13
Son el hermano de mi madre y su hijo —explicó Margarida a su madrastra cuando ésta se extrañó de que Grau hubiera contratado a dos personas más para sólo siete caballos. Grau le había dicho que no quería saber nada de los caballos y, de hecho, ni siquiera bajó a inspeccionar las magníficas cuadras de la planta baja del palacio. Ella se ocupó de todo: eligió los animales y trajo consigo a su caballerizo mayor, Jesús, quien a su vez le aconsejó que contratara los servicios de un palafrenero con experiencia: Tomás.
Pero cuatro personas para siete caballos era excesivo, incluso para las costumbres de la baronesa, y así lo expresó en su primera visita a las cuadras tras la incorporación de los Estanyol. Isabel instó a Margarida a continuar.
—Eran campesinos, siervos de la tierra.
Isabel no dijo nada, pero la sospecha germinó en su interior. La muchacha prosiguió:
—El hijo, Arnau, fue el culpable de la muerte de mi hermano pequeño, Guiamon. ¡Los odio! No sé por qué los habrá contratado mi padre.
—Lo sabremos —masculló la baronesa con la mirada clavada en la espalda de Bernat, ocupado en aquellos momentos en cepillar uno de los caballos.
Aquella noche, sin embargo, Grau no hizo caso de las palabras de su esposa.
—Lo consideré oportuno —se limitó a contestar tras confirmar sus sospechas de que eran dos fugitivos.
—Si mi padre se enterase…
—Pero no se enterará, ¿verdad, Isabel? —Grau observó a su esposa, que ya estaba vestida para cenar, una de las nuevas costumbres que había introducido en la vida de Grau y su familia. Tenía apenas veinte años y era extremadamente delgada, como Grau. Poco agraciada y carente de aquellas voluptuosas curvas con que en su día lo recibiera Guiamona, era, sin embargo, noble y su carácter también debía de serlo, pensó Grau—. No te gustaría que tu padre se enterase de que vives con dos fugitivos.
La baronesa lo miró con los ojos encendidos y abandonó la habitación.
Pese a la animadversión de la baronesa y de sus hijastros, Bernat demostró su valía con los animales. Sabía tratarlos, alimentarlos, limpiarles los cascos y las ranillas, curarlos si era menester y moverse entre ellos; si en algo podía decirse que carecía de experiencia era en los cuidados destinados al embellecimiento.
—Los quieren brillantes —le comentó un día a Arnau de camino a casa—, sin una mota de polvo. Hay que rascar y rascar para extraer la arena que se les introduce entre el pelo y después cepillarlos hasta que brillen.
—¿Y las crines y las colas?
—Cortarlas, trenzarlas, enjaezarlas.
—¿Para qué querrán unos caballos con tantos lacitos? Arnau tenía prohibido acercarse a los animales. Los admiraba en las cuadras; veía cómo respondían a los cuidados de su padre y disfrutaba cuando, a solas con él, le permitía acariciarlos. Excepcionalmente, en un par de ocasiones y a salvo de miradas indiscretas, Bernat lo encaramó a uno, a pelo, en la misma cuadra. Las funciones que le habían encomendado no le permitían abandonar el guadarnés. Allí limpiaba una y otra vez los arneses; engrasaba el cuero y lo frotaba con un trapo hasta que absorbía la grasa y la superficie de monturas y riendas resplandecía; limpiaba los frenos y los estribos y cepillaba las mantas y demás adornos hasta que desaparecía el último pelo de caballo, tarea que tenía que finalizar utilizando los dedos y las uñas como pinzas para poder extraer aquellas finas agujas que se clavaban en la tela y se confundían con ella. Después, cuando le sobraba tiempo, se dedicaba a frotar y frotar el carruaje que había adquirido Grau.
