52
Sahat irrumpió en el almacén que el viejo comerciante tenía en Pisa, cerca del puerto, a orillas del Arno. Algunos oficiales y aprendices intentaron saludarlo pero el moro no les hizo caso alguno. «¿Dónde está vuestro señor?», preguntaba a todos, sin dejar de andar entre la multitud de mercaderías que se apilaban en el gran establecimiento. Al final lo encontró en un extremo del edificio, inclinado sobre unas piezas de tela.
—¿Qué ocurre, Filippo?
El viejo comerciante se incorporó con dificultad y se volvió hacia Sahat.
—Ayer arribó un barco con destino a Marsella.
—Lo sé. ¿Sucede algo?
Filippo observó a Sahat. ¿Cuántos años tendría? Lo cierto es que ya no era joven. Como siempre, iba bien vestido, pero sin caer en la ostentación de tantos otros que eran menos ricos que él. ¿Qué debía de haber sucedido entre él y Arnau? Nunca se lo había querido contar. Filippo recordó al esclavo recién llegado de Cataluña, la carta de libertad, la orden de pago por parte de Arnau…
—¡Filippo!
El grito de Sahat le devolvió al presente por unos instantes; en cualquier caso, volvió a perderse en sus pensamientos, seguía mostrando el empuje de un joven ilusionado. Todo lo emprendía con esa decisión…
—¡Filippo, te lo ruego!
—Cierto, cierto. Tienes razón. Disculpa. —El anciano se acercó hasta él y se apoyó en su antebrazo—. Tienes razón, tienes razón. Ayúdame, vamos a mi despacho.
En el mundo pisano de los negocios eran contadas las personas en las que Filippo Tescio se apoyaba. Aquella muestra pública de confianza por parte del anciano podía abrir más puertas de las que lo haría un millar de florines de oro. En esta ocasión, sin embargo, Sahat detuvo el lento avance del rico comerciante.
—Filippo, por favor.
El anciano tiró suavemente de él para que continuara andando.
—Noticias…, malas noticias. Arnau —le dijo dándole tiempo para que se situase—. Lo ha detenido la Inquisición.
Sahat guardó silencio.
—Los motivos son bastante confusos —continuó Filippo—. Sus oficiales han empezado a vender comandas y por lo visto su situación…, pero eso sólo es un simple rumor e imagino que malintencionado. Siéntate —lo instó cuando llegaron a lo que el anciano llamaba su despacho, una sencilla mesa alzada sobre una tarima, desde la que controlaba a los tres oficiales que en mesas similares anotaban las operaciones en enormes libros de comercio, a la vez que vigilaba el contante trasiego del almacén.
Filippo suspiró al sentarse.
—No es todo —añadió. Sentado frente a él, Sahat no hizo ademán alguno—. Esta Pascua los barceloneses se alzaron contra la judería. Los acusaron de haber profanado una hostia. Una multa importante y tres ejecutados… —Filippo observó cómo el labio inferior de Sahat empezaba a temblar—. Hasdai.
El anciano desvió la mirada de Sahat y le permitió unos instantes de intimidad. Cuando se volvió hacia él, vio que sus labios estaban firmemente apretados. Sahat sorbió por la nariz y se llevó las manos hasta el rostro para restregarse los ojos.
—Toma —le dijo Filippo entregándole una carta—. Es de Jucef. Una coca que zarpó de Barcelona con destino a Alejandría se la dejó a mi representante en Napóles; el piloto de la que vuelve a Marsella me la ha traído. Jucef se ha hecho cargo del negocio y en ella cuenta todo lo que ha pasado, aunque poco dice de Arnau.
Sahat cogió la carta pero no la abrió.
—Hasdai ejecutado y Arnau detenido —dijo—, y yo aquí…
—Te he reservado pasaje para Marsella —le dijo Filippo—. Partirá mañana al amanecer. Desde allí no te será difícil llegar a Barcelona.
—Gracias —se oyó Sahat decir a sí mismo.
Filippo guardó silencio.
