Alrededores de Dabaibe, 2013

 

Regresé frustrado y cabizbajo, pero a paso ligero, a la hendidura en la roca y hallé a Amaia realizando maniobras para reanimar a Gustavo, mientras el doctor Escobar, con un pañuelo anudado en el brazo, rebuscaba entre sus bolsillos. La psicóloga, como buena hija de marinero bermeano, había sacado el título de patrona de barco y eran obligatorios ciertos conocimientos de primeros auxilios, que ponía en práctica. 

En primer lugar, había sacado con rapidez el dardo del brazo del responsable del museo y después había mordido sin ningún tipo de reparos la herida para escupir el veneno a continuación. Con las picaduras de algunas medusas, y sobre todo de algunas serpientes, solía funcionar, y parecía que Escobar se mantenía más o menos sereno y consciente. 

No era el caso de Gustavo, que alcanzado en el cuello se encontraba inmóvil después de haber sufrido fuertes convulsiones. Amaia trataba de insuflarle oxígeno y le masajeaba el pecho para que pudiera respirar, después de evitar que no se ahogara con su propia lengua. Ella era consciente de que no podía actuar de la misma manera con el ingeniero, porque había sido alcanzado en el cuello y el veneno ya circulaba a sus anchas por todo su torrente sanguíneo. Vio que el dardo había perforado la yugular y ni siquiera se molestó en quitárselo. Pocos minutos después, los tres nos convencimos de que nada se podía hacer y que el ingeniero había fallecido.

—¡Cielo santo! Ander, ¿qué está pasando aquí? Es la segunda vez que intentan matarnos en unas pocas horas. Está claro que estos dardos no eran para ellos, estaban destinados a nosotros y un golpe de suerte nos ha librado, a costa de perder al pobre Gustavo.

—Todavía no estoy seguro, lo que tenemos que hacer es largarnos de aquí cuanto antes. Sin embargo, primero hay que llamar a una ambulancia y a la Policía.

—Estoy en ello, hemos de salir de la cueva porque aquí no hay cobertura —indicó Escobar.

Mientras salíamos, relaté a mis compañeros cómo había intentado perseguir al atacante y que pudo huir; añadí que le vi bien la cara cuando se giró, y era el mismo amable empleado del Ayuntamiento que también nos había sugerido el alojamiento en el hotel.

—Sabía que ese tío nos quería allí por algo, claro, para acabar con nosotros sin testigos y sin apenas ruido. ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Amaia.

—Vamos a hacer que se encarguen de Gustavo, avisar a su familia y allegados y ayudar a que la Policía encuentre al asesino.

Poco más de media hora más tarde, dos ambulancias y cuatro coches patrulla estaban en las cercanías de la gruta. Mientras unos enfermeros trasladaban en camilla el cuerpo del ingeniero, nosotros relatábamos a los agentes lo ocurrido. 

Fuimos todos juntos a comisaría y volvimos a reconstruir el relato de los hechos. Yo quise hacer hincapié en el atacante, al que conocíamos del Ayuntamiento. Les presioné para que fueran a buscarlo y me dijeron que ya estaban en ello; pero que allí, lógicamente, no se encontraba y nadie sabía nada de él desde hacía muchas horas. No quería quedarme al margen de la investigación y no tuve problema en comentarles que, aunque en situación de baja laboral, yo también era policía. Me encargué de que llamaran a Bilbao para corroborarlo y conseguí que me dejaran participar en la búsqueda. Dejé que Amaia le diera las explicaciones pertinentes a Escobar, que me miraba perplejo. Nos habíamos presentado como investigadores académicos y, después de lo que nos había ayudado, se merecía conocer las circunstancias que nos llevaban hasta lo más recóndito de Dabaibe.

El trabajador del ayuntamiento no estaba fichado; así que no me enseñaron fotos de detenidos; pero en la hemeroteca de la ciudad y en la página web del consistorio sí que aparecía en varias imágenes, y no me costó demasiado confirmar que el autor del ataque con cerbatana y el causante de la muerte de Gustavo era él. Una vez oficialmente identificado, y dado que en su trabajo no estaba, el siguiente paso lógico era una visita a su domicilio, aunque tampoco albergaba muchas esperanzas de encontrarlo allí. El sospechoso vivía a las afueras de Dabaibe, precisamente de camino hacia el poblado catío, en una casa unifamiliar modesta y acogedora. Erigida en madera y pintada de blanco, tendría alrededor de unos 120 metros entre sus dos plantas. Al lado, otra pequeña edificación debía de servir como trastero o cobertizo, y junto a ella un espacio habilitado para un coche que se encontraba, como cabía esperar, vacío. Los agentes, con las armas en la mano después del destino que había seguido Gustavo, llamaron primero a la puerta identificándose como policías. No hubo respuesta. Como el juez, además del levantamiento del cadáver del ingeniero, también había firmado la pertinente orden de registro, dos agentes destrozaron la cerradura a patadas. 

