Capítulo XXX

—¡Mamá, mira lo que hemos construido Guido y yo, ven al jardín a ver cómo vuela! ¡Aprisa, es increíble, parece un pájaro! Guillermo, ajeno a cualquier norma de protocolo, había irrumpido en la habitación de su madre por una puerta lateral, justo a tiempo para rescatarla de lo que parecía inevitable. Exhibía orgulloso una cometa de colores casi tan grande como él. Estaba excitadísimo con el artilugio que le había fabricado su amigo aprovechando la ligereza de ese nuevo material, el papel, cada vez más utilizado para distintos menesteres, por lo que ni siquiera había detectado la presencia del emperador, ante quien habría debido inclinarse inmediatamente en señal de pleitesía. Este le lanzó una mirada incendiada, tan repleta de ira que Braira se apresuró a dar una bofetada a su hijo antes de que lo hiciera su señor.

—Os ruego que le disculpéis, majestad. Es culpa mía no haber sabido educarle mejor, pero será castigado por su impertinencia.

Acto seguido, agarrando del brazo al pequeño casi con violencia, le conminó:

—¡Hijo, pide perdón al rey!

El chiquillo no terminaba de comprender el porqué de ese gesto tan impropio de su madre, aunque la vio lo suficientemente enfadada como para obedecer sin rechistar. Componiendo un mohín idéntico al que empleaba Braira a su edad para hacerse disculpar sus travesuras, plantó su diminuta figura ante el soberano, que no le inspiraba aún el menor temor, y con actitud aparentemente contrita dijo:

—Perdón.

Federico no respondió. Los efectos del licor habían convertido el deseo en cólera y esta rápidamente en sopor, por lo que optó por retirarse lo más dignamente posible, concentrándose en alcanzar la salida sin tropezar.

Braira corrió hacia Guillermo y le estrechó en sus brazos con desesperación, repitiendo:

—Lo siento, lo siento tesoro mío, no sabes cuánto lo siento…

Muy lejos de allí, en el delta del gran río que bañaba Egipto, se había producido poco antes una retirada no menos vergonzante y desde luego mucho más indigna, protagonizada por unos cruzados que tuvieron en sus manos la oportunidad de recuperar Jerusalén y la desaprovecharon.

Entre ellos estaba Gualtiero.

Fiel a la promesa que se hiciera a sí mismo, se había lanzado a la conquista de Damieta con la desesperación de un condenado, hasta lograr su propósito. Después de interminables meses de asedio, la plaza fuerte del poder egipcio había terminado por caer en manos cristianas, con su botín intacto. Mas de poco había servido esta victoria a los guerreros del papa, pues nuevamente la ambición desmesurada cegó a quienes debieran haberse guiado por el buen juicio y la prudencia.

El sultán Al Kamil, atemorizado por el avance de sus enemigos, ofreció entregar la Ciudad Santa, Belén, Nazaret y la verdadera cruz, además de una considerable suma en metálico y una tregua de treinta años, a cambio de la evacuación de Egipto. La respuesta fue incomprensiblemente negativa.

El emperador acababa de renovar sus votos ante el santo padre y se sentía invencible, por lo que envió un primer contingente de tropas encabezadas por el duque de Baviera, cuya llegada truncó las esperanzas de Gualtiero. Cumpliendo a regañadientes las órdenes de su señor, puso su experiencia a la disposición del recién llegado y se tragó su amargura. ¿Cómo le iba a desobedecer?

Por más que le doliera faltar a la palabra que se había dado a sí mismo, no regresaría a casa, no abrazaría a Braira, no se libraría del tormento de la incertidumbre. Únicamente tuvo el consuelo de una extensa carta, en la que su esposa le informaba del nacimiento de su hijo y le reiteraba su amor.

¿Amor? Había olvidado el significado de esa palabra.

Su vida siguió discurriendo en una gigantesca extensión de lodo, que le impregnaba las uñas, la piel, el paladar, las fosas nasales, el alma y la mente. Barro oscuro, pegajoso, maloliente, infestado de mosquitos. Una boca de fango negro que le devoraba poco a poco.