—Vine aquí en busca de mis orígenes —empezó a contar Sahat—, en busca de la familia que creí haber perdido. ¿Sabes qué encontré? —Filippo se limitó a mirarle—. Cuando me vendieron, siendo un niño, mi madre y cinco hermanos más vivían. Sólo logré dar con uno… y tampoco puedo asegurar que lo fuera. Era esclavo de un descargador del puerto de Genova. Cuando me lo enseñaron no pude reconocer en él a mi hermano… Ni siquiera recordaba su nombre. Arrastraba una pierna y le faltaban el dedo meñique de la mano derecha y las dos orejas. Entonces pensé que su amo debía de haber sido muy cruel con él para haberle castigado de tal forma, pero después… —Sahat hizo una pausa y miró al anciano. No obtuvo respuesta—. Compré su libertad e hice que le entregaran una buena suma de dinero sin revelarle que era yo quien estaba detrás de todo aquello. Sólo le duró seis días; seis días en los que estuvo permanentemente borracho dilapidando en juego y mujeres lo que para él debía de ser una fortuna. Volvió a venderse como esclavo por cama y comida a su antiguo dueño. —Sahat hizo un gesto de desprecio con la mano—. Eso es todo lo que encontré aquí, un hermano borracho y pendenciero…
—También encontraste algún amigo —se quejó Filippo.
—Es cierto. Disculpa. Me refería…
—Sé a qué te referías.
Los dos hombres se quedaron mirando los documentos que estaban sobre la mesa. El trajín del almacén despertó sus sentidos.
—Sahat —dijo al fin Filippo—, durante muchos años he sido corresponsal de Hasdai, y ahora, mientras Dios me dé vida, lo seré de su hijo. Después, por voluntad de Hasdai e instrucciones tuyas, me convertí también en corresponsal de Arnau. Durante todo ese tiempo, ya fueran comerciantes, marineros o pilotos, sólo he oído halagos sobre Arnau; ¡incluso aquí se comentó lo que hizo con los siervos de sus tierras! ¿Qué sucedió entre vosotros? Si os hubierais enfadado no te habría premiado con la libertad y mucho menos me habría ordenado que te entregara aquella cantidad de dinero. ¿Qué fue lo que sucedió para que tú lo abandonaras y él te beneficiara de aquella forma?
Sahat dejó que sus recuerdos viajaran hacia el pie de una loma, cerca de Mataró, al son de espadas y ballestas…
—Una muchacha… Una muchacha extraordinaria.
—¡Ah!
—No —saltó el moro—. No es lo que piensas.
Y por primera vez en cinco años, Sahat contó en voz alta lo que durante todo aquel tiempo había guardado para sí.
—¡Cómo te has atrevido! —El grito de Nicolau Eimeric resonó por los pasillos del palacio. Ni siquiera esperó a que los soldados abandonaran el despacho. El inquisidor paseaba por la estancia gesticulando con los brazos—. ¿Cómo te atreves a poner en peligro el patrimonio del Santo Oficio? —Nicolau se volvió violentamente hacia Joan, que permanecía en pie en el centro de la sala—. ¿Cómo osas ordenar la venta de las comandas a bajo precio?
Joan no contestó. Había pasado la noche en vela, maltratado y humillado. Acababa de recorrer varias millas detrás de los cuartos traseros de una mula y le dolía todo el cuerpo. Olía mal y el hábito, sucio y reseco, le arañaba la piel. No había probado bocado desde el día anterior y tenía sed. No. No pensaba contestar.
Nicolau se le acercó por la espalda.
—¿Qué pretendes, fra Joan? —le susurró al oído—. ¿Acaso vender el patrimonio de tu hermano para esconderlo a la Inquisición?
Nicolau permaneció unos instantes al lado de Joan.
