Capítulo XIX

En Palermo, Constanza estaba inmersa en otro tipo de trance, igualmente grato aunque no tan gozoso: el nacimiento de su primer hijo, que llevaría por nombre Enrique en honor a su abuelo paterno.

El feliz acontecimiento había sido predicho tiempo atrás tanto por Braira como por Miguel Escoto, si bien este último había errado al aventurar el sexo de la criatura, ya que, al pedir a la reina que le tendiera una mano a fin de leer en ella ese dato, la futura madre le había presentado la izquierda, señal inequívoca, a su entender, de que lo que estaba por llegar sería niña.

No fue hembra, sino varón. Claro que, en el preciso instante de traerle al mundo, ese error de apreciación carecía de importancia a ojos de la parturienta.

Tendida sobre una cama cubierta de reliquias, rodeada de comadronas y de cortesanos parlanchines, la soberana se concentraba en mantener el decoro pese a los dolores del parto, convencida de que una dama de sangre real ha de comportarse como tal en cualquier circunstancia, incluidas las más duras.

No podía faltar mucho para que el alumbramiento llegara a su fin, pues en los últimos minutos las contracciones ya no iban y venían de tanto en tanto, sino que eran continuas. ¡Si hubiese podido disfrutar de un poco de intimidad! —se decía, mordiendo un paño para evitar gritar—. ¡Si al menos le hubieran ahorrado la humillación de exponer sus partes pudendas a la visión de todo aquel gentío! Mas era preciso, por el bien del reino, que varios testigos dieran fe de la veracidad de todo el episodio, a fin de impedir que se pudiese actuar con engaño cambiando a una criatura por otra. De ahí que estuviera dando a luz a la vista del público, entre comentarios más o menos afortunados de los dignatarios congregados a su alrededor.

Finalmente, tras no pocas horas de agonía, entre las piernas de la reina asomó su cabecita un niño robusto, que fue recibido con sumo cuidado por la jefa de las parteras. Era prácticamente calvo, de puro rubio; colorado, arrugado, empapado en un líquido sanguinolento y, pese a todo, precioso. Eso al menos le pareció a su augusta madre, quien, con treinta años cumplidos, casi había abandonado la esperanza de conocer esa dicha.

En cuanto le cogió en sus brazos olvidó el dolor, la angustia y hasta la vergüenza, derramando lágrimas de felicidad a las que pronto se sumó Federico, loco de alegría ante el nacimiento de ese heredero que garantizaba la continuidad de su estirpe en los tronos de Alemania y de Sicilia.

Ya podía marchar tranquilo a por su corona imperial, cuya entrega condicionaban los príncipes teutones a la presencia física de su soberano en Alemania. Sabía que no sería un camino fácil, pues habría de enfrentarse no sólo a Otón, sino a bastantes ciudades reacias a acatar su soberanía, pero estaba decidido a luchar por lo que era suyo. Así se lo exigía el orgullo y así lo había dispuesto el destino, tal y como demostraban los astros, coincidentes con los naipes de Braira.

—Yo, Federico de Hohenstaufen y Altavilla, seré emperador del Sacro Imperio Romano —le prometió a su esposa, besándola agradecido por el maravilloso regalo que esta le acababa de hacer—. ¡Palabra de caballero! Y él —señaló al bebé— será mi sucesor.

—Dios lo quiera —contestó ella, exhausta, viendo con alivio cómo se despejaban al fin sus aposentos de la muchedumbre que los abarrotaba.

Antes de partir a por su nueva corona, era menester que Federico asegurara su posición en Sicilia, para lo cual hizo coronar al pequeño Enrique, cuando todavía estaba en mantillas, en presencia de toda la corte congregada en Monreale.

Constanza hubiera querido convencer a su esposo de los beneficios que obtendría al abandonar sus sueños imperiales y contentarse con gobernar su hermosa isla, mas sabía que sería un empeño inútil. Así que le dejó marchar, a comienzos del año siguiente, consolándose de su ausencia con ese pequeño infante que pronto corretearía por los jardines del palacio.

Gualtiero se fue a la guerra con su señor, como no podía ser de otro modo. Braira le vio partir con una pena honda en el corazón, aunque algo en su interior le anunciaba que uno y otro regresarían sanos, salvos y victoriosos. Con lo que le había costado llegar hasta donde estaba —se decía—, era imposible que todo acabara de ese modo repentino. La vida, pensaba entonces, tenía que tener algún sentido, discurrir por carriles lógicos, premiar y castigar con arreglo a criterios justos. Poner a cada cual en su sitio.

