Bilbao, 2013

 

Lo siguiente fue consultar mi ordenador. Los buscadores de vuelos no ofrecían conexiones con México hasta el día siguiente. Prácticamente todas las combinaciones se realizaban vía Madrid, por lo que nos decidimos a viajar en el mismo día a la capital de España y coger a primera hora de la mañana siguiente el avión con destino México DF. Amaia estaba decidida y no perdimos más tiempo. Hice una pequeña maleta con lo imprescindible y la acompañé a su casa para que hiciera lo propio, aunque los conceptos eran distintos y el tamaño de las maletas también. El caso es que a media mañana estábamos en el aeropuerto de Loiu y para el mediodía estábamos instalados en un céntrico hotel de Madrid.

Teníamos toda la tarde por delante y se nos ocurrió que una visita al Museo Nacional de Antropología podía resultar interesante. Nos dirigimos hacia el Parque del Retiro y alcanzamos la calle Alfonso XII para sumergirnos en ese especial continente de vestigios de las diferentes culturas de la raza humana. Pasamos un poco de puntillas por las colecciones de Asia y África y ralentizamos el paso al llegar a la americana. La mayor parte de lo allí expuesto procede de la Comisión del Pacífico, una expedición científica que, acompañada por militares, se desplazó a las costas sudamericanas en 1856 y regresó con numeroso material. Entre lo que fue donado al museo, destacan las momias y los cráneos, así como infinidad de objetos como utensilios, armas, adornos o ropajes de los indígenas de la selva amazónica. Todo nos resultaba muy interesante, pero no hallamos nada que se pareciera a lo que buscábamos, ningún ídolo ni ninguna figura de los jeroglíficos del mapa. Ya nos marchábamos, cuando nos cruzamos con una guía que explicaba a su grupo que no había restos ni objetos aztecas ni mayas, pero que podrían contemplarlos en otro museo, el Museo de América en la Avenida de los Reyes Católicos.

Salimos rápido a buscar un taxi, para que nos diera tiempo a visitarlo antes del cierre, y nos plantamos en unos minutos en la zona del campus de la Universidad Complutense donde se halla el museo. Entramos y, tras descartar la parte correspondiente a la prehistoria, enseguida nos vimos desbordados. Contemplamos una cantidad ingente de figuras de distintos materiales, varios códices como el Tro-cortesiano de los mayas o el Tudela de los aztecas, y gran variedad de vestigios mayas; pero lo cierto es que no sabíamos si podría existir alguna relación con nuestro caso.

Gracias a Amaia, mucho más perspicaz que yo en ese momento, nos desviamos hacia otra de las grandes colecciones del museo. Yo tenía la cabeza en figuras y localizaciones, pero mi compañera también se acordaba de que le había hablado de un ídolo de oro que podía haber sido sustraído de la caja fuerte de los Apraiz. Con un leve codazo, me advirtió de dónde se exponían 123 piezas del “Tesoro de los Quimbayas”, y en la galería refulgía una estatuilla dorada, en posición sedente, que me dejó impresionado. Los quimbayas, según explicaban los carteles de la galería, eran una etnia indígena colombiana que adquirieron fama por su buen hacer con el oro y por su capacidad de resistencia ante los conquistadores españoles. Eran datos de interés; pero nuestro destino era México, al menos por el momento.

El museo anunció el cierre de las instalaciones y salimos con la sensación de haber aprovechado la tarde. Ambos conocíamos Madrid de visitas anteriores y coincidimos en dar un paseo por la Plaza Mayor y la Calle Mayor, donde decidimos tomar un par de cervezas y unas tapas para saciar nuestro apetito. Ese tipo de apetito, porque el otro seguía a flor de piel. Volvimos a caminar cogidos de la mano. Cada vez que nos parábamos a comentar algo, y nuestros rostros se acercaban, el momento finalizaba con un inevitable beso en los labios. Todo era espontáneo, sentido, directo, natural, y yo estaba encantado. Veía además que Amaia y yo compartíamos un humor parecido, con lo que la guinda del pastel estaba servida. Comenzábamos a querernos y es que, además, a pesar de que era un hecho trágico lo que nos había unido, nos divertíamos mucho. 

Al final, la segunda cerveza llevó a una tercera y, entre risas y abrazos varios de camino, regresamos al hotel, donde ocurrió lo que ambos llevábamos horas esperando poder hacer. En esta ocasión, fue todo más pausado, porque precisamente existía una experiencia previa; pero el instinto animal y la pasión desbordada de ambos se desataron igualmente antes de llegar a la cama.