Con el transcurso de los meses, hasta Jesús tuvo que reconocer la valía del payés. Cuando Bernat entraba en cualquiera de las cuadras, los caballos ni siquiera se movían y, en la mayoría de ocasiones, lo buscaban. Los tocaba, los acariciaba y les susurraba para tranquilizarlos. Cuando era Tomás el que entraba, los animales agachaban las orejas y se refugiaban junto a la pared más lejana al palafrenero mientras él les gritaba. ¿Qué le sucedía a aquel hombre? Hasta entonces había sido un palafrenero ejemplar, pensaba Jesús cada vez que oía un nuevo grito.
Todas las mañanas, cuando padre e hijo partían al trabajo, Joanet se volcaba en ayudar a Mariona, la esposa de Pere. Limpiaba, ordenaba y la acompañaba a comprar. Después, cuando ella se enfrascaba en hacer la comida, Joanet salía corriendo a la playa en busca de Pere. Éste había dedicado su vida a la pesca y aparte de las esporádicas ayudas que recibía de la cofradía, obtenía algunas monedas por contribuir a arreglar los aparejos; Joanet lo acompañaba, atento a sus explicaciones, y corría de un lugar a otro cuando el anciano pescador necesitaba alguna cosa.
Y en cuanto podía, se escapaba a ver a su madre.
—Esta mañana —le explicó un día—, cuando Bernat ha ido a pagarle a Pere, éste le ha devuelto parte de sus dineros. Le ha dicho que el pequeño… El pequeño soy yo, ¿sabes, madre? Me llaman el pequeño. Bueno, pues le ha dicho que como el pequeño ayudaba en la casa y en la playa, no tenía que pagarle mi parte.
La prisionera escuchaba, con la mano sobre la cabeza del niño. ¡Cómo había cambiado todo! Desde que vivía con los Estanyol su pequeño ya no se quedaba sentado, sollozando, esperando sus silenciosas caricias y alguna palabra de cariño, un cariño ciego. Ahora hablaba, le contaba cosas, ¡hasta reía!
—Bernat me ha dado un abrazo —continuó Joanet— y Arnau me ha felicitado.
La mano se cerró sobre el cabello del niño.
Y Joanet continuó hablando. Atropelladamente. De Arnau y Bernat, de Mariona, de Pere, de la playa, de los pescadores, de los aparejos que arreglaban, pero la mujer ya no lo escuchaba, satisfecha de que su hijo supiera por fin qué era un abrazo, de que su pequeño fuera feliz.
—Corre, hijo —lo interrumpió su madre intentando ocultar el temblor de su voz—. Te estarán esperando.
Desde el interior de su prisión, Joana oyó cómo su pequeño saltaba del cajón y salía corriendo y se lo imaginó saltando aquella tapia que pugnaba por desaparecer de sus recuerdos.
¿Qué sentido tenía ya? Había aguantado años a pan y agua entre aquellas cuatro paredes cuyo más pequeño recoveco habían recorrido cientos de veces sus dedos. Había luchado contra la soledad y la locura mirando al cielo por la diminuta ventana que le había concedido el rey, ¡magnánimo monarca! Había vencido a la fiebre y la enfermedad y todo lo había hecho por su pequeño, por acariciar su cabeza, por animarlo, por hacerle sentir que, pese a todo, no estaba solo en el mundo.
Ahora ya no lo estaba. ¡Bernat lo abrazaba! Era como si lo conociese. Había soñado con él mientras las horas se eternizaban. «Cuídalo, Bernat», le decía al aire. Ahora Joanet era feliz, y reía y corría, y…
Joana se dejó caer al suelo y se quedó sentada. Ese día no tocó el pan, ni el agua; su cuerpo no lo deseaba.
Joanet volvió un día más, y otro y otro, y ella escuchó cómo reía y hablaba del mundo con ilusión. De la ventana ya sólo salían sonidos apagados: sí, no, ve, corre, corre a vivir.
—Corre a disfrutar de esa vida que por mi culpa no tuviste —añadía en un susurro Joana, cuando el niño había saltado la tapia.