Vio llegar centenares de barcos cuyos vientres iban cargados de arqueros, jinetes e infantes, hasta un total de cincuenta mil guerreros, acompañados por hordas de desgraciados ávidos de rapiña. No se molestó en desengañarles. También él había experimentado tiempo atrás esa euforia que nace de la convicción y nos hace sentirnos invulnerables. Había cantado y reído alrededor de un fuego de campo. Había fanfarroneado de sus hazañas y luego protestado por sus desventuras, antes de ver consumirse a Hugo, roído por la fiebre, hasta morir llevándose con él los últimos resquicios de esperanza a los que se aferraban ambos.

No, no hacía falta desengañar a esos novatos. Ya se encargaría de hacerlo el río.

La derrota no vino, en efecto, de manos sarracenas, sino del Nilo, que con sus crecidas lo convirtió todo en un sepulcro embarrado. Su agua turbia mató a más cristianos que la caballería turca, aunque los guardias nubios de a pie, gigantes negros de pesadilla, se encargaron de degollar a muchos hombres previamente sometidos a tortura por ese adversario invencible, y aún habrían abatido a más de no haber mediado la heroica actuación de los monjes guerreros, templarios, caballeros teutónicos y hospitalarios, que pagaron un altísimo tributo en sangre para proteger la huida.

Luego todo volvió a ser fango. La soldadesca mahometana se dio al saqueo de iglesias coptas y mezquitas a lo largo y ancho de todo el país del sol, los seguidores de Jesús se vieron sometidos a nuevos impuestos exorbitantes, y el santo madero capturado en su día por Saladino, la cruz que tanto anhelaba recuperar el viejo Hugo, se perdió para siempre entre los escombros.

El hombre que regresó finalmente a los brazos de Braira, en el otoño del 1222, guardaba cierto parecido con el que había partido de allí seis años antes, aunque no era él. Su cuerpo esquelético revelaba las privaciones sufridas durante esa larguísima campaña militar y el cautiverio que le había mantenido después catorce meses encerrado en una fortificación de Alejandría, hasta que las negociaciones entre bandos culminaron en una tregua de ocho años y un acuerdo de canje de todos los prisioneros. Su naturaleza había sufrido una mutación indeleble.

La mirada de Gualtiero, antaño burlona y desafiante, denotaba un pesar difícil de definir; una losa invisible permanentemente encaramada a su orgullo, que a duras penas le permitía mantenerse en pie. Parecía perdido en un mundo a medio camino entre el de los muertos y el de los vivos, pero seguía siendo su esposo y el padre de su hijo, lo que habría sido suficiente para que ella se volcara en él, aun en el supuesto de no haberle querido como le quería.

Era su hombre, aunque ni él mismo lo supiera. En su día la había rescatado del naufragio de su pasado en Occitania, sin ceder al desaliento. Pues bien, los papeles se invertían e iba a ser ella esta vez quien luchara hasta encontrar esa risa que les habían robado a los dos. Estaba decidida a lograrlo.

Guillermo era su vivo retrato en versión reducida: un chico grande, de piel oscura, ojos claros y cabello color avellana, única contribución materna a su fisionomía. Era guapo, no cabía duda, pero sobre todo era un varón sano. El mejor regalo que una esposa podía hacer a su marido. El desparpajo y la espontaneidad con los que saludó a su progenitor, echándole los brazos al cuello sin dejar de expresarle el respeto debido a un gran guerrero, llenaron de alegría el corazón de Gualtiero. El niño era exactamente tal como lo había imaginado. Era suyo; no había duda, pese a lo cual una pregunta le quemaba en los labios desde hacía una eternidad y no podría aguantar mucho más tiempo allí atrapada.

Cuando Braira y él estuvieron solos, mientras ella le ungía el pecho con aceite perfumado, después de haberle lavado con sus propias manos y la más suave de las esponjas, le espetó con voz de ultratumba:

—Soñé que el emperador te forzaba…

—También lo soñé yo —respondido ella sin dejarle terminar, consciente de que destruir el vínculo que le unía a su señor habría privado de sentido su vida a partir de entonces—, mas no pasó de ser un mal sueño. Puedes estar tranquilo. Tal y como me dejaste me encuentras.

—¿Lo juras?

—¿Necesitas que lo haga?

