Habían transcurrido treinta y tres días desde que una flotilla compuesta por dos carabelas y una nao, bajo pendones de Castilla y Aragón, dejara atrás las costas pertenecientes al archipiélago de las Canarias. Fueron, sin duda, las jornadas más estremecedoras vividas por expedición alguna en aquellos años de expansión geográfica y naval por el globo terráqueo. Los poco más de cien hombres que integraban las tres tripulaciones ardían en deseos de regresar a casa, un clima de sedición inundaba la escuadra y su capitán, don Cristóbal Colón, había agotado la provisión de tretas y excusas en el intento de convencer a los temerosos marineros para que trabajasen un día más, una hora más, un minuto más. No en vano, aquel conglomerado de caballeros, buscavidas y aventureros transitó por mares hasta entonces ignotos y, a decir de las muchas leyendas que adornaban los océanos cuajados de innumerables peligros, éstos, tarde o temprano, se cebarían en ellos. Fue entonces cuando el destino acudió en ayuda de sus trémulas almas sedientas de tangible seguridad y, justo en el momento álgido de la desesperación, una luz lejana vaticinó el hallazgo más inesperado que vieron los siglos. A las dos de la madrugada del 12 de octubre de 1492, año de nuestro Señor, Juan Rodríguez Bermejo —marinero vigía de la Pinta y erróneamente conocido más tarde como Rodrigo de Triana— dio la voz de alarma a sus compañeros con el deseado grito de «¡Tierra!». Sin embargo, este protagonista de tan singular descubrimiento no pudo cobrar la recompensa establecida por los Reyes Católicos en diez mil maravedíes para el primero que atisbara suelo firme, pues el propio Colón se arrogó, egoístamente, el derecho de ser el primero en vislumbrar costa, argumentando que él mismo había visto unas luces en la lejanía momentos antes de que el tripulante sevillano diera el aviso. Pocos podían intuir que en ese remoto lugar del planeta Tierra se comenzaban a dar los primeros pasos de uno de los episodios más sorprendentes que jamás vieron los seres humanos. Ocurrió en Guanahaní, una reducida pero exuberante isla del archipiélago que hoy conforma las actuales Bahamas, en un mar al que llamamos Caribe como recuerdo de los aborígenes que habitaban aquellos lares. En dicho día los tres buques de reducidas dimensiones y fletados por la corona española recalaron en sus costas verdes y frondosas tras varias semanas de singular travesía. Los autóctonos, presas de la curiosidad, se agolparon en las playas para vislumbrar de cerca el prodigio que ante ellos se ofrecía, pues en verdad creyeron que aquella imagen de la que eran privilegiados testigos representaba la llegada sobrenatural de extraños seres barbudos recubiertos de metal a bordo de tres inmensas casas de madera. Algo en todo caso digno de ser contado al calor de sus hogueras tribales en noches propicias para la narración de leyendas cuyos protagonistas provenían del ámbito celestial. Tras el desembarco de los españoles, su flamante almirante tomó con solemnidad posesión en nombre de Castilla y Aragón de la novísima latitud, bautizándola con el esclarecedor nombre de San Salvador. El contacto entre los recién llegados y los indios, como así eran llamados por los europeos, fue sin duda amistoso y pronto ambos grupos se intercambiaron ofrendas en señal de paz conciliadora.

Colón, capitán de la empresa y recién ascendido por su hallazgo a la categoría de gran almirante de la Mar Océana, utilizó toda clase de recursos gestuales para comunicarse y obtener de sus nuevos amigos las máximas indicaciones sobre las pistas que se debían seguir hasta alcanzar el verdadero objetivo de la expedición, que no era otro sino arribar a Cipango (Japón) o Catay (China), con lo que se justificaría, no sólo el mecenazgo de Castilla y Aragón sobre tan magna empresa, sino también su personal certidumbre acerca de la ruta occidental entre el viejo continente y Asia, asunto que abriría inmejorables expectativas de negocio para los patrocinadores de la hazaña y para él mismo. Seguramente, en aquella trascendental jornada, don Cristóbal recordó con una sonrisa irónica todos los avatares y circunstancias por los que había atravesado hasta llegar a ese punto que él suponía cercano al éxito, dando por buenos los capítulos de ansiedad, incomprensión y desidia a los que había sido sometido por los que no quisieron dar crédito a su arriesgada hipótesis viajera.

