Capítulo 10
LA furgoneta se detuvo.
Sophie sintió la repentina tensión de Royd.
—Silencio —advirtió él, mientras abría lentamente la puerta del armario—. Y quédese aquí hasta que le haga una señal para que salga. Luego, sígame. Y que sea rápido.
¿Acaso creía que se iba a mover a cámara lenta cuando salieran de ahí?, se preguntó ella, irritada. Conserva la calma, se dijo. Era el pánico lo que la ponía tan nerviosa. Vio a Royd, delante, junto a las puertas, oculto detrás de unas alfombras enrolladas. Tenía un arma en la mano.
Y alguien abría las puertas del camión, alguien que hablaba con una segunda persona.
—Ve a buscar ayuda entre esos cabrones de portugueses del barco —dijo—. Sólo tenemos órdenes de descargar personalmente las cubas, y en este viaje sólo hay muebles. No pienso descargar toda esta mierda solo.
Se oyeron risas, justo antes de que las puertas se abrieran.
Sophie vio a un hombre bajo y robusto, mirando por encima del hombro mientras seguía hablando. Luego se giró y salió de su campo visual.
Royd se incorporó, y le hizo una señal.
Joder, el hombre estaba a sólo unos metros.
Qué diablos. Sophie sólo esperaba que Royd supiera lo que hacía. Salió como pudo del armario y se lanzó hacia la parte trasera del camión.
Le llegó un aire salado y cargado de humedad cuando dejó que Royd la alzara para bajar. Tuvo una rápida visión de unos almacenes alineados a lo largo del muelle donde estaba anclado el carguero.
El barco...
El chófer del camión no estaba. ¿Dónde se había metido?
En ese momento, oyó el metal deslizándose sobre los rieles cuando el chófer abrió las puertas de un segundo trailer aparcado justo detrás del que ellos acababan de abandonar de un salto.
Se lanzó detrás de Royd, que se metía debajo del camión y empezaba a deslizarse hacia la cabina del conductor. Dios mío, tenía la impresión de que se habían pasado la noche arrastrándose debajo de vehículos. Primero, los coches en el aparcamiento de las instalaciones y, ahora, el camión. Era una suerte que los enormes neumáticos del trailer de dieciocho ruedas fueran un escudo mucho más seguro que los de los turismos.
Por suerte, pensó, cuando oyó a los marineros portugueses que hablaban mientras intentaba alcanzar a Royd. Él la detuvo con un gesto de la mano, mientras se aplastaba contra una rueda, sin dejar de mirar hacia el otro extremo del camión.
Sophie aguantó la respiración.
Había cinco hombres.
Se paseaban de un lado a otro, al parecer sin grandes prisas para empezar a descargar. Pasaron por la parte trasera del camión y luego siguieron hacia el que estaba estacionado detrás.
—Hay un almacén a unos veinte metros de aquí —avisó Royd, con un susurro de voz—. No podemos contar con que esté abierto y vacío. Así que nos esconderemos detrás de los barriles de combustible que hay delante y nos escabulliremos hacia la parte de atrás.
Ella asintió con un gesto seco de la cabeza.
—Adelante, maldita sea. Cuando empiecen a descargar, estarán por todas partes.
Él la miró y sonrió.
—Vale, allá voy. Y usted se las arregla sola.
Acto seguido, se deslizó hasta poder incorporarse de debajo del camión y echó a correr hacia el almacén.
Ella lanzó una rápida mirada hacia el segundo camión, y luego lo siguió.
¿Veinte metros? Más bien le parecieron cien. A cada paso, Sophie esperaba oír un grito a sus espaldas. Por fin, alcanzó a ocultarse detrás de los barriles. Royd ya estaba al otro extremo del almacén y, al momento siguiente, había desaparecido. Era evidente que hablaba en serio cuando le dijo que se las arreglara sola. Se agachó y corrió hacia la esquina.
—Muy bien. —Él la estaba esperando—. Ahora, espere aquí mientras me acerco al barco —avisó, y se volvió para ir hacia el muelle—. En cuanto vuelva, nos vamos de aquí.
Ella sintió una punzada de pánico.
—¿Por qué volver al barco?
—Porque con la prisa no he cogido el nombre.
—Yo sí. Se llama Constanza.
Él la miró con expresión de sorpresa.
—¿Está segura?
