Capítulo XXIV

Frente al castillo de Muret, resignada a una muerte segura, Braira elevaba sus plegarias al cielo confiando en que el final fuera rápido. Estaba entregada a la fatalidad y dedicaba sus últimos pensamientos a las pocas personas que amaba de verdad: Gualtiero, Mabilia, Guillermo, doña Constanza… Su compañía era lo único que iba a echar de menos en la otra vida. Por lo demás, el mundo que abandonaba le parecía en ese momento un lodazal inmundo. Un lugar del que más valía escapar.

A poco de comenzar la batalla había corrido en el campo el rumor de que don Pedro regresaba ya victorioso, lo que había desatado la consiguiente oleada de entusiasmo y atraído a un número mayor de curiosos. Un movimiento que resultó ser suicida, ya que quienes se abalanzaron sobre la muchedumbre allí apiñada no fueron los caballeros de Aragón, sino los cruzados de Simón de Monforte, unidos a su habitual cortejo de chusma.

Una vez aclarada la confusión, los más rápidos de entre los vencidos corrieron al río Garona, donde algunos lograron embarcar hacia la salvación de Tolosa y la mayoría se ahogó intentando en vano cruzarlo. Peor suplicio aguardaba a los que permanecieron en el recinto, ya fuera paralizados por el terror, ya confiando en la clemencia de los vencedores, pues fueron pasados a cuchillo uno a uno.

En total unos veinte mil occitanos comparecieron ese día ante el Señor.

Braira se encontraba en el momento del asalto a dos pasos de la tienda que ocupara la noche anterior el monarca aragonés, y allí intentó refugiarse, más por instinto que respondiendo a una conducta racional. Fue capturada enseguida por uno de los oficiales franceses de alta cuna, que, dado el aspecto aristocrático de su prisionera, se propuso averiguar su identidad antes de entregarla a la soldadesca o enviarla directamente a la hoguera. Pero él la interrogaba en la lengua de oil, idioma que ella no entendía, lo que hacía imposible la comunicación entre ambos.

Estaba empezando a enervarse ya el cruzado, cuando la muchacha creyó divisar a lo lejos el perfil familiar de su hermano, cuya forma de caminar le resultaba inconfundible. Por más extraña que le pareciera esa visión, no tenía nada que perder, lo que la llevó a gritar a voz en cuello su nombre, confiando en que los ojos no la hubieran engañado. Su captor pensó que se había vuelto loca de remate, hasta que Guillermo la oyó y corrió hacia el lugar del que provenía su llamada, armado con su sayo monacal y su sobrio crucifijo.

No le había dado tiempo de regresar a la ciudad. Frustrado su último intento de detener el choque, había visto desde las posiciones de los cátaros lo sucedido en el lance y asistido impotente a la carnicería que siguió a su derrota. En esos instantes se dedicaba a dispensar la confesión y últimos sacramentos a los privilegiados que obtenían de sus verdugos la merced de morir en paz con el Altísimo. Lo que menos se esperaba era toparse en ese pudridero con su hermana, atenazada por el espanto.

—Señor —se dirigió al caballero en latín—. Yo conozco a esta mujer y respondo por ella. Os ruego que la dejéis venir conmigo.

—¿Quién eres tú, si puede saberse? —replicó el noble en la misma lengua, chapurreada con dificultad.

—Mi nombre es Guillermo de Laurac y soy discípulo de Domingo de Guzmán, capellán del conde de Monforte. Ambos servimos a la Iglesia católica en el monasterio de Prouille.

—Siendo así —concedió el francés, convencido por la mención de su jefe de filas—, llévatela lejos de aquí. Nadie, ni siquiera el mismo conde, puede garantizar su seguridad en estas circunstancias. Marchaos cuanto antes.