Lo mismo ocurrió después de llegar a México DF, pasear un rato por la capital y gestionar el alquiler de un coche para el día siguiente. El trastorno horario nos afectaba un poco y teníamos que madrugar, pero en aquellos momentos todo era secundario, el mañana no existía. Mi concentración completa se hallaba en sentir a Amaia y en lograr que ella percibiera lo que yo sentía. Todo ello se tradujo en una explosión de placer para ambos y en un extenso periodo de reposo reflexivo tras el fragor de la batalla sexual.

—Te he dicho que odio que me analices…

—Sólo te estoy vacilando, lo que pasa es que tienes muy interiorizado el proverbio ese que te recomienda elegir un trabajo que te guste, porque así no trabajarás ni un día de tu vida. Lo que quiero es que sepas desconectar y disfrutar de lo que está al margen de tu trabajo.

—¿Qué crees, que no he disfrutado ahora mismo? Eres lo mejor que me ha pasado en muchísimo tiempo, Amaia; pero, siguiendo con Confucio, saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe es el verdadero saber. Y en mi caso, también lo que me mortifica ahora mismo. Sé lo que ha ocurrido y sé que no sé por qué ha ocurrido ni quién lo ha provocado, y ese verdadero saber que no sé del maestro chino realmente a mí no me llena. Yo lo llamo ignorancia y frustración; sabes bien que sé canalizarla y también sé valorar lo importante que puede ser esto que tú y yo estamos empezando. Sé diferenciar las cosas.

—Así me gusta. Como diría de nuevo Confucio: debes tener siempre fría la cabeza, caliente el corazón y larga… la mano —zanjó Amaia con una enorme carcajada, a la que sumé las mías y unos achuchones que terminaron con ambos dormidos en apenas unos minutos.

Nos costó levantarnos y nos hubiera gustado quedarnos a remolonear un rato. En esta ocasión había prisa porque teníamos que recoger el coche de alquiler que nos debía llevar hasta Oaxaca, donde vivía Alfredo. Teníamos cinco o seis horas de viaje por delante, así que cargamos nuestro equipaje y nos pusimos en marcha.

Hicimos dos paradas en el camino y descubrimos que, fuera de las ciudades más importantes, el país mexicano tiene muchos rincones donde se puede pasar mucho miedo. Uno de los restaurantes de carretera en el que intentamos comer unos burritos resultó especialmente hostil y los rostros duros de los lugareños y los comentarios despectivos contra gringos, gallegos o todo lo que fuera foráneo, activaron nuestras alertas. Amaia, además, no hacía más que recordarme episodios de inseguridad en el país, especialmente el ocurrido hacia poco en Acapulco, en el que seis turistas españolas habían sido salvajemente violadas por un grupo de desalmados armados y encapuchados que previamente habían golpeado y amordazado a sus parejas. La psicóloga confesó que ya albergaba ciertos prejuicios con respecto al país azteca y que lo consideraba un lugar en el que la vida tenía menos valor que en otros, y en el que los derechos de la mujer todavía son pisoteados una y otra vez. Las reflexiones de Amaia fueron ganando en dureza y la cosa empeoró en cuanto cambiamos de estado y entramos en Oaxaca. La razón estuvo en que, a muy pocos kilómetros, llegó el primer cartel que nos informaba de la distancia que nos separaba de la capital: Oaxaca de Juárez. Amaia se sobresaltó, pensaba que nos acercábamos a Ciudad Juárez, destino famoso y asociado al asesinato de mujeres. La aparición de numerosos cadáveres en los años noventa, casi todos de mujeres de entre 15 y 25 años sin apenas recursos económicos, desató una ola de terror en el país. Muchas de las víctimas fueron violadas y acuchilladas, con lo que la serie de sucesos alcanzó un importante eco internacional; hasta el punto de que se hicieron varias películas y documentales sobre el asunto.

—Ander, no iremos donde han matado a todas esas mujeres, ¿no?

—No, tranquila, eso está en el estado de Chihuahua, mucho más al norte, pegando con Estados Unidos.

—Me estaba entrando muy mal rollo. Recuerdo que vi un programa en la tele en el que recreaban la vida de las maquiladoras y cómo las secuestraban y las mataban para dejarlas después en pleno desierto. Era repugnante.

—Sí, yo también vi una película con Jennifer López que reflejaba algo de eso y que destacaba la impunidad de los asesinos y la falta de recursos de la Policía para poder poner fin a la riada de crímenes. Me suena que escuché también que alrededor de un tercio de los asesinatos que ocurren en todo México tenían lugar en Ciudad Juárez. Pero tranquila, no vamos para allá, ¡guey!