—Claro que estoy segura. Fue lo primero que miré al bajar del camión. ¿Ahora podemos salir de aquí?
Él se giró y se lanzó hacia el otro extremo del almacén a trote ligero.
—A toda velocidad y con el máximo de precaución.
Tardaron cuatro horas en volver al motel. Primero se dirigieron al aeropuerto, donde alquilaron un coche. Y luego dos horas conduciendo de vuelta al motel.
Sophie estaba al borde del colapso por agotamiento mientras miraba a Royd abriendo la puerta.
—Constanza. Tengo que mirarlo en mi ordenador. Debe de ser de bandera portuguesa, y eso debería...
—Primero debería dormir unas cuantas horas. —Royd abrió la puerta de un tirón—. No le hará mal, y así no se quedará dormida encima del teclado.
—No me quedaré dormida. Y el conductor del camión mencionó algo acerca de unas cubas. ¿Qué diablos quería decir? —preguntó, yendo hacia la otra puerta—. Me daré una ducha para despejarme. Necesito... —Se detuvo en seco al ver el reflejo de su imagen en el espejo sobre la mesa—. Dios mío, se diría que me ha pasado por encima un tornado —dijo, tocándose la mancha de grasa en la mejilla, seguramente de los barriles del almacén—. ¿Por qué no me lo había dicho? ¿Y por qué usted no se ha ensuciado igual que yo?
—Sí que me ensucié. Pero usted no se fijó en gran cosa después de que salimos de los muelles. Creo que estaba un poco tensa. Me limpié en el aeropuerto antes de ir a alquilar el coche y recogerla a usted.
Decir que estaba «tensa» era un eufemismo. Había sido una noche agotadora y Sophie había pasado mucho miedo. Era probable que no se hubiera percatado si él se hubiera desecho de su ropa en el aeropuerto y salido desnudo a recogerla. Sacudió la cabeza.
—Me sorprende que el taxista nos haya dejado subir a su coche.
—La mayoría de taxistas no se fijan demasiado en la clientela a esa hora de la noche, y le he dado una buena propina. En realidad, conviene que haya estado así de sucia. Era prácticamente irreconocible. ¿Qué le parece si yo me siento a buscar información sobre el Constanza en su ordenador mientras usted está en la ducha? Así ahorramos tiempo.
Ella asintió con la cabeza. La propuesta tenía sentido, y ella quería esa información con la mayor brevedad posible.
—El ordenador está en mi bolsa de viaje. No tardaré.
—Tómese su tiempo. —Royd fue hasta la bolsa que estaba junto a la pared y la abrió—. Como he dicho, el Constanza no saldrá ni al amanecer ni esta noche. Las instalaciones no parecen estar del todo listas para cerrarlas.
—Quiero saberlo. —Sophie cogió su camisón y su bata de la bolsa y se dirigió al cuarto de baño—. Quiero saber todo lo que pueda encontrar sobre los planes de Sanborne.
—¿Y cree que yo no? —inquirió él, mientras abría el portátil—. Ya sabe que mi fuerte no es la paciencia.
—¿Ah, sí? Jamás lo habría adivinado. —Sophie entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y empezó a desnudarse. Tenía que seguir, se dijo. Se sentiría mejor después de lavarse la suciedad y el cansancio. No había sido una noche del todo desastrosa. No había encontrado el CD del REM-4, pero había conseguido una copia de algo que quizá tenía un gran valor para Sanborne. No los habían descubierto, no habían acabado heridos ni muertos, y eso no estaba mal. Y ahora conocían el nombre del barco que transportaba los equipos.
Entró en la ducha y dejó que el agua caliente la bañara durante unos minutos antes de coger el champú. ¿Qué estaría haciendo Michael en ese momento? Eran casi las cuatro de la madrugada, casi las nueve de la mañana en tierras de MacDuff. Lo había llamado el día anterior, tal como había prometido, y Michael parecía contento, incluso ilusionado. Le contó que había tenido un terror nocturno la noche anterior, pero que MacDuff cuidaba de él. Dios, esperaba que su hijo estuviera contento. Al menos estaba a salvo, y eso era lo importante.
Espero que sigas bien, Michael. Que no te desanimes. Hago todo lo que puedo para traerte de vuelta a casa.
Royd alzó la mirada cuando, al cabo de diez minutos, ella salió del cuarto de baño.