Como si esa fuese su principal misión en esta vida, Guillermo rescataba nuevamente a Braira de un final horrible. ¿Qué otra cosa había hecho desde que ambos eran niños? ¿Qué otra cosa podía hacer? Ella parecía empeñada en tentar a la fortuna; en desafiar al mismo Dios rechazando la auténtica religión de Cristo, y a él le faltaba valor o le sobraba caridad para abandonarla a su suerte. Esa era la fe a la que se aferraba; el amor que le había llevado a renegar de sí mismo para seguir a Domingo. Allá los demás con sus actos. Él tenía su propia forma de pensar, basada en los dictados del Sermón de la Montaña, y esa cátara, además, no era una hereje cualquiera sino su hermana pequeña…

Siguiendo las instrucciones del oficial, los dos jóvenes De Laurac salieron a toda prisa del cementerio en que se había convertido Muret para dirigirse hacia la capital. Atrás dejaban un campo sembrado de cadáveres, incluido el del rey don Pedro, cosido a heridas, despojado de sus joyas por los carroñeros del bando vencedor y desnudo como lo había traído su madre al mundo.

Esa misma noche, un grupo de caballeros hospitalarios obtuvo el permiso del jefe cruzado para buscar los restos mortales del que había sido su señor, a fin de darle cristiana sepultura en la casa que tenía la orden en Tolosa. Lo encontraron a la luz de las antorchas, se lo llevaron a su nueva morada y allí descansó el soberano de Aragón, junto a los leales caídos a su lado, hasta que, cuatro años después, a petición de su hijo Jaime, el papa Honorio III accedió a que sus huesos fuesen trasladados al monasterio de Sijena, donde reposarían, junto a los de doña Sancha, hasta el día de la resurrección.

—¿Qué va a ser de ese pobre huérfano? —se preguntó Guillermo en voz alta después de un rato de marcha, en referencia al heredero de Aragón, tratando de encontrar un tema de conversación trivial con el que sacar a su hermana del mutismo en el que se hallaba sumida.

Desde que habían abandonado el lugar de la matanza ella se dejaba conducir dócilmente por él, sin oponer resistencia ni mostrar tampoco signos de querer o poder desahogarse. El fraile era consciente de la acumulación de tragedias que había vivido en poco tiempo, por lo que no quería obligarla a hablar, aunque sí distraerla en la medida de lo posible. Se conformaba con que saliera de su ensimismamiento. Ya dejaría fluir sus emociones cuando estuviese preparada.

—¿Qué va a ser de nosotros? —replicó Braira al cabo de una eternidad, ignorando la pregunta—. ¿Qué va a ser de este pobre mundo? Y yo que no soportaba la visión de la sangre… ¿Existe un lugar en el que podamos escapar a tanta maldad? Dime, Guillermo, ¿hay algún escondite? Porque si lo hay, quiero permanecer en él para siempre. No aguanto más…

—No temas —la tranquilizó él con cariño—. Escribiré a don Tomeu Corona y a su esposa, la buena de doña Alzais, quienes, como sabes, sienten gran afecto por ti. Ellos te proporcionarán los medios para regresar a Sicilia, donde te aguarda tu marido.

—¡Ojalá fuese así! No tengo la menor idea de dónde está Gualtiero ni de si está con vida. Ignoro si yo misma tengo aún alguna vida que vivir. Todo es muerte, destrucción, desvarío…

—No pierdas la esperanza. Tras la tempestad siempre acaba por llegar la calma.

Braira se detuvo en seco para observar a su hermano. Sus ojos parecían reflejar una luz interior que hasta entonces ella no había notado. Una convicción auténtica, inasequible al contraste con la realidad, por macabra que esta fuera, que le proporcionaba fuerzas para superar cualquier cosa.

Guillermo no sonreía, aunque su rostro proyectaba ternura; un sentimiento tan hondo como contagioso, que la llevó a abrazarse a él casi sin pretenderlo. Al cabo de un rato, durante el cual permanecieron así, abrazados y silenciosos, ajenos a todo lo demás, ella dijo:

—No te he dado todavía las gracias por haberme salvado una vez más…

—¡Ni falta que hace!

—Tampoco he correspondido a tu generosidad escuchándote. Cuando nos vimos en Prouille te juzgué en lugar de intentar comprenderte.

—Es el privilegio de la juventud —replicó él en tono algo sarcástico, reanudando la marcha—. Una fea costumbre que se pasa con los años.

—Pero me pareció que sufrías —insistió ella.

—Todos tenemos que sufrir.

—¿Por voluntad propia?

—No es tan sencillo, hermanita. A menudo nos enfrentamos a encrucijadas que nos obligan a escoger, y toda elección conlleva una renuncia. En eso consiste la vida: en optar entre caminos sin saber exactamente a dónde llevan.

