Capítulo IX
Las bodas de Constanza con el soberano de Sicilia, un muchacho de catorce años, estaban prácticamente concertadas. Doña Sancha había encontrado una nueva corona para su hija, con el auxilio del Papa, quien había propuesto como novio a su pupilo, Federico de Hohenstaufen, cuya custodia ejercía desde que le fuera encomendada por la madre del niño, viuda del emperador Enrique VI, poco antes de morir.
El arreglo, fraguado a través de embajadores, contemplaba el envío inmediato a Sicilia de doscientos exponentes de la mejor caballería aragonesa, cuya fama, ganada en la guerra contra los sarracenos, traspasaba con creces los confines del reino hispano, así como la aportación posterior de otros quinientos jinetes, que viajarían desde Barcelona junto a la prometida para incorporarse a los ejércitos de su esposo.
En la isla más hermosa, más rica y más codiciada del Mediterráneo un adolescente obligado a convertirse prematuramente en hombre aguardaba a la que sería su mujer con el ansia de quien espera simultáneamente a una amante, a una consejera y a una aliada indispensable.
Trataba de imaginársela a partir del retrato que le habían hecho llegar sus diplomáticos, preguntándose si, pese a su avanzada edad, sería realmente tan atractiva como le aseguraban. Consultaba a sus astrólogos sobre el momento más propicio para celebrar los esponsales y la manera de asegurarse un descendiente varón, a ser posible en el primer intento. Repasaba mentalmente su situación, que otro cualquiera en su lugar habría calificado de desesperada, trazando planes detallados sobre el modo de aprovechar ese matrimonio para cumplir el grandioso destino que, estaba seguro, le había reservado la fortuna.
Su reino meridional, las Dos Sicilias, conquistado a los mahometanos por los antepasados normandos de su madre, se deshacía en luchas intestinas entre facciones enfrentadas. La herencia germánica de su padre, un imperio que abarcaba desde Polonia hasta Dinamarca e incluía a Inglaterra, Borgoña y una gran parte de las ciudades de la Italia septentrional sometidas por el Barbarroja, era objeto de disputas enconadas entre su tío y regente, Felipe de Suavia, y Otón de Brunswick, candidato de la Santa Sede. Su legado estaba sumido en el caos, pero él estaba seguro de saber deshacer los entuertos. ¡Por supuesto que lo lograría!
La partida acababa de empezar y él estaba empeñado en ganarla.
Su espíritu había sido forjado en el crisol de la soledad. A base de golpes, amenazas e intrigas había aprendido a trocar el temor por ira, tras darse cuenta de que no hay emoción más útil cuando se trata de acumular energía a fin de seguir adelante. Siendo pequeño, en el transcurso de sus correrías de caza o mientras le instruía alguno de sus maestros en las artes de la poesía, las ciencias o la conversación en las múltiples lenguas necesarias para comunicarse con sus súbditos, se había preguntado a menudo quién le defendería de los lobos que le acechaban si sus propios progenitores le habían abandonado a su suerte al poco de ser destetado. ¿Quién sino él mismo?
El miedo le había llevado a la rabia, antesala del odio, y este le había hecho fuerte a la vez que egoísta. Lo suficientemente fuerte y egoísta como para dejar de buscar culpables y hacer frente a sus circunstancias.
Su padre, cuya crueldad con los súbditos normandos de su esposa no conoció límites, había fallecido repentinamente antes de nacer él, a los pocos días de desarticular una conjura en la que las malas lenguas involucraban a la propia reina. Su última aparición en público había coincidido con la ejecución del cabecilla de la trama, que tardó horas en morir después de que el verdugo le clavara en la cabeza una corona de hierro calentada al rojo vivo.
Constanza de Altavilla, su madre, una anciana de cuarenta años en el momento de traerle milagrosamente al mundo en Jesi, un 26 de diciembre del año 1194 de Nuestro Señor, apenas había sobrevivido un año y medio al alumbramiento. El tiempo suficiente como para asistir al arranque de la guerra civil entre alemanes y normandos que siguió a la muerte del rey, y poner a su retoño bajo la tutela del único soberano con suficiente poder como para garantizar su supervivencia en un mundo de barbarie despiadada: el papa.
Él era el único fruto de esa unión, que nunca conoció el amor, y se recordaba a sí mismo siempre zarandeado por unos y por otros, utilizado como moneda de cambio, privado de caricias, de cariño, de ternura.
¿Realmente había sido alguna vez niño? ¿Había podido darse ese lujo? En sus pesadillas revivía aquel episodio acaecido cuando tenía seis o siete años, no podía recordarlo exactamente, en pleno fragor de la ofensiva desencadenada por Marcoaldo de Anweiler, un antiguo feudatario de su padre que se había aliado con los sarracenos de la isla, sojuzgados aunque no vencidos, para hacerse con un poder que no le pertenecía.