—Venga aquí. Hay algo que debería ver —dijo.
—¿El Constanza? —preguntó ella, yendo rápidamente hacia la mesa—. ¿Ha encontrado algo?
Él negó con la cabeza.
—Primero he mirado las noticias locales —dijo, y giró el portátil hacia ella—. La policía ha anunciado que no encontraron ningún cuerpo en el incendio de su casa y que la han declarado oficialmente desaparecida.
Ella frunció el ceño.
—Pero ésas son noticias viejas. Usted me dijo que el Departamento de Bomberos ya había llegado a esa conclusión. ¿Por qué actúa como si...?
—No esperábamos lo que mencionan en el segundo párrafo. Siga leyendo.
—¿A qué se refiere? No veo por qué... Oh, Dios mío —dijo Sophie, alzando la mirada hacia él—. ¿Dave? —murmuró—. ¿Dave ha muerto?
—Así parece. He mirado la referencia en el periódico. Encontraron su cuerpo ayer en una zanja en las afueras de la ciudad.
Ella volvió a la lectura del artículo.
—Le dispararon. No saben quién lo hizo.
—Salvo que la policía ha sumado dos más dos.
Ella sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse del impacto de ese comentario.
—¿Yo? ¿Me buscan a mí? Creen que he sido yo —dijo, y se dejó caer sobre la cama—. Dios mío.
—Para ellos, tiene sentido. Primero, hace volar su casa, esperando que todos crean que ha muerto. Y luego va y mata a su ex marido.
—Sin embargo, al cabo de un tiempo descubren que yo no he muerto en la explosión.
—Recuerde, la policía cree que usted está un poco desequilibrada y que no está en sus cabales.
—Pero ¿por qué mataría a Dave?
—Suele haber todo tipo de disputas después del divorcio. ¿Acaso insinúa que no tenían disputas?
—Claro que las teníamos. Pero yo no... —Sophie había empezado a temblar—. Por amor de Dios, fue mi amante. Yo tuve un hijo suyo.
—Y él se casó con otra mujer después de haberse divorciado de usted, cuando usted se volvió loca.
—No me volví loca —dijo ella, entre dientes—. Jamás me habrían dejado salir si no hubiera recuperado la cordura.
—¿No? Hay todo tipo de historias acerca de altas prematuras que acaban en asesinato.
—Cállese.
—Sólo estoy haciendo de abogado del diablo. En el periódico dice que la mujer de Edmunds declaró que éste salió precipitadamente después de recibir una llamada. Parecía muy alterado, pero no quiso decirle dónde iba. Sería normal que no tuviera demasiadas ganas de contarle a su mujer que iba a un encuentro con su ex.
—Jean no tenía celos de mí.
—¿Por qué no? Usted es una mujer bella, inteligente, y es la madre de Michael.
—Ella... era la mujer con que Dave debería haberse casado, y lo sabía. Su única aspiración era ser una buena ama de casa y ayudar a Dave de cualquier manera. Sabía que yo no era una amenaza, y sólo quería lo mejor para Michael.
—Pero seguro que ahora no piensa lo mismo. Una viuda dolida siempre quiere venganza.
—¿Quiere hacer el favor de callarse? —dijo Sophie, llevándose una mano temblorosa a la cabeza—. Tengo que pensar.
—Intento ayudarle a pensar. Está impresionada y... —se interrumpió—. Es posible que usted también sienta dolor por ese cabrón. Eso es un obstáculo.
Ella se sacudió, como bajo el impacto de algo.
—Dave no era un cabrón. Tenía defectos, como todo el mundo, pero...
—Vale, vale. —Royd cerró el portátil con una violencia apenas contenida—. ¿Yo qué voy a saber? Pero yo no dejaría a mi compañera ni la abandonaría a su suerte cuando tiene problemas. Por lo que he oído, se supone que el vínculo del matrimonio es bastante más fuerte. Él tendría que haberla ayudado.
—No tiene idea de lo difícil que era vivir con Michael.
—Usted también vivía con él. Y no lo abandonó. —Antes de que ella respondiera, siguió—: Sienta todo el dolor que quiera, aunque sea una tontería. Pero no permita que eso le impida pensar en su propia supervivencia. Se trata de un asunto muy sucio y tenemos que lidiar con ello.
—Usted sabe que yo no lo maté —dijo Sophie, frotándose la sien—. Yo no estaba en aquella zanja. La policía lo descubrirá si lo investiga.