—¡Hueles mal! —gritó apartándose de él y volviendo a gesticular con los brazos—. Hueles como un vulgar payés. —Siguió mascullando por el despacho hasta que al fin se sentó—. La Inquisición se ha hecho con los libros de comercio de tu hermano; ya no habrá más ventas. —Joan no se movió—. He prohibido las visitas a la mazmorra, o sea que no intentes verlo. Dentro de algunos días se iniciará el juicio.
Joan siguió sin moverse.
—¿No me has oído, fraile? En pocos días empezaré a juzgar a tu hermano.
Nicolau golpeó la mesa con el puño.
—¡Ya está bien! ¡Vete de aquí!
Joan arrastró los bajos del sucio hábito por el brillante embaldosado del despacho del inquisidor general.
Joan se paró bajo el dintel de la puerta para dejar que sus ojos se acostumbrasen al sol. Mar lo esperaba, pie a tierra, con el ronzal de la mula en la mano. La había hecho venir desde su masía y ahora…; ¿cómo le iba a decir que el inquisidor había prohibido las visitas a Arnau? ¿Cómo cargar también con la culpa de esa prohibición?
—¿Piensas salir, fraile? —oyó a sus espaldas.
Joan se volvió y se encontró con una viuda deshecha en lágrimas.
Ambos se miraron.
—¿Joan? —preguntó la mujer.
Aquellos ojos castaños. Aquel rostro…
—¿Joan? —volvió a insistir ella—. Joan, soy Aledis. ¿Te acuerdas de mí?
—La hija del curtidor… —empezó a decir Joan.
—¿Qué sucede, fraile?
Mar se había acercado hasta la puerta. Aledis vio que Joan se volvía hacia la recién llegada. Luego, el fraile la miró a ella de nuevo y otra vez a la mujer de la mula.
—Una amiga de la infancia —dijo—. Aledis, te presento a Mar; Mar, ésta es Aledis.
Las dos se saludaron con una inclinación de cabeza.
—Éste no es sitio para estar de charla. —La orden del soldado obligó a los tres a volverse—. Despejad la entrada.
—Hemos venido a ver a Arnau Estanyol —soltó Mar alzando la voz, con la mula agarrada del ronzal.
El soldado la miró de arriba abajo antes de que una mueca burlona apareciera en sus labios.
—¿El cambista? —preguntó.
—Sí —insistió Mar.
—El inquisidor general ha prohibido las visitas al cambista.
El soldado hizo ademán de empujar a Aledis y Joan.
—¿Por qué las ha prohibido? —preguntó Mar mientras los otros dos empezaban a salir del palacio.
—Eso pregúntaselo al fraile —le contestó señalando a Joan.
Los tres empezaron a alejarse.
—Debería haberte matado ayer, fraile.
Aledis vio cómo Joan bajaba la mirada al suelo. Ni siquiera contestó. Después observó a la mujer de la mula; andaba erguida, tirando con autoridad del animal. ¿Qué debía de haber sucedido el día anterior? Joan no escondía su rostro amoratado y su acompañante quería ver a Arnau. ¿Quién era aquella mujer? Arnau estaba casado con la baronesa, la mujer que lo acompañaba en la tarima del castillo de Montbui cuando derogó los malos usos…
—Dentro de pocos días se iniciará el juicio contra Arnau.
Mar y Aledis se pararon en seco. Joan avanzó unos pasos más, hasta que se dio cuenta de que las mujeres no lo acompañaban. Cuando se volvió hacia ellas vio que se miraban cara a cara en silencio. «¿Quién eres?,» parecían preguntarse con la mirada.
—Dudo que ese fraile tuviera infancia… y menos amigas —dijo Mar.
Aledis no la vio parpadear. Mar permanecía en pie orgullosa; sus ojos jóvenes parecían querer traspasarla. Incluso la mula, tras ella, estaba quieta, con las orejas atentas.
—Eres directa —le dijo Aledis.
—La vida me ha enseñado a serlo.
—Si hace veinticinco años mi padre hubiera consentido, me habría casado con Arnau.
—Si hace cinco años me hubieran tratado como a una persona y no como a un animal —se volvió para mirar a Joan—, seguiría al lado de Arnau —dijo Mar.
