Gonzalo Jiménez de Quesada, la búsqueda del Reino del Oro

La empresa encabezada por este conquistador quedó oscurecida por los siglos, debido, en buena parte, a que dadas las circunstancias, no brilló ni quedó ensalzada como bien hubiera merecido en aquella época tan confusa. No obstante, hoy en día nadie discute que fue un logro digno de recibir grandes reconocimientos y que el papel desempeñado por este soñador supuso un innegable aporte de grandeza al luminoso imperio español.

Jiménez de Quesada nació en Córdoba en 1509 y siendo muy joven se trasladó a Granada, donde su padre trabajaba como juez impartiendo justicia entre los moriscos. Más tarde fortaleció su adolescencia sirviendo en los ejércitos españoles que luchaban por Europa. Aunque, finalmente, se decantó por la vocación jurídica y completó sus estudios de Leyes en Salamanca, para acabar nuevamente en Granada, donde ejerció su oficio hasta que en 1535 fue nombrado justicia mayor de la expedición capitaneada por Pedro Fernández de Lugo, quien se aprestaba a viajar hacia la colombiana ciudad de Santa Marta, con el cargo de gobernador. En noviembre de ese mismo año una flota compuesta por dieciocho naves con mil quinientos soldados, colonos y tripulantes zarpaba de Canarias con la pretensión de asegurar aún más el dominio español en aquel territorio denominado Nueva Granada. La escuadra arribó a las costas colombianas un par de meses más tarde, encontrándose un panorama desolador entre los pobladores, dado que estaban diezmados por las enfermedades y sin dirigentes que tuviesen ideas claras sobre cómo afrontar el terrible desasosiego que se había instalado en los moradores. Fernández de Lugo trajo, no sólo esperanza, sino también la serenidad suficiente para proseguir la colonización por aquellos territorios tan bellos como hostiles para los pioneros.

A las pocas semanas de su llegada se impuso la necesidad de avanzar por el cercano río Magdalena hacia las zonas donde se presumía la existencia de grandes y fértiles reinos llenos de oro y abundantes materias primas. Era el sueño por el que tantos españoles habían surcado las aguas atlánticas y, en aquellos años donde todo estaba pendiente de ser conquistado o explorado, el hábil gobernador no quiso atar en corto a los impetuosos aventureros que exigían expediciones rumbo al oropel. El propio Jiménez de Quesada animó a su jefe para que éste le concediera el mando de una columna que viajase al interior, precisamente donde los astutos indios les aseguraban la existencia de la justificación a su locura.

El 5 de abril de 1536 Quesada, en compañía de unos setecientos cincuenta hombres, partió de Santa Marta en busca de su particular El Dorado. El cauce del Magdalena le indicó la ruta a seguir y por ella avanzó con la ayuda de algunos bergantines, mientras que el grueso de su tropa caminaba por las riberas del imponente río americano. Las dificultades de la singladura fueron tan extremas como penosas: intentos de motín, clima adverso, hundimiento de casi todos los barcos excepto dos. En definitiva, circunstancias que invitaban sin demora al abandono de la empresa.

Fue aquí, sin embargo, cuando afloró el genio de Quesada y sus dotes para el mando en situaciones apuradas, y a pesar de haber perdido cientos de efectivos, el capitán español enardeció el ánimo de la columna con las acostumbradas promesas de riqueza una vez que culminara con éxito aquella misión casi suicida. Los expedicionarios prosiguieron la travesía de forma muy lenta, dado que la espesura ofrecida por la selva impedía un buen ritmo de marcha. Para mayor calamidad, los abastecimientos que debían llegar desde Santa Marta no afluyeron de la manera esperada, pues la zozobra de casi todas las naves enviadas por Fernández de Lugo tan sólo permitió que dos bergantines se unieran a otros tantos supervivientes, lo que se tradujo en una evidente escasez de pertrechos y víveres para un ejército cada vez menos numeroso, compuesto por hombres famélicos, puesto que, a los pocos meses de iniciada la aventura, tan sólo quedaban unos doscientos efectivos de la orgullosa comitiva que había salido de Santa Marta.