—¿Eso cree? No si la persona que lo mató sabía lo que hacía. No creo que en esta ocasión Sanborne mandara a otro Caprio. Esta vez ha contratado a un auténtico profesional.
—¿Qué dice?
—Que habrá limpiado toda huella que pudieran usar los forenses para orientar a la policía en su búsqueda, y que habrá dejado algún objeto que la incrimine a usted.
—¿Como qué?
—Como el ADN. En los días que corren, es el mejor amigo de un asesino. Siempre y cuando él mismo pueda esquivar la bala.
—Como seguramente usted podría hacer —dijo ella, con gesto amargo.
—Sí, soy muy bueno esquivando balas. Pero no tiene que preocuparse por mí sino por el sobre o los cabellos que encontrará la policía.
—¿Qué sobre?
—Era uno de los objetos que sugerían nuestros maestros en Garwood. Cuando se deja la saliva en el pegamento de un sobre, eso se conserva durante años. Consiga un cabello de un cepillo en la taquilla de una persona y ya tenemos otra prueba irrefutable. ¿Sanborne tenía acceso a su correspondencia cuando trabajaba con él?
—Desde luego que sí.
—¿Y guarda usted objetos personales de aseo en su taquilla en el hospital?
Ella asintió con la cabeza.
—Entonces seguro que la policía ha recogido una muestra para llevar al laboratorio de ADN y su plato ya está guisado. ¿Me entiende?
Sophie lo entendía, y las consecuencias la horrorizaban.
—¿Sanborne lo ha matado sólo para implicarme a mí?
—Hay una buena probabilidad. Usted se ha convertido en un problema, y no hay mejor manera de desacreditarla que un asesinato.
Sophie sacudió la cabeza, como atontada.
—Parece imposible. No, no lo es. Sólo que me cuesta asimilarlo.
—Pues será mejor que empiece a hacerlo —dijo él. Su tono de voz era tan inflexible como su expresión—. Porque tenemos que empezar a pensar en una respuesta.
—Sólo le pido que se vaya, Royd. Que me deje un rato sola.
—Después. Podrá llorar a Edmunds después de que se dé cuenta de las implicaciones. —Royd se cruzó de brazos y se reclinó en la silla—. Lo más importante para usted es que empezarán a buscarla. Y esa búsqueda incluirá a Michael.
—Michael está a salvo en Escocia.
—¿Cree que MacDuff estará dispuesto a esconderlo si eso significa tener que lidiar con las autoridades de Estados Unidos?
—No lo sé. Pero Jock no dejaría que nada le ocurriera. —Sin embargo, ¿sería Jock capaz de ofrecerle un techo si MacDuff les negaba su refugio? Eso sencillamente no lo sabía—. Puede que no sepan cómo encontrarlo —dijo, y luego un pensamiento le vino a la mente—. O quizá sí sepan. Puede que Dave le haya hablado a Jean de la existencia de Jock.
—Para estar seguros, tenemos que suponer lo peor. En primer lugar, usted es sospechosa y puede que haya que recurrir a algo muy sofisticado para sacarla de esto. En segundo lugar, mientras siga siendo sospechosa, carece de toda credibilidad, y a Sanborne eso le va muy bien. Y, en tercer lugar, Michael será vulnerable ante Sanborne y Boch, pero también ante la policía. ¿Me entiende?
—Claro que le entiendo.
—Vale. Ahora la dejaré dormir un rato —dijo Royd, y se incorporó—. Tenía que asegurarme de que lo entendiera bien antes de dejarla. Es más importante que piense en su propia seguridad que en la muerte de Edmunds.
—No, no lo es. —Sophie sintió que las lágrimas le ardían en los ojos—. Tengo que pensar en las dos cosas. Estuve casada con él, por el amor de Dios. Puede que a usted no le cueste compartimentar las cosas, pero a mí sí. No poseo tanta frialdad.
—¿Frialdad? Ya quisiera yo ser frío. Me facilitaría mucho las cosas. —Royd se dejó caer de rodillas ante ella—. ¿Quiere consuelo? Yo le daré consuelo. Aunque no creo que Edmunds se mereciera que usted hable tan bien de él.
Ella se puso tensa.
—No estoy hablando de él. Y no quiero su... —Sophie calló cuando él la abrazó—. Suélteme. ¿Qué se ha creído...?