No es mucho lo que sabemos sobre los primeros años del hombre que, en etapas sucesivas, llevaría los nombres de Colombo, Colom y Colón; ni siquiera los investigadores históricos más próximos al personaje se ponen de acuerdo a la hora de certificar su lugar exacto de nacimiento. A lo largo de los siglos se especuló con diferentes procedencias dado el extraño hermetismo del que hizo bandera en toda su existencia. Sus escritos fueron siempre en castellano, lo que abonó aún más el campo de la confusión. Muchos pensaron que vino al mundo en Cataluña, y que tras una turbia existencia como corsario combatió a las escuadras aragonesas; otros ubicaron su origen en Mallorca, Ibiza, Galicia, Portugal… Lo cierto es que hasta que aparezcan mejores pruebas, la mayoría de los exégetas colombinos se inclina por la hipótesis italiana y Génova como sitio preferente a la hora de explicar razonablemente la llegada al mundo de don Cristóbal, que aconteció en 1451. También parece confirmado el oficio textil del progenitor, aunque otros aseguran que la familia Colón estaba claramente vinculada a la navegación y de ahí el pronto enrolamiento del joven Cristóbal en buques que trazaban rutas comerciales por el Mediterráneo. Sea como fuere, el clan de los Colón estaba asentado desde tiempos pretéritos en las aldeas de Quinto y Quezzi, muy próximas a Génova, un dato revelador sobre la raíz italiana del futuro almirante, quien siendo mozo sintió la necesidad de navegar, acaso como esbozo de un propósito que años más tarde conmocionaría al mundo entero. A su faceta inicial como comerciante debemos añadir la de corsario al servicio de Renato de Anjou, en cuyas naves el bisoño marinero, de apenas veinte años, hizo armas y trabó conocimiento por primera vez de los mares atlánticos, los mismos que le condujeron hasta litorales portugueses en 1476, año decisivo para nuestra historia pues en dicha fecha la peripecia vital de Cristóbal Colón dio un giro absolutamente esencial.

Durante sus primeros años de vida en el mar Colón adquirió multitud de conocimientos, no sólo en lo que a la navegación se refiere, sino también en otras disciplinas que a la postre le revistieron de la pátina renacentista tan necesaria para entender el progreso en su tiempo. El muchacho era de naturaleza estudiosa y aprovechó la lenta monotonía de los trasiegos marítimos para robustecer su afán de sabiduría leyendo cuantas obras cayeran en sus manos. Aunque no había recibido educación formal, no tardó en aprender latín y en dominar las teorías cosmográficas que imperaban en la Europa de su tiempo. Posiblemente, su obra literaria favorita y que siempre le acompañó en cada viaje fue El libro de las maravillas de Marco Polo, personaje con el que se sentía plenamente identificado, lo que le invitó a soñar con emular algún día las gestas del veneciano, pero en sentido contrario, ya que el célebre explorador había llegado a China por vía terrestre, siguiendo la ruta oriental, y él tenía la convicción de que existía un camino marítimo más corto por Occidente. También llegó a conocer en profundidad las Sagradas Escrituras, en particular los libros proféticos. Tal vez fue esto lo que poco a poco convenció al ambicioso navegante de que Dios lo había elegido para realizar grandes proezas.

En el mencionado año de 1476 la flota corsaria en la que servía atacó a una escuadra comercial italiana que navegaba junto a la costa de Portugal. El barco en el que se encontraba Colón, en el fragor de la batalla, recibió diversos impactos de artillería, lo que provocó un incendio en la nave que hizo temer por su destino. El genovés, viendo que su suerte podría acabar allí mismo, optó por saltar al mar prefiriendo morir ahogado que en medio de aquellas llamas infernales. La distancia respecto de la costa lusitana era demasiado grande, dado que el joven se encontraba a unos catorce kilómetros del litoral y eso en principio se antojaba difícil para cualquiera por muy bien que nadase. Sin embargo, su tenacidad y sus ganas de vivir le hicieron dar una brazada tras otra hasta conseguir llegar a tierra. Completamente exhausto, sintió bajo sus pies la solidez del suelo lusitano. Colón consideró entonces que lo que le había ocurrido no era más que una señal del Altísimo sobre la verdadera misión que él debía asumir en la historia.

Una vez establecido en Portugal, su nuevo país de acogida, se alistó en diferentes expediciones marítimas. Un año más tarde visitó Thule —nombre atribuido a Islandia y que por entonces la mayoría de veteranos tripulantes consideraba uno de los confines del mundo—. El propio Colón llegó a asegurar que había superado en cien leguas las costas islandesas. Esta aventura debió de significar mucho para el intrépido viajero, el cual entendió que aquella gesta cubría con excelente nota el primer capítulo de su proyecto fundamental. Lo más probable es que al navegar por el océano glaciar Ártico conociera las viejas sagas vikingas en las que se referían los hechos protagonizados por los antiguos nórdicos en el siglo X, cuando el navegante Eric el Rojo y su descendencia contactaron con Groenlandia, para más tarde tomar la ruta sur que les condujo hacia tierra continental americana, lugar al que bautizaron con el nombre de Vinland (Tierra del Vino). Lo cierto es que Colón creyó a pies juntillas los relatos vikingos que demostraban su particular teoría sobre la existencia de Tierra Firme más allá del Atlántico, justo el camino que él pretendía trazar hacia Asia oriental.

