Nota de la autora

La Historia y sus protagonistas conducen en ocasiones a la desesperanza, como ocurre en el momento actual, pero nos brindan también encrucijadas apasionantes, en las que confluyen personajes enfrentados a situaciones endiabladas que les obligan a crecerse hasta convertirse en titanes. La que relata esta novela es una de ellas.

Aunque la Edad Media pasa por ser un período oscuro, sin más color que el de la sangre, lo cierto es que sus páginas están cuajadas de argumentos inspiradores. Y pocos resultan tan atractivos como los reunidos en este arranque del siglo XIII mediterráneo, que anunciaba un Renacimiento precoz segado de cuajo por la Peste Negra que sobrevino poco después. Un tiempo de efervescencia cultural y de enfrentamiento brutal entre poderes, en el que la erudición convivió con una crueldad despiadada. Días de ferocidad ilimitada y cortesía deslumbrante, que nadie representa tan fielmente como Federico de Hohenstaufen y Altavilla, rey de Sicilia y emperador romano-germánico, cuya vida he tratado de recrear con rigor, incluso ateniéndome en las anécdotas a lo que las crónicas cuentan de él. Únicamente me he permitido la licencia de llevarle a morir a su isla querida, en un castillo cercano a Catania, llamado de Paterno, que la tradición local reivindica como su última morada, pese a que la mayoría de los biógrafos sitúan este acontecimiento en una fortaleza de Apulia.

Pero no es Federico el único gigante que me ha fascinado hasta el punto de llevarme a devolverle a la vida. La mayoría de los actores de esta historia son seres reales, que nos dejaron su huella imborrable: Pedro II de Aragón, el «rey gentil», héroe de las Navas de Tolosa y víctima en Muret de un inquebrantable apego a la honra caballeresca; el papa Inocencio III, príncipe de los príncipes de la Iglesia; Simón de Monforte, exterminador de los cátaros, cuya auténtica y trágica epopeya rescato de las fábulas de ciencia ficción tejidas en torno a ellos por algunos escritores menos escrupulosos con la verdad; Balduino de Jerusalén, el leproso hijo de las cruzadas; Al Kamil; Saladino el Grande; Federico el Barbarroja; Constanza de Aragón; su madre, la influyente reina Sancha; Miguel Escoto; Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los Dominicos; Diego de Osma; Francesco di Bernardone, a quien recordamos como san Francisco de Asís…, y tantos otros hombres y mujeres contemporáneos, cuya mera mención nos lleva a evocar paisajes y sucesos fascinantes.

En cuanto a las referencias al Tarot, he procurado no desviarme demasiado de la guía que ofrecen Daniel Rodés y Encarna Sánchez en su Libro de Oro del Tarot de Marsella, aunque se trata de un recurso literario que no pretende en modo alguno reflejar en toda su profundidad los secretos de este antiguo saber.

Al igual que mis trabajos anteriores, no sólo he recorrido los lugares que describo para empaparme de su esencia, sino que me he documentado en fuentes de la época, como los Anales del Reino de Aragón, tanto como en trabajos de autores actuales (Michel Roquebert, Mariateresa Fumagalli Beonio, David Abulafia, Ernst Kantorowicz, Adela Rubio Calatayud, Steven Runciman, Andrés Jiménez Soler, Isabel Falcón Pérez, etcétera) a quienes debo el placer de haber transitado con comodidad por esos caminos tortuosos. Suyo es el mérito histórico. Los errores, sólo míos.