El silencio acompañó una nueva pugna de miradas entre las dos mujeres. Las dos se recrearon en ella, sopesándose la una a la otra.
—Hace veinticinco años que no veo a Arnau —confesó al fin Aledis. «No intento competir contigo», intentó decirle en un lenguaje que sólo dos mujeres pueden entender.
Mar cambió el peso de un pie a otro y aflojó la presión sobre el ronzal de la mula. Entornó los ojos y su mirada dejó de traspasar a Aledis.
—Vivo fuera de Barcelona; ¿tienes donde acogerme? —preguntó Mar tras unos instantes.
—Yo también vivo fuera. Me alojo… con mis hijas, en el hostal del Estanyer. Pero podremos arreglarnos —añadió cuando la vio titubear—. ¿Y…? —Aledis señaló a Joan con un gesto de la cabeza.
Las dos lo observaron, parado donde se había detenido, con el rostro amoratado y el hábito, sucio y roto, colgando de sus hombros caídos.
—Tiene mucho que explicar —dijo Mar— y podemos necesitarlo. Que duerma con la mula.
Joan esperó a que las mujeres se volvieran a poner en camino y las siguió.
«¿Y tú por qué estás aquí?», me preguntará. «¿Qué hacías en el palacio del obispo?». Aledis miró de reojo a su nueva acompañante; volvía a caminar erguida, tirando de la mula, sin apartarse cuando alguien se interponía en su camino. ¿Qué debía de haber sucedido entre Mar y Joan? El fraile parecía totalmente sometido… ¿Cómo podía un dominico admitir que una mujer lo mandase a dormir con una mula? Cruzaron la plaza del Blat. Ya había reconocido que conocía a Arnau, pero no les había dicho que lo había visto en las mazmorras, suplicando que se acercase. «¿Y Francesca? ¿Qué debo decirles de Francesca? ¿Que es mi madre? No. Joan la conoció y sabe que no se llamaba Francesca. La madre de mi difunto esposo. Pero ¿qué dirán cuando la impliquen en el proceso contra Arnau? Yo debería saberlo. ¿Y cuando se sepa que es una mujer pública? ¿Cómo va a ser mi suegra una mujer pública?». Mejor no saber nada, pero entonces ¿qué estaba haciendo en el palacio del obispo?
—¡Oh! —contestó Aledis a la pregunta de Mar—, llevaba un encargo del maestro curtidor, de mi difunto marido. Como sabía que íbamos a pasar por Barcelona…
Eulália y Teresa la miraron de reojo sin dejar de dar cuenta de sus escudillas. Habían llegado al hostal y habían conseguido que el hostalero colocase un tercer jergón en la habitación de Aledis y sus hijas. Joan asintió cuando Mar dijo que dormiría en el establo, con la mula.
—Oigáis lo que oigáis —les dijo Aledis a las muchachas—, no digáis nada. Procurad no contestar a ninguna pregunta y, sobre todo, no conocemos a ninguna Francesca. Los cinco se sentaron a comer.
—Bien, fraile —volvió a intervenir Mar—, ¿por qué ha prohibido el inquisidor las visitas a Arnau? Joan no había probado bocado.
—Necesitaba dinero para pagar al alguacil —contestó con voz cansina—, y como en la mesa de Arnau no tenían efectivo, ordené la venta de algunas comandas. Eimeric creyó que intentaba vaciar las arcas de Arnau y que entonces la Inquisición…
En aquel momento hicieron su entrada en el hostal el señor de Bellera y Genis Puig. En sus rostros se dibujó una amplia sonrisa al ver a las dos muchachas.
—Joan —dijo Aledis—, esos dos nobles estuvieron molestando ayer a mis hijas y me da la impresión de que sus intenciones… ¿Podrías ayudarme a que no vuelvan a molestarlas?
Joan se volvió hacia los dos hombres mientras éstos, en pie, se deleitaban mirando a Teresa y Eulália y recordando la noche anterior.
