Capítulo 11
LA luz del sol de media mañana flotaba en la habitación de hotel cuando Sophie abrió los ojos al día siguiente.
Royd ya no estaba junto a ella, y sintió un ramalazo de soledad.
Qué tonta. Claro que estaba sola. Durante la noche, se había despertado unas cuantas veces, y él estaba ahí, pero eso no significaba que...
—Buenos días —Era Royd, que miraba desde el vano de la puerta—. ¿Cómo te sientes?
—Mejor —dijo ella. Sus labios se torcieron levemente—. O quizá no. Quizá estoy adormecida. Pero al menos ahora puedo pensar.
—Entonces será mejor que te duches y te vistas. Tenemos que irnos de aquí.
—¿Ahora mismo? —Sophie se sentó en la cama—. ¿Inmediatamente?
—Cuanto antes, mejor —dijo él, y le lanzó el periódico—. Vuelves a estar en la primera página. Es un refrito de la misma historia, pero es una buena foto y no queremos que nadie te reconozca. —Royd calló un momento, y luego añadió—: También hay una foto de Michael. A la policía le preocupa su seguridad.
—A mí también. —Sophie miró la foto de Michael—. ¿Creen que mataría a mi hijo? ¿Tan loca me creen?
—Tu padre mató a tu madre.
—¿Y la locura es una herencia de familia? —Sophie puso los pies en el suelo—. Estaré lista en treinta minutos. ¿Te parece bien?
Él asintió con la cabeza.
—Empezaré a hacer tu equipaje.
Ella dejó la cama y fue hacia el baño.
—Eso lo puedo hacer yo.
—Verás, he estado contando pajaritos mientras te espero —dijo él. Fue hacia la mesa y desenchufó el portátil—. Debo tener algo de que ocuparme.
Eso ya se veía. Royd parecía nervioso y tenso.
—Entonces, busca lo del Constanza. Anoche no lo hice.
—Estabas un poco preocupada —dijo él—. Pero lo he mirado al levantarme esta mañana. Es un barco portugués que navega con bandera liberiana. Tiene cuarenta y dos años y se alquila al mejor postor. Me ha parecido interesante que la última persona en alquilarlo fuera Said Ben Kaffir.
Sophie se había detenido en la puerta del baño.
—¿Y ése, quién es?
—Un traficante de armas que provee a todos los fanáticos religiosos y a cualquier desalmado en Europa y en Oriente Medio.
—Traficante de armas —repitió ella—, y el REM-4 podría ser un arma muy poderosa.
—Cualquier cosa, desde bombarderos suicidas hasta asesinos bien entrenados para arriesgar sus vidas sin cuestionar órdenes.
—¿Y crees que Ben Kaffir está relacionado con los planes de Sanborne?
Él se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Eso sí, no deja de ser una interesante coincidencia. —Royd metió el portátil en su funda—. Tendré que investigar más a fondo en cuanto tenga la oportunidad. Venga, que sea rápido. Quince minutos, Sophie. Te esperaré en el coche.
—Diez minutos —dijo ella.
Royd tenía una actitud seca, al estilo de un gestor eficaz, completamente diferente del hombre que la había abrazado durante la noche, pensó Sophie al cerrar la puerta del cuarto de baño. No, no era verdad. Quizá Royd había tenido una actitud diferente la noche anterior, pero el cambio no era el de el Doctor Jekyll y Mister Hyde. La había abrazado y la había ayudado, aunque su amabilidad le pareciera rara y él fuera el primero en reconocer que había dicho todo lo que no debía.
Sin embargo, había sido sincero, y en su franqueza no había ni asomo de falsedad. Quizá era ése el motivo por el que había aceptado su simpatía. Lo que Royd decía iba en serio, y eso ya era todo un consuelo.
Pero ella no podía volver a aceptarlo, pensó, cansada. Ya había despojado a Royd de demasiadas cosas cuando lo habían enviado a Garwood. Tenían que trabajar juntos porque era la única manera de vencer a Sanborne y a Boch, pero debía cuidarse y no dejarlo que le diera nada más allá de lo absolutamente necesario.
Royd miró su reloj cuando ella subió al coche.