Sólo nos recibió el silencio. Después de que varios agentes se repartieran por las diferentes estancias y gritaran aquello de “¡despejado!”, el resto nos introdujimos en un pequeño recibidor al lado de la cocina y una sala de estar desde la que partían las escaleras hacia las dos habitaciones superiores. Cabía la posibilidad de que, después de darse cuenta de que podía haberlo reconocido, ni siquiera pasara por su casa y que hubiera huido muy lejos. Desde luego, no había indicativos de ello en la cocina, en la que había sobras de comida preparadas para aprovecharse en la cena. El congelador contenía provisiones para unos cuantos días y varios alimentos con una fecha de caducidad próxima, por lo que no tenía previsto fugarse en ningún caso.

Comprobamos también en la habitación principal la presencia de maletas en el armario y la cama sin hacer, otro par de indicios de que el sospechoso no había previsto iniciar un viaje. Todos concluimos que se largó de forma apresurada y sin pasar por su domicilio a recoger ninguna de sus cosas. La parte positiva era que ni siquiera había ido a por su pasaporte, por lo que no podría abandonar el país. Los policías colombianos llamaron a sus superiores y acto seguido, con la correspondiente aquiescencia del juez, se dictó una orden de busca y captura. 

Estaría escondido por ahí, pero ya un gran número de profesionales con su foto y las características de su vehículo peinaban el país y cerraban carreteras. Al no haber transcurrido demasiadas horas desde que sopló su letal cerbatana, se podía acotar la búsqueda en unos pocos centenares de kilómetros. Todos sus familiares cercanos ya estaban localizados y algunos agentes se disponían a comprobar si había acudido a ellos en busca de ayuda o a preguntarles si sabían dónde podría esconderse.

Los agentes siguieron registrando el domicilio. Cuando determinaron que poco más se iba a encontrar allí, fuimos todos juntos al exterior sin olvidarnos de echar un vistazo al cobertizo, ubicado en la parte de atrás a escasos metros de la vivienda. Todos pensábamos encontrarnos allí con aperos de labranza, utensilios para cuidar el jardín y trastos viejos ya sin ninguna utilidad. Sin embargo, al forzar la puerta hallamos algo completamente distinto. La pequeña caseta no era más que un mausoleo dedicado a la diosa Dabaibe, con su altar y todo. Flores, velas, dibujos, grabados, recipientes y pequeños ídolos de bronce completaban un escenario sobrecogedor. Era el lugar de adoración obsesivo compulsiva de un trastornado. Si hubieran sido imágenes de mujeres o de crímenes, habríamos concluido que era el refugio de un psicópata. Lo que teníamos ante nosotros tampoco era muy distinto. Cuanto menos, era un anacronismo que resultaba complicado de comprender.

Yo ya tenía claro que esa especie de fanatismo religioso era lo que nos había convertido en sus enemigos, y sospechaba que también era el origen de lo ocurrido en Neguri. Pero aún me faltaba algo, me faltaba la conexión. Tras pedir permiso a mis colegas colombianos, decidí volver a entrar en la vivienda para ver si se me escapaba algo que pudiera ser relevante, bien para dar con el asesino de Gustavo o bien para mis propias pesquisas. Accedí de nuevo a la cocina y no logré que nada me llamara la atención; aunque cuando me puse a deambular distraídamente por el pequeño salón, me sobrecogió un potente escalofrío. Quedé petrificado ante una foto enmarcada que sobresalía encima de una cómoda, y recorrí el resto de la sala buscando más instantáneas que confirmaran lo que había visto en la primera. Hallé otra sobre el desvencijado televisor, que disipó todas mis dudas. Entré en una especie de colapso nervioso, algo muy extraño en mí, y comencé a dar vueltas por la habitación. Si me tuvieran que buscar en un mando a distancia, normalmente me hallarían en el botón del pause; pero en aquel momento me hervía la sangre y no podía dejar de pensar en mi compañero Lucas y en lo último que vieron sus ojos antes de desplomarse al recibir un disparo.

Me esforcé por calmarme y hasta me senté en un sofá que en la primera incursión a la vivienda no me produjo más que una grima enorme. Daba igual que fueran los muebles de unos asesinos, necesitaba pensar. Debía terminar de encajar las piezas del puzle, y para ello debía confirmar un par de puntos de la investigación. Lo primero era hablar con Escobar para que me diera el punto de conexión entre estos fanáticos y Neguri; y acto seguido llamar a comisaría, a Laura, para corroborar mi teoría. A falta de atrapar a los culpables, creía que podía estar a punto de resolver el misterio.