Sus sonrisas desaparecieron cuando reconocieron el hábito negro de Joan. El fraile continuó mirándolos y los caballeros se sentaron en silencio a su mesa, con la vista en las escudillas que les acababa de servir el hostalero.
—¿Por qué van a juzgar a Arnau? —preguntó Aledis cuando Joan volvió su atención hacia ellas.
Sahat observó el barco marsellés mientras la tripulación hacía los últimos preparativos para zarpar: una sólida galera de un solo palo, con un timón a popa y dos laterales, ciento veinte remeros a bordo y una cabida de alrededor de trescientos botes.
—Es rápida y muy segura —le comentó Filippo—; ha tenido varios encuentros con piratas y siempre ha logrado escapar. Dentro de tres o cuatro días estarás en Marsella. —Sahat asintió—. Desde allí no te será difícil embarcar en una nave de cabotaje y llegar a Barcelona.
Filippo se agarraba del brazo de Sahat con una mano mientras con el bastón señalaba la galera. Funcionarios, comerciantes y trabajadores del puerto lo saludaban con respeto al pasar junto a él; después hacían lo mismo con Sahat, el moro en el que el comerciante se apoyaba.
—Hace buen tiempo —añadió Filippo dirigiendo el bastón al cielo—; no tendrás problemas.
El piloto de la galera se acercó a la borda e hizo una señal dirigida a Filippo. Sahat notó cómo el anciano presionaba su antebrazo.
—Me da la impresión de que no volveré a verte —dijo el anciano. Sahat volvió el rostro hacia él pero Filippo lo agarró con más fuerza—. Ya soy viejo, Sahat.
Los dos hombres se abrazaron al pie de la galera.
—Cuida de mis asuntos —le dijo Sahat separándose de él.
—Lo haré, y cuando no pueda —añadió con voz trémula—, lo harán mis hijos. Entonces, estés donde estés, tendrás que ayudarlos tú.
—Lo haré —prometió a su vez Sahat.
Filippo atrajo hacia sí a Sahat y le besó en los labios ante la multitud que esperaba la partida de la galera, atenta al último pasajero; un murmullo se elevó ante aquella muestra de cariño por parte de Filippo Tescio.
—Ve —le dijo el anciano.
Sahat ordeno a los dos esclavos que portaban su equipaje que lo precediesen y subió a bordo. Cuando alcanzó la borda de la galera, Filippo había desaparecido.
La mar estaba en calma. El viento no soplaba y la galera avanzaba al ritmo del esfuerzo de sus ciento veinte remeros.
«Yo no tuve la valentía suficiente —decía Jucef en su carta tras explicar la situación provocada por el robo de la hostia— para escaparme de la judería y acompañar a mi padre en sus últimos instantes. Confío en que lo comprenda, esté donde esté ahora».
Sahat, en la proa de la galera, levantó la vista hacia el horizonte. «Bastante valentía tenéis tú y los tuyos para vivir en una ciudad de cristianos», dijo para sí. Había leído y releído la carta:
Raquel no quería escapar, pero la convencimos.
Sahat se saltó el resto de la carta hasta el final:
Ayer, la Inquisición detuvo a Arnau y hoy he logrado enterarme a través de un judío que está en la corte del obispo, de que ha sido su esposa, Elionor, la que le ha denunciado por judaizante, y como la Inquisición necesita dos testigos para dar crédito a la denuncia, Elionor ha hecho llamar ante el Santo Oficio a varios sacerdotes de Santa María de la Mar que por lo visto presenciaron una discusión entre el matrimonio; al parecer, las palabras que dijo Arnau podrían considerarse sacrílegas y avalan suficientemente la denuncia de Elionor.
El asunto, continuaba escribiendo Jucef, era bastante complejo. Por una parte, Arnau era muy rico y ese patrimonio interesaba a la Inquisición, y por otra se hallaba en manos de un hombre como Nicolau Eimeric. Sahat recordó al soberbio inquisidor, que accedió al cargo seis años antes de que él abandonase el principado y a quien tuvo la oportunidad de ver en alguna celebración religiosa a la que se vio visto obligado a acompañar a Arnau.
