Selva antioqueña (1539)

 

El líder espiritual de los quimbaya ordenó preparar una gran comida, de manera que el olor al asado y a verduras cocidas impregnara todo el poblado y sus alrededores proporcionando un ambiente de normalidad, que no levantara sospecha alguna entre los españoles y permitiera que se acercaran con la guardia más baja.

Al cabo de un par de horas, todo estaba preparado. La comida humeaba y todos los dardos y lanzas ya contaban con su correspondiente porción de veneno. Los encargados de aguardar bajo tierra en una especie de trinchera camuflada con vegetación estaban ya en sus puestos, los dos vigías señuelo también e igualmente el resto de indígenas repartidos y escondidos estratégicamente en los otros árboles. La gran mayoría del poblado había huido también ya a una zona segura y el resto de los indígenas simulaba estar pendiente de la comida, pelando pieles o realizando otro tipo de tareas aparentemente rutinarias. El cacique se había quedado a esperar el ataque en compañía del hermano de Anbiyu, calculaba que en poco más de una hora tendría lugar la confrontación.

—Rescataremos a tu hermano y vengaremos a los tuyos, no te preocupes y ocupa un lugar en la segunda línea para cuando los invasores caigan en la trampa.

A menos ya de un kilómetro de allí, Pedro de Heredia y sus mercenarios seguían con paso decidido pensando en cómo cambiarían sus vidas en cuanto dieran con el oro. Horacio y el Gobernador habían vuelto a consultar el rudimentario mapa y concluían que el objetivo estaba ya muy cerca.

—Ya estamos casi a las faldas de esa montaña y no puede faltar mucho — aseveró el intérprete.

—Muchachos, estad preparados que en unos minutos tendremos que dar una nueva lección a esos sucios indígenas —bramó el hombre de la nariz remendada.

—Yo ya no sé si son las ganas que tengo de destrozar a esos piojosos, pero me da la sensación de que huele a comida. ¿No os parece? —preguntó Pablo.

—Es cierto, yo también husmeo ese asado, que nos lo comeremos después de hacer un poco de ejercicio —agregó Pedro de Heredia, que ordenó alimentar de pólvora los mosquetes, arcabuces y pistolas.

Mientras los españoles se afanaban en la carga de sus armas, los vigías quimbayas ya los tenían localizados y emitieron una especie de graznido estridente, que pasó desapercibido para los conquistadores y sirvió de pertinente aviso para los indígenas del poblado, que aguardaban en alerta y con todo preparado.

Pedro de Heredia recordaba que desde los árboles les había llegado en el poblado catío prácticamente el único contratiempo y advirtió a los dos hombres más avanzados que no se olvidaran de vigilar hacia arriba. Descubrieron a los dos vigías y malgastaron sus primeros disparos al intentar derribarlos, pero los otros dos hombres que llegaron al relevo no fallaron y abatieron a los indígenas.

Los españoles continuaron avanzando tras encontrar, entre los dos árboles de los que cayeron los vigilantes, el sendero que los introducía directamente en el poblado. Siguieron disparando. Unos disparaban mientras otros cargaban y, de esta forma, fueron alcanzando a los pocos indígenas que hallaron por el camino. Había comida, vigilantes y un puñado de quimbayas trabajando, aunque algo no encajaba. El hombre de la nariz remendada estaba a punto de ordenar que cesara el fuego, cuando a su espalda se abrió la tierra y un grupo de indígenas comenzó a disparar dardos con sus cerbatanas haciendo caer a sus primeros hombres. Trataron de reaccionar girándose bruscamente y pudieron eliminar a varios de sus atacantes, pero entonces comenzó la lluvia de dardos desde los árboles y los españoles acabaron todos abatidos por el efecto inmediato del veneno. Todos, menos uno, Pedro de Heredia continuaba en pie hasta que el hermano de Anbiyu aprovechó su estado de confusión para acercarse por un costado y sacudirle con la vara de una lanza en la cabeza.

Arrodillado, en unos matojos, un testigo de excepción contemplaba la victoria quimbaya con enorme satisfacción. Amordazado, dolorido y muy debilitado, pero vivo, había logrado con la ayuda de Bindaye que su pueblo fuera vengado. Anbiyu se irguió sonriente y avanzó para reunirse con su hermano, que mantenía un pie fijado sobre la espalda del hombre de la nariz remendada. 

Unos silbidos sirvieron para comunicar a los refugiados en el monte que la batalla había terminado de manera exitosa y todo el poblado quimbaya se reunió para bailar y celebrar su victoria. Todos los españoles no murieron en el acto, pero el efecto paralizante del veneno los había dejado a merced de los guerreros indígenas, que los remataron a palazos.

Pablo era uno de ellos. El propio Anbiyu pidió encargarse personalmente de él. Apenas le restaban fuerzas; pero recordaba todo el daño hecho a los suyos, las violaciones, todas sus fanfarronadas acerca de torturas anteriores y reunió la energía suficiente para mirarle a los ojos y estrellarle una piedra en plena cabeza. 

