Dabaibe, 2013
Relaté a Laura que el tal Heredia había sido objeto de una maldición por parte de unos indígenas colombianos en el siglo XVI, que afectaba a todos sus descendientes hasta el final. Begoña era hija única y era la última de la rama genealógica, por lo que con su hija finalizaba la descendencia.
—Ander, estamos en el siglo XXI, no irás a explicar todo esto con una maldición…
—No, escucha, yo también soy bastante escéptico; la cuestión es que aún existe otro tipo de gente que no lo es. Todo lo contrario, son verdaderos fanáticos y eso es lo que explica las muertes de Neguri y el robo de un ídolo de oro y un mapa. Precisamente, la imagen de la diosa Dabaibe ha aparecido aquí hoy en un paquete sin remitente que ha llegado al ayuntamiento.
—Me estoy perdiendo.
—Mira, le he dado muchas vueltas y creo que esto es lo que ha ocurrido. Después de muchos años, sin que se supiera nada de ese ídolo, la casualidad hace que Apraiz y Etxebeste coincidan en un viaje empresarial organizado por el Gobierno vasco a Colombia para estrechar lazos con el país suramericano. Visitan distintas instalaciones y también los llevan a algunos museos donde Apraiz confiesa a algún empleado que posee una reliquia familiar de su mujer muy parecida a algunas imágenes que están viendo. La conversación es escuchada por otra persona, ajena a la expedición vasca, que toma nota de todo y se pone en acción. Consigue el listado de visitas, averigua quiénes son, que Etxebeste está soltero y que viven muy cerca.
—No sé si te sigo.
—Esa persona es un fanático religioso y, sobre todo, el marido de una fanática superior de la diosa Dabaibe, que es a quien representa el ídolo. Entre ambos se las ingenian para que la mujer pueda abordar de buenas maneras en varias ocasiones a Etxebeste, que medio prendado por ella, medio compadecido de ella, se la trae a Neguri como empleada del hogar. Ahí tienes a tu asesina, ahí tienes a la asesina de Lucas.
—¿Y cómo llegas a esa conclusión?
—Porque en el registro de la casa del marido vi una foto de ella. Aunque sólo la he visto una vez, soy muy buen fisonomista. Después de ver el cobertizo y su enfermiza devoción, sólo tenía que atar cabos. Ahora, lo que debes hacer es hablar con Etxebeste para confirmar esta historia.
—Aguanta al teléfono, que le voy a llamar ahora mismo por otra línea.
—De acuerdo.
Laura se puso en contacto inmediatamente con Jorge Etxebeste, que le confirmó su desplazamiento con Apraiz a Colombia y que en ese mismo viaje se había traído a Gladys como empleada del hogar. El empresario añadió que, justo en la víspera, de una forma extraña y precipitada, la mujer colombiana le había anunciado que su madre estaba muy enferma y que se veía obligada a marcharse.
—Ahí lo tienes. Está huyendo. No habrá podido contactar con su marido y ha decidido escapar, una vez concluida su macabra y despreciable misión. Una vez consumada la venganza y recuperado el ídolo, ya ha cumplido su misión divina y no tiene sentido prolongar su estancia en tierra extraña. Ha dejado pasar unos días para no levantar sospechas y comprobar que la Policía no sabía ni por dónde le pegaba el aire, y con toda tranquilidad se ha vuelto para casa.
—Voy a poner ahora mismo a la gente a trabajar. Nos lleva ventaja y es muy probable que haya abandonado el país. Voy a mandar inmediatamente a varios efectivos a vigilar el aeropuerto, por si acaso aún no ha salido, y me pongo a investigar todos los vuelos que han partido de Bilbao desde ayer.
—Yo voy a ir poniendo al corriente a toda la gente de aquí para que también vigile las llegadas.
—Sí, yo también hablaré con ellos para coordinarnos mejor y voy a pedir ayuda de la Interpol y demás Policías internacionales por si acaso su plan no es precisamente regresar a su hogar. Vete a saber si la indeseable esta no tiene otras maldiciones que supervisar.
—Muy bien, doy por acabado mi trabajo oficioso al otro lado del charco y me preparo para volver a casa.
—Sí, Ander, que no sé cómo te vamos a poder agradecer lo que has logrado. Yo y los de la comisaría, por haber deshecho un entuerto muy complicado. Y en especial por Lucas y su familia; pero los de arriba, desde luego, deberían ponerte una estatua por el peso que les acabas de quitar de encima. Ya no sabían ni qué hacer después de haber metido la pata con el chaval gitano. Cuídate y nos vemos a la vuelta.
—Lucas se merecía esto y más. Nos vemos.