—Diez minutos. Eres una mujer de palabra —dijo, y puso el coche en marcha—. He pagado la cuenta y he llamado a Kelly. No hay actividades fuera de lo común en las instalaciones. Sanborne apareció y le hizo preguntas a todo el mundo, pero no sospechan de Kelly. —Siguió una pausa—. Primero fue al departamento de recursos humanos y comprobó que la caja fuerte estuviera cerrada. Eso significa que el CD que has copiado quizá tenga algún valor. Ábrelo y veremos lo que contiene.
—Ahora no. Lo haremos más tarde.
Él se la quedó mirando.
—¿Más tarde?
—Cuando lleguemos a Escocia.
—¿Vamos al castillo de MacDuff?
—Desde luego. Tengo que ser yo la que le comunique a Michael la muerte de su padre. Y puede que a Michael lo busque la policía o Sanborne. Ni siquiera conozco a MacDuff. Hasta ahora, me he fiado de la palabra de Jock, pero no tengo la seguridad de que protegerá a Michael y que lo mantendrá a salvo de cualquiera de los dos. Ha llegado la hora de conocerlo para que pueda juzgar por mí misma. Tengo que estar segura.
—Eso ya lo veo —dijo él, y dejó de sonreír—. Sin embargo, Michael estaría más seguro con cualquiera que contigo, Sophie.
—Ya lo sé. —Sophie se cogió las manos con un gesto nervioso. Dios, qué impotente se sentía—. Y Jock confía en MacDuff. Pero yo también tengo que confiar en él.
—Entonces, nos vamos a Escocia —dijo él, asintiendo.
Sophie sintió una oleada de alivio.
—No tienes que ir conmigo. No me gustaría que te arriesgaras. Pero hay que conseguir los documentos necesarios para salir del país como hizo MacDuff para viajar con Michael. Tú puedes arreglarlo, ¿no?
—Es probable —dijo él, que en ese momento maniobraba marcha atrás para salir del aparcamiento—. Pero no lo haré. Sería demasiado peligroso y tenemos que movernos rápidamente. Tendremos que salir sin documentos.
—¿Qué?
—Sé pilotar un avión y aprendí mucho sobre las técnicas de contrabando cuando estuve en Asia. Creo que puedo sacarte de aquí y llevarte a Escocia de contrabando.
—¿Y qué hay del servicio de vigilancia aérea?
—¿Y qué? ¿Qué tienes que perder? —inquirió Royd, frunciendo el ceño—. Aparte de la vida, en caso de que nos derriben.
—¿Eso es probable?
—Si lo fuera, no lo intentaría —dijo él, con una media sonrisa—. Confía en mí.
—Tengo un problema con la confianza.
—Eso es bastante evidente. Pero no será la primera vez para mí, Sophie.
Ella lo miró detenidamente. No, era probable que a él ya no le quedaran muchas primeras veces.
—De acuerdo. Hagámoslo. ¿Cuándo puedes conseguir el avión?
—Ya está hecho —dijo él, y miró su reloj—. Debería estar listo en el aeropuerto de Montkeyes cuando lleguemos, más o menos en una hora.
—¿Qué? ¿Montkeyes? —preguntó ella, que lo miraba desconcertada.
—Es un aeropuerto privado cerca de Richmond, Virginia. Muy privado. Muy discreto.
—¿Y tú ya lo has organizado todo?
—He llegado a conocerte bastante bien. Sabía que sería lo primero que te propondrías. Incluso llamé a Jock y le dije que se asegurara de que Michael no se enterara de la muerte de Edmunds por nadie más —dijo, e hizo una mueca—. Sólo esperaba que no insistieras en llevarte a Michael del castillo de MacDuff.
—Puede que todavía decida hacerlo.
—Pues son los gajes del oficio. Tendré que lidiar con ello.
—No. Yo tendré que lidiar con ello. Yo soy la responsable de Michael —dijo, y apartó la mirada—. Me gustaría poder prescindir de tu ayuda. Me he pasado un buen rato diciéndome que no puedo seguir apoyándome en ti y ahora vengo y te pido que hagamos esto.
—No te preocupes. Siempre consigo algún tipo de recompensa.
Algo en su tono de voz hizo que Sophie lo mirara enseguida a los ojos. Su expresión era totalmente impenetrable.
Él miró de soslayo y sonrió.
—Dudas de mí. Por amor de Dios, no soy ningún príncipe azul. Me confundes con Jock. Después de lo de anoche, te habrás dado cuenta de que no soy un dechado de bondad.
