Alrededores de Dabaibe, 2013

 

El doctor Escobar nos fue explicando durante el viaje que todas las afueras de la ciudad, ahora más o menos urbanizadas, formaron en el pasado parte de una selva antioqueña en la que los catíos habían construido su hogar. Con el tiempo, casi todos tuvieron la posibilidad de adaptarse a los nuevos tiempos; pero siempre hay un grupo irreductible que apuesta por mantener sus raíces a toda costa, en este caso a costa de renunciar a la cantidad de comodidades de las que disfrutarían a tan sólo unos kilómetros de donde han decidido seguir viviendo a su modo. A través de una pista de tierra sin asfaltar, el todoterreno se fue acercando al asentamiento indígena, mientras yo iba localizando las fotografías en el interior de mi mochila.

—Estamos llegando, espero que Gustavo no haya decidido hoy acudir a la ciudad a vender su codiciada cosecha —comentó Escobar.

—¿Qué ocurre? ¿Es que el resto no hablan castellano o qué? —preguntó Amaia.

—No, claro que lo hablan, aunque también mantienen su dialecto propio que siguen utilizando entre ellos. Son ya siglos de roce con el idioma de Cervantes; lo que pasa es que no son especialmente sociables. Sí participan en los talleres para hacer visibles las tradiciones de su cultura e interactúan en el mercado con la gente sin problema, pero luego también son muy celosos de sí mismos y no demasiado amables cuando no son ellos los que han decidido el contacto.

—Como en este caso… —intervine.

—Exacto, como en este caso, y por eso me gustaría que estuviera Gustavo, porque es como si dijéramos el portavoz de la familia catía. Él tiene sus estudios, ha vivido en la civilización durante años y ha decidido volver voluntariamente con su tribu porque es un ecologista convencido. Por un lado, quiere convencer a los amantes del progreso de que se puede avanzar sin hacer tanto daño a la naturaleza, y por otro quiere que sus conocimientos sirvan a los suyos para evolucionar en algunas cosas. Es ingeniero y, por ejemplo, les enseña a crear un sistema de poleas para sus construcciones o una manera más civilizada e higiénica para hacer sus necesidades. Además, es un gran tipo. Ya lo veréis.

—Mira, Ander, ese parece una especie de cartel del pueblo y tiene una escritura extraña que podría asemejarse a lo que hemos visto en el mapa.

—Sí, podría ser dialecto catío.

—Sí, al menos su asentamiento está exactamente detrás de esos árboles, aunque creo que lo que eso indica es el acceso a su cementerio. Entierran a sus muertos a la antigua usanza y sus sepulturas son muy especiales, acompañadas de objetos que al parecer les pueden ser de utilidad en la otra vida.

—La verdad es que nosotros tampoco podemos decir demasiado —apunté—, porque nuestra civilización ha llegado en ocasiones al excentricismo más absoluto.

—Seguro que no te refieres a los enfervorizados seguidores del Athletic, que quieren que sus cenizas reposen en San Mamés —ironizó Amaia.

—No es broma, ya había gente dispuesta a que sus restos se esparcieran por el césped, y también creo que se planteó la posibilidad de reservar un espacio en el nuevo campo para unos nichos donde la gente pagara un buen dinero por depositar los huesos de los hinchas más acérrimos.

—La verdad, es que hay gente para todo… —participó Escobar.

—Es que aún hay más —añadí—, porque siempre hay gente estrujándose las meninges, y más en épocas de crisis, cuando hay que innovar y emprender sin esperar a que los gobiernos de turno te saquen las castañas del fuego. Pues bien, sabía que había empresas que se dedican a las esquelas online, pero he escuchado hace poco que existen unos emprendedores ahora que ofrecen la posibilidad de instalar en tu tumba un código QR de esos que te direccionan a una página web o a un vídeo.

—O sea, que la gracia de los epitafios al estilo del de Groucho Marx: “Perdonen que no me levante”, quedará en nada. Ya estoy viendo a los engreídos dejando para la posteridad un currículo trampeado junto a las fotos de vacaciones en compañía de unas bellas mujeres que nunca conoció. ¡Menudos legados veremos! —sentenció Amaia con su habitual gesto receloso.

—Interesante, unos testamentos cibernéticos al alcance del teléfono móvil…

—Aguarde, doctor, que aún no le he reportado el último grito en el negocio de las pompas fúnebres, que en este caso se podrían denominar pumbas fúnebres. El caso es que en Valencia, no podía ser en otro lado, una empresa pirotécnica ofrece sus servicios para mezclar entre la pólvora las cenizas del finado, que acabarían esparcidas por el firmamento dentro de un bonito conjunto de luces y sonido.