El pan se fue amontonando en el interior de la prisión de Joana.
—¿Sabes qué ha sucedido, madre? —Joanet arrimó el cajón a la pared y se sentó en él; los pies todavía no le llegaban al suelo—. No. ¿Cómo ibas a saberlo? —Ya sentado, acurrucado, apoyó la espalda contra el muro, allí donde sabía que la mano de su madre buscaría su cabeza—. Te lo contaré. Es muy divertido. Resulta que ayer uno de los caballos de Grau…
Pero de la ventana no salió brazo alguno.
—¿Madre? Escucha. Te digo que es divertido. Se trata de uno de los caballos…
Joanet volvió la mirada hacia la ventana.
—¿Madre?
Esperó.
—¿Madre?
Aguzó el oído por encima de los martillazos de los caldereros, que resonaban por todo el barrio: nada.
—¡Madre! —gritó.
Se arrodilló sobre el cajón. ¿Qué podía hacer? Ella siempre le había prohibido que se acercase a la ventana.
—¡Madre! —volvió a gritar alzándose hacia la abertura.
Ella siempre le había dicho que no mirase, que nunca intentase verla. Pero ¡no contestaba! Joanet se asomó a la ventana. El interior estaba demasiado oscuro.
Se encaramó hasta ella y pasó una pierna. No cabía. Sólo podía entrar de lado.
—¿Madre? —repitió.
Agarrado a la parte superior de la ventana, colocó ambos pies sobre el alféizar y, de lado, saltó al interior.
—¿Madre? —susurró mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.
Esperó hasta que pudo vislumbrar un agujero que desprendía un hedor insoportable y en el otro lado, a su izquierda, junto a la pared, hecho un ovillo, sobre un jergón de paja, vio un cuerpo.
Joanet esperó. No se movía. El repiqueteo de los martillos sobre el cobre había quedado fuera.
—Quería contarte una cosa divertida —dijo acercándose. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas—. Te hubieras reído —balbuceó ya a su lado.
Joanet se sentó junto al cadáver de su madre. Joana había escondido el rostro entre sus brazos, como si intuyera que su hijo entraría en su celda, como si quisiera evitar que la viera en esas condiciones incluso después de muerta.
—¿Puedo tocarte?
El pequeño acarició el cabello de su madre, sucio, enredado, seco, áspero.
—Has tenido que morir para que pudiéramos estar juntos.
Joanet estalló en llanto.
Bernat no dudó un momento cuando, de vuelta a casa, interrumpiéndose el uno al otro, en la misma puerta, Pere y su mujer le comunicaron que Joanet no había regresado. Nunca le habían preguntado adonde iba cuando desaparecía; suponían que a Santa María, pero nadie lo había visto por allí aquella tarde. Mariona se llevó una mano a la boca.
—¿Y si le ha sucedido algo? —sollozó ella.
—Lo encontraremos —intentó tranquilizarla Bernat.
Joanet permaneció junto a su madre, primero deslizó su mano sobre el cabello, después lo entrelazó con sus dedos, desenredándolo. No intentó ver sus facciones. Después se levantó y miró hacia la ventana.
Anocheció.
—¿Joanet?
Joanet volvió a mirar hacia la ventana.
—¿Joanet? —oyó de nuevo desde el otro lado de la pared.
—¿Arnau?
—¿Qué pasa?
Le contestó desde el interior:
—Ha muerto.
—¿Por qué no…?
—No puedo. Por dentro no tengo el cajón. Está demasiado alto.
«Huele muy mal», concluyó Arnau. Bernat volvió a golpear la puerta de la casa de Ponç el calderero. ¿Qué habría hecho el chiquillo, allí dentro, todo el día? Llamó de nuevo, con fuerza. ¿Por qué no atendía? En aquel momento se abrió la puerta y un gigante ocupó casi totalmente el marco de la puerta. Arnau retrocedió.