—Anoche fue una sorpresa para mí —dijo ella, pausadamente.
—También lo fue para mí —declaró él, apretando con fuerza el volante—. En más de un sentido. No soy lo que se suele llamar un hombre comedido ni tolerante.
—No te pido tolerancia —Sophie se había puesto tensa—. No la necesito. Mis sentimientos hacia Dave son asunto mío.
—No hablaba de Edmunds —dijo él, y pulsó un botón para encender la radio—. No me importa. También puedo lidiar con eso. Si Edmunds todavía significara algo para ti, me habrías roto una lámpara en la cabeza. No lo hiciste, así que pensé que te habías distanciado lo bastante de la relación como para ver que lo que decía tenía un fondo de verdad.
Ella sintió el impulso de negarlo, pero Royd tenía razón. ¿Por qué después de la muerte de Dave se había cegado ante la verdad que había reconocido en vida?
—No pasa nada —siguió Royd, escrutando su expresión—. Cuando alguien muere, es normal pensar que se merecían más de lo que les dábamos. A menos que sea alguien como yo, que se pone celoso a reventar y reacciona como un salvaje.
¿Celoso?
—Ya está, lo he dicho —dijo él, con voz seca—. Lo he hecho a propósito porque quiero que empieces a pensar en ello. Quiero acostarme contigo. Lo he deseado casi desde el día en que te conocí.
Sophie sintió que una ola de calor se apoderaba de ella. Resístete.
Es una locura, pensó.
—Has dicho que has estado demasiado tiempo en la selva —dijo, con un deje nervioso.
—No se trata de cualquier mujer. Eres tú. Tienes que ser tú.
—Sí, claro.
—Pero no voy a insistir, no ahora mismo. Así que olvídalo, relájate y escucha la música.
—¿Que lo olvide? —preguntó ella, con expresión de incredulidad—. Tú no quieres que lo olvide.
—Claro que no. Quiero que te guardes la idea y que, de vez en cuando, la cojas y la acaricies y te acostumbres a ella.
Ella se humedeció los labios.
—Eso no ocurrirá —sentenció.
Él ignoró sus palabras.
—Creo que te gustaría. No soy un hombre suave ni dicharachero. No te susurraré dulces frases al oído. No pertenezco a ese mundo que compartías con Edmunds. La única educación que tuve más allá del instituto es lo que me he enseñado a mí mismo. Lo que ves es lo que hay. No temo no estar a la altura de la competencia. Puedo hacer cualquier cosa que tenga que hacer. Y te aseguro que te deseo más que cualquier hombre que hayas conocido y me tomaré el tiempo para que tú me desees a mí de la misma manera.
Ella lo miraba, intentando pensar en algo que decir.
—Ya verás cómo llegaré a gustarte —repitió él, con voz suave.
—No quiero...
—Como he dicho, no voy a presionarte. —Royd pisó el acelerador—. Sé dónde están tus prioridades. Tenemos una tarea por delante —dijo, y sonrió—. Pero piensa en ello.
¿Cómo evitarlo? Maldita sea.
Su enorme cuerpo estaba a unos centímetros de ella, y ahora sentía que el corazón se le aceleraba.
Se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Escucha la música, se dijo. Escucha la música.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Boch cuando Sanborne contestó el teléfono—. ¿La policía la ha encontrado?
—No, por lo que yo sé. Mi contacto en el departamento de policía dice que la siguen buscando.
Boch soltó una imprecación.
—Quiero que desaparezca del mapa. Mientras siga suelta por ahí, es una amenaza para las negociaciones. Me habías dicho que bastaría con la encerrona.
—Y bastará. En cuanto den con ella, irá a la cárcel. Las pruebas de ADN son sólidas.
—Si tu hombre no ha cometido errores.
—No ha cometido errores. Le di una muestra de su pelo y una nota perfectamente falsificada, con su saliva en el sobre, invitando a Edmunds a encontrarse con ella. Le dije que limpiara la escena del crimen.
—¿Y el coche?
—Ahora mismo está en el fondo de la bahía. Es sólo cuestión de esperar a que la policía la detenga. Un poco de paciencia.
—A la mierda la paciencia. Sophie Dunston empezará a hablar de ti y del REM-4 en cuanto le den una oportunidad para hablar con los reporteros.