Sus ojos de miel no mentían. Gualtiero había perdido muchas cosas en ese lugar inmundo al que había estado encadenado, pero no se dejaría arrebatar las que le quedaban. No renunciaría a la felicidad que había hallado junto a Braira. Por eso, en lugar de contestar, la atrajo hacia sí para besarla, igual que lo había hecho tantas veces con la imaginación y el deseo. Dulcemente, como se besa a una esposa, luchando por contener al monstruo que habitaba ahora en su interior. Notó la piel de su mujer erizarse bajo sus caricias ásperas, a medida que la memoria volvía a guiarle a través de caminos ya explorados, y sintió la fuerza de una pasión capaz de fundir sus cuerpos.

Esa noche se olvidaron de ser dos, hasta que él logró reconocerse en las pupilas de ella.

No había terminado de reponerse de sus fatigas ni recuperado una mínima fracción del tiempo de holganza perdido, cuando la guerra volvió a reclamarle. ¿Qué otra cosa podía esperar de un rey como Federico?

—Supongo que querrás tomar posesión cuanto antes del feudo que te prometí —le dijo una mañana su soberano, con una frialdad a la que Gualtiero no estaba acostumbrado y que obedecía a la irritación del emperador ante la reaparición de ese obstáculo que creía superado para siempre.

—Yo os sirvo, mi señor, sin esperar nada a cambio —replicó el caballero sin faltar a la verdad, aunque preocupado por ese tono.

—Y yo cumplo siempre mi palabra, de modo que recibirás tus tierras, aunque antes habrás de ganártelas. Esos medio hermanos tuyos de sangre que infestan los alrededores de Girgenti han colmado mi paciencia. Me informan de que las iglesias de la región están reducidas a cenizas como consecuencia de sus incursiones y de que incluso han llegado a capturar al obispo, que, gracias al cielo, no ha sufrido daño. Pero lo peor no es eso. Lo más intolerable es que conspiran con ciertos caudillos del norte de África a fin de propiciar un desembarco sarraceno aquí, en nuestra isla, lo que en modo alguno estoy dispuesto a tolerar. Esos traidores serán castigados, para lo cual necesito tu ayuda. Tú conoces bien a esa gente, ¿no?

—Así es, majestad. Sus abuelos fueron súbditos de mis antepasados maternos.

—Pues elige. ¿Estás con ellos o conmigo?

La pregunta fue un golpe bajo, que Gualtiero acusó torciendo el gesto.

—Yo soy cristiano y vasallo vuestro.

—Bien. Eso era lo que quería oír. En el sur de la isla, una vez cumplidos mis planes, habrá espacio suficiente para repartirlo entre mis leales. Descuida. Ese hijo tuyo y de tu esposa… —se refirió a él con cierto desprecio.

—Guillermo.

—Sí, ese niño revoltoso tendrá la herencia que te fue negada a ti. Más vale que le enseñes cuanto antes lo que tiene que saber un caballero. Ya es hora de que salga de las faldas de su madre y empiece a instruirse en las artes militares junto a los escuderos de la corte.

Esa misma primavera partió hacia la agreste comarca meridional una expedición de castigo decidida a aniquilar cualquier foco de resistencia, comandada por el monarca en persona. Entre los hombres de su guardia cabalgaba Gualtiero, buen conocedor del terreno, cuya misión consistía en recabar toda la información posible de los lugareños a fin de facilitar la misión. ¡Triste cometido para un héroe recién venido de las cruzadas!

Con el alma carcomida por los escrúpulos, el mestizo cumplía lo que se le había ordenado, procurando, sin conseguirlo, no formularse demasiadas preguntas. ¿Se regodeaba Federico colocándole en semejante situación o simplemente se servía de él como de cualquiera de sus peones, con la intención de llevar a buen puerto su campaña? ¿Se vengaba de él por haber fracasado en Damieta o había algo más; algo relacionado con ese maldito sueño que no se le iba de la cabeza?

Braira había formulado los mejores augurios para la campaña, recomendándole humildad y paciencia. ¡Cuánto había cambiado su esposa! Paciencia, humildad ¿Quién le habría dicho a él unos años atrás que esas iban a ser sus armas?

Afortunadamente para todos, los hechos sucedieron tan deprisa que no hubo lugar a la espera.