—¿Qué queréis? —bramó el calderero, descalzo y con una camisa raída que le llegaba a la altura de las rodillas por toda vestimenta.
—Me llamo Bernat Estanyol y éste es mi hijo —dijo cogiendo a Arnau por un hombro y empujándolo hacia delante—, amigo de vuestro hijo Joa…
—Yo no tengo ningún hijo —lo interrumpió Ponç, haciendo ademán de cerrar la puerta.
—Pero tenéis mujer —contestó Bernat presionando la puerta con el brazo. Ponç cedió—. Bueno… —aclaró ante la mirada del calderero—, teníais. Ha muerto.
Ponç no se inmutó.
—¿Y? —preguntó con un imperceptible encogimiento de hombros.
—Joanet está dentro con ella. —Bernat trató de imprimir a su mirada toda la dureza de la que era capaz—. No puede salir. —Ahí tendría que haber estado ese bastardo toda su vida. Bernat sostuvo la mirada del calderero apretando el hombro de su hijo. Arnau estuvo a punto de encogerse, pero cuando el calderero lo miró, aguantó erguido.
—¿Qué pensáis hacer? —insistió Bernat.
—Nada —contestó el calderero—. Mañana, cuando derribe la habitación, el niño podrá salir.
—No podéis dejar a un niño toda la noche…
—En mi casa puedo hacer lo que quiera.
—Avisaré al veguer —lo amenazó Bernat a sabiendas de lo inútil de su amenaza.
Ponç entrecerró los ojos y sin decir palabra desapareció en el interior de la casa dejando la puerta abierta. Bernat y Arnau esperaron hasta que volvió con una cuerda, que le entregó directamente a Arnau.
—Sácalo de allí —le ordenó— y dile que, ahora que su madre ha muerto, no quiero volver a verlo por aquí.
—¿Cómo…? —empezó a preguntar Bernat.
—Por el mismo sitio por el que se ha colado todos estos años —se le adelantó Ponç—; saltando la valla. Por mi casa no pasaréis.
—¿Y la madre? —preguntó Bernat antes de que volviese a cerrar la puerta.
—La madre me la entregó el rey con orden de que no la matase, y al rey se la devolveré ahora que ha muerto —le contestó Ponç con rapidez—. Entregué unos buenos dineros como caución y por Dios que no pienso perderlos por una ramera.
Sólo el padre Albert, que ya conocía la historia de Joanet, y el viejo Pere y su mujer, a quienes Bernat no tuvo más remedio que contársela, supieron de la desgracia del pequeño. Los tres se volcaron en él. Pese a todo, el mutismo del niño persistía y sus movimientos, antes nerviosos e inquietos, eran ahora más lentos, como si cargara sobre los hombros un peso insoportable.
—El tiempo lo cura todo —le dijo una mañana Bernat a Arnau—. Tenemos que esperar y ofrecerle nuestro cariño y nuestra ayuda.
Pero Joanet siguió en silencio, a excepción de unas crisis de llanto que le asaltaban todas las noches. Padre e hijo se quedaban quietos, escuchando encogidos en sus jergones, hasta que parecía que le flaqueaban las fuerzas y el sueño, nunca tranquilo, le vencía.
—Joanet —oyó Bernat que lo llamaba Arnau una noche—, Joanet.
No hubo respuesta.
—Si quieres, puedo pedirle a la Virgen que sea también tu madre.
«¡Bien, hijo!», pensó Bernat. No había querido proponérselo. Era su Virgen, su secreto. Ya compartía a su padre: debía ser él quien tomase aquella decisión.
Y lo había hecho, pero Joanet no contestaba. La habitación se quedó en el más absoluto silencio.
—¿Joanet? —insistió Arnau.
—Así me llamaba mi madre. —Era lo primero que decía desde hacía días y Bernat se quedó quieto sobre el jergón—. Y ya no está. Ahora soy Joan.
—Como quieras… ¿Has oído lo que te he dicho de la Virgen, Joanet… Joan? —se corrigió Arnau.