—No hablará con los reporteros durante un tiempo. Primero le darán apoyo legal. Eso le dará a mi hombre en la policía la oportunidad que necesita para llegar hasta ella.
—¿Qué usará?
—Cianuro —dijo Sanborne, y sonrió—. ¿No es el cianuro la píldora clásica del suicidio? Será una pena que las mujeres policías no se lo encontraran encima cuando la registraron. Sin embargo, al fin y al cabo, Dunston es médico, y tiene acceso a todo tipo de fármacos mortales.
—¿Y qué hay del niño? Lo necesitamos muerto, maldita sea. No hay compasión para una madre que mata a su lujo. Tenemos que encontrarlos antes que la policía.
—Yo creo que ha puesto al niño a buen recaudo al darse cuenta de que ella corría peligro.
Boch guardó silencio un momento.
—¿Jock Gavin?
—Parece lógico. Gavin era el protegido de un lord escocés llamado MacDuff. He enviado al mismo hombre que se cargó a Edmunds para que investigue el castillo y vea qué se le ocurre.
—Gavin es un experto. No será nada fácil quitarle el niño.
—Nada que valga la pena es fácil. Pero el hombre que he enviado tiene órdenes de informar antes de pasar a la acción. No queremos que un incidente internacional salpique más lodo.
—¿A quién has mandado? ¿Lo conozco?
—Oh, sí. Lo conoces. Sol Devlin —dijo, después de una pausa.
—¡Madre mía!
—Reconocerás que es un tipo eficaz. Al fin y al cabo, es uno de los tuyos. Estabas muy orgulloso de él cuando acabó su entrenamiento en Garwood. —Y luego añadió, con un dejo de picardía—: O quizá necesitaras un resultado exitoso después de que Royd se marchó.
—Devlin fue un éxito. Es casi perfecto, es todo lo que Royd debería haber sido.
—Es verdad. Letal y obediente. Por eso lo he guardado para un trabajo especial como éste.
—Yo quería usarlo como ejemplo para enseñar a Ben Kaffir.
—Eso para más tarde. Esto es más importante.
Boch guardó silencio un momento.
—Vale, supongo que tienes razón.
Claro que tenía razón, pensó Sanborne, con gesto amargo. Cabrón desconfiado.
—¿Cómo piensas matar al niño?
—Con la misma arma que mató a Edmunds. Pero si esa puta ha ido a buscarlo, valdrá la pena esperar hasta que esté lo bastante cerca como para parecer sospechosa. Por eso le he dicho a Devlin que vigile y espere.
—¿Y si no está cerca? ¿Qué pasará si la policía la detiene?
—Entonces matamos al niño y lo tiramos al mar. Así, nadie sabrá cuándo lo mataron. Además, Devlin no usó todas las muestras de ADN en la escena del crimen de Edmunds. Todo saldrá bien. —Sanborne estaba harto de defenderse de Boch—. Tengo que colgar ya.
—Espera. ¿Has recibido el análisis de los últimos resultados que nos envió Gorshank?
—No, deberían llegar en cualquier momento.
—Sin embargo, sea cual sea el resultado, no debería impedirnos seguir adelante.
Los resultados de Gorshank influirían decisivamente en su manera de proceder, pensó Sanborne, impaciente. ¿Acaso no lo entendía? Boch recurría a su habitual táctica de apisonadora, y él no tenía ganas de discutir con él en ese momento.
—Ya hablaremos de ello. Tengo que hablar con Devlin. —Sanborne pulsó una tecla para desconectar y marcó el número del móvil de Devlin—. ¿Dónde estás? —preguntó, cuando éste contestó.
—En los cerros por encima del castillo. No he visto a nadie entrar ni salir. Tengo que acercarme.
—¿Y qué te lo impide?
—Hay una cabaña de pastores por aquí cerca. He tenido que permanecer oculto para que no me vean.
—Nada de excusas. Si tienes que acercarte, acércate.