—No seas pinche, cabrón, que yo no me asusto fácilmente; es que este tema me toca especialmente la fibra.

—La verdad es que es un asunto escabroso y desagradable, que te pone los pelos de punta, y también lo es el que nos ha traído aquí. Y espero que no haya sido en vano y que el tal Alfredo nos pueda dar la pista buena…

—A ver, a ver; ya va quedando menos para que lleguemos, pero la verdad es que comienzo a estar un poco cansada. Se me está haciendo eterno el viaje y no me apetece nada volver a parar en un garito de carretera 

—Venga, ánimo, que como decía nuestro amigo el chino: “no importa qué tan lento vayas, lo importante es nunca detenerse”. Si no paramos, en menos de una hora estamos en Oaxaca de Juárez. 

El coche no era un último modelo; afortunadamente para nosotros, disponía de aire acondicionado. El termómetro exterior marcaba 35 grados y realmente el calor era abrasador. Además, el paisaje, un expositor de secarrales, contribuía a soñar con una sombra y una cerveza bien fría.

El asfalto se agrietaba a menudo y ello no nos permitía alcanzar velocidades muy altas, con lo que me daba tiempo a recordar lo que había leído en una guía y que no hablaba demasiado bien de la suerte del lugar al que nos dirigíamos. 

Oaxaca había sido víctima de varias calamidades en su historia reciente, y las hendiduras del firme no hacían sino evocar en mi cerebro los terremotos que habían asolado la ciudad. El de enero de 1931 casi la destruyó por completo; otro en 1999 dañó numerosos edificios, y todavía en 2012 tuvo lugar otro seísmo con consecuencias menos importantes. 

También en 1969 unas inundaciones propiciaron que la ciudad fuera declarada zona de tragedia nacional, pero era demasiado imaginar que nos pudiera tocar vivir también a nosotros una desgracia. Lo de las inundaciones, desde luego que no, a tenor de lo que azuzaba el sol. De cualquier forma, no comenté nada a Amaia, para evitar cualquier brote aprensivo. Además, para nosotros, Oaxaca de Juárez no dejaba de ser una ciudad de paso; Alfredo quizá había sido capaz de descifrar los fragmentos del mapa y probablemente también la identidad de sus autores.

Llegamos a Oaxaca y pudimos comprobar que apenas había edificios antiguos. A a lo sumo, algunos con apariencia añeja, pero realizados con materiales modernos. Lo que más nos gustó, sin embargo, fue que el tráfico urbano nada tenía que ver con el extraordinario caos circulatorio que se genera permanentemente en México D.F. Aparcamos en un parking céntrico y aguardamos la llegada de Alfredo en una cantina típica, recomendada por él.

En cuanto vi entrar por la puerta a una persona oronda, vestida de negro, con su poco pelo desaliñado y sus gafas de pasta, supe que se trataba de él. Alfredo, que era casi un clon del cineasta mexicano Guillermo del Toro, lo tuvo más fácil para reconocernos a nosotros, la única pareja de gringos en el local.

—Hola, vosotros debéis de ser Ander y Amaia, ¿verdad?

—Y tú Alfredo, el amigo de Rober…

—El mismo que viste, calza y también come. ¿Habéis probado los burritos de aquí? Tengo un hambre feroz.

—No, te estábamos esperando para conocer las sugerencias del amigo del chef.

—Pidamos pues.

—Pero algo que no tenga demasiado picante, que no me sienta muy bien —terció Amaia.

—Ja, ja, ja —rio Alfredo—, está muy bien temer a la maldición de Moctezuma; pero conozco al cocinero y es de confianza, le diré que no se pase con el chile.

—¿La maldición de Moctezuma? —preguntó Amaia con el rostro trasfigurado por la curiosidad.

—Sí, cariño, se le llama también así a la diarrea del viajero. Al parecer, el sistema inmunológico del visitante reacciona de tal desagradable manera ante algunos alimentos regionales mexicanos. Creo que viene de que a los conquistadores se les debía dar un escarmiento por ignorar los consejos de los indígenas.

—En realidad —intervino Alfredo—, la leyenda cuenta que, antes de morir, el antepenúltimo emperador azteca lanzó una maldición a los españoles que estaban pisoteando sus tradiciones y su cultura, y lo hizo extensivo a todos los extranjeros castigándolos con una serie de trastornos gastrointestinales para escarmentar sus perniciosas intenciones de conquista. Pero bueno, si estuvierais en Egipto oiríais hablar de la venganza de Tutankamon, con el mismo riesgo para las tripas de los turistas.