Desde que te marchaste, Eimeric ha acumulado más y más poder, sin miedo alguno a enfrentarse públicamente al propio soberano. Hace años que el rey no paga las rentas al Papa, por lo que Urbano IV ha ofrecido Cerdeña en feudo al señor de Arbórea, el cabecilla de la sublevación contra los catalanes. Después de la larga guerra contra Castilla, vuelven a sublevarse los nobles corsos. Todo ello ha sido aprovechado por Eimeric, que depende directamente del Papa, para enfrentarse sin ambages al rey. Por una parte sostiene que la Inquisición debería ampliar sus competencias sobre los judíos y demás confesiones no cristianas, ¡Dios nos libre de ello!, a lo que el rey, como propietario de las juderías de Cataluña, se opone radicalmente. Sin embargo, Eimeric sigue insistiéndole al Papa, que no está muy dispuesto a defender los intereses de nuestro monarca.
Pero además de querer intervenir en las juderías en contra de los intereses del rey, Eimeric se ha atrevido a tachar de heréticas las obras del teólogo catalán Ramón Llull. Desde hace más de medio siglo, las doctrinas de Llull han sido respetadas por la Iglesia catalana, y el rey ha puesto a trabajar a juristas y pensadores en su defensa, pues se ha tomado el asunto como una ofensa personal por parte del inquisidor.
Así las cosas, me consta que Eimeric intentará convertir el proceso contra Arnau, barón catalán y cónsul de la Mar, en un nuevo enfrentamiento con el rey para afianzar más su posición y obtener una importante fortuna para la Inquisición. Tengo entendido que Eimeric ya ha escrito al papa Urbano diciéndole que retendrá la parte del rey de los bienes de Arnau para hacer frente a las rentas que le adeuda Pedro; de esta forma el inquisidor se venga del rey en un noble catalán y afianza su situación ante el Papa.
Creo, por otra parte, que la situación personal de Arnau es bastante delicada, cuando no desesperada; su hermano Joan es inquisidor, bastante cruel por cierto; su esposa es quien lo ha denunciado; mi padre ha muerto, y nosotros, dada la acusación de judaizante y por su propio bien, no debemos mostrar nuestro aprecio hacia él. Sólo le quedas tú.
Así terminaba Jucef: «Sólo le quedas tú». Sahat introdujo la carta en el cofrecillo en el que guardaba la correspondencia que durante cinco años había mantenido con Hasdai. «Sólo le quedas tú». Con el cofrecillo entre las manos, de pie en la proa, volvió a otear el horizonte. «Bogad, marselleses…, sólo le quedo yo».
Eulália y Teresa se retiraron a una señal de Aledis. Joan lo había hecho hacía rato; su despedida no encontró respuesta por parte de Mar.
—¿Por qué lo tratas así? —preguntó Aledis cuando se quedaron solas en los bajos del hostal. Sólo se oía el crepitar de la leña casi consumida. Mar guardó silencio—. A fin de cuentas, es su hermano…
—Ese fraile no merece nada mejor.
Mar no levantó la vista, fija en la mesa, de la que intentaba hacer saltar una astilla que sobresalía. «Es bella», pensó Aledis. El cabello, brillante y ondulado, le caía por los hombros y sus facciones eran bien definidas: labios delineados, pómulos altos, barbilla marcada y nariz recta. Aledis se sorprendió cuando le vio los dientes, blancos y perfectos, y durante el trayecto del palacio al hostal no pudo dejar de advertir su cuerpo firme y bien formado. Sin embargo, las manos eran las de una persona que había trabajado el campo: ásperas y encallecidas.
Mar dejó la astilla y dirigió su atención hacia Aledis, que le sostuvo la mirada en silencio.
—Es una larga historia —confesó.
—Si lo deseas, tengo tiempo —dijo Aledis.