—Si eso es lo que quiere que haga... —No había ni una pizca de docilidad en su voz. Era tranquila e inexpresiva, pero Sanborne no tenía la impresión de tratar con un zombi. Parte del programa de Garwood consistía en lograr que los sujetos se comportaran de manera normal en todos los aspectos, excepto la obediencia. Sí, Devlin era casi perfecto. Sanborne lo imaginaba en el monte, un hombre duro y fuerte, pelo rubio cortado a cepillo. Una máquina magnífica a sus órdenes. Era bastante peculiar tener tanto poder sobre un ser humano. Sanborne sentía la excitación que se apoderaba de él. El dinero estaba muy bien, pero los dólares no podían compararse con la sensación que procuraba la dominación total. Durante casi toda su vida adulta, Sanborne había tenido el poder al alcance de sus manos, pero esto era diferente, era la emoción pura—. No cometas errores, pero cumple con la tarea que te fue encomendada —ordenó, y colgó.
Sol Devlin colgó su móvil.
Cumple con la tarea que te fue encomendada.
Ya sentía el placer agitándose en su interior. Detestaba que Sanborne le restringiera ciertos movimientos, y en ocasiones intentaba deliberadamente evitarlo diciendo o haciendo algo que lo obligara a darle vía libre. La mayor parte del tiempo, Sanborne no se daba cuenta de que era el esclavo quien lo controlaba a él.
La idea lo hizo sonreír. Ignoraba si podía liberarse de Sanborne si lo intentaba. En una ocasión lo había intentado, y había sido doloroso. Demasiado doloroso cuando ni siquiera sabía si quería vivir sin el objetivo que le había dado Sanborne. Estaba bien alimentado. Tenía a su alcance mujeres y drogas.
Y disfrutaba de lo que hacía.
¿Cuánto de ello era condicionamiento? No le importaba. El placer estaba presente, y eso sí le importaba. Como este momento, cuando la expectación empezaba a agitarse en cuanto pensaba en lo que iba a hacer.
Pronto. Dentro de unas horas.
Devlin se giró para observar la cabaña de pastores, varios cientos de metros más abajo.
—Mi madre viene a verme. —Michael colgó lentamente el teléfono—. Dijo que llegaría en unas horas.
MacDuff esperaba la noticia desde la noche anterior, cuando Jock le había informado de la muerte de Edmunds.
—¿Y cómo te sientes tú al saberlo? —preguntó MacDuff, con voz queda.
—Bien... Supongo. No quería hablar. Sonaba... preocupada.
—Tiene derecho a estar preocupada, por lo que tú y Jock me habéis contado.
Michael alzó la mirada.
—Pero ¿hay alguna otra cosa? ¿Algo que usted sabe pero que no me ha contado?
¿Debería mentirle? No, el chico había vivido episodios demasiado fuertes como para agregar el engaño.
—Sí, y no tengo intención de contártelo. Es tu madre la que tiene ese derecho.
Michael frunció el ceño.
—No quiero esperar.
—Mala suerte. —MacDuff sonrió—. No siempre consigue uno lo que quiere —Se puso de pie—. Pero yo podría ayudarte a quitártelo de la cabeza. ¿Quieres bajar a la explanada y jugar un rato al fútbol conmigo?
—No me servirá para olvidarme.
—¿Qué te juegas? Te daré tan duro que no serás capaz ni de pensar —dijo, yendo hacia la puerta—. Venga, pasaremos a buscar a Jock al bajar y le haremos jugar de portero.
Michael vaciló.
—Me había dicho que revisara estos cajones y viera si podía encontrar unos papeles que parecen antiguos.
—Por hoy estás excusado —dijo MacDuff, que ya cruzaba la puerta—. Necesito un poco de ejercicio.
—¿Qué hacen esas malditas ovejas en medio del camino? —preguntó Sophie, con las manos tensas sobre la falda—. Alguien debería estar cuidando de ellas.
—Es probable que el pastor esté cerca. En Escocia hay que ser tolerante —dijo Royd, mientras avanzaba lentamente entre el rebaño—. No es grave.
—Ya sé que no es grave —dijo Sophie, humedeciéndose los labios—. Supongo que estoy nerviosa. Por amor de Dios, no las atropelles.
—¿En serio? Yo jamás habría dicho que estás nerviosa —Royd encendió los faros del coche—. Allá está el castillo de MacDuff, un poco más adelante.
El castillo se alzaba, enorme e intimidatorio, dominando el paisaje de la campiña. A Sophie le recordaba una escena inspirada en Ivanhoe.
—Entonces, acelera. Tengo que ver a Michael.
—¿Piensas contárselo esta noche?
—No tiene sentido dejarlo para después. Tengo que ser yo quien le cuente lo de Dave. —Frunció el ceño—. No puedo tener absoluta seguridad de que no venga alguien e intente arrestarme.