—¿Dónde estás, ratoncillo? —gritaba el enorme guerrero teutón por los pasillos del gran palacio real, vestido de hierro, cubierto con un yelmo en forma de cabeza de dragón y empuñando una espada ensangrentada—. Sal de tu agujero, no tengas miedo, no voy a hacerte daño…
Federico había corrido hasta quedarse sin aliento, arrastrado por su preceptor, en busca de un refugio seguro en el que esconderse.
—¿Por qué huyes, pichoncito? ¿No quieres ser un águila y volar alto, como tu papá? De todas formas, te encontraré, y cuando lo haga, te arrepentirás de haberme causado tantas molestias…
El felón jamás habría conseguido penetrar en la fortaleza levantada por el gran Roger, su bisabuelo, vencedor de los ismaelitas y descendiente de los vikingos que llegaron a poner en jaque al mismísimo rey de Francia, pero un miserable renegado, a cambio de oro, había abierto para él un portón lateral por el que se habían colado sus tropas de élite. Y no contento con ello, le acompañaba por los pasadizos más recónditos del castillo, donde sabía que se ocultaba él.
—Federico, criatura escurridiza, ya estoy aquí, ya puedo oler tu miedo… ¡Da la cara de una vez!
—Aquí me tienes, traidor —se había encarado entonces el príncipe con el gigante, pese a no llegarle ni siquiera a la cintura—. ¿Te crees más hombre por haberme capturado? ¡Mátame aquí y ahora, si tienes redaños!
—Eso sería una estupidez por mi parte, fierecilla. No necesito un rey muerto sino un rey cautivo, que haga lo que yo le ordene si es que quiere seguir vivo.
—Pues no te daré ese gusto. Ya que tú no te atreves a terminar conmigo, yo te ayudaré a hacerlo.
Ante la perplejidad de los presentes, el niño se había despojado de sus vestiduras y había comenzado a golpearse la cabeza contra la pared, al tiempo que se infligía heridas por todo el cuerpo con una daga que utilizaba con soltura impropia de su edad.
—¡No pisotearás mi dignidad, villano! —espetaba a su captor—. ¡Antes me arrojaré al fuego que dejarme manejar por un infame como tú! ¿Ves lo que hago? ¡No tengo miedo, no te tengo miedo, ven y remátame ya con esa espada que ha derramado la sangre de mis leales!
Habían pasado siete años desde entonces. Marcoaldo no se había atrevido a provocar la ira del papa asesinando a su pupilo, y había sido finalmente derrotado en una cruzada en la que participó lo más granado de la nobleza normanda y destacó por su bravura un joven caballero, llamado Francisco de Pietro de Bernardone, hijo de un próspero mercante de tejidos de la ciudad de Asís. Un hombre grande, de corazón bondadoso, que más tarde cambiaría la armadura por el sayo.
Siete años de zozobra, de violencia continua, de fiera resistencia a los embates de sus enemigos. Siete años durante los cuales la defensa a ultranza de Inocencio salvó la vida de Federico.
Según el calendario era todavía un muchacho, aunque había vivido ya lo que muchos hombres curtidos habrían sido incapaces de soportar. Por eso no estaba dispuesto a seguir siendo tutelado. Nada más cumplir los catorce, proclamó su mayoría de edad y aceptó la esposa que le proponía el pontífice. Dijo sí a la infanta aragonesa, sabedor de que casi le doblaba la edad, porque no tenía la fuerza necesaria para oponerse a la voluntad de su tutor. Todavía no. Y porque su reina venía acompañada de un contingente de guerreros aragoneses bregados en cien batallas y célebres por su arrojo.
Constanza apenas sabía nada de esta historia. Sólo que se disponía a desposar a un rey-niño de facciones correctas y gesto decidido, según el dibujo que le habían hecho llegar los representantes de su prometido, con quien, a decir de Braira, engendraría un hijo varón. Era consciente de que sería su última oportunidad, por lo que estaba decidida a emplearse a fondo para conquistar su corazón.
Si él quería una madre, madre sería. Si lo que deseaba era una esposa ardiente, sabría utilizar su experiencia para complacer sus más íntimos caprichos. Y si resultaba ser una aliada fiable lo que buscaba en ella como hija de la Casa de Aragón, honraría ese acuerdo de mutuo auxilio. Estaría a la altura de las circunstancias. Convertiría Sicilia en un verdadero hogar, para lo cual se llevaría consigo todo aquello que embellecía su vida en Zaragoza: a sus damas favoritas, entre las que destacaba la misteriosa occitana, a sus cocineros, a dos o tres de los juglares cuyas trovas ensalzaban como ninguna la belleza de la mujer… Sí, se aferraría a lo mejor de su tradición. No volvería a repetir la insufrible experiencia húngara.