—Pero tu madre no te habla y la mía sí lo hacía.
—¡Dile lo de los pájaros! —susurró Bernat.
—Pero yo puedo ver a la Virgen y tú no podías ver a tu madre. El niño volvió a guardar silencio.
—¿Cómo sabes que te escucha? —le preguntó por fin—. Es sólo una figura de piedra y las figuras de piedra no escuchan. Bernat contuvo la respiración.
—Si es cierto que no escuchan —replicó—, ¿por qué todo el mundo les habla? Hasta el padre Albert lo hace. Tú lo has visto. ¿Acaso crees que el padre Albert está equivocado?
—Pero no es la madre del padre Albert —insistió el pequeño—. Él me ha dicho que ya tiene una. ¿Cómo sabré que la Virgen quiere ser mi madre si no me habla?
—Te lo dirá por las noches, cuando duermas, y a través de los pájaros.
—¿Los pájaros?
—Bueno —titubeó Arnau. Lo cierto es que nunca había entendido lo de los pájaros pero tampoco se había atrevido a decírselo a su padre—. Eso es más complicado. Ya te lo explicará mi…, nuestro padre.
Bernat notó cómo se le formaba un nudo en la garganta. El silencio se hizo de nuevo en la habitación hasta que Joan volvió a hablar:
—Arnau, ¿podríamos ir ahora mismo a preguntárselo a la Virgen?
—¿Ahora?
«Sí. Ahora, hijo, ahora. Lo necesita», pensó Bernat.
—Por favor.
—Sabes que está prohibido entrar por la noche en la iglesia. El padre Albert…
—No haremos ruido. Nadie se enterará. Por favor. Arnau cedió y los dos niños abandonaron sigilosamente la casa de Pere para recorrer los pocos pasos hasta Santa María de la Mar. Bernat se arrebujó en el jergón. ¿Qué podía sucederles? Todos en la iglesia los querían.
La luna jugueteaba con las estructuras de los andamios, con los muros a medio construir, los contrafuertes, los arcos, los ábsides… Santa María estaba en silencio y sólo alguna que otra hoguera denotaba la presencia de vigilantes. Arnau y Joanet rodearon la iglesia hasta la calle del Born; la entrada principal estaba cerrada y la zona del cementerio de las Moreres, donde se guardaban la mayor parte de los materiales, era la más vigilada. Una solitaria hoguera iluminaba la fachada en obras. No era difícil acceder al interior: los muros y contrafuertes descendían desde el ábside hasta la puerta del Born, donde un tablado de madera señalaba el emplazamiento de la escalera de entrada. Los niños pisaron los dibujos del maestro Montagut, que indicaban el lugar exacto de la puerta y los escalones, penetraron en Santa María y se encaminaron en silencio hacia la capilla del Santísimo, en el deambulatorio, donde tras unas fuertes rejas de hierro forjado, hermosamente labradas, los esperaba la Virgen, siempre iluminada por los cirios que los bastaixos reponían constantemente.
Ambos se santiguaron. «Debéis hacerlo siempre que lleguéis a la iglesia», les tenía dicho el padre Albert, y se aferraron a las rejas de la capilla.
—Quiere que seas su madre —le dijo en silencio Arnau a la Virgen—. La suya ha muerto y a mí no me importa compartirte.
Joan, con las manos agarradas a las rejas, miraba a la Virgen y luego a Arnau, una y otra vez:
—¿Qué? —lo interrumpió.
—¡Silencio!
—Padre dice que ha tenido que sufrir mucho. Su madre estaba encerrada, ¿sabes?; sólo sacaba el brazo a través de una ventana muy pequeña y no podía verla, hasta que murió, pero me ha dicho que tampoco entonces la miró. Ella se lo había prohibido. El humo de las velas de cera pura de abeja que ascendía desde la palmatoria, justo bajo la imagen, volvió a nublar la vista de Arnau, y los labios de piedra sonrieron.