—Creo que puedes estar segura de que eso no sucederá —aseguró Royd—. Por lo que Jock me ha contado, MacDuff no es alguien a quien puedas coger por sorpresa.
—Yo no estoy segura de nada... ¡Para! —Habían estado a punto de atropellar a una oveja que había vuelto a saltar al camino. Sophie bajó del coche y asustó al animal para que saliera de en medio. Luego, volvió a subir—. Tardaremos toda la noche en llegar a la puerta.
—Creo que ya está despejado —dijo Royd, acelerando con cautela—. Tendré cuidado con el rebaño.
—No es culpa tuya. Este lugar está en el culo del mundo y me extraña que MacDuff no tenga mejores...
—Alto. —Un guardia había salido de la sombra junto a las puertas del castillo. Llevaba un M16 y, cuando el coche se detuvo, los iluminó con el haz de su linterna—. ¿La señora Dunston?
—Sí —dijo ella, y se tapó los ojos para que no la deslumbrara—. Apague eso.
—Enseguida. —El hombre estaba haciendo una comprobación con una foto que tenía en la mano—. Tenía que asegurarme. Al señor no le agradan las visitas inoportunas. Me llamo James Campbell.
—¿De dónde ha sacado la foto?
—Jock —dijo Campbell, y miró a Royd—. ¿El señor Royd?
Éste asintió con un movimiento de la cabeza.
—¿Ahora puede apartarse para que podamos pasar?
El hombre sacudió la cabeza.
—El señor MacDuff me dijo que lo enviara a la explanada cuando llegara. Él y el chico están allá —dijo, señalando hacia la derecha—. Pueden bajar y dar la vuelta al castillo yendo hacia el acantilado.
—No me gusta esto. —Royd abrió la puerta—. Iré yo, Sophie. Tú sigue y llega hasta el castillo. No entiendo por qué MacDuff se arriesgaría a dejar que Michael ande sólo fuera del recinto.
—¿Arriesgarse? —preguntó James Campbell, que paret a indignado—. No hay ningún riesgo. El Señor está aquí.
Era como si hubiera dicho «Superman está aquí», pensó Sophie Era evidente que aquel hombre sentía el mismo respeto que Jok por el señor de aquellas tierras. Aquella similitud era reconfortante.
—Voy contigo —dijo Sophie, y bajó del coche—. ¿Jock está con ellos?
Campbell asintió.
—Entonces llámelo y dígale que vamos hacia allá —dijo Sophie, alcanzando a Royd.
—Podrías haber dejado que yo me ocupara de esto —dijo él, en voz baja.
—Podría —dijo ella, y apuró el paso—. Pero dudo de que haya algo de lo que ocuparse. No creo que los hombres de Sanborne estén apostados en las afueras del castillo.
—Y tú quieres ver a Michael lo antes posible.
—Ya lo creo que quiero verlo —murmuró ella—. No me hago ninguna ilusión con todo esto y quisiera que acabe.
Royd guardó silencio.
—¿Me dejarás adelantarme y asegurarme de que todo está bien?
—Estamos en esto juntos. Yo he tomado la decisión. Si es una trampa, entonces...
—Michael.
Ella era la madre de Michael. Tenía que seguir viva para protegerlo. Sophie respiró hondo y se detuvo.
—Vale, ve tú. Si no has vuelto en cinco minutos, volveré al castillo e intentaré esquivar a Campbell en la entrada.
—No es nada fácil esquivarlo. —Era Jock, que de pronto había aparecido en el sendero. Llevaba el torso desnudo y estaba bañado en sudor, pero sonreía—. Y si lo consiguieras, tendría que despedir al pobre hombre —añadió, alzando la mano a manera de saludo y frunciendo la nariz—. Hola, Sophie, te abrazaría pero mi estado es un poco asqueroso. MacDuff y Michael me han dejado hecho un trapo.
—¿Qué dices?
—Venid conmigo —dijo.
Dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.
Sophie frunció el ceño mientras lo seguía. ¿Hecho un trapo? ¿De qué diablos hablaba?
Y entonces doblaron una esquina del castillo y vio la explanada. Era un trozo de terreno llano flanqueado a ambos lados por rocas enormes y lisas.
