Mar Atlántico (1539)
Remaron sin descanso sorteando las olas y se alejaron del lugar del naufragio hasta que la tormenta se diluyó y el mar se calmó. Comprobaron entonces el estado de salud de Góngora y descubrieron que su herida era demasiado grave. Pedro de Heredia y Galarza se miraron a los ojos y alcanzaron un pacto mudo. Sin intercambiar palabra alguna, cogieron el cuerpo inconsciente de su compañero de fuga, uno por los hombros y el otro por los pies, y lo lanzaron al agua sin ningún remilgo.
—Era un buen tipo, pero no hay nada que hacer —señaló el vasco con cierto tono apesadumbrado.
—No te preocupes por él, de esta forma nos durarán más los víveres —añadió, mucho más sereno, el hombre de la nariz remendada, que preguntó a su compañero sí tenía idea de hacia dónde debían seguir remando.
—Me he pasado toda la infancia entre barcos, he visto muchos mapas y he podido coger una brújula antes de abandonar la nave. Estoy seguro de que en aquella dirección encontraremos una isla en poco tiempo.
Remaron a turnos durante el día y descansaron a la deriva durante las noches, racionando la comida y el agua hasta que atisbaron la costa de Madeira. Pedro de Heredia, con un punto de satisfacción por sentirse libre y por comprobar que su plan de fuga había sido consumado con éxito, sonreía al acercarse a la orilla; aunque, justo en el momento de dejar el bote y recoger sus cosas, cambió su mueca. Se dio cuenta de que deshaciéndose de Góngora había perdido también la tercera porción del mapa. Pensó que era un mal menor, habida cuenta de que ya no tenía que rendir cuentas ante la Corona y que era libre otra vez para planificar su nueva vida. Comenzaba a asimilar que tendría que renunciar para siempre a todo lo conseguido en Cartagena de Indias, aunque ello no debería suponer una renuncia también al oro de los indígenas. Todo ello vendría más adelante, pero todavía debía regresar a España y aún no habían alcanzado más que una costa portuguesa, lejos de la península.
Parecía una isla desierta. Tras andar unos kilómetros, llegaron a un lugar concurrido llamado Funchal, que no era más que un asentamiento urbano en una espectacular ladera que finalizaba en el mar. Pedro de Heredia, acostumbrado a tratar en el pasado con varios mercenarios portugueses, pudo cruzar unas palabras con algunos lugareños. Se enteraron así de que habían desembarcado en Madeira, una isla volcánica muy verde, descubierta por los lusos hacía apenas un siglo.
Certificaron que la gente principalmente vivía del pescado y las hortalizas que ellos mismos sembraban y recogían. Todos eran segundas o terceras generaciones de los primeros colonos que se enrolaron en la aventura de conquistar la isla, la mayoría de ellos procedentes del Algarve, y se mostraron muy hospitalarios. De esta forma, compartiendo casa y comida con una afable familia de pescadores, pronto tuvieron la oportunidad de embarcar en un pequeño pesquero con rumbo a las Islas Canarias. Ya en Gran Canaria, no eran más que dos pobres desharrapados sin dinero y tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir los primeros días. Galarza puso en práctica sus dotes para el latrocinio al principio y después ya pudieron costearse una posada con su trabajo en el puerto.
Sus labores como estibadores, cargando y descargando mercancía, les sirvió para ganarse el jornal, y sobre todo para estar bien informados de los barcos que entraban y salían, de los destinos y de si necesitaban o no incrementar su personal. Fueron un par de meses en la isla canaria, en los que Pedro de Heredia y Fernando Galarza intimaron mucho. El que fuera Gobernador de Cartagena de Indias le relataba sus aventuras por la selva antioqueña y le describía la magnitud de la riqueza indígena, mientras que el joven vasco le hablaba de su infancia, de su familia y de la forma de vida en Bilbao.
—Dime, Fernando, ¿cómo crees que te recibirá tu familia después de marcharte tan impetuosamente como lo hiciste?
—Verá, don Pedro, no tengo más interés que recuperar un poco de estabilidad económica para volver a marcharme, esta vez con mejores perspectivas a su lado.
—¿Y cómo vas a explicar tu vuelta, ya que lo más probable es que supieran que regresabas a España en condición de preso?
—Una vez allí, no habrá problema, sobrevivimos al naufragio y mi padre, una vez ablandado, se encargará de que no queden flecos pendientes con la Justicia.
El maquiavélico cerebro del hombre de la nariz remendada fue activándose según absorbía toda la información que le proporcionaba su compañero. Había conseguido sonsacarle cómo reaccionaba su padre ante diversas situaciones, lo sumisa y atenta que era su madre y también todo lo que le gustaba a su hermana. Tantas horas de conversación facilitaron a Pedro de Heredia una idea bastante completa de lo que Galarza hallaría a su vuelta a Portugalete. Quizá de lo que él podría hallar en tierras vizcaínas.
Subiendo y bajando cajas en el puerto, al fin llegó la noticia de que una embarcación necesitaba marineros para una travesía inicial a Huelva y una posterior a la zona del Cantábrico. No dudaron un momento en alistarse y unos días más tarde zarpaban hacia Andalucía. Tras unos pocos días en la ciudad onubense, el barco volvió a zarpar con destino a Bilbao, pero ya no iba a bordo Fernando Galarza. Pedro de Heredia se lo había llevado por la noche con la excusa de celebrar su vuelta a casa. Tras provocarle con engaños una borrachera descomunal, no tuvo ningún reparo en sacudirle con un palo en la cabeza al atravesar un callejón oscuro. Arrastró su cuerpo hasta el muelle y, sin olvidar arrebatarle antes su porción del mapa, un anillo familiar y su bolsa con el dinero, arrojó a Galarza al agua. El mar devolvió su cadáver días más tarde; sin ninguna identificación y en avanzado estado de descomposición, terminó en una fosa sin nombre.