—Será tu madre —sentenció volviéndose hacia Joan.
—¿Cómo lo sabes si has dicho que te contesta por las…?
—Lo sé y basta —lo interrumpió Arnau bruscamente.
—¿Y si yo le preguntase…?
—No —volvió a interrumpirle Arnau. Joan miró aquella imagen de piedra; deseaba poder hablar con ella como lo hacía Arnau. ¿Por qué no lo escuchaba y a su hermano sí? ¿Cómo podía saber Arnau…? Mientras Joan se prometía a sí mismo que algún día también él sería digno de que ella le hablara, se oyó un ruido.
—¡Chist! —susurró Arnau, mirando hacia el hueco del portal de las Moreres.
—¿Quién vive? —El reflejo de un candil en alto apareció en el hueco.
Arnau empezó a andar en dirección a la calle del Born, por donde habían entrado, pero Joan permaneció inmóvil, con la mirada fija en el candil que ya se acercaba hacia el deambulatorio.
—¡Vamos! —le susurró Arnau tirando de él. Cuando se asomaron a la calle del Born, vieron que varios candiles se dirigían hacia ellos. Arnau miró hacia atrás; en el interior de Santa María, otras luces se habían sumado a la primera.
No tenían escapatoria. Los vigilantes hablaban y se gritaban entre ellos. ¿Qué podían hacer? ¡El entarimado! Empujó a Joan al suelo; el pequeño estaba paralizado. Las maderas no cubrían los laterales. Volvió a empujar a Joan y los dos reptaron hacia el interior, hasta llegar a los cimientos de la iglesia. Joan se pegó a ellos. Las luces subieron a la tarima. Las pisadas de los vigilantes sobre las tablas resonaron en los oídos de Arnau y sus voces silenciaron los latidos de su corazón.
Esperaron a que los hombres inspeccionaran la iglesia. ¡Una vida entera! Arnau miraba hacia arriba, tratando de ver qué sucedía y, cada vez que la luz se colaba por las juntas de los tablones, se encogía para esconderse todavía más.
Al final los vigilantes desistieron. Dos de ellos se pararon sobre el entarimado y desde allí iluminaron la zona durante unos instantes. ¿Cómo podía ser que no oyeran los latidos de su corazón? Y los de Joan. Los hombres bajaron de la tarima. ¿Y los de Joan? Arnau volvió la cabeza hacia el lugar al que se había pegado el pequeño. Uno de los vigilantes colgó un candil junto a la tarima, el otro empezó a perderse en la distancia. ¡No estaba! ¿Dónde se había metido? Arnau se acercó al lugar donde los cimientos de la iglesia se unían a la tarima. Tanteó con la mano. Había un agujero, una pequeña mina que se había abierto entre los cimientos.
Joan, empujado por Arnau, había reptado hacia el interior de la tarima; nada se interpuso en su camino y el pequeño siguió reptando a través del agujero, por la mina, que descendía suavemente en dirección al altar mayor. Arnau lo empujó a reptar. «¡Silencio!», le exigió en varias ocasiones. El roce de su propio cuerpo contra la tierra de la mina le impedía oír nada, pero Arnau debía de estar tras él. Oyó que se metía bajo la tarima. Sólo cuando el estrecho túnel se ensanchó, permitiéndole dar la vuelta e incluso ponerse de rodillas, Joan se dio cuenta de su soledad. ¿Dónde estaba? La oscuridad era total.
—¿Arnau? —lo llamó.
Su voz resonó en el interior. Era… era como una cueva. ¡Debajo de la iglesia!
Volvió a llamar, una y otra vez. En voz baja primero, gritando después, pero sus propios gritos lo asustaron. Podía intentar volver, pero ¿dónde estaba el túnel? Joan alargó los brazos pero sus manos no tocaron nada; había reptado demasiado.
—¡Arnau! —gritó de nuevo.