Finalmente, sin abandonar el Magdalena, Jiménez de Quesada se encontró con indicios de una cultura aborigen muy superior a las hasta ese momento conocidas. Se trataba de los chibchas, indios que vivían en las altas mesetas de los Andes colombianos centrales. Los chibchas tenían una civilización avanzada, con templos de piedra, estatuas y una metalurgia del oro muy refinada, aunque a cierta distancia de los mayas, aztecas e incas. Trabajaban el oro, extraían esmeraldas, fabricaban objetos de loza, cestería y tejían paños ligeros. El suyo iba a ser el último reino de gran riqueza descubierto por los españoles en América del Sur.

A principios de 1537, Quesada y los suyos avanzaban sobre las tierras altas pobladas por chibchas, que se encontraban por entonces divididos en cinco estados principales: Guanenla, al norte, en la meseta de Jerida, con un soberano llamado de igual modo; Sogamoso, en Iraca, cuyo jefe era el Sogamuxi; al este, Tundama, regido por un rey del mismo nombre. En el centro, Tunja, gobernado por el Zaque, cuyo poder llegaba hasta Vélez y Jamondoco; y Bogotá, poblado por los bogotaes, y regido por el Zipa, quien residía unas veces en Bacatá (Bogotá) y otras en Funzha (Muequetá). Este último era, sin lugar a dudas, el más poderoso de los chibchas, pues controlaba las dos quintas partes de la actual Colombia y ambicionaba anexionarse los otros estados que, por otra parte, estaban inmersos en pleno feudalismo y se debatían en luchas intestinas.

En aquel momento crucial, Quesada intuyó con certitud que había llegado su gran oportunidad y, al igual que Cortés o Pizarro, renunció al cargo de adelantado pidiendo a sus hombres que eligieran un capitán general, distinción que obviamente recayó en él mismo, lo que le concedía de facto independencia con respecto a la gobernación de Santa Marta. Quesada sospechó con fundamento que las disensiones indígenas le podrían beneficiar en su arriesgado empeño, aunque, a decir verdad, el estado de su tropa era más que lamentable. Por entonces, apenas le quedaban en pie ciento sesenta y seis hombres con armas absolutamente deterioradas a causa de la herrumbre y del excesivo uso.

En consecuencia, el desarbolado ejército tuvo que asumir el empleo de las tradicionales armas indígenas y con ellas lanzarse a una conquista homóloga, en la práctica, a la de sus antecesores Cortés y Pizarro. Durante dos años los españoles avanzaron por las mesetas colombianas recibiendo los terribles ataques lanzados por las tribus autóctonas. En ese tiempo fundaron ciudades como Vélez (enero de 1537) y dieron nombre a hermosos y fértiles valles como el de los Alcaceres. Acaso, en este periodo la principal oposición nativa fue la del Zipa Tisquesusa, un poderoso cacique dispuesto a resistir a ultranza ante la invasión extranjera. Durante meses, españoles e indios protagonizaron diferentes combates en los que el elemento nativo ofrendó, muy a su pesar, grandes ríos de sangre.

Al fin los núcleos de resistencia aborigen fueron vencidos por los españoles y los grandes caciques locales tuvieron que pagar incluso con la muerte la costosa presencia extranjera en sus tierras. Tras su apabullante victoria, Quesada sólo quería viajar a España, dispuesto a reclamar el honor de su triunfo ente las Cortes de Indias. Empero, algo le hizo contenerse por el momento, y es que tuvo noticias sobre la marcha de dos columnas hacia sus recién adquiridas posesiones. En una de ellas venía Sebastián de Belalcázar, el fundador de Quito, quien, advertido de las riquezas colombianas, quería tomar su parte en el festín.