Mientras Laura dinamizaba toda la operación de búsqueda, yo me reuní en un despacho con Amaia y Escobar para relatarles todo y recibí más de lo que esperaba. El doctor no salía de su asombro y se repetía a sí mismo que nunca hubiera pensado que el fanatismo pudiera llegar a tal extremo, al tiempo que la psicóloga se quedaba paralizada y sin color en el rostro. Unos segundos más tarde rompió a llorar y me obsequió con un abrazo de lo más reconfortante. Se tomó su tiempo y pasó a besarme con tanta intensidad como profundo sentimiento. Ahí fue cuando pude pasar de un estado de sobreexcitación a uno de alivio y serenidad. Con tanta tensión acumulada, y aunque ella era una profesional y conocía toda la teoría sobre la forma en que se dominan este tipo de situaciones traumáticas, no le importó perder la compostura frente a un testigo que también se unió a nuestra pequeña celebración.
Pero aún faltaba un importante fleco por cerrar, y tampoco era cuestión de perder tiempo. Salí del despacho y reuní a los altos cargos de la comisaría colombiana para ponerles al corriente de todo. Asimilaron la información, hablaron con sus compañeros de la capital y de inmediato pusieron en marcha un operativo de vigilancia en diversos aeropuertos del país, especialmente en los del norte y, sobre todo, en los de Cali, Medellín y Bogotá, que son los que más vuelos internacionales reciben. No me había fijado antes y al escucharlo entonces me pareció un tanto irónico que el de la capital se denominara El Dorado.
Después de que retornara la calma a la comisaría, Amaia y yo nos pusimos a planificar nuestro regreso y decidimos devolver el coche en Cartagena de Indias y volar desde allí, dado que había un vuelo directo a Bilbao a la mañana siguiente. Es lo que tiene ser un destino turístico clásico. Escobar se ofreció para darnos cobijo en su casa y, a cambio de su alojamiento, entre los dos le preparamos una suculenta cena. El doctor se había portado muy bien con nosotros, había sido clave en la investigación y era lo menos que podíamos hacer por él después de alterar su vida y ponerla incluso en peligro. Además, todavía tenía el brazo dolorido tras el impacto del dardo y la consiguiente mordedura contra el veneno.
Logramos relajarnos e incluso nos reímos durante la velada, si bien decidimos acortar la sobremesa para madrugar y salir temprano. Dormimos en la habitación de invitados y acordamos que era un buen día para que dejáramos que el sueño y el cansancio ganaran la batalla a la bendita tensión sexual no resuelta. Eso sí, nos negamos a acostarnos en camas separadas y nos acurrucamos abrazados sobre un colchón de ochenta centímetros hasta caer rendidos.
Ya habíamos dicho adiós a Escobar por la noche, así que salimos antes del amanecer, directos hasta Cartagena de Indias. Teníamos aproximadamente 800 kilómetros por delante, pero llegamos con tiempo de sobra para coger el vuelo. Devolvimos el coche en la franquicia de alquiler, pagamos y nos dispusimos a pasar por el mostrador de facturación, a pesar de que sólo llevábamos equipaje de mano para recoger nuestros billetes. No tardamos demasiado y, como nuestros estómagos reclamaban avituallamiento, nos pusimos a buscar una cafetería.
Vimos una cerca, pero nos aconsejaron una mucho mejor para comer algo en la zona más próxima a las llegadas. Allí pudimos comprobar la presencia de algunos efectivos de vigilancia paseando por la zona, aunque el gran despliegue estaba por las ciudades más importantes. Cogimos una mesa y miramos la carta. Yo tenía claro que quería una hamburguesa, por lo que abandoné la búsqueda mucho antes que Amaia, que escrutaba la oferta en busca de algo vegetal.
Aguardaba su decisión cuando comencé a mirar distraído a través de la cristalera. Casualmente, en mi horizonte se encontraba la fila de las personas que esperaban un taxi y me llamó la atención una mujer que parecía muy impaciente. De espaldas, vi que era menuda, con un pañuelo que le cubría el cabello y que apenas portaba equipaje. De repente, me dio un vuelco el corazón. Ese pálpito especial me hizo saltar de la silla como un resorte y acercarme a la carrera hacia allí ante los ojos atónitos de Amaia.
Seguía sin poder ver a la mujer de frente, por lo que tuve que aproximarme hasta dos metros de ella, momento en el que giró la cabeza y cruzó su mirada con la mía. Nos reconocimos al instante y ella comenzó a correr hacia delante como una gacela. Pese a que yo me había acercado precisamente porque en mi interior algo me decía que podía ser ella, su reacción tan inmediata me pilló por sorpresa y cedí una buena ventaja, que me propuse recuperar.
Amaia seguía lo ocurrido desde la cafetería y se puso en seguida a pedir la ayuda de los policías que rondaban por allí. Ellos también se pusieron a perseguirla, pero realmente nadie la tenía más al alcance que yo. Apreté el paso y vi que ella se giraba para calibrar sus posibilidades. La veía de nuevo a escasos metros cuando, de repente, se paró en seco. Yo, sorprendido, hice lo mismo y le grité que se rindiera, entendiendo que ya lo había hecho. Me equivoqué. Gladys volvió a mirarme directamente a los ojos, observó que un grupo de ocho policías corría también en su dirección y entonces calculó su tiempo. El margen de segundos que disponía para que el autobús que pasaba a gran velocidad llegara a su altura. Yo tardé en advertir sus intenciones y no pude impedir que se lanzara a su paso. El golpe fue brutal. Pese a que los servicios médicos del aeropuerto no tardaron ni dos minutos, no pudieron hacer nada por ella.
