37
Para tranquilidad de la familia de Arnau, Joan decidió trasladarse al convento de Santa Caterina.
—Ése es mi lugar —le dijo a su hermano—, pero vendré a visitaros todos los días.
Arnau, a quien no se le había escapado que tanto su ahijada como Guillem se habían sentido algo incómodos durante la cena de la noche anterior, no insistió más de lo estrictamente necesario.
—¿Sabes qué me ha dicho? —le susurró a Guillem al mediodía, después de comer, cuando todos se levantaban de la mesa. Guillem acercó el oído—. ¿Que qué hemos hecho para casar a Mar?
Guillem, sin cambiar de postura, miró a la muchacha, que estaba ayudando a Donaha a recoger la mesa. ¿Casarla? Pero si sólo era… ¡Una mujer! Guillem se volvió hacia Arnau. Ninguno de los dos la había mirado jamás como lo hacían ahora.
—¿Dónde ha ido nuestra niña? —le susurró Arnau a su amigo.
Los dos miraron de nuevo a Mar: ágil, bella, serena y segura.
Entre escudilla y escudilla, Mar los miró también a ellos durante un instante.
Su cuerpo mostraba ya la sensualidad de una mujer; sus curvas se marcaban con claridad y sus pechos destacaban bajo la camisa. Tenía catorce años.
Mar volvió a mirarlos y los vio embobados. En esta ocasión no sonrió; pareció azorarse pero fueron sólo unos instantes.
—¿Qué miráis vosotros dos? —les espetó—. ¿Acaso no tenéis nada que hacer? —añadió de pie frente a ambos, seria.
Los dos asintieron a la vez. No cabía duda: se había convertido en una mujer.
—Tendrá la dote de una princesa —le comentó Arnau a Guillem, ya en la mesa de cambios—. Dinero, ropa y una casa…, no, ¡un palacio! —Bruscamente, se volvió hacia su amigo—. ¿Qué hay de los Puig?
—Se nos irá —murmuró éste, haciendo caso omiso de la pregunta de Arnau.
Los dos quedaron en silencio.
—Nos dará nietos —dijo al fin Arnau.
—No te engañes. Le dará hijos a su esposo. Además, si los esclavos no tenemos hijos, menos aún nietos.
—¿Cuántas veces te he ofrecido la libertad?
—¿Qué haría yo siendo libre? Estoy bien como estoy. Pero Mar… ¡casada! No sé por qué, pero te aseguro que estoy empezando a odiarlo, quienquiera que pueda ser.
—Yo también —murmuró Arnau.
Se volvieron el uno hacia el otro, sonrieron y estallaron en carcajadas.
—No me has contestado —dijo Arnau cuando recuperaron la compostura—. ¿Qué hay de los Puig? Quiero ese palacio para Mar.
—Mandé instrucciones a Pisa, a Filippo Tescio. Si hay alguien en el mundo que pueda hacer lo que pretendemos, es Filippo.
—¿Qué le dijiste?
—Que contratase corsarios si era necesario, pero que las comandas de los Puig no debían llegar a Barcelona, ni las que hubieran salido de Barcelona a su destino. Que robase las mercaderías o las incendiase, lo que quisiera, pero que no llegasen a destino.
—¿Te ha contestado?
—¿Filippo? Nunca lo hará. No lo haría por escrito ni confiaría ese encargo a nadie. Si alguien se enterase… Hay que esperar a que finalice la época de navegación. Falta poco menos de un mes. Si para entonces no han llegado las comandas de los Puig, no podrán hacer frente a sus obligaciones; estarán arruinados.
—¿Hemos comprado sus créditos?
—Eres el mayor acreedor de Grau Puig.
—Deben de estar sufriendo —murmuró para sí Arnau.
—¿No los has visto? —Arnau se volvió con rapidez hacia Guillem—. Desde hace tiempo están en la playa. Antes estaban la baronesa y uno de sus hijos; ahora se les ha sumado Genis, que ha vuelto de Cerdeña. Pasan las horas oteando el horizonte en espera de un mástil… y cuando aparece alguno y arriba a puerto una nave que no es la que esperan, la baronesa maldice las olas. Creía que sabías…
—No, no lo sabía. —Arnau dejó pasar unos instantes—. Avísame en cuanto arribe a puerto alguno de nuestros barcos.
—Llegan varios barcos juntos —le dijo Guillem una mañana, de vuelta del consulado.
—¿Están?