—Cállese —dijo él, con voz seca. Le cogió la nuca y la hizo apoyarse en su hombro—. Llore, si quiere. No puedo darle comprensión, pero le ofrezco mi hombro y respeto su derecho a opinar como quiera —dijo, acariciándole el pelo—. La respeto a usted.
Aquella mano grande sobre su pelo era como la pata de un oso, pensó Sophie. Había en ella una torpeza que debería haberla irritado. Pero, al contrario, era curiosamente reconfortante.
—Suélteme. Me siento... rara.
—Hábleme de ello. En este momento soy lo único que tiene. ¿Acaso no soy mejor que una almohada mojada?
—En cierto sentido —murmuró ella, y lo abrazó con fuerza, instintivamente. No era verdad. Ahora sentía que el dolor y el impacto se desvanecían, como si se los estuviera traspasando a él, como si él deseara que se librara de ello—. No tiene que hacer esto, ¿sabe? Jamás lo habría esperado de usted.
—Para mí también es una sorpresa. No sé cómo hacer estas cosas, y me da rabia. No soy demasiado bueno cuando se trata de estas cuestiones de sensibilidad. El sexo es fácil, pero no puedo... —dijo, y respiró hondo—. No era mi intención mencionar el sexo en este momento. Se me ha escapado. Pero, bueno, ¿qué diablos espera de mí? Soy un hombre.
—Y me respeta profundamente.
Él la apartó para mirarla a la cara.
—Lo he dicho en serio. Es usted una mujer inteligente y bondadosa, y es una buena madre. Y yo sé juzgar bien las bondades de una madre, porque tuve algunas madres adoptivas nada brillantes. No es culpa suya que tenga la cabeza hecha un lío.
—No tengo la cabeza hecha un lío. Creo que usted debe de ser el hombre más falto de tacto del mundo, y en este momento me es imposible hablar con usted.
—Shh —dijo él, y volvió a abrazarla—. Me callaré la boca. Al menos, lo intentaré. Si usted empieza a hablar bien de Edmunds, no le prometo nada. Él no se la merecía.
—Era un hombre decente. No era culpa suya si se casó con la mujer equivocada... —dijo, y calló. No tenía intención de convencerlo y era agradable tener a alguien que se pusiera, sin fisuras, a favor suyo. Al menos en ese momento de dolor e incertidumbre. Era probable que mañana se desentendiera del asunto, pero en ese momento le ofrecía una ayuda que ella necesitaba desesperadamente—. Y si no fuera por mí, estaría vivo.
—Estupendo. Otra víctima en su puerta. ¿Nunca se cansa de arrastrar esa carga de culpa? —Royd se incorporó y la hizo incorporarse—. Si él hubiera estado a su lado, estarían luchando juntos contra Sanborne. Puede que su muerte no se hubiera producido. —La tendió en la cama y se recostó a su lado—. No se ponga tan rígida. No pienso aprovecharme de usted. Es que no puedo mantenerme en esa posición toda la noche sin que me den calambres —dijo, y volvió a abrazarla—. ¿Le parece bien así? Si no, la dejaré. Se lo prometo.
—¿Dice la verdad? —preguntó ella, con voz insegura.
—Es probable que no. Como le he dicho, no soy un hombre demasiado sensible. Tengo tendencia a tratar de arrasarlo todo cuando creo tener razón. Es probable que haría lo posible por convencerla de lo contrario.
Royd era como un ariete, y ella no quería librar esa batalla. Creía que intentaba sinceramente ayudarla y que esa noche no era una amenaza. Aquello la alegraba, porque era alguien a quien abrazarse en la oscuridad que se cernía a su alrededor.
—Demasiadas palabras... —dijo, y cerró los ojos—. Sólo le pido que me deje dormir, Royd.
—Claro. —Royd estiró las sábanas y la cubrió a ella y a sí mismo—. Que duermas bien. Yo cuidaré de ti, Sophie.
Cuidaré de ti... Era curioso, pero Dave nunca había pronunciado esas palabras. En su matrimonio nunca habían figurado esas necesidades primarias. La había divertido, la había llenado de admiración por su fino intelecto, y le gustaba su cuerpo. Al principio, tenían objetivos iguales. Y después habían tenido a Michael. Él amaba a Michael.
—Mierda —dijo Royd, con voz cortante—. Deja de llorar. No me gusta.