Antes de marchar, sin embargo, era menester ocupar las largas jornadas de asueto que se repetían, monótonas, lo que conseguían las personas de su séquito a base de juegos de salón como el ajedrez o las cartas; música, poesía, lectura de vidas de santos, bordado, rezos y, sobre todo, chismorreo. Una de las pocas aficiones que todas sin excepción compartían.
—Dicen que nuestro señor don Pedro ha tomado una nueva amante más joven que la anterior —apuntaba esa mañana una de las más lenguaraces integrantes del círculo íntimo de la soberana.
—¡Pobre doña María! —se compadecía otra—. Ella languideciendo en su castillo de Montpellier, donde la mantienen prisionera por orden de su propio esposo, y él yendo y viniendo de un lecho a otro sin recato.
—Esa desdichada lleva la maldición en la sangre —apuntaba una tercera, perversamente satisfecha de las desgracias que relataba—. Su madre fue una princesa bizantina prometida al padre de don Pedro, que, tras un viaje interminable, llegó tarde a su propia boda y se encontró a su novio en trance de desposar a la reina doña Sancha.
—Nunca amó mi hermano a su mujer —intervino de pronto doña Constanza, creando de inmediato el silencio a su alrededor—. Se casó con ella únicamente para extender sus dominios al norte de los Pirineos, como si no tuviera suficiente con el Reino de Aragón y los condados de Barcelona, Besalú, Cerdaña, Rosellón y Pallars, que le legó nuestro padre. Tengo para mí que ya en el mismo altar pensaba en hurtarle su heredad a doña María y repudiarla cuanto antes, alegando la validez de su primer matrimonio del que tiene, creo, dos hijas. Sin embargo, mientras se resuelve su demanda en Roma, debería profesarle al menos el respeto que se merece una soberana.
—Desde que ella quedó encinta de su hijo Jaime, engañando al rey con una artimaña —insistió la charlatana—, él no ha vuelto a acercársele ni a mirarla a la cara. Comentan quienes la han visitado en su encierro que cuando el rey está en Montpellier evita incluso su mesa y hasta el ala del castillo en la que ella tiene sus aposentos. Todo porque doña María se cierra en banda a sus pretensiones de divorcio y ha presentado ante la Santa Sede las pruebas que avalan la anulación de su anterior enlace, llevado a cabo sin su consentimiento y con un hombre al que la unían lazos de consanguinidad.
—¿Qué queréis decir con eso de artimañas? —terció Braira—. ¿Cómo podría una mujer engañar a un hombre en un trance semejante?
Todas rieron ese comentario, que revelaba una ingenuidad impropia del entorno en el que estaban. La Aljafería no era precisamente un cenobio, ni los tiempos favorecían la pacatería. Sexo, engaños y juegos de cama eran moneda común entre los miembros de la nobleza y sus allegados, quienes demostraban maestría en el lenguaje de los guiños, los gestos y los sobreentendidos. Hacía mucho que nadie se escandalizaba de nada que tuviese relación con el amor carnal, cuyas bondades cantaban los juglares, disfrazando algunos pasajes, eso sí, con bellas metáforas florales o gastronómicas cuyo verdadero significado era evidente para cualquiera que tuviera experiencia en los salones.
—¿De dónde has salido querida? —interpeló a Braira doña Laia, cuya aversión hacia la occitana era de público dominio y que gozaba de una bien ganada reputación por su descaro—. ¿Nos tomas el pelo?
—No. Es que no comprendo cómo…
—Muy sencillo, niña —le aclaró la que estaba contando la anécdota—. Doña María solicitó el auxilio de un rico hombre de Aragón, llamado Guillén de Alcalá, para conducir a su marido hasta su lecho, haciéndole creer que se encontraría allí con otra mujer a la que llevaba tiempo cortejando y que era pariente del tal Guillén. La única condición que ponía la supuesta amante era que el encuentro se celebrara en la más absoluta oscuridad, a lo que el rey accedió de inmediato. Y así cayó en la celada, cual pichón, encantado de solazarse durante toda la noche con la que creía su querida.
—La reina —remató otra de las reunidas, orgullosa de estar en el secreto de todos los detalles del caso— quedó encinta tras el encuentro y dio a luz a un niño de extraordinaria fortaleza, que enseguida llevó a la iglesia de Santa María y al templo de San Fermín para dar gracias al Señor por haberle hecho ese regalo. De regreso a sus aposentos, encendió doce cirios del mismo peso y tamaño, con los nombres de los doce apóstoles, prometiéndose a sí misma dar a su pequeño el nombre del que más tiempo luciera, que resultó ser el llamado Jaime. Dos años ha cumplido la criatura sin que su padre se haya dignado visitarle ni le quiera reconocer, e incluso hay quien piensa que su mano estuvo detrás del accidente que sufrió el infante cuando una piedra de gran tamaño cayó en su cuna, haciéndola añicos sin que él sufriera daño. ¡Ese niño será un gran rey!