Y corriendo de un lado a otro estaban Michael y un hombre alto de pelo oscuro, con el torso desnudo e igual de sudado que Jock. Tenía el pelo recogido con un pañuelo. Los dos estaban sin aliento y reían como si no tuvieran preocupación alguna en el mundo.
Sophie se quedó mirando, asombrada. No era el Michael que ella se había imaginado durante el viaje. Parecía... libre. Sintió una ola de alegría que, enseguida, fue barrida por un sentimiento de espanto, al pensar que estaba a punto de destruir esa alegría.
—¡Mamá! —Michael había alzado la mirada y la había visto. Ya corría hacia ella.
Sophie cayó de rodillas cuando él se lanzó a abrazarla. Lo abrazó a su vez y lo apretó con fuerza. Michael olía a sal, a sudor y a jabón. Dios, cómo lo quería. Se aclaró la garganta.
—¿Qué haces aquí fuera? ¿Estás jugando? ¿No deberías estar en la cama durmiendo?
—Te estaba esperando —dijo Michael, y retrocedió un paso—. Y al señor MacDuff no le importa. Dice que el fútbol es bueno para el alma a cualquier hora, de día o de noche.
—Me temo que no estoy de acuerdo —dijo ella, apartándole un mechón de la frente—. En cualquier caso, no tienes mal aspecto.
—Estoy bien —dijo él, mirando por encima del hombro—. Le presento a mi madre. Mamá, te presento al conde de Connaught, Señor del castillo de MacDuff. Tiene muchos otros nombres pero no puedo recordarlos todos. Supongo que tendremos que dejarlo por hoy, señor.
—Qué pena. —MacDuff se acercaba a paso tranquilo—. Encantado de conocerla, señora Dunston. Espero que haya tenido un viaje sin sobresaltos.
—Así ha sido. Hasta que nos topamos con su rebaño de ovejas por el camino.
—¿De verdad? —preguntó él, frunciendo el ceño.
—De verdad —dijo Sophie, que se obligó a soltar a Michael—. Tengo que hablar con mi hijo a solas. ¿Nos puede dejar un momento?
—No. —MacDuff se giró hacia Royd y le tendió la mano—. ¿Usted es Royd?
—Sí. —Royd se inclinó y estrechó la mano que MacDuff le tendía.
—¿Puede usted acompañar a Michael y a la señora Dunston de vuelta al castillo? Tengo que hablar con Jock. Le diré que llame a James para que les enseñe sus habitaciones.
—Michael y yo podemos hablar aquí —dijo Sophie.
MacDuff negó con un gesto de la cabeza.
—Para Michael este lugar ahora es especial. No quiero que quede manchado. Hable con él en algún otro sitio. —MacDuff se giró y fue hacia donde estaba Jock.
Aquel tío era un cabrón arrogante.
—¿Manchado? —Michael la miró con un dejo de ansiedad.
Ella le puso una mano en el hombro.
—Volveremos al castillo.
—Sabía que ocurría algo malo —murmuró él—. Cuéntamelo.
—No pretendo ocultarte nada —dijo ella, con voz suave—. Pero, al parecer, no puedo hablar contigo aquí. Vamos a tu habitación —indicó, señalándole el camino—. ¿Royd?
—Iré detrás de vosotros hasta que lleguéis al castillo y sepa que estáis a salvo. Después de eso, ya no me querrás ni me necesitarás, ¿no?
Ella quería decirle que sí lo necesitaba. Se había acostumbrado a su compañía y a su fuerza durante esos últimos días, a apoyarse inconscientemente en él. Sin embargo, esto no tenía nada que ver con el vínculo que los unía. Se trataba de una cuestión entre ella y su hijo. Asintió con un gesto de la cabeza mientras caminaba por el sendero.
—No, no te necesitaré.
Royd observó a Sophie y a Michael cruzar el patio hacia la puerta principal del castillo. Sophie caminaba con la espalda muy recta, como si se preparara para un golpe. Royd ya había visto esa postura antes. Pensó que ella no había dejado de recibir golpes que la marcaban desde el momento en que lo había conocido a él, y que los aceptaba con la misma fortaleza inagotable.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Royd esperó, con los puños apretados a los lados. Dios, qué impotente se sentía. Sophie había sufrido y todavía iba a sufrir más cuando le contara a Michael lo de su padre.