—¿Y tú estás seguro de haber elegido el correcto?

—Lo estoy. Pese al dolor que arrastro y arrastraré siempre, tengo la certeza de haber encontrado mi fe y mi vocación.

—Me gustaría poder decir lo mismo…

—Busca la luz en tu interior y pide a Dios que te ilumine. El te ama, aunque tú te empeñes en negarle.

Braira no respondió. No sabía en qué creer. Todas las seguridades sobre las que había construido su existencia yacían destrozadas por la brutalidad humana.

A lo largo de los últimos meses había apelado con devoción, con desesperación incluso, a la misericordia divina, sin obtener otra respuesta que la callada o la indiferencia. El poder, ese objeto de deseo que perseguía desde niña, le parecía ahora sinónimo de desgracia. Ni siquiera confiaba en ese momento en el Tarot, incapaz de prevenir catástrofes como las que la habían arrollado sus ilusiones.

«Todo está escrito por la mano de Dios —solía decir su madre—. Las cartas sólo ayudan a descifrar ese lenguaje».

¿Era realmente Dios capaz de escribir tales crueldades o es que los hombres, esa raza maldita, habían pervertido su santo nombre?

No sabía en qué creer. No creía en nada.

El huérfano al que se había referido Guillermo, tratando de distraer a su hermana, se llamaba Jaime, tenía siete años de edad y estaba llamado a protagonizar grandes hazañas, después de vivir una infancia atroz pasando de las manos de Monforte a las de los caballeros templarios. Una forja brutal, de privaciones y sufrimiento, que le convirtió en un ser extraordinario de quien hablarían los siglos venideros.

Braira regresó a Sicilia en una de las galeras de don Tomeu Corona.

Guillermo acompañó a su hermana hasta las puertas de Tolosa, donde los dos se despidieron sin palabras intuyendo que esta vez sería la definitiva. Él tenía ante sí una tarea evangelizadora que cumplir y ella una etapa dolorosa que dejar atrás.

—¿Me darás noticias de nuestra madre? —pidió Braira.

—No creo que volvamos a saber de ella.

—¿Quieres decir que…?

—No. Montsegur es prácticamente inexpugnable. Lo que digo es que ni a mí me dejarían acercarme allí ni ella abandonará la vida contemplativa a la que se ha entregado.

—¿Tú la sigues queriendo?

—No pasa un día sin que rece por ella.

—Reza entonces también por mí. La echo tanto de menos…

—Lo haré, descuida. Pediré a Dios que te ilumine. Ahora ve al encuentro de tu destino y no olvides escribirme.

Dentro ya de la capital occitana, deshonrada, atemorizada y más atestada de refugiados que nunca, fue doña Leonor quien volvió a hacerse cargo de ella. Ese mismo día despachó a Zaragoza un correo con una carta destinada al proveedor de la corte, en la que narraba lo esencial de lo acontecido y suplicaba nuevamente su ayuda, y al cabo de uno días puso a disposición de su huésped una escolta que la condujo hasta Barcelona.

—Llevad nuestros saludos a mi hermana —le dijo al partir.

—Jamás olvidaré vuestra generosidad —contestó Braira.

—No os olvidéis tampoco de Occitania —concluyó melancólica la condesa—. Está a punto de desaparecer…

La bondad de las dos infantas con las que había compartido horas de angustia, la de Guillermo y por supuesto la de don Tomeu y doña Alzais, que no dudaron en brindarle el auxilio que necesitaba, devolvieron parcialmente a Braira la confianza en el género humano.

Había llegado a plantearse la posibilidad de retirarse a una clausura, decepcionada como estaba del rumbo incomprensible que seguían los acontecimientos a su alrededor, pero durante la travesía tuvo tiempo para reflexionar y llegó a la conclusión de que aplazaría cualquier decisión hasta saber cómo andaban las cosas por la isla.

La peripecia sufrida le había dejado en el espíritu una cicatriz similar a la que deformaba su nariz, aunque sin cambiarla en el fondo. Algo similar a lo que le ocurría a su rostro. Era la misma persona de siempre, más serena, cauta, humilde y comprensiva. Más paciente y agradecida, pero también más desconfiada, temerosa, egoísta y encerrada en sí misma. Más astuta. Había perdido definitivamente la inocencia.