—Pues su padre no le ha visto nunca —apuntó, despectiva, la de Tarazona— y ni siquiera conoce su nombre, toda vez que le llama Pedro las raras veces que lo menciona.
—No sé lo que dirán al respecto tus cartas —agregó la reina, dirigiéndose a Braira—, pero sin necesidad de consultarlas yo puedo augurar que mi insigne hermano debería guardarse mejor de las mujeres; mejor dicho, de su desmedida afición a frecuentarlas, o terminará pagando cara esa lujuria.
—¡Qué hablen las cartas, que hablen las cartas! —solicitaron a coro varias de las presentes, entusiasmadas ante la perspectiva de poner nuevamente a prueba la habilidad de esa extranjera que con tanta frecuencia acertaba en sus premoniciones.
—No es posible sin el concurso del interesado —repuso Braira, intentando zafarse del compromiso.
—Yo escogeré un naipe al azar pensando en don Pedro —se ofreció la reina—. Sólo uno, por el simple placer de jugar.
Dicho y hecho. Tras el ritual de rigor, consistente en mezclar, revolver y de nuevo barajar, con los ojos cegados por una cinta de seda, Constanza apartó una lámina del montón y la depositó, boca abajo, frente a Braira. Esta le dio la vuelta lentamente y lo que todas vieron fue al Enamorado, en posición invertida.
La imagen era tan locuaz que apenas requería explicación. Mostraba a un muchacho apuesto, de piernas esbeltas y melena ondulada, cortejado por una mujer joven, lozana, de sonrisa seductora, que le acariciaba el corazón invitándole a enamorarse, mientras se tocaba el vientre sugiriendo la posibilidad de darle un hijo. Él, entretanto, contemplaba a otra mujer mayor, situada a su derecha y portadora de una corona de sabiduría, que le apoyaba amorosamente un brazo en el hombro ofreciéndole consejo y protección. Entre las dos, el enamorado parecía a punto de decantarse con la mirada por la opción más sabia, mientras Cupido, situado sobre él con el arco tensado, se disponía a lanzarle un dardo precisamente allí donde la tentación había colocado su delicada mano.
—Las infidelidades de su majestad —sentenció la cartomántica— acabarán sin duda ocasionándole problemas. No sólo con las mujeres, sino en asuntos de mayor gravedad. De una gravedad que él ni siquiera alcanza a sospechar…
—El papa ha ordenado a mi hermano que otorgue al infante don Jaime y a su madre la dignidad que merecen o se prepare para recibir una censura pública —informó la reina a las presentes, tras unos instantes de reflexión—. Aquella ceremonia celebrada en Roma, de la que tan ufano regresó él, tenía naturalmente sus contrapartidas, que de un modo u otro deberá satisfacer.
Don Pedro había sido, en efecto, el primero de los reyes aragoneses en recibir la corona de manos del mismo papa. Hasta entonces, todos sus antecesores habían ocupado el trono sin más trámite que ser armados previamente caballeros. Él, por el contrario, deseaba recabar el apoyo del sumo pontífice para las campañas militares de reconquista que planeaba emprender en Mallorca y Menorca, reconociendo a cambio con su gesto la supremacía del poder de Roma.
Los pormenores de la coronación los conocía de sobra Braira, por haber oído relatar el episodio en más de una ocasión, motivo por el cual no tenía el menor interés en volver a escuchar la narración de lo ocurrido en aquel glorioso día. Le urgía mucho más saber lo que hasta ese momento no se había atrevido a preguntar. Y por eso, al calor del nivel de intimidad que había alcanzado la conversación, tuvo el valor de plantear a su señora:
—Perdonad mi osadía, majestad, pero ahora que se menciona a nuestro soberano, desearía preguntaros por los acontecimientos que se están produciendo en mi tierra natal, Occitania, de la que hace muchos meses que no tengo noticias. Desde que salí de allí con mi hermano, en circunstancias que ya conocéis (al narrar su precipitada fuga la chica había omitido confesar el credo cátaro de su linaje, presentando su partida como el mero fruto de la preocupación paterna por su seguridad ante la guerra inminente), no he vuelto a saber nada de mi familia…
—Es comprensible tu inquietud, querida. Por desgracia, no puedo decirte gran cosa, si no es que ahora mismo se encuentra allí el rey intentado una mediación que ponga fin al inútil derramamiento de sangre provocado por la negativa de los herejes a renunciar a su error.
—¿Sangre, mi señora? ¿Se han cumplido por tanto los peores augurios?
Constanza le habló entonces de la matanza de Besés y de lo que había sucedido a continuación…