En el segundo contingente se encontraba Nicolás Federmann, un hombre de negocios alemán metido a conquistador por mor de los acontecimientos y que llegaba desde los territorios venezolanos. La situación de Federmann era precaria hasta el más absoluto patetismo. Sus hombres, agotados y hambrientos, más parecían un grupo de mendigos que otra cosa, mientras que la tropa de Belalcázar, hombre curtido y avezado en cuestiones expedicionarias, exhibía un mejor aspecto.

Sea como fuere, Quesada desconfió de los dos visitantes y decidió pactar con ellos por cualquier eventualidad que pudiese surgir. Para mayor constatación de la presencia española en la futura Colombia, se fundó Santa Fe de Bogotá, el 6 de agosto de 1538. Según se cuenta, los testigos principales del nacimiento de la villa fueron estos tres capitanes, aunque en recientes investigaciones históricas se advierte que la inscripción jurídica de la villa se realizó el 27 de abril de 1539, con la única presencia de Quesada y Federmann, a los que más tarde se unió Belalcázar.

Estaba claro que los caudillos españoles pretendían la misma gloria en aquella empresa, por lo que Quesada, auténtico artífice de la conquista, enarboló una vez más sus dotes diplomáticas para llegar al mejor acuerdo posible entre aquellas huestes dispuestas a todo, y después de interminables conversaciones, pudieron rubricar una suerte de resoluciones que se aceptaron con mayor o menor agrado. Los acuerdos pasaban por que ninguno de los tres capitanes se alzara como jefe de los demás; asimismo los tres marcharían a España a dirimir el problema, mientras que en Santa Fe se quedaría como máximo responsable Hernando Pérez, el hermanastro de Quesada.

Elegido el Cabildo, y habiendo repartido las encomiendas siguiendo la división chibcha de provincias y cacicazgos, el 12 de mayo de 1539 partieron de Santa Fe los tres capitanes, los oficiales reales y treinta soldados, río Magdalena abajo. El 5 de junio entraron en Cartagena de Indias, y el 8 de julio se embarcaron para España, llegando en noviembre a Sanlúcar de Barrameda.

En 1541 el propio Hernando iniciaría por su cuenta una alucinada búsqueda de El Dorado que, por supuesto, no culminó en éxito y en cambio derivó en una absoluta catástrofe. Posteriormente llegó como gobernador Alonso Luis Fernández de Lugo, hijo del fallecido Pedro Fernández de Lugo, que entró en la población de Vélez en 1542 con el ánimo no sólo de poblar, sino también de obtener la máxima riqueza en aquella tierra de promisión. Era hombre soberbio y arbitrario, y estos feroces defectos fueron los que descargó sobre los Quesada para expulsarlos de Nueva Granada.

En 1544 Fernández de Lugo quedaba fuera de juego y su puesto era asumido de forma interina por Pedro de Ursúa, a instancias del visitador real Miguel Díaz de Armendáriz, el mismo que al fin ocupó definitivamente la gobernación de Nueva Granada dos años más tarde. Armendáriz publicó solemnemente las Leyes Nuevas y despachó varias expediciones a la Sierra Nevada del Norte, lugar en el que se presumían, a tenor de las informaciones indias, grandes riquezas.

En la zona habitaban los indios chirateros y los españoles realizaron fundaciones como la villa de Pamplona, plaza en la que se instaló Pedro de Ursúa tras combatir con éxito la resistencia de los naturales. En 1549 el territorio ya gozaba de un tejido social lo suficientemente consistente para crear Audiencia propia, asunto que se concretó ese mismo año en Santa Fe.

Pero ¿qué había pasado mientras tanto con Gonzalo Jiménez de Quesada y sus forzosos socios? Como ya sabemos, viajó en compañía de Federmann y Belalcázar a la corte española dispuesto a reivindicar su papel en la conquista de Nueva Granada. En noviembre de 1539 se presentaron los litigantes ante la Asamblea, pero para entonces ya había sido elegido como gobernador Alonso Luis Fernández de Lugo, por lo que Quesada y los otros quedaron de un plumazo al margen de cualquier petición. En ocasiones, la vida es tremendamente injusta y en esta oportunidad, en verdad, lo fue, pues a nadie más que a Quesada le cupo el mérito de aquella hazaña que en principio le negaron.