Mar contestó con una mueca y dejó transcurrir los segundos. ¿Por qué no? Hacía años que no hablaba con una mujer; hacía años que vivía encerrada en sí misma, volcada en trabajar unas tierras desagradecidas, tratando de que las espigas y el sol comprendiesen su desgracia y se apiadasen de ella. ¿Por qué no? Parecía una buena mujer.
—Mis padres murieron en la gran peste, cuando sólo era una niña…
No escatimó detalles. Aledis tembló cuando Mar habló del amor que sintió en la explanada del castillo de Montbui. «Te entiendo —estuvo a punto de decirle—; yo también…». Arnau, Arnau, Arnau; de cada cinco palabras una era Arnau. Aledis recordó la brisa del mar acariciando su cuerpo joven, traicionando su inocencia, enardeciendo su deseo. Mar le relató la historia de su secuestro y de su matrimonio; la confesión la hizo estallar en llanto.
—Gracias —dijo Mar cuando su garganta se lo permitió.
Aledis le cogió la mano.
—¿Tienes hijos? —le preguntó cuando se rehízo.
—Tuve uno. —Aledis le apretó la mano—. Murió hace cuatro años, recién nacido, en la epidemia de peste que se cebó en los niños. Su padre no llegó a conocerlo; ni siquiera supo nunca que estaba embarazada. Murió en Calatayud defendiendo a un rey que en lugar de capitanear sus ejércitos, zarpaba desde Valencia con destino al Rosellón para librar a su familia del nuevo brote de peste. —Mar acompañó sus palabras con una sonrisa despectiva.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con Joan? —preguntó Aledis.
—Él sabía que yo amaba a Arnau… y que él me correspondía.
Aledis golpeó la mesa cuando terminó de escuchar la historia. La noche se les había echado encima y el golpe retumbó en el hostal.
—¿Piensas denunciarlos?
—Arnau siempre ha protegido a ese fraile. Es su hermano y lo quiere. —Aledis recordó a los dos muchachos que dormían en los bajos de la casa de Pere y Mariona: Arnau transportando piedras, Joan estudiando—. No quisiera hacerle daño a Arnau y, sin embargo, ahora…, ahora no puedo verlo ni sé si él sabe que estoy aquí y que lo sigo amando… Van a juzgarlo. Quizá, quizá lo condenen a…
Mar volvió a estallar en llanto.
—No creas que voy a romper el juramento que te hice, pero tengo que hablar con él —le dijo cuando ya se despedía. Francesca intentó escrutar su rostro en la penumbra—. Confía en mí —añadió Aledis.
Arnau se había levantado en el momento en que Aledis volvió a entrar en las mazmorras, pero no la llamó. Se limitó a observar en silencio cómo cuchicheaban las dos mujeres. ¿Dónde estaba Joan? Hacía dos días que no iba a visitarlo y tenía que preguntarle muchísimas cosas. Quería que averiguase quién era aquella anciana. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué le había dicho el alguacil que era su madre? ¿Qué sucedía con su proceso? ¿Y con sus negocios?
¿Y Mar? ¿Qué era de Mar? Algo iba mal. Desde la última vez que Joan lo había visitado, el alguacil había vuelto a tratarle como a uno más; la comida consistía de nuevo en un mendrugo y agua podrida y el cubo había desaparecido.
Arnau vio cómo la mujer se separaba de la anciana. Con la espalda apoyada en la pared empezó a dejarse caer, pero…, pero se dirigía hacia él.
En la oscuridad, Arnau vio que se acercaba y se irguió. La mujer se detuvo a algunos pasos de él, apartada de los escasos y tenues rayos de luz que alumbraban la mazmorra.
Arnau entrecerró los párpados para intentar verla con mayor claridad.
—Han prohibido tus visitas —oyó que le decía la mujer.
—¿Quién eres? —preguntó él—. ¿Cómo lo sabes?
—No tenemos tiempo, Arn…, Arnau. —¡Lo había llamado Arnau!—. Si viniese el alguacil…
—¿Quién eres?