—No estés tan segura, querida —solía advertirle la reina—. El azar se divierte a menudo zarandeándonos a su albedrío.

—Pero al final todo vuelve a donde debe estar —replicaba ella, mostrando una gran seguridad en sí misma.

—Ya te darás cuenta de que no es así, aunque será inútil todo lo que yo pueda decirte ahora. La experiencia es la única maestra infalible en esta materia.

—¿No creéis vos que volverán?

—Lo deseo tanto como tú y rezo para que así sea, no porque lo considere justo desde mi punto de vista, lo que resulta de todo punto indiferente, sino porque apelo a la misericordia del Altísimo. Su concepto de la justicia es inabarcable para nuestra mente. Cuanto antes te des cuenta, menos sufrirás.

Desde que se había casado, la occitana acudía con menos frecuencia al consejo del Tarot pues se sentía plena. Federico, por el contrario, había consultado a las cartas antes de embarcar, necesitado como estaba siempre de conocer el designio de los hados. Le había preguntado a ella y también a su astrólogo de cabecera, con quien Braira evitaba en lo posible cruzarse. Ambos habían coincidido en sus buenos presagios, para tranquilidad del monarca, lo que no impedía que, por orden de su esposa, se multiplicaran las novenas dedicadas a orar por ellos.

Toda ayuda era poca dado el peligro al que se enfrentaba.

Las cartas que el rey extraía al azar una y otra vez eran, sin embargo, las mejores de la baraja: el Carro, el Emperador, el Sol, con sus rayos fulgurantes proyectando magnetismo; el Mundo, en forma de mujer coronada de laurel, anuncio seguro de triunfo, horizontes ilimitados, éxito, salud y fama deslumbrante… Era imposible pedir más a la fortuna, y las primeras noticias que trajeron los correos despachados desde su campamento a Palermo no hicieron sino confirmar estos augurios.

Llegado a Génova sin novedad, había logrado escapar a una emboscada tendida contra él por los milaneses, aliados de Otón, a orillas del río Lambro. En el mensaje redactado de su puño y letra presumía con su habitual altanería:

Aunque algunos de los nuestros perecieron en el ataque, yo me encuentro a salvo después de huir, con la ayuda de Gualtiero y una agilidad asombrosa, a lomos de un caballo sin ensillar ¡Estoy en una forma magnífica! Nadie va a poder conmigo. Continuamos viaje hacía los Alpes, tal como estaba previsto, decididos a cruzarlos antes del invierno y así alcanzar para entonces nuestro destino final en Maguncia.

Al mismo tiempo, en la corte, Constanza mataba las horas con su hijo, sus damas y sus perros, que durante la ausencia de Braira habían sido confiados a Guido, quien no tardó en tomarles tanto cariño como su cuidadora habitual.

Eran animales ya mayores, pero seguían siendo fieros. Nadie podía acercarse al pequeño Enrique en ausencia de su madre, de la dama favorita de esta o de la niñera que se encargaba de atenderle habitualmente, si Oso o Seda estaban cerca. Actuaban como auténticos cancerberos del niño, que disfrutaba subiéndose encima de ellos cual si de caballos se tratara, tirándoles de las orejas o metiéndoles la manita en la boca, sin que ninguno de ellos esbozara jamás un gesto amenazador. Mientras vivieron, fueron el mejor y más preciado juguete del príncipe. Dos compañeros leales como nadie volvería a serlo, llamados a endulzar con su presencia sus primeros años.

Braira también cuidaba del pequeño con el mismo cariño que habría dado a uno de su propia carne, tal vez porque al preguntar a las cartas por él en su momento, cuando había descubierto su juego ante doña Constanza, allá en Aragón, había percibido señales confusas que le hacían temer constantemente por su seguridad. Nada concreto. Indicios difíciles de interpretar, suficientes, empero, para mantenerla en vilo. Alarmas que ni entonces ni ahora se había atrevido a confesar a la reina, quien se mostraba más convencida que nunca del poder adivinatorio de su dama, toda vez que su hijo había recibido ya, tal y como pronosticara esta en su día, la corona de rey de Sicilia.

El tiempo transcurría despacio, pues únicamente parece correr cuando el peligro acecha o las arrugas de la piel y del alma nos hacen comprender que queda poco. Las jornadas se sucedían tediosas, muy parecidas unas a otras, en ausencia de los hombres de palacio. No podía sospechar Braira, mientras cosía o hilaba junto al fuego, intercambiando chismes con las otras damas, que muy pronto añoraría ese aburrimiento.