En cuanto a Nicolás Federmann, quien también deseaba ser partícipe en el descubrimiento de El Dorado, diremos que no tuvo mucha suerte, pues una vez en la Península tuvo que pelear judicialmente con los Welser, poderosa familia que había financiado el viaje del alemán en 1535 y que ahora le pedía cuentas por la falta de resultados. Federmann dio con sus huesos en la cárcel de Valladolid, donde falleció en 1542.

Por su parte Belalcázar tuvo mejor fortuna y obtuvo el cargo de adelantado y gobernador en Popayán, dados los evidentes méritos contraídos en años anteriores. No olvidemos que este célebre conquistador también buscó El Dorado en 1536 en una expedición durante la cual fundó las ciudades de Cali y Popayán (situadas ambas en la actual Colombia). Regresó a las Indias en 1540 con su flamante nombramiento y restableció el orden en su territorio: mandó apresar a Pascual de Andagoya, que se había autoproclamado gobernador de Cali, y a Aldana, que había hecho lo mismo en Popayán. En 1542 pasó al Perú para socorrer al gobernador de ese territorio, Cristóbal Vaca de Castro. Tres años más tarde intervino con una dotación de cuatrocientos hombres al lado del primer virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, para imponer la autoridad de éste contra las pretensiones de Gonzalo Pizarro.

Belalcázar luchó en enero de 1546 contra el hermano de Pizarro en la batalla de Iñaquito, en la que resultó herido y cayó prisionero. Puesto en libertad, volvió a su gobernación y tuvo que enfrentarse a Jorge Robledo, antiguo teniente suyo, que pretendía la posesión de las tierras conquistadas en Antioquia (en la zona noroccidental de la actual Colombia). Vencido Robledo, Belalcázar le condenó a muerte. Poco después recibió una requisitoria que solicitaba su propio procesamiento al acusarle tanto de los abusos cometidos por sus subordinados como de la muerte de Robledo. Cuando en 1551 preparaba el viaje a España para defenderse, le sorprendió la muerte en Cartagena de Indias.

En cuanto a Jiménez de Quesada, diremos que, hastiado de tanta burocracia, se dedicó a viajar como renacentista por el viejo continente. Fueron nueve años en los que dilapidó su fortuna hasta las últimas monedas. Una vez de regreso a España, volvió a sentir la llamada de América debido, en buena parte, a las incesantes historias que circulaban en la península Ibérica sobre El Dorado que él tanto había conocido. Eran tiempos de fiebre aurífera, lo que provocaba un constante goteo migratorio hacia América, y Quesada no quiso perder ocasión de volver a exigir sus derechos sobre Nueva Granada, aunque lo cierto es que el Consejo de Indias permaneció inflexible ante las demandas del veterano conquistador, recordándole de paso el capítulo poco honorable acerca del trato injusto sufrido por el Zipa Tisquesusa e implicando directamente al cordobés en la muerte del jefe indígena. A estas alturas, el desolado Quesada no disfrutaba de ningún reconocimiento oficial por su gesta. En la propia Nueva Granada se le había abierto años antes un juicio de residencia y ahora en España se le imponía una severa multa por sus actuaciones en América, así como la orden de no acercarse a las Indias durante un año. No obstante, el andaluz era de natural testarudo y decidió, sin poco más que perder, perseverar en el empeño de regresar a la tierra por él conquistada, para en ella recibir las distinciones que sin duda le pertenecían. Y a fe que lo consiguió, pues con el tiempo le reconocieron su valía otorgándole el cargo honorífico de mariscal en Nueva Granada con el privilegio de regidor perpetuo en Santa Fe de Bogotá. A esto se añadía una discreta asignación anual de cinco mil ducados. El conjunto de cargos rehabilitaba al viejo aventurero y le devolvía a su teatro de operaciones, lugar en el que hizo acto de presencia cuando corría el año de 1561, justo en el momento en el que un alucinado puso en peligro la estabilidad de Nueva Granada.