—¡No me diga! —exclamó incrédulo el doctor Escobar.

—Es lo que faltaba… Yo creo que hay algunos de estos emprendedores que deberían pasarse más a menudo por consultas como la mía. Es de locos. Ya lo estoy viendo; las cenizas explotando dentro del cohete y formando parte de unas palmeras o unas japonesas mientras los familiares del fallecido miran con los ojos llorosos al cielo y entonan el afamado coro de exclamaciones de asombro antes de romper a aplaudir como posesos. ¡Qué horror! Por favor…

—Bueno, yo lo veo un tanto exagerado; también creo que hay que respetar las últimas voluntades de las personas. ¡Mirad! Ahí hay un grupo de gente y veo que hemos tenido suerte porque aquél de ahí es Gustavo. Paremos aquí.

Efectivamente, Gustavo se encontraba rodeado de un grupo de personas que se arremolinaban en torno a unas tumbas. El doctor Escobar le saludó con un brazo en alto y el ingeniero le respondió con un gesto de asentimiento acompañado por un brazo alzado y la mano abierta.

—Dice que esperemos un momento, que enseguida está con nosotros.

 

Nos quedamos apoyados en el todo terreno, aguardando y elucubrando sobre qué es lo que mantenía a toda esa gente ocupada.

—Parece como si hubieran desenterrado algo —comenté.

—Sí, es como si fueran los integrantes de una expedición arqueológica, pero sin muchos medios —añadió Amaia.

—Es posible que sea algo parecido, porque desde luego es un terreno muy cercano a su cementerio oficial —intervino el doctor al tiempo que veía cómo Gustavo se quitaba los guantes y se acercaba hacia nosotros con una sonrisa dibujada en el rostro.

—Hola, doctor, un gusto verle por aquí. ¿En qué se le puede ayudar?

—Buenas, Gustavo. Mira, vengo acompañado por estos dos investigadores, que están muy interesados en el pueblo catío. Te presento a Ander Gabika y a Amaia Anparan. Chicos, éste es Gustavo.

Tras las presentaciones de rigor, explicamos al ingeniero que llevábamos unas fotos con unas localizaciones de la zona de influencia catía y una serie de símbolos en un dialecto que podría ser el de sus antepasados. Gustavo indicó que precisamente estaban en esos momentos embarcados en aclarar un episodio del pasado y que por eso intentaban desenterrar los cuerpos de lo que parecía una fosa común de varios siglos de antigüedad. Le mostramos las fotos y pudimos presenciar cómo sus ojos luchaban por no salirse de sus respectivas órbitas.

—¡No puede ser casualidad! —exclamó.

—¿Qué ocurre, Gustavo? Cualquiera diría que acabas de ver un fantasma… —preguntó intrigado Escobar.

—Poco menos, la verdad. Ahora se lo explico, me gustaría que me acompañasen a un lugar. Vengan conmigo, les mostraré el viejo templo de los catíos, consagrado a la diosa Dabaibe.

Seguimos a Gustavo por un lateral del cementerio y rodeamos una ladera de la montaña hasta dar a escasos cien metros con una entrada natural en la roca, una especie de cueva, donde los nativos tenían depositadas infinidad de flores desde la hendidura en la pared hasta un pequeño altar al que se llegaba tras recorrer un corto pasillo.

—Miren, comenzó a relatar Gustavo, el mensaje que ustedes tienen es una imploración a la diosa Dabaibe, para que, con su poder y el de su padre en las alturas celestes, ayude a su pueblo y no tenga piedad con los que le quieren hacer daño. Viene a decir algo así como “Mátalos a todos, nuestra señora”, aunque veo que no está completo y el resto podría decir algo así como “Cuida de los tuyos, no tengas piedad de los invasores”. Esto último lo intuyo porque en esta misma cripta hay una inscripción similar, o por lo menos que se pronuncia en el mismo sentido. Lo que ustedes me muestran y ese otro mensaje que ahora les enseñaré vienen a corroborar la verosimilitud de una leyenda que estamos investigando y que también tiene que ver con los trabajos que venimos realizando al lado del cementerio.

En ese momento éramos nosotros tres los que estábamos perplejos. Amaia y yo nos miramos recordando cuando el anciano de Santa Fe de Antioquía nos advirtió de que el mensaje removía cosas malas del pasado y que podía resultar peligroso para nosotros. Vi como la psicóloga tragaba saliva con dificultad, mientras Gustavo se acercaba a la parte trasera del altar de piedra donde suponía que se dirigían las ceremonias religiosas.