La magnitud del ejército real superaba con creces las posibilidades de resistencia de los insurrectos mahometanos, especialistas en saquear aldeas y alquerías indefensas pero carentes de fuerza para enfrentarse a una tropa bien entrenada. Muy pronto pusieron sitio los soldados a la villa de Iato, anidada en lo alto de un risco, en la que se había guarecido el jefe rebelde Ibn Abbad, quien tras ocho semanas de asedio bajó de su escondite para postrarse a los pies del emperador, suplicando su clemencia. No conocía al nieto del Barbarroja.

Furioso por la devastación que había contemplado a lo largo del camino, este la emprendió a patadas con él hasta el punto de infligirle graves heridas con el hierro de sus espuelas. Magullado, sangrando por los costados lacerados y sometido al escarnio público dentro de un carro tirado por muías, Ibn Abbad fue conducido a Palermo, donde el verdugo le dio la muerte más infamante, colgándole por el cuello de lo alto de una horca.

A su lado, y con el fin de redondear el espectáculo brindado a la plebe, fueron ajusticiados dos mercaderes de Marsella, reos de haber embaucado y vendido como esclavos, diez años atrás, a millares de criaturas integrantes de la desdichada Cruzada de los Niños. Una locura encabezada por un pequeño visionario francés que, lejos de liberar Jerusalén, dio con los cuerpos vírgenes de sus protagonistas en los harenes de todo el Oriente.

Los proyectos del Emperador incluían, sin embargo, un paso más.

—Les hemos dado su merecido —informó a los miembros de su consejo—, lo que no resulta suficiente. No a la luz de la experiencia. No me conformo con esta derrota, sino que aspiro a la sumisión incondicional de los sarracenos de la isla de una vez por todas. ¿Me veré obligado a exterminarles?

—¡No! —exclamó Gualtiero, asqueado ante la posibilidad de pagar semejante precio por su feudo—. Hay otras formas…

—Tú tienes más capacidad que yo para anticiparte a sus movimientos, pero piensa bien en lo que vas a decir porque responderás con tu vida de otra traición.

—Tal vez podríais mandar prender y trasladar a los cabecillas más beligerantes. Eso pacificaría a los demás, que seguirían sirviéndoos como súbditos leales…

—Nunca me han sido leales y tú lo sabes tan bien como yo. No obstante, es posible que a partir de ahora lo sean. A la fuerza ahorcan… Voy a enviarles lejos de esos valles abruptos en los que se emboscaban como culebras al acecho, al otro lado del estrecho. En la península hay sitio de sobra para que desbrocen monte y resulten útiles. A partir de ahora, tal como ocurría en tiempos del gran Roger, los hombres más aptos de esa cantera inagotable integrarán mi guardia personal mientras sus familias permanecen como rehenes en su nuevo asentamiento. Serán la inexpugnable empalizada humana que me proteja. No hay en la Cristiandad jinetes ni arqueros mejores que ellos. La decisión está tomada.

Fue Gualtiero el encargado de organizar la deportación de hombres, mujeres y niños, en número cercano a los veinte mil, a la localidad de Lucera, situada en una planicie de Apulia, donde serían confinados de por vida.

Allí serían libres de practicar su religión y sus costumbres, siempre que no amenazaran al trono y pagaran los impuestos con los que fueron gravados. Allí fabricarían para su amo y señor fundíbulos, catapultas, mangonels, espadas y cuchillos sólo comparables a los forjados por los artesanos toledanos, empleando para ello la fórmula secreta del acero de Damasco. De allí saldrían igualmente la mayoría de las concubinas del serrallo real, así como los eunucos encargados de vigilarlas.

Cuando llegó la hora de repartir el botín, el caballero de Girgenti pidió y obtuvo un señorío modesto, cuyas rentas darían apenas para vivir con decoro, que incluía, eso sí, los acantilados de paredes blancas en los que por primera vez había amado a Braira. Allí se llevó a su esposa en cuanto obtuvo licencia de su majestad, con el fin de rememorar esos días lejanos, y cerca de un templete sabio, rodeado de naranjos, mandaron los dos construir su casa.