—Por supuesto. La baronesa está tan cerca del agua que las olas le rozan los zapatos… —Guillem calló de repente—. Lo siento…, no quería…
Arnau sonrió.
—No te preocupes —lo tranquilizó.
Arnau subió a su habitación y se vistió con sus mejores ropas, lentamente. Al final Guillem había logrado convencerlo de que se las comprase.
—Una persona de prestigio como tú —le había dicho— no puede presentarse mal vestido en la lonja o el consulado. El rey así lo ordena, incluso vuestros santos; san Vicente, por ejemplo…
Arnau lo hizo callar, pero cedió. Se puso una gonela blanca sin mangas, de tela de Malinas, forrada de piel, una cota hasta las rodillas, de seda roja damasquinada, medias negras y zapatos de seda negros. Con un ancho cinturón bordado en hilo de oro y perlas se ciñó la cota a la cintura. Arnau completó su atuendo con un fantástico manto negro que le consiguió Guillem de una expedición de más allá de Dacia, forrado de armiño y bordado en oro y piedras preciosas.
Guillem asintió cuando le vio cruzar la mesa. Mar fue a decir algo, pero finalmente calló. Vio que Arnau salía por la puerta; después corrió hacia ella y desde la calle miró cómo se dirigía hacia la playa, con el manto ondeando por la brisa marina que subía hacia Santa María y las piedras preciosas envolviéndolo en destellos.
—¿Adónde va Arnau? —le preguntó a Guillem tras regresar a la mesa y sentarse en una de las sillas de cortesía, frente a él.
—A cobrar una deuda.
—Debe de ser muy importante.
—Mucho, Mar —Guillem frunció los labios—; sin embargo, éste va a ser sólo el primer pago.
Mar empezó a juguetear con el ábaco de marfil. ¿Cuántas veces, escondida en la cocina, asomando la cabeza, había visto cómo Arnau trabajaba con él? Serio, concentrado, moviendo los dedos sobre las bolas y anotando en los libros. Mar se sacudió el escalofrío que recorrió su espina dorsal.
—¿Te pasa algo? —inquirió Guillem.
—No…, no.
¿Y por qué no contárselo? Guillem podría entenderla, se dijo la chica. Excepto Donaha, que escondía una sonrisa cada vez que ella iba a la cocina para espiar a Arnau, nadie más lo sabía. Todas las muchachas que se reunían en casa del mercader Escales hablaban de lo mismo. Algunas incluso estaban prometidas, y no cesaban de elogiar las virtudes de sus futuros esposos. Mar las escuchaba y eludía las preguntas que le hacían. ¿Cómo hablar de Arnau? ¿Y si llegaba a enterarse? Arnau tenía treinta y cinco años y ella sólo catorce. ¡Había una muchacha a la que habían prometido a un hombre mayor que Arnau! Le hubiera gustado poder contárselo a alguien. Sus amigas podían hablar de dinero, de porte, de atractivo, de hombría o generosidad, pero ¡Arnau los superaba a todos! ¿Acaso no contaban los bastaixos, a quienes Mar veía en la playa, que Arnau había sido uno de los soldados más valientes del ejército del rey Pedro? Mar había descubierto las viejas armas de Arnau, su ballesta y su puñal, en el fondo de un baúl, y cuando estaba sola las cogía y las acariciaba, imaginándoselo rodeado de enemigos, luchando como le habían contado los bastaixos que hacía.
Guillem se fijó en la muchacha. Mar tenía la yema de un dedo sobre una de las bolas de marfil del ábaco. Estaba quieta, con la mirada perdida. ¿Dinero? A espuertas. Toda Barcelona lo sabía. Y en cuanto a bondad…
—¿Seguro que no te pasa nada? —volvió a preguntarle sobresaltándola.
Mar enrojeció. Donaha decía que cualquiera podía leer sus pensamientos, que llevaba el nombre de Arnau en los labios, en los ojos, en todo su rostro. ¿Y si Guillem los había leído?
—No… —repitió—, seguro.
Guillem movió las bolas del ábaco y Mar le sonrió… ¿con tristeza? ¿Qué pasaba por la mente de la muchacha? Quizá fra Joan tuviera razón; ya estaba en edad nubil, era una mujer encerrada con dos hombres…
Mar apartó el dedo del ábaco.
—Guillem.
—Dime.
Calló.
—Nada, nada —dijo al fin levantándose.
Guillem la siguió con la mirada mientras abandonaba la mesa; le molestaba, pero probablemente el fraile tuviera razón.