—Ven que en esta parte de aquí —señalaba a la zona cercana al suelo detrás del altar—, también hay una serie de inscripciones que se parecen a las que me han mostrado ustedes. Cuenta la leyenda que un joven hechicero catío lanzó en este lugar una maldición antes de morir asesinado por los conquistadores españoles que previamente habían masacrado a un importante poblado de esta etnia y también prácticamente a otro Quimbaya, establecido temporalmente por las cercanías y con el que existía un hermanamiento.

—Díganos, Gustavo, ¿y qué dice el mensaje? —preguntó Escobar, también fascinado con la historia que escuchaba.

—Este sí que está completo, y no hay duda de que se refiere a la cruel irrupción de los españoles en estas tierras. Lo siento por ustedes, pero esas actitudes están más que corroboradas por los expertos y escritas en los libros de Historia.

—No se preocupe, Gustavo, continúe con el relato —le dije.

—Bien, pues este mensaje se supone que fue escrito con sangre en la roca con una piedra por el moribundo hechicero y dice que Dabaibe se encargará de la venganza. Este es más concreto y se dirige al instigador de la masacre. Textualmente dice que “Dabaibe vengará a su pueblo dando su merecido a los invasores y perseguirá especialmente a su jefe y a todos sus descendientes hasta que el último pierda la cabeza”.

—Eso me interesa mucho, Gustavo. ¿Tiene algún significado concreto eso que dice de la cabeza? —inquirí sobresaltado.

—Como bien sabrá, en aquellos tiempos hubo una especial creencia en que con la separación de cuerpo y cabeza se dificultaba el tránsito hacia la otra vida, y los indígenas pensaban además que su exhibición posterior podría ser una buena medida disuasoria contra sus enemigos. De hecho, estamos comprobando los pasajes de la leyenda que ha sido transmitida de padres a hijos durante muchas generaciones y habla también de que hubo una contestación previa contra los conquistadores y que muchos de ellos fueron decapitados. Se cuenta que fueron enterrados fuera del cementerio; pero muy cerca, y ya los hemos hallado. Precisamente, cuando nos hemos encontrado tratábamos de certificar que no eran indígenas; todos los indicios apuntan a que eran esos españoles cuyas cabezas estuvieron clavadas en bambú en los límites del poblado. 

—¿Estás seguro de ello? —preguntó Escobar.

—Caben pocas dudas, doctor. Por un lado, está el hecho de que los esqueletos aparecen en un rincón y los cráneos, todos juntos, a unos metros; y por otro, que hay una serie de objetos que no pueden ser más que de los conquistadores de aquella época, como yelmos, cinturones o incluso lo que podrían ser restos de mosquetes, que los nativos de aquella época desecharían al no saber cómo utilizarlos.

—¿Este es un lugar consagrado a la diosa y donde se realizaban los ritos y las ofrendas?

—Correcto, y también sacrificios de manera ocasional, como fue el caso que se relata en la leyenda. Los ancianos cuentan que se estaba realizando un sacrificio cuando tuvo lugar la maldición. Al parecer, tras la muerte de los dos hechiceros, fue una mujer llamada Bindaye, hija del cacique Quimbaya, también fallecido en la batalla, quien asumió la responsabilidad de dar continuidad a los ritos y de mantener viva la fe en Dabaibe. Después, generación tras generación, han sido mujeres las que han seguido la tradición como sacerdotisas de Dabaibe. Primero Bindaye, después su hija, después su nieta y así hasta los tiempos modernos.

—Y díganos, Gustavo, ¿se venera a la diosa a través de algún icono material, algún tipo de ídolo?

—Sí, normalmente existen imágenes esculpidas en oro; aunque ahora mismo aquí no hay ninguna porque hemos retirado la anterior para hacer sitio a una nueva. Precisamente ha llegado hoy por correo al ayuntamiento, de forma anónima, un ídolo de oro que creemos que data exactamente de aquella época.

Según Gustavo realizaba su comentario, me había agachado al ver mi zapatilla deportiva con el cordón desanudado y acto seguido vi al ingeniero caer al suelo con un dardo clavado en su cuello. Reaccioné con rapidez empujando violentamente a Amaia y logré que esquivara otro dardo, que por desgracia se ensartó en el brazo del doctor Escobar. Me giré para ver de quién procedía el ataque y sólo pude ver una figura alcanzando la salida de la cueva. 

Pregunté a Amaia si estaba bien, miré al doctor y al ingeniero y, tras pedirle que se encargara de ellos, me lancé corriendo a la caza del agresor. Lo vi avanzando entre la maleza hacia el bosque y comprobé que me iba a ser imposible alcanzarlo, a pesar de mi teórica buena forma física. Él también se dio cuenta y se giró en un momento para ver si todavía lo seguía y comprobar su ventaja. No pude atraparlo, pero él tampoco pudo evitar que lo viera ni, sobre todo, que lo reconociera.