Sucedió una noche a la hora de la cena.

La occitana se había entretenido en el zoológico, al que acudía últimamente con frecuencia en compañía de Guido. Había aprendido a disfrutar de la contemplación de esos animales extraños, de comportamiento imprevisible, que tanto estupor le habían causado a su llegada al complejo palaciego.

No dejaba de constatar lo insólito que resultaba invertir una fortuna en fieras que en sus lugares de origen eran temidas y cazadas, pero gustaba de ver comer a los leones, cuyo poderío salvaje le parecía de una enorme belleza; se reía viendo gesticular a los simios, tan dados a imitar cualquier movimiento humano, y sentía una especial fascinación por una pareja de muías rayadas, blanquinegras, que parecían imposibles de domesticar.

—¿De dónde saca el rey estos ejemplares que nunca se han visto en tierras cristianas? —le había preguntado esa tarde a su amigo.

—Algunos, como los grandes gatos, los ha mandado traer de África.

—¿A qué precio?

—Lo ignoro, aunque imagino que sería alto, no debe de ser fácil capturar a una de estas bestias viva, y se nota que no han sido criadas en cautividad. Son demasiado bravas como para haber comido de la mano de nadie.

—¿Y los demás?

—Algunos son regalos de los sultanes con los que tiene tratos en Egipto o en otros reinos lejanos, y la mayoría han llegado hasta aquí a través de mercaderes conocedores de la afición de nuestro señor por esta clase de rarezas.

—¿Realmente le interesan los animales o es más bien una excentricidad llamada a singularizarle entre todos los demás gobernantes? —quiso saber la dama, que empezaba a conocer a su soberano.

—Le fascinan —respondió Guido con convicción—. En cuanto sus obligaciones se lo permiten, viene a observarlos, a estudiar su comportamiento e interrogarnos a mi padre o a mí sobre cualquier observación novedosa que hayamos hecho. Nada le enfurece más que enterarse de que alguno ha muerto o está enfermo.

Lo cierto es que Braira llegó tarde a la cena, cuando ya la mesa estaba servida, por lo que, tras disculparse con la reina, fue a ocupar un lugar discreto, en un extremo alejado de doña Constanza, cerca de la puerta por la que entraban y salían los criados.

Con cierta rabia observó cómo Brunilde, una de las doncellas más ambiciosas de la corte, de origen normando, siempre en pugna con Laia, se había sentado en el que era habitualmente su sitio y desplegaba sus encantos ante la señora, aprovechándose de su ausencia para avanzar posiciones.

Así eran las cosas en palacio. Ascender un escalón en la estima del rey o de su consorte justificaba cualquier sacrificio o traición. Nadie perdía una oportunidad de medrar, a costa de lo que fuera, y Braira era, por la influencia que ejercía sobre los monarcas, víctima de muchas envidias.

No bastaba con ser leal o incluso obediente para tener asegurado el sosiego. Era menester guardarse las espaldas constantemente de quienes no se conformaban con practicar con maestría el arte de la adulación, sino que estaban dispuestas a todo con tal de ganarse el favor real. Y allí estaba ella, la rubia Brunilde, con su sonrisa petrificada, riendo las gracias a la soberana…

—¡Ya se las verá conmigo! —pensó Braira enfurecida—. Si está urdiendo algún plan para quitarme el puesto, se ha equivocado de adversaria.

Acababa de formular la frase en su cabeza, cuando el sujeto de sus pensamientos se desplomó como una marioneta a la que le cortaran los hilos, cayendo al suelo con gran estrépito. Todo el mundo se precipitó a socorrerla, excepto Braira, que estaba convencida de que aquello era puro teatro destinado a llamar la atención. Ella se quedó ostensiblemente donde estaba, manifestando claramente su desprecio.

No era consciente de lo que ocurría, porque Brunilde no estaba fingiendo. Con el rostro de color verdoso, sacudida por terribles convulsiones, la muchacha vivía sus últimos minutos lanzando miradas vidriosas a su alrededor. La reina había visto antes los efectos del veneno, por lo que reconoció los síntomas inmediatamente. Era indudable que aquella chica había sido víctima de alguna ponzoña especialmente letal, que en un abrir y cerrar de ojos terminó con ella.

¿Quién sería capaz de matar a esa inocente?

—Deberíais interrogar a Braira —sugirió al punto Laia, lanzándose a la ocasión, mientras fingía secarse las lágrimas con un pañuelo de hilo bordado con sus iniciales—. Todas estamos al tanto de la rivalidad que había entre ellas y no hay más que ver lo tranquila que se ha quedado viendo morir a mi pobre amiga.