Se acercó a ellos. Había andado hasta la orilla mientras los barcos, tres galeras y un ballenero, entraban en el puerto. El ballenero era de su propiedad. Isabel, de negro, sosteniendo el sombrero con una mano, y sus hijastros Josep y Genis, a su lado, todos de espaldas a él, miraban la entrada de las naves. «No traen vuestro consuelo», pensó Arnau.
Bastaixos, barqueros y mercaderes callaron al ver pasar a Arnau vestido de gala.
«¡Mírame, arpía!». Arnau esperó a algunos pasos de la orilla. «¡Mírame! La última vez que lo hiciste…». La baronesa se volvió, lentamente; después lo hicieron sus hijos. Arnau respiró hondo. «La última vez que lo hiciste, mi padre colgaba por encima de mi cabeza».
Bastaixos y barqueros murmuraron entre sí.
—¿Deseas algo, Arnau? —le preguntó uno de los prohombres.
Arnau negó con la cabeza, la vista fija en los ojos de la mujer. La gente se apartó y éste quedó frente a la baronesa y sus primos.
Volvió a respirar hondo. Clavó los ojos en los de Isabel, sólo unos instantes; luego paseó la mirada por sus primos, miró hacia los barcos y sonrió.
Los labios de la mujer se contrajeron antes de volverse hacia el mar, siguiendo la dirección marcada por Arnau. Cuando miró de nuevo hacia él, fue para ver cómo se alejaba; las piedras de su capa refulgían.
Joan seguía empeñado en casar a Mar y propuso varios candidatos; no le fue difícil encontrarlos. Con sólo hablar de la cuantía de la dote de Mar, nobles y mercaderes acudieron a su llamada, pero… ¿cómo decírselo a la chica? Joan se ofreció a hacerlo, pero cuando Arnau lo comentó con Guillem, el moro se opuso rotundamente.
—Debes hacerlo tú —dijo—. No un fraile al que apenas conoce.
Desde que Guillem se lo dijo, Arnau perseguía a Mar con la mirada allá donde la muchacha se encontrara. ¿La conocía? Hacía años que convivían pero en realidad era Guillem quien se había ocupado de ella. Él simplemente se había limitado a disfrutar de su presencia, de sus risas y sus bromas. Jamás había hablado con ella de ningún asunto serio. Y ahora, cada vez que pensaba en acercarse a la muchacha y pedirle que lo acompañara a dar un paseo por la playa o, ¿por qué no?, a Santa María, cada vez que pensaba en decirle que tenían que tratar un tema serio, se encontraba con una mujer desconocida… y dudaba, hasta que ella lo sorprendía mirándola, y sonreía. ¿Dónde estaba la niña que se columpiaba sobre sus hombros?
—No deseo casarme con ninguno de ellos —les contestó.
Arnau y Guillem se miraron. Al final había acudido a él.
—Tienes que ayudarme —le pidió.
Los ojos de Mar se iluminaron cuando le hablaron de matrimonio, los dos tras la mesa de cambio, ella enfrente, como si de una operación mercantil se tratara. Pero después negó con la cabeza ante cada uno de los cinco candidatos que les había propuesto fra Joan.
—Pero, niña —intervino Guillem—, tienes que elegir alguno. Cualquier muchacha estaría orgullosa de los nombres que hemos mencionado.
Mar volvió a negar con la cabeza.
—No me gustan.
—Pues algo habrá que hacer —dijo de nuevo Guillem, dirigiéndose a Arnau.
Arnau miró a la muchacha. Estaba a punto de llorar. Escondía el rostro, pero el temblor de su labio inferior y la respiración agitada la delataban. ¿Por qué reaccionaba así una muchacha a la que le acababan de proponer tales hombres? El silencio se prolongó. Al final, Mar levantó la mirada hacia Arnau, apenas un imperceptible movimiento de sus párpados. ¿Por qué hacerla sufrir?
—Seguiremos buscando hasta encontrar alguno que le guste —le contestó a Guillem—. ¿Estás de acuerdo, Mar?
La muchacha asintió con la cabeza, se levantó y se fue, dejando tras de sí a los dos hombres.
Arnau suspiró.
—¡Y yo que creía que lo difícil sería decírselo!
Guillem no contestó. Continuaba con la vista fija en la puerta de la cocina, por donde había desaparecido Mar. ¿Qué sucedía? ¿Qué escondía su niña? Había sonreído al oír la palabra matrimonio, lo había mirado con ojos chispeantes, y después…
—Verás cómo se pone Joan cuando se entere —añadió Arnau. Guillem se volvió hacia Arnau pero se contuvo a tiempo. ¿Qué importaba lo que pensara el fraile?