¿Por qué no decírselo? ¿Por qué no abrazarlo y consolarlo? No lo soportaría. Las palabras de Francesca resonaron en sus oídos. Aledis se volvió hacia ella y miró de nuevo a Arnau. La brisa del mar, la playa, su juventud, el largo viaje hasta Figueras…
—¿Quién eres? —oyó de nuevo.
—Eso no importa. Sólo quiero decirte que Mar está en Barcelona, esperándote. Te ama. Sigue amándote.
Aledis observó cómo Arnau se apoyaba en la pared. Esperó unos segundos. Ruidos en el pasillo. El alguacil le había concedido sólo unos instantes. Más ruidos. La llave en la cerradura. Arnau también la oyó y se volvió hacia la puerta.
—¿Quieres que le dé algún recado?
La puerta se abrió y la luz de las antorchas del pasillo iluminó a Aledis.
—Dile que yo también… —El alguacil entro en la mazmorra—. La amo. Aunque no pueda…
Aledis giró sobre sí misma y se encaminó hacia la puerta.
—¿Qué hacías hablando con el cambista? —le preguntó el obeso alguacil tras cerrar la puerta.
—Me llamó cuando iba a salir.
—Está prohibido hablar con él.
—No lo sabía. Tampoco sabía que ése es el cambista. No le he contestado. Ni siquiera me he acercado.
—El inquisidor ha prohibido…
Aledis extrajo la bolsa e hizo tintinear las monedas.
—Pero no quiero volver a verte por aquí —dijo el alguacil tomando el dinero—; si lo haces, no saldrás de la mazmorra.
Mientras, en el tenebroso interior, Arnau seguía intentando aprehender las palabras de aquella mujer: «Te ama. Te sigue amando». Sin embargo, el recuerdo de Mar se veía enturbiado por el fugitivo reflejo de las antorchas sobre unos enormes ojos castaños. Conocía aquellos ojos. ¿Dónde los había visto antes?
Le había dicho que ella le daría el recado.
—No te preocupes —había insistido—; Arnau sabrá que estás aquí, esperándolo.
—Dile también que lo quiero —gritó Mar cuando Aledis ya se adentraba en la plaza de la Llana.
Desde la puerta del hostal, Mar vio cómo la viuda volvía el rostro hacia ella y sonreía. Cuando Aledis se perdió de vista, Mar abandonó el hostal. Lo pensó durante el trayecto desde Mataró; lo pensó cuando les impidieron ver a Arnau; lo pensó aquella misma noche. Desde la plaza de la Llana, anduvo unos pasos por la calle de Bória, pasó por delante de la Capilla d’en Marcus y giró a la derecha. Se detuvo en el inicio de la calle Monteada y durante unos instantes estuvo observando los nobles palacios que la flanqueaban.
—¡Señora! —exclamó Pere, el viejo criado de Elionor, cuando le franqueó el paso de uno de los grandes portalones del palacio de Arnau—. Qué alegría volver a veros. Cuánto hacía que… —Pere calló y con gestos nerviosos la invitó a pasar al patio empedrado de la entrada—. ¿Qué os trae por aquí?
—He venido a ver a doña Elionor.
Pere asintió y desapareció.
Mientras, Mar se perdió en el recuerdo. Todo seguía igual; el patio, fresco y limpio, con sus pulidas piedras reluciendo; las cuadras, enfrente, y a la derecha la impresionante escalera que daba acceso a la zona noble, por la que acababa de subir Pere.
Volvió compungido.
—La señora no desea recibiros.
Mar levantó la mirada hacia las plantas nobles. Una sombra desapareció tras una de las ventanas. ¿Cuándo había vivido ella aquella misma situación? ¿Cuándo…? Volvió a mirar hacia las ventanas.
—Una vez —murmuró a las ventanas ante Pere, que no se atrevía a consolarla por el desplante—, viví esta misma escena. Arnau salió victorioso, Elionor. Te lo advierto: se cobró su deuda… entera.