Recorriendo sus dominios sin prisa, ya fuera a pie o a caballo, se sentía en paz con el mundo. Las aguas trasparentes que lamían las rocas poseían la virtud de limpiar cualquier herida, así del cuerpo como del alma, devolviéndole la ilusión a la vez que la salud. Habría dado cualquier cosa por poder permanecer allí indefinidamente, junto a la mujer que amaba, pero el dueño de sus vidas no pensaba en modo alguno prescindir de los servicios de su capitán, y menos aún de los de su dama del Tarot. Mucho antes de lo previsto les mandó llamar con prisas, como era su costumbre, lo que no les dejó otro remedio que regresar inmediatamente a la corte, de la que para entonces habían desaparecido prácticamente todas las damas de doña Constanza, incluida Laia. Eso al menos liberó a la occitana de su abierta hostilidad.

Flaca compensación por la pérdida de su señora.

Braira estaba nuevamente encinta, lo que llenó a Gualtiero de alegría. Guillermo, por su parte, con siete años cumplidos, se defendía bien con la espada de madera empleada por su instructor y soportaba el peso del correspondiente escudo. Ya montaba sin temor palafrenes grandes y se las arreglaba aceptablemente incluso entre los escuderos de mayor edad, a quienes no era extraño verle superar tanto en valor como en destreza.

El pequeño era, pese a su corta edad, una persona con las ideas claras. Le gustaba pelear mucho más que leer o estudiar aritmética, aunque en el palacio de Palermo todos los chicos de alta cuna debían ser tan duchos en un arte como en los otros. Por eso él, que ya hablaba a la perfección el árabe y el italiano vulgar, además de chapurrear algo de latín, se esforzaba en aprender a fin de merecerse, con el tiempo, ser armado caballero.

Cuando sus obligaciones le daban descanso, se escapaba hasta el territorio que comandaba Guido, donde se movía como pez en el agua y conocía a la perfección el nombre, costumbres, procedencia y necesidades de cada uno de los habitantes del zoológico.

Sus favoritos eran sin duda los leones, que el rey mandaba renovar, a medida que morían o se hacían viejos, pagando por ellos fortunas, pero otros animales resultan igual de fascinantes a sus ojos. Los cocodrilos del Nilo, por ejemplo, instalados en un estanque construido especialmente para ellos, trituraban con sus fauces los huesos más duros y hacían las delicias del chiquillo en las raras ocasiones en las que su amigo le permitía acercarse lo bastante como para darles de comer. El elefante, que extendía su trompa hasta recoger la fruta de sus manos, le producía ternura por la soledad en la que transcurrían sus días, atado por una de las patas a una gruesa cadena anclada al suelo. Y sin embargo, parecía indestructible. Cerca de él moraban unos bichos enormes, con forma de pájaro pero incapaces de volar, que habrían corrido muy deprisa de haber dispuesto de espacio para hacerlo, según aseguraba Guido, quien incomprensiblemente no sentía hacia ellos la menor simpatía. Completaban la colección dos jirafas, otras tantas cebras, algunos monos y otras piezas de menor valor, como un oso similar a los que obligaban a bailar los titiriteros en sus espectáculos.

Todos los dignatarios extranjeros que pasaban por Palermo eran invitados a visitar ese tesoro viviente, del que Federico estaba particularmente orgulloso, por más que mantenerlo supusiera un dispendio considerable para el peculio real. Nada satisfacía más al emperador que ver la cara de asombro o espanto que ponían sus huéspedes ante la visión de algunas de sus criaturas. Eran su sello personal. La expresión de una excentricidad alimentada con esmero. Una de las razones que le valía el apelativo de Estupor del Mundo, cuya mera mención henchía su pecho de orgullo.

A Braira también le había llegado a gustar esa parte del parque de palacio que tantas veces recorriera con su hijo, aunque ahora tenía otras preocupaciones.

Había jurado a doña Constanza velar por el futuro del príncipe Enrique, amenazado a la sazón en sus derechos sucesorios por el deseo del emperador de contraer un nuevo matrimonio que garantizara su descendencia, y no sabía cómo hacerlo. Mejor dicho; se le ocurría una manera, una única vía posible, ciertamente repugnante aunque efectiva. De ahí que, por primera vez en todos los años que había permanecido junto al emperador, manipulara abiertamente las figuras de sus cartas para hacerles decir lo que convenía a su causa.