¿De qué servía vivir así?

En el mar, contemplando el azul inabarcable del agua fundida con el cielo, empezó a hallar a respuesta al sentir sobre la piel la caricia del sol otoñal. Atrás quedaban los sueños de gloria. Si había de ser feliz, sería gozando de cosas sencillas.

Cuando le fue comunicado a la reina regente que su dama favorita estaba de regreso y pedía ser recibida, se levantó de un brinco de la butaca en la que bordaba a la luz del atardecer y salió a su encuentro, deseosa de abrazarla.

A su lado jugaba el pequeño Enrique, que pronto abandonaría su compañía para ser educado por preceptores masculinos con el rigor que habría de forjar su carácter.

Tanto el príncipe como doña Constanza extrañaban a sus perros, fallecidos recientemente, uno de viejo y otra de añoranza.

—¡Al fin vuelves a mi lado! —dijo la soberana con sincera alegría—. ¡Cuánto te he echado de menos!

—No he podido cumplir la misión que me encomendasteis —confesó Braira, tanto más avergonzada por su fracaso cuanto mayores eran las muestras de afecto que le testimoniaba su señora.

—Recibimos la noticia del desastre de Muret —la interrumpió la reina—, donde resultó derrotado mi hermano.

—Yo estuve allí. —Bajó la cabeza la joven—. Le vi morir como muere un caballero, defendiéndose hasta el final sin dar la espalda al enemigo. Lo que vino después prefiero ahorrároslo. La crueldad de los franceses supera lo que puede describirse con palabras.

—¡Cuánto has debido padecer…! —la consoló Constanza con una caricia—. Pero ya acabó. No lo pienses más. Aunque Aragón, según me dicen, está sumido en el desgobierno y es incapaz de auxiliar a nadie, las noticias que llegan de Alemania son inmejorables. Gracias al apoyo del rey de Francia, precisamente, Federico está a punto de conseguir esa corona imperial por la que tanto ha luchado.

—¿Del rey Felipe Augusto, señora? —se sorprendió Braira—. Perdonad mi atrevimiento, pero ese hombre es un demonio.

—¡Calla! —la cortó de cuajo la reina—. Deberías haber aprendido algo más de tu experiencia. Cuando se trata de una corona no hay amigos, sino intereses. Y los nuestros están ahora junto a ese monarca. De modo que contén la lengua y no vuelvas a ofenderle nunca más en mi presencia, ni mucho menos en la de mi esposo. Tus sentimientos o lo que hayan contemplado tus ojos carecen por completo de importancia.

Braira calló, acusando el golpe. Se había confiado hasta el punto de olvidar la distancia que necesariamente la separaba de su interlocutora, por mucho afecto que hubiese entre ambas.

Al cabo de unos instantes, con temor a la respuesta, preguntó:

—¿Sabéis algo de…?

—¿De tu esposo? Sí. Tranquilízate. Gualtiero cabalga junto a Federico camino de Aquisgrán, donde vamos a reunimos con ellos. ¿Qué te parece? Claro que tal vez prefieras quedarte aquí para reponerte de tus fatigas…

—¡Ni siquiera desharé el equipaje! —Le cambió la expresión—. Casi no recuerdo sus rasgos, pero no he dejado de pensar en él. Ha pasado tanto tiempo…

—Pronto estarás a su lado. Durante el trayecto me contarás con detalle todo lo acontecido desde que te marchaste y yo te pondré al día de lo sucedido aquí, donde, por cierto, no han vuelto a producirse incidentes con mis damas. He llegado a pensar que tanto el episodio de la araña como el de la comida emponzoñada fueron, tal como tú decías, accidentes lamentables. Coincidencias de esas que a veces nos llevan a sacar conclusiones erróneas.

—Así lo creo yo también, majestad. Estoy segura de que nadie me quiere mal en esta ciudad a la que tuvisteis la bondad de traerme. Creedme cuando os digo que, en comparación con lo que he dejado atrás, Palermo, este palacio, estas calles, estas gentes, son algo muy parecido al paraíso terrenal.

Un paraíso más gris desde que faltaban Seda y Oso, a quienes Braira incluyó a partir de esa noche en sus plegarias.