En 1479 se casó con la noble dama portuguesa Felipa Moniz de Perestrelo, hija de un antiguo gobernador de Porto Santo, experto marino y aficionado cosmógrafo. La suegra de Colón le entregó a éste todos los mapas y papeles de su difunto marido. Y es de suponer que entre los legajos encontrara algo más que datos náuticos o cartografías conocidas. Muchos piensan que el suegro de Colón tenía conocimientos certeros sobre la realidad de un nuevo continente al otro lado del Atlántico y que dichos saberes sirvieron para que el futuro almirante ampliara su perspectiva del magno viaje que ya estaba perfilando en su mente.

Don Cristóbal se asentó con su esposa varios años en Madeira, donde posiblemente ultimó los detalles de su ya fortalecido plan de actuación. En las Azores no dejó de escuchar atentamente los fantásticos relatos ofrecidos por veteranos marineros, los cuales aseguraban con vehemencia que tras jornadas envueltas por tormentas y vientos, algunos barcos eran desplazados en sentido contrario al continente africano dando con sus maderas en unas tierras desconocidas de las que pocos sobrevivían para contarlo. A estos detalles, más o menos fabulados, Colón añadió otras pruebas, como la presencia en Madeira o Canarias de figurillas labradas, que aparecían en las playas después de violentas tempestades y que, al parecer, no se identificaban con culturas conocidas. Asimismo, los lugareños contaban que en ocasiones surgían de las aguas cadáveres con rasgos diferentes al de los africanos, lo que abonaba aún más el misterio en torno a lo que podía encontrarse yendo hacia Occidente.

Otros hombres habían escuchado esos cuentos con relativa indiferencia. ¿Y qué si había tierras distantes al oeste? Los marineros portugueses habían descubierto ya las islas de Cabo Verde y las Azores. Posiblemente habría otras islas aún más lejos. Pero ir deliberadamente en su busca era tarea tan desesperada como la de encontrar trigo en el desierto más desolador. Colón, sin embargo, escuchó estos relatos con ávido interés, pues materializaban la existencia de sus postulados geográficos. Irónicamente, estas teorías —que en última instancia le llevarían a descubrir el Nuevo Mundo— se basaban en un cúmulo de falsas informaciones y conclusiones erróneas. Colón había grabado a fuego en su mente los textos apócrifos en los que se decía: «El tercer día Tú ordenaste que las aguas se congregaran en la séptima parte de la Tierra: seis partes Tú has desecado…» Sobre la base de estas líneas, él había llegado a la conclusión de que, de las siete partes del globo, seis estaban hechas de tierra seca y la séptima de agua. Al igual que la mayoría de los hombres cultos de su tiempo, Colón aceptaba el hecho de la circunferencia de la Tierra, por lo que le parecía perfectamente lógico que las masas continentales de Europa, África y Asia ocuparan, en conjunto, los requeridos seis séptimos del globo. Si todos los océanos ocupaban la séptima parte restante, el Atlántico no podía ser tan grande después de todo. En realidad, su estudio de las obras de Ptolomeo y Marco Polo le había hecho llegar a la conclusión de que la tierra comprendida entre África occidental y Asia oriental se extendía hacia el este en una distancia superior a 280° de un total de 360° que comprendía la circunferencia de la Tierra. De esta suerte, razonaba, la distancia en dirección oeste desde África occidental hasta Asia oriental podía ser recorrida en un viaje de menos de 80° de longitud.

Sólo quedaba traducir esa cifra a millas. Aquí cometió un grave error. Ignorante de que la milla árabe es más larga que la europea, utilizó la cifra árabe de sesenta y dos millas y media por grado de longitud en el ecuador —en el ecuador hay en realidad sesenta y nueve millas europeas por grado de longitud—. Entonces, decidiendo que el primer viaje transatlántico convenía hacerlo en la latitud de las Canarias, donde un grado de longitud es más pequeño que en el ecuador, recortó aún más la cifra hasta cincuenta millas por grado de longitud. Multiplicando cincuenta millas por 80° de longitud, obtuvo el resultado de cuatro mil millas como medida de la distancia existente entre las Canarias y Asia Oriental.

Colón se mostraba un tanto impreciso sobre el destino último de su viaje, pues él, como la mayoría de la gente en la Europa del siglo XV, sólo tenía una vaga idea sobre la geografía del lejano Oriente. Describía, pues, su meta alternativamente como Catay (China), Cipango (Japón), India (las Indias) o el Imperio del Gran Khan. No obstante, sabía en líneas generales lo que quería, consiguiendo, gracias a sus dotes de comunicador verbilocuaz, que otros también se interesaran en el proyecto debido a sus magistrales pero enigmáticas exposiciones públicas.