Había emulado a su marido. Ambos prefirieron enfrentarse a la muerte, convencidos de que, tras servir con la máxima devoción a su pueblo y a su diosa, podían marcharse en paz de este mundo provisional. Ese pensamiento me dolía más que haber presenciado un trágico final. En el fondo, sentía que ambos se habían marchado sin rendir cuentas por sus actos y sin miedo en sus rostros, mientras que los Apraiz y Lucas nunca pudieron decidir su destino.
Afortunadamente, teníamos que coger el vuelo de vuelta a casa y dejamos todo en manos de la Policía colombiana. Estaban al tanto de todo, de quiénes éramos nosotros, de quién era ella, de por qué se había suicidado y de que ponía fin al caso, por lo que nuestra permanencia en el país no era necesaria.
Durante las largas horas de vuelo, Amaia y yo tuvimos tiempo de charlar largo y tendido. No faltó el omnipresente Confucio y su frase de la venganza y las dos tumbas. En este caso, sí que hubo dos sepulturas, pero no refrendando la idea del sabio chino. Ninguna de ellas fue para mí. A ambos nos embargaba una sensación de alivio y logramos relajarnos en nuestros asientos, hasta el punto de que fue inevitable que nos planteáramos la gran pregunta. ¿Y ahora qué? Nos había unido una tragedia, se suponía que regresábamos a la vida normal y nos preocupaba cómo íbamos a responder a las rutinas. Sin embargo, tan sólo llevábamos unos días juntos y parecía que fuéramos pareja desde hacía años. Todo lo vivido nos había unido muchísimo y coincidimos en que no teníamos miedo al futuro.
Aterrizamos en Bilbao y, como no nos obligaba ningún compromiso, nos tomamos el resto del día para nosotros. Cenamos en un buen restaurante del Casco Viejo y aprovechamos la falta de sueño que nos provocaba el jet lag para amarnos apasionadamente durante horas. Nos quedamos dormidos por la mañana, después de numerosos planes a corto y medio plazo.
Hacia las doce, me pasé por la comisaría. El recibimiento fue espectacular. No paré de recibir felicitaciones de mis compañeros, hasta que Laura me llamó para que nos reuniéramos en su despacho. La inspectora me volvió a transmitir el agradecimiento de sus superiores y de los políticos que tan mal habían gestionado el asunto, y me comunicó que podía volver al trabajo en cuanto quisiera. Eso sí, añadió que no tendría que regresar a mi antiguo puesto, dado que había sido propuesto para un ascenso.
Laura también añadió que, mientras el caso se cerraba en Colombia, habían hallado en un contenedor la pequeña pistola con la que habían matado a Lucas. El departamento de balística lo había confirmado y también los compañeros de huellas habían determinado que en el arma se encontraban las mismas que estaban por toda la casa de Etxebeste, y que no eran las suyas. Al parecer, había sido comprada en un locutorio de la calle San Francisco por una mujer latinoamericana. Así mismo, también se había concluido que la muerte de los Apraiz se había producido con una katana japonesa que el propio Etxebeste exhibía en su despacho del sótano. Él no la había echado nunca de menos porque se guardaba en una decorativa vaina, y Gladys se había encargado de volver a colocarla en su sitio limpia, pero con los restos de sangre que no se escapan al luminol.
Salí henchido de satisfacción de la comisaría y me planteé llamar a la mujer de Lucas para hacerle una visita. No podíamos devolverle a él la vida; pero, tras aclarar lo sucedido, quería contárselo yo personalmente a Paula, quería contribuir en todo lo posible a devolverle a ella su hasta entonces perenne sonrisa. Tras conversar largo y tendido con ella, fue cuando realmente me sentí bien. Tan bien, que no se me ocurrió nada mejor que acudir a visitar a mi psicóloga.
Días más tarde hablé por teléfono con Escobar para preguntarle por el modo en el que se había cerrado todo el asunto en Colombia, y me puso al corriente del destino que había seguido el ídolo de Dabaibe. El doctor admitió que, tras serle confiado por las autoridades, su primera intención fue devolverlo al poblado catío al que pertenecía, pero añadió que después se lo pensó mejor. Entendía que se había convertido en un símbolo de venganza, dolor y muerte, y que mejor estaría a buen recaudo. Se lo llevó al museo y optó por no mostrarlo al público en una vitrina, así que lo trasladó a una sala privada que se utilizaba como almacén. Allí, decidió esconderlo en una caja de madera para que se perdiera en el olvido. Lo que él no podrá olvidar jamás, según me confesó, es la extraña sensación que le generó ese momento. Escobar, sobrecogido y con el vello electrificado, observó cómo un pequeño fulgor en los ojos de rubí de Dabaibe centelleaba antes de ir apagándose lentamente.