Antes de dejar Huelva, el responsable de la tripulación había pasado lista y, pese a comprobar que faltaba uno de los marineros, la embarcación se echó a la mar sin mayores demoras. Muchas veces ocurría algo similar, y en la mayoría de ocasiones la causa era alguna deserción voluntaria o el confinamiento en un calabozo como consecuencia de alguna trifulca de bar.
Siempre los habían visto juntos y preguntaron a Pedro de Heredia por su amigo, quien no tuvo más que sugerir que cuando se despidieron se alejaba con una mujer colgada del cuello. Varios comentarios obscenos y unas cuantas carcajadas cerraron el asunto y, recorridas las primeras millas, todo el mundo se había olvidado del ausente.
El hombre de la nariz remendada no estaba acostumbrado al trabajo duro, y menos aún a recibir órdenes, pero las labores en el puerto de Las Palmas le habían servido como experiencia y supo amoldarse a las tareas de un simple marinero. Al acabar la jornada y, antes de retirarse a dormir, se apartaba en soledad a un rincón de la cubierta y admiraba el horizonte con una sonrisa en la boca. Había logrado eludir la cárcel y se había labrado un proyecto de futuro a corto plazo en Bilbao.
Mientras fueron pasando las jornadas, Pedro de Heredia fue fraguando el modo en el que iba a irrumpir en la vida de los Galarza. Sabía que podía vender el ídolo y que cualquier tasador honesto reconocería su extraordinario valor, pero no quería desprenderse de él. Ya iba a renunciar a su identidad real y necesitaba algo que le recordara permanentemente quién era, de dónde procedía y también lo que había dejado allí, en el Nuevo Mundo.
Después de una agitada entrada en el Mar Cantábrico por las peligrosas costas de Galicia, y previa parada técnica en Gijón, el barco entró hacia Bilbao por Portugalete, donde el hombre de la nariz remendada se sorprendió al ver un hervidero de gente trabajando. Al margen del gran tráfico comercial que soportaba el puerto, se veía un enjambre de personas ocupado en alargar un muelle que iba a pasar de una longitud de 60 brazas a 100. Pensó que no le costaría demasiado encontrar empleo en un entorno así. Terminó de descargar la mercancía y se despidió de sus compañeros de aventura para comenzar la suya. Lo aceptaron inmediatamente como más mano de obra para la ampliación del muelle y sólo esperó un par de días para acercarse a su objetivo. Fernando Galarza le había dado todas las coordenadas y tuvo tiempo para comprobar que su familia era una de las más influyentes en el boyante campo de la construcción naval. Fue directamente a su casa y se presentó ante los padres como amigo de su hijo y recién llegado del Nuevo Mundo con un mensaje de Fernando para ellos. No le tembló ni un músculo al mentir como un bellaco. Les dijo que se habían conocido en Antioquía y que antes de morir le había rogado que les transmitiera todo su arrepentimiento y amor.
—Fernando quería que ustedes supieran que los quería mucho. Lamentaba que su rebeldía le impidiera valorar todo lo que ustedes hicieron por él y me encargó que les devolviera este anillo familiar para que alguien pueda continuar llevándolo en las próximas generaciones.
El padre bajó la cabeza y la madre sufrió un conato de desmayo antes de entregarse a un intenso llanto; mientras que la hija, que acababa de incorporarse a la conversación, giró en redondo para correr de nuevo hasta su habitación entre lágrimas. Francisco Galarza cogió el anillo y tras revisarlo concienzudamente se lo entregó a su esposa, que peleaba por recuperar la compostura.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?, buen hombre —preguntó el padre.
—Pedro Heredia, señor. Siento mucho ser el portador de esta mala nueva, pero no podía por menos que complacer a mi amigo en su lecho de muerte —respondió omitiendo el principio del apellido y ocultar así su alta alcurnia.
—Le estamos muy agradecidos y me gustaría que, después de que mi familia y yo asimilemos la noticia, podamos mantener una conversación más sosegada para conocer todos los detalles. ¿Ya tiene hospedaje?
—Sí, no se preocupe, señor, lo primero que hice al llegar fue buscarme una pensión y ponerme a trabajar en el muelle.
El gesto retraído, humilde y serio del hombre de nariz remendada nada tenía que ver con el que portaba su rostro al salir de la mansión de los Galarza. Había cumplido su propósito con creces: conocer a la familia, ganársela con su historia y que el padre pensara que acababa de conocer a una persona trabajadora, honesta y leal.
Volvieron a verse de nuevo y Pedro Heredia siguió contando una mentira tras otra. Describió a Fernando Galarza como una persona madura y que llegó a renegar de su rebeldía juvenil. Les doró la píldora con falsos halagos procedentes de su malogrado hijo hacia ellos, y en breve tuvo la confianza de la familia, incluida la hija, que era otro de sus grandes objetivos. En pocos días, don Francisco ya lo había rescatado del muelle y lo puso a trabajar para él en la construcción de barcos. No tardó en empezar a salir con Fabiola y, merced a toda la información obtenida a través de su hermano, tampoco tuvo que esperar demasiado a que se enamorara de él. Conocía lo que le gustaba y lo que no le gustaba, lo cual suponía una gran ventaja añadida a su natural éxito con las mujeres.
Tras un año en Portugalete, no sólo se hizo el hombre de confianza de Francisco Galarza, sino que se convirtió en el marido de Fabiola Galarza. Vivió una boda llena de fastos en la recién finalizada Catedral de Santiago y, tras unos meses en Bilbao, toda la familia decidió trasladarse a vivir a la margen derecha de la Ría, a Neguri, como muchos otros grandes empresarios vizcaínos.