Nada podía hacer él. Él era el extraño. Así que, pensó, sería mejor dominar el impulso de ir tras ellos y, en su lugar, hacer algo útil. Giró sobre sus talones y volvió hacia la puerta, donde Jock, MacDuff y Campbell, el guardia, estaban hablando. Al llegar, interrumpió la conversación.
—Vale, ¿cuál es el problema?
MacDuff alzó las cejas.
—¿Problema?
—Las malditas ovejas. Cuando Sophie le habló de las ovejas en el camino, usted tuvo una reacción... Se nota que eso lo puso en guardia. Y enseguida quiso hablar con Jock. ¿Qué está pasando?
—Podría ser una coincidencia, ¿sabe? —dijo MacDuff—. Quizá sólo quería decirle a Jock que consolara a la señora Dunston en este momento de aflicción.
—Chorradas.
Campbell dio un paso adelante.
—Al Señor no se le habla de esa manera —dijo, con voz suave—. ¿Quiere que lo eche, Señor?
—Tranquilo, James, déjalo correr —respondió MacDuff—. Ve a buscar unos cuantos hombres y vuelve en diez minutos.
—¿Está seguro? Para mí no representa ningún problema.
Jock soltó una risilla.
—No estés tan seguro —dijo—. Incluso a mí me daría problemas, James. —Señaló con el pulgar hacia el castillo—. Diez minutos.
Campbell se giró y cruzó la puerta a grandes zancadas.
—Las ovejas —repitió Royd.
—Díselo —sugirió Jock a MacDuff—. Si es lo que pensamos, puede que nos sea útil.
MacDuff guardó silencio un momento y luego se encogió de hombros.
—Tienes razón —convino, y alzó la mirada hacia el monte—. Las ovejas no tenían por qué estar en el camino. Esos montes son de mi propiedad pero he dejado a Steven Dermot y a su hijo cuidar de un pequeño rebaño en esas tierras. Su familia ha gozado de ese derecho desde hace generaciones. Pero Steven se cuida mucho de respetar mis derechos. Jamás he sabido que haya dejado a sus ovejas vagar libremente por mis caminos.
Royd siguió la mirada de MacDuff hacia los cerros.
—Usted compruebe lo de Dermot. Yo iré a dar una vuelta.
—¿Ninguna pregunta? ¿Ninguna discusión sobre posibles coincidencias? —inquirió MacDuff.
—Una de las primeras reglas de mi entrenamiento es que cualquier cosa fuera de lo ordinario es sospechosa —dijo, y miró a Jock por encima del hombro—. ¿Vienes conmigo?
—Creo que tú te puedes ocupar de ello —dijo éste, con voz queda—. Yo crecí jugando en esos montes con Mark, el hijo de Steven. Iré con MacDuff a la cabaña.
Royd asintió con un gesto mudo.
—Si no encuentro a nadie, volveré para cubriros.
—Para eso tendremos a James y a varios más —dijo MacDuff—. Podría prescindir de un par de hombres para que le acompañen.
—No, se interpondrían en mi camino.
—Conocen el monte.
—Se interpondrían en mi camino —repitió Royd—. No quiero tener que ocuparme de nadie más que de mí mismo.
—Campbell y los demás no son unos inútiles —dijo MacDuff—. Han servido conmigo en los marines.
—Vale. Quédeselos —dijo, y se alejó por el camino.
¿Acaso lo observaban? Era probable. Sin embargo, estaría lejos del alcance de un rifle durante varios cientos de metros. Y luego se escabulliría entre los árboles en la falda del monte...
—Qué cabrón —murmuró MacDuff cuando se volvió hacia Jock—. Creo que estoy un poco cabreado. Más le vale que sea bueno. ¿Siempre es así?
—Es bueno —dijo Jock—. Y muy impetuoso. Puede que esté un poco más pesado que de costumbre, pero me parece haber detectado una pizca de frustración. Las cosas, al parecer, no van como él quisiera.
—¿Y eso ocurre alguna vez?
—Sin embargo, Royd ha tenido que tratar con Sophie Dunston, y no se entienden —dijo Jock, y se encogió de hombros—. O quizá no sabe cómo manejarla. Seguro que es una ofensa a su ética de apisonadora tener que pararse y pensar en otra persona, cuando lo único que desea es llegar hasta Sanborne y Boch. —Jock miró por encima del hombro de MacDuff—. James y los demás han llegado. Vamos a ver qué pasa en la granja.