—Mala suerte —dijo Sophie, y abrió los ojos para mirar su ceño fruncido—. ¿Tú no lloraste cuando murió tu hermano?
Él guardó silencio un momento.
—Sí, pero era yo el que lloraba. No me gusta que llores tú. No sabía que me sentiría así —confesó, apretando los labios—. Pero si tienes que llorar, adelante.
—Muchas gracias —dijo ella, con tono irónico—. Eso haré.
Él volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
—Digo todo lo que no hay que decir. Seguro que echas de menos a Jock. Él sabría qué hacer en este caso.
—No, no quiero a Jock aquí. Quiero que esté con Michael. —Sophie volvió a cerrar los ojos—. Y sí, él sería mucho más sensible que tú. Sin embargo, creo que intentas ayudarme, y te lo agradezco. Dame un par de horas y no necesitaré a ninguno de los dos.
—De acuerdo—. Royd volvió a acariciarle la cabeza con su enorme mano—. Haré lo que quieras... al menos durante las próximas horas.
Ella volvió a percibir aquella tierna torpeza. Le parecía uno de los hombres más sobrios que había conocido, pero no en ese momento. Era evidente que se enfrentaba a una nueva situación y le molestaba. Vaya si le molestaba. Pero lo hacía por ella.
—Gracias —dijo. Esta vez no había sarcasmo en su voz.
—De nada —dijo él, y se acomodó más cerca de ella—. Y también me alegro de que Jock no esté...
Estaba dormida. Debería dejarla.
Todavía no. Royd miró hacia la oscuridad, con los brazos rodeando a Sophie. No quería que se despertara y se encontrara sola. De todas formas, ahora Sophie se sentía muy sola y muy vulnerable. Quizá no era su presencia lo que deseaba, pero mala suerte. Él era un puerto en medio de la tormenta que la envolvía, y el hecho de que ella lo hubiera aceptado era una demostración de lo sola que estaba.
¿Por qué diablos se había empeñado tanto en que ella lo dejara quedarse? A él no debería importarle su dolor siempre y cuando pudiera funcionar.
Sin embargo, le importaba.
Ella le importaba. Se estaba acercando demasiado a Sophie. La había observado, había hablado con ella y percibido su miedo. Había visto su valor. Se había obstinado en evitar que aquello significara algo para él. Pero no funcionaba. Tenía que obligarse a mantener una distancia, a ignorar sus ganas de tocarla, de acariciarla y calmarla.
El sexo.
Ah sí, decididamente era el sexo. El escozor que sentía era una manifestación de esa verdad. No era nada fácil estar tendido a su lado y no tener ganas de montarse encima de ella. ¿Por qué no intentarlo?, se había dicho, temerariamente. Nunca había destacado por su capacidad de contenerse, y Sophie era muy vulnerable en ese momento. Podía conseguir que ella lo deseara. ¿Dónde diablos intentaba llegar con esa actitud de noble imbécil? Siempre había gozado del sexo ahí donde lo encontraba, siempre y cuando no le hiciera daño a la mujer. Sophie era una mujer dura y él le importaba un rábano, pensó. Y tampoco le haría daño un encuentro de una sola noche.
Si es que se trataba de una sola noche. No estaba seguro de que aquello fuera suficiente para él.
Tenía que dejar de pensar en ello. Se lo había prometido, y ahora sólo lo hacía sentirse más...
Ella se removió a su lado con un gemido.
Mierda.
Su rostro era una pálida nebulosa en la oscuridad, pero él alcanzaba a ver la sombra de sus pestañas en las mejillas. Parecía tan indefensa como una niña.
Maldita sea, no era una niña. Era una mujer que tenía un hijo y que había vivido un infierno esos últimos años. El sexo podía ser un consuelo. No tenía que ser...
Sin embargo, a ellos dos el sexo no les traería ningún consuelo, así que ¿para qué seguir inventándose pretextos para tomar lo que quería? No iba a ocurrir sencillamente porque él había hecho esa maldita promesa.
Sophie olía a champú de limón y a jabón.
Tenía que contenerse. Pensar en otra cosa. No era un niño. Puede que no estuviera acostumbrado a reprimirse, pero era capaz de hacer lo que se proponía.
Eso esperaba.
Sophie se acurrucó contra él. Iba a ser una noche muy larga.