y el último, sólo de madre. De Trujillo pasó a Sevilla y de ésta, a Panamá.
Cuando Almagro se enteró de lo capitulado mostró un inevitable desagrado, pues se consideró, a todas luces, relegado en las prerrogativas concedidas. Pizarro, para contentarle, se comprometió a pedir para su compañero el nombramiento de adelantado. Quizá esta rivalidad entre ambos hubiera desaparecido con el tiempo, pero las diferencias que pronto nacieron entre Almagro y Hernando Pizarro —hombre de fuerte temperamento— no facilitaron las cosas. En todo caso, lo que estaba por llegar era tan maravilloso que las discrepancias se minimizaron en pos del objetivo común.
En enero de 1531 la tercera expedición de Pizarro estaba lista para emprender la marcha hacia el imperio del Sol. Contaba con tres navíos, poco más de ciento ochenta soldados, tres frailes y treinta y siete caballos. En la tríada de clérigos se encontraba fray Vicente Valverde, un sacerdote muy dispuesto que iba a desempeñar un importante papel en los próximos acontecimientos. Después de trece días de navegación desembarcaron en la bahía de San Maleo, un grado al norte de la línea ecuatorial.
Los jinetes prosiguieron la marcha por tierra aproximándose a la bahía de Coaque (costa de las Esmeraldas), donde obtuvieron un rico botín. Con el tesoro rapiñado Pizarro remitió dos barcos a Panamá con orden de reclutar más gente. Pero, a pesar de estos éxitos iniciales, la expedición pronto se las tuvo que ver con un clima muy adverso, en el que la lluvia no cesaba, provocando un escenario insalubre en el que muchos hombres sufrieron una epidemia de pústulas bermejas (verrugas enormes) que los diezmó. A esto hay que añadir el constante merodeo de animales salvajes que les atacaban con ferocidad amparados por la noche. De esa guisa permanecieron seis meses a la espera de refuerzos y comida. Al fin el aliviador socorro llegó y los hombres pudieron disfrutar con ricas viandas como cecina, queso, tocino y vino, aceptando de buen grado la incorporación de nuevos voluntarios que se sumaron a la empresa del Perú, como Sebastián de Belalcázar y el soldado-cronista Miguel de Estete.
Con estos contingentes frescos se reemprendió la marcha hacia el sur en un avance combinado por tierra y mar. Fue un penoso trasiego en el que los expedicionarios estuvieron a punto de sucumbir por la sed, a pesar de que en aquellos días llegó algún apoyo más desde Panamá, como el buque capitaneado por Hernando de Soto, en el que se encontraba Juana Hernández, la primera española que participó en la conquista peruana. El destino era Tumbes, la ciudad conocida por Pizarro unos años antes. En ese periodo la plaza había sido saqueada y expoliados todos sus tesoros. Tras contemplar las ruinas, los españoles sufrieron una gran desilusión, paliada, en parte, cuando algunos supervivientes indígenas les contaron el verdadero motivo de tanta desolación y éste no era otro sino que en los últimos años se había desatado con virulencia una guerra civil en el imperio inca, que les había dividido en dos facciones: los que seguían a Huáscar, que dominaba el Cuzco, y los que seguían a Atahualpa, en la sierra del Norte. Inmediatamente se dio cuenta Pizarro de que ese imperio así desgarrado podía facilitar su designio, pues encontraría aliados. La suerte para los incas estaba echada.