Al final, comimos los burritos y unas fajitas. La verdad es que no tuvieron consecuencias en nuestro sistema digestivo, nadie tuvo que correr al servicio en las siguientes horas.

Alfredo intentó que redondeáramos la comida con un tequila, Amaia y yo declinamos su sugerencia. Nos apetecía más llegar al hotel y descansar un rato después de darnos una larga ducha juntos. El mexicano no había querido adelantarnos nada de sus descubrimientos y quedó en venir a buscarnos para que le acompañáramos a lo que él llamó su despacho.

Realmente, para llegar a su despacho era necesario tomar de nuevo el coche y desplazarnos hasta las afueras, a unos cinco kilómetros del centro de Oaxaca, donde tenía instalada una caravana en medio del campo. Era una roulotte vieja con un pequeño remolque, que según nos explicó era el generador auxiliar. Cuando nos abrió la puerta, no podíamos dar crédito a lo que teníamos ante nuestros ojos. Una maraña de cables adornaba el suelo y sus extremos finalizaban en una docena de ordenadores, todos ellos trabajando. Asistíamos a un baile permanente de lucecitas rojas, verdes y amarillas que parpadeaban sin cesar. A un lado, un sofá desvencijado; y enfrente, una especie de mesa cubierta de un montón de papeles. Había espacio para una pequeña nevera y también para una minúscula cocina con un fregadero.

—Ésta es mi humilde morada de trabajo, el lugar en el que realizo mis investigaciones y en el que hackeo el sistema informático de la NASA o del Gobierno mexicano —afirmó Alfredo sin dejar que el tono nos indicara si hablaba en serio o en broma.

—Lo veo un poco claustrofóbico, pero muy profesional. Ya me advirtió Rober de que cuentas con muchos recursos —dije centrando mi mirada en el conjunto de computadoras, algunas de las cuales escupían datos sin parar.

—Sí, es un poco complejo, se hace lo que se puede.

—Será deformación profesional, pero yo lo veo un tanto obsesivo —señaló Amaia en tono jocoso y matizando también que ella no era muy amiga de la tecnología, y menos aún de la informática.

—Bueno, ¿qué nos puedes decir de nuestro asunto?

—Bien, pasad por aquí para que lo veáis mejor. He ampliado al máximo las imágenes, las he superpuesto con varios mapas antiguos, con otros alternativos, con Google Earth y he consultado a varios de mis contactos y al final he llegado a la conclusión de que lo que buscas está en Colombia.

—¿En Colombia?

—Sí, Rober ya estaba en lo cierto al adelantarte que los símbolos no se correspondían con mayas, incas o aztecas. Soy especialista en civilizaciones antiguas por un interés personal, porque yo soy descendiente de zatopecas, un pueblo de esta zona que vivió un poco a la sombra de los aztecas, con los que no se llevaban muy bien hasta que el frente común contra los españoles limó sus asperezas. Este pueblo, que se cree descendiente de las rocas y del jaguar, tiene muchas coincidencias culturales con los antiguos mayas, los olmecas y también con los toltecas; pero no con tus papeles, que pueden proceder de bastante más al sur.

—¿Y cómo sabes que pueden proceder de colombianos? —inquirió Amaia, completamente intrigada.

—Verás, comparando y superponiendo mapas y atendiendo a los pocos detalles orográficos que aparecen. La verdad es que el autor o no tenía tampoco demasiada idea de dónde estaba, o lo hizo de forma muy apresurada o no sabía dibujar muy bien. Pero al menos el trazado del río nos ha dado una buena pista que seguir y algunas referencias más nos han permitido alcanzar una conclusión, y eso a pesar de que le falta el tercer fragmento. Yo estoy convencido de que nos referimos al río Atrato, y que la autoría de los jeroglíficos corresponde a alguna de las culturas de la zona. Por lo que yo me he documentado, bien podrían ser garabatos e ídolos tayronas, muiscas, quimbayas, zenúes, catíos, tumacus… Cualquiera sabe; por fortuna para vosotros, mañana he quedado con un entendido en la materia, una especie de chamán colombiano, que se ha reciclado ahora en una especie de santero local. Creo que os resultará muy interesante.

Quedamos en vernos al día siguiente para visitar al personaje. Tanto Amaia como yo nos temíamos lo peor. Un chamán colombiano para mí era casi el sinónimo de un farsante; y si después se reconvertía en santero, más aún. Además, comenté con ella el caso que recientemente se había producido en Madrid y que tuvo un gran eco no sólo en los medios de comunicación sino en todas las comisarías del Estado.