Nada. Empezó a llorar. ¿Qué habría en aquel lugar? ¿Monstruos? ¿Y si era el infierno? Estaba debajo de una iglesia; ¿no decían que el infierno estaba abajo? ¿Y si aparecía el demonio?
Arnau reptó por la mina. Joan sólo podía haberse ido por allí. Nunca habría salido de debajo de la tarima. Tras recorrer un trecho, Arnau llamó a su amigo; era imposible que lo oyeran fuera del túnel. Nada. Reptó más.
—¡Joanet! —gritó—. ¡Joan! —se corrigió.
—Aquí —oyó que le contestaba.
—¿Dónde es aquí?
—Al final del túnel.
—¿Estás bien?
Joan dejó de temblar.
—Sí.
—Pues vuelve.
—No puedo. —Arnau suspiró—. Esto es como una cueva y ahora no sé dónde está la salida.
—Tantea las paredes hasta que la… ¡No! —rectificó Arnau instantáneamente—. No lo hagas, ¿me oyes, Joan? Podría haber otros túneles. Si yo llegase hasta allí… ¿Se ve algo, Joan?
—No —contestó el pequeño.
Podría continuar hasta encontrarlo, pero ¿y si se perdía él también? ¿Por qué había una cueva allí debajo? ¡Ah!, ahora ya sabía cómo llegar. Necesitaba luz. Con un candil podrían volver.
—¡Espera ahí! ¿Me oyes, Joan? ¡Estate quieto y espérame ahí!, sin moverte. ¿Me oyes?
—Sí, te oigo. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a buscar una linterna y volveré. Espérame ahí sin moverte, ¿de acuerdo?
—Sí… —titubeó Joan.
—Piensa que estás debajo de la Virgen, tu madre. —Arnau no oyó ninguna contestación—. Joan, ¿me has oído?
¿Cómo no iba a oírlo?, se preguntó el pequeño. Había dicho «tu madre». Él no la escuchaba. Arnau, sí. Pero tampoco le había dejado hablar con ella. ¿Y si Arnau no quería compartir a su madre y le había encerrado allí, en el infierno?
—¿Joan? —insistió Arnau.
—¿Qué?
—Espérame sin moverte.
Con dificultad, Arnau se arrastró hacia atrás hasta que estuvo de nuevo bajo el entablado de la calle del Born. Sin pensarlo dos veces, cogió el candil que el vigilante había dejado colgado y volvió a meterse en el túnel.
Joan vio llegar la luz. Arnau aumentó la llama cuando las paredes de la galería se ensancharon. El pequeño se encontraba arrodillado a un par de pasos de la salida del túnel. Joan lo miró con pánico.
—No tengas miedo —trató de tranquilizarlo Arnau.
Arnau alzó el candil y aumentó todavía más la llama. ¿Qué era aquello…? ¡Un cementerio! Estaban en un cementerio. Una pequeña cueva que por alguna razón había permanecido bajo Santa María como una burbuja de aire. El techo era tan bajo que ni siquiera podían ponerse en pie. Arnau dirigió la luz hacia unas grandes ánforas, parecidas a las vasijas que había visto en el taller de Grau, pero más bastas. Algunas estaban rotas y dejaban ver los cadáveres que guardaban, pero otras no: grandes ánforas cortadas por la panza, unidas entre sí y selladas por el centro.
Joan temblaba; tenía la mirada fija en un cadáver.
—Tranquilo —insistió Arnau acercándose.
Pero Joan se apartó con brusquedad.
—¿Qué…? —empezó a preguntar Arnau.
—Vámonos —le pidió Joan interrumpiéndole.
Sin esperar su respuesta, se introdujo en el túnel. Arnau lo siguió y cuando llegaron bajo la tarima, apagó ti candil. No se veía a nadie. Devolvió el candil a su lugar y volví: ron a casa de Pere.
—De esto ni una palabra a nadie —le dijo Joan de camino—. ¿De acuerdo?
Joan no contestó.