Los indígenas reunieron los doce cadáveres y los llevaron hacia el centro del poblado, donde tenían maniatado a Pedro de Heredia, aún inconsciente. Comenzaron a preparar la celebración con una gran hoguera, la comida, las pinturas y las danzas mientras aguardaban a que el líder de los enemigos se recobrara. Cuando el español abrió los ojos y empezó a reencontrarse con la realidad, los quimbaya comenzaron a cortar en su presencia las cabezas de todos sus hombres. Ya tenían preparadas diez cañas largas de bambú e insertaron las cabezas españolas en un extremo clavando el otro en el suelo. Así, las fueron distribuyendo en redondo por todo el perímetro del poblado.

El hombre de la nariz remendada asistía impasible al espectáculo. Sentía cierto aprecio por algunos de sus secuaces, no bastante para llorar su pérdida. Lo que realmente le preocupaba era lo que podían preparar para él, y si iba a tener la oportunidad de escapar. El cacique quimbaya permitió que su gente bailara delante de cada cabeza y que se mofaran y les tiraran piedras. Era un escarmiento justo para los invasores, una humillación merecida y que su jefe debía presenciar. Debía asistir a la consumación de su fracaso y al preámbulo de su propia muerte. En el fondo, también era la persona que había permitido la violación de su hija, y merecía incluso el peor de los finales. 

Anbiyu también tenía cuentas pendientes con Pedro de Heredia y se acercó hasta plantarse frente a él. Le escupió en pleno rostro y se giró hasta donde estaban las pertenencias de los españoles. Con la ayuda de su hermano, fue recuperando todo lo que habían cogido del templo, incluido el ídolo de Dabaibe, que descansaba en el zurrón del gobernador. El catío explicó a sus amigos quimbayas que los españoles, sobre todo, perseguían el oro de los pueblos indígenas y que nada ponía freno a su ambición desmedida. El cacique tomó la palabra a continuación para revelar que el hombre de la nariz extraña recibiría su merecido en el templo, en la mesa de sacrificios. Continuó mientras tanto la fiesta entre viandas, cánticos y danzas y acercamientos hasta la ubicación en una esquina de Pedro de Heredia, que tuvo que afrontar infinitas mofas, escupitajos, pellizcos y alguna que otra colleja. El Gobernador de Cartagena de Indias se sentía hundido, no tanto por soportar la enorme humillación de los indígenas, sino por haber perdido la batalla en la estrategia. Sentía que las entrañas le ardían por no haber sido más previsor, por haberse dejado sorprender por el enemigo, por no haber planteado mejor el abordaje al poblado Quimbaya, y no podía ocultar también la frustración que le generaba haber perdido su botín. No sólo el obtenido en el saqueo a los catíos, sino el que intuía que atesoraban sus captores. Sólo había reparado en los abalorios que engalanaban las pieles del cacique y que resplandecían ante sus ojos como para infligirle un mayor castigo. Desde su esquina, el hombre de la nariz remendada pudo presenciar además cómo Anbiyu y el otro joven, que se le parecía mucho, lo miraban mientras se reían y corrían a abrazarse con la muchacha que se había escapado del poblado catío. 

—Esa pequeña zorra y el mequetrefe han sido muy listos. Ella logrando llegar aquí para poner en alerta al poblado y él dirigiéndonos hasta este destino fatal. Dos críos, que no pesan 90 kilos entre los dos, han acabado con el equipo de mis mejores mercenarios. ¡Maldita sea mi estampa! —lamentaba Pedro de Heredia, mientras veía cómo el cacique ponía fin a la fiesta y dirigía su báculo hacia su posición. Pensó que llegaba su hora.

Varios indígenas le levantaron y obligaron a andar a empellones. La gran mayoría del poblado ya formaba una comitiva que se dirigía hacia el monte y el español seguía sus pasos precediendo al cacique, al hechicero, a Anbiyu, a su hermano y a Bindaye, que cerraban la marcha. Tras medio kilómetro de ascensión, los quimbayas se detuvieron frente a una pared vertical de roca que empezaron a rodear pausadamente hasta que 50 metros más adelante aparecía una enorme grieta camuflada por unos arbustos. Era una especie de cueva, que poco a poco iba engullendo a los indígenas en fila india. Pedro de Heredia se introdujo en ella a empujones y, nada más avanzar unos pasos, percibió cómo la oscuridad casi total iba perdiendo intensidad a favor de un fulgor amarillo que no era el de las antorchas. El sendero se abrió por fin y Pedro de Heredia no daba crédito a lo que le mostraban sus ojos. Estaba frente al tesoro más grande que jamás habría podido imaginar. Figuras, vasijas, joyas, recipientes de todos los tamaños, adornos y un sinfín de objetos que no era capaz de identificar. Oro, oro y más oro, cuando a él lo único que le esperaba era la muerte. 

Del asombro pasó a la frustración y de la frustración al miedo, cuando reparó en la mesa de piedra que presidía la estancia y el enorme puñal que aguardaba en un costado por donde el cacique y el hechicero comenzaban a coger posiciones. Tras una serie de gritos, exclamaciones, y lo que supuestamente era una llamada a los dioses para que no se perdieran el espectáculo por parte del chamán, el cacique explicó que estaban a punto de arrancar el corazón y desollar al líder de los invasores como muestra de que el pueblo quimbaya es fuerte, poderoso y merecedor de la protección de las divinidades. Pedro de Heredia no entendía nada del discurso, pero intuía que su final se acercaba. Inmóvil sobre la fría piedra del altar, tan sólo podía mirar y los ojos se le salían de las órbitas cuando vio alzarse la daga en manos del cacique.