—Ella jamás haría una cosa así —contestó la reina.

—¿Cómo podéis estar tan segura? —terció otra de las presentes—. ¿Conocéis bien su pasado? Se dicen cosas de ella que no me atrevo a repetir…

—¡Basta ya! Braira es inocente, no me cabe duda. ¿Habría sido tan estúpida como para no intentar siquiera disimular de haber sido ella la asesina? Me duele que mis propias damas se comporten así con una persona a la que profeso gran cariño. ¿Debería acaso sospechar yo de alguna de vosotras? Sí, tal vez deba hacerlo… ¡Retiraos! Necesito quedarme sola para reflexionar.

Salieron todas, cuchicheando en voz baja, con el miedo metido muy dentro en el cuerpo. También iba a marcharse la acusada, cabizbaja, reprochándose a sí misma la mezquindad con la que se había comportado con la difunta, cuando la detuvo Constanza.

—Tú no, Braira. Quédate. Quiero hablar contigo.

—Señora, Dios sabe que yo no he sido, aunque os confieso que no sentía gran simpatía por Brunilde.

—No creo que quien la ha matado tuviese nada en contra de ella. ¿Qué piensas tú?

—Estoy desconcertada. No puedo ayudaros.

—¿No te habían alertado de nada las cartas últimamente?

—Hace tiempo que no las saco de su estuche. Desde que marcharon el rey y Gualtiero permanecen guardadas.

—Pues deberías preguntarles. Tengo para mí que la víctima que buscaba quien puso ese veneno en la comida eras tú, y no nuestra pequeña Brunilde. Ella ocupaba tu lugar en la mesa y era demasiado insignificante como para merecer esa suerte. Desgraciada o afortunadamente, incluso para atraer la atención de un asesino hay que ser alguien en esta corte.

—¿Cómo podéis creer tal cosa de mí? —replicó la muchacha, sinceramente sorprendida, pues la posibilidad de ser objeto de un atentado ni se le había pasado por la imaginación—. ¿Quién querría hacerme daño? Seguro que se ha tratado de un accidente.

—Lo dudo… Ya vas teniendo edad para saber que la bondad anida en muy contados corazones mientras que la maldad, a menudo ligada a la estupidez, abunda. Hace mucho que te aconsejé que te guardaras las espaldas. ¿Se te ha olvidado el incidente de la araña? Las casualidades no existen; créeme. Alguien quiere matarte.

—¡¿Pero quién?! ¿A quién he podido ofender?

—Se me ocurre más de un nombre, aunque carezco de pruebas. En todo caso, ya no estás segura aquí. Como has podido comprobar, ni siquiera tus compañeras parecen tenerte en gran estima, hasta el punto de llevarme a sospechar si no será una de ellas la autora de esta vileza. Es el precio que pagas por tu poder. Nadie regala nada en esta vida, tenlo por seguro, y cuanto más valiosa es la mercancía, más se eleva la cantidad a desembolsar.

—No sé qué decir, majestad —mintió ella a sabiendas, pues en su cabeza ya empezaba a rondar la idea de que alguien hubiese descubierto su condición de hereje y decidido tomarse la justicia por su mano—. No he hecho nada para verme en esta situación.

—Ya lo creo que sí —le rebatió la reina, pensando en la influyente posición que se había ganado con su arte—, pero no importa. Voy a encomendarte una misión lejos de Palermo, hasta que se calmen las cosas. Irás a buscar a mi hermano Pedro, en Aragón, para llevarle un mensaje que sólo a ti puedo confiarte. Quiero saber si está dispuesto a respaldar la causa de mi marido y si, llegado el caso, podemos contar con sus fuerzas. Sé muy bien que Federico le ha enviado embajadores, pero también lo han hecho el papa y Otón, además del rey de Francia. Él estará dudando de qué lado decantarse.

—¿Y qué puedo aportar yo frente a tantos hombres expertos en el arte de la diplomacia?

—Tu intuición, tu sinceridad, tu lealtad y tu capacidad para la adivinación. Todas ellas cualidades de las que carecen los embajadores. Ve a Zaragoza, no pierdas la carta que te entregaré, que te servirá de salvoconducto para acceder hasta mi hermano, y escucha con atención su respuesta. Mi futuro y el de mi esposo pueden depender de ella. También el tuyo, por supuesto. Si te quedas aquí es muy posible que la próxima vez no acuda la suerte en tu auxilio.