—Tienes razón. Lo mejor será que sigamos buscando.
Arnau se volvió hacia Joan.
—Por favor —le dijo—, no es el momento.
Había entrado en Santa María para calmarse. Las noticias no eran buenas y allí, con su Virgen, con el constante repiqueteo de los operarios, con la sonrisa de todos cuantos trabajaban en la obra, se sentía a gusto. Pero Joan lo había encontrado y se había pegado a su espalda. Mar por aquí, Mar por allá, Mar por acullá. ¡Además, no le concernía!
—¿Qué razones puede tener para oponerse al matrimonio? —insistió Joan.
—No es el momento, Joan —repitió Arnau.
—¿Por qué?
—Porque nos acaban de declarar otra guerra. —El fraile se sobresaltó—. ¿No lo sabías? El rey Pedro el Cruel de Castilla nos acaba de declarar la guerra.
—¿Por qué?
Arnau negó con la cabeza.
—Porque desde hace tiempo tenía ganas de hacerlo —bramó moviendo los brazos—. La excusa ha sido que nuestro almirante, Francesc de Perellós, ha apresado frente a las costas de Sanlúcar dos naves genovesas que transportaban aceite. El castellano ha exigido su liberación y, como el almirante ha hecho oídos sordos, nos ha declarado la guerra. Ese hombre es peligroso —murmuró Arnau—. Tengo entendido que se ha ganado a pulso su apelativo; es rencoroso y vengativo. ¿Te das cuenta, Joan? En este momento estamos en guerra contra Genova y Castilla a la vez. ¿Te parece el momento de andar a vueltas con la muchacha? —Joan titubeó. Se encontraban bajo la piedra de clave de la tercera bóveda de la nave central, rodeados de los andamiajes de los que saldrían las nervaduras—. ¿Te acuerdas? —le preguntó Arnau señalando hacia la piedra de clave. Joan levantó la mirada y asintió. ¡Sólo eran unos niños cuando vieron cómo izaban la primera! Arnau esperó unos instantes y continuó—: Cataluña no va a poder soportar esto. Todavía estamos pagando la campaña contra Cerdeña y ya se nos abre otro frente.
—Creía que los comerciantes erais partidarios de las conquistas.
—Castilla no nos abrirá ninguna ruta comercial. La situación es mala, Joan. Guillem tenía razón. —El fraile torció el gesto al oír el nombre del moro—. No acabamos de conquistar Cerdeña y los corsos ya se han sublevado; lo hicieron en cuanto el rey abandonó la isla. Estamos en guerra contra dos potencias y el rey ha agotado todos sus recursos; ¡hasta los consejeros de la ciudad parecen haberse vuelto locos!
Empezaron a andar hacia el altar mayor.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que las arcas no lo soportarán. El rey sigue con sus grandes construcciones: las atarazanas reales y la nueva muralla…
—Pero son necesarias —alegó Joan interrumpiendo a su hermano.
—Las atarazanas, quizá, pero la nueva muralla carece de sentido tras la peste. Barcelona no necesita ampliar esa muralla.
—¿Y?
—Pues que el rey sigue agotando sus recursos. Para la construcción de las murallas ha obligado a contribuir a todas las poblaciones de los alrededores, por si algún día tienen que refugiarse tras ellas; además, ha creado un nuevo impuesto destinado a su construcción: la cuadragésima parte de todas las herencias deberá destinarse a la ampliación de las murallas. Y en cuanto a las atarazanas, todas las multas de los consulados se dedican a su construcción. Y ahora una nueva guerra. —Barcelona es rica.
—Ya no, Joan, ésa es la cuestión. El rey ha cedido privilegios a medida que la ciudad le concedía recursos, y los consejeros se han metido en tales gastos que no pueden financiarlos. Han aumentado los impuestos sobre la carne y el vino. ¿Sabes qué parte del presupuesto municipal cubrían esos impuestos? —Joan negó—. El cincuenta por ciento de todos los gastos municipales, y ahora los suben. Las deudas del municipio nos llevarán a la ruina, Joan, a todos.
Los dos se quedaron pensativos frente al altar mayor.
—¿Qué hay de Mar? —insistió Joan cuando decidieron abandonar Santa María.
—Hará lo que quiera, Joan, lo que quiera.
—Pero…
—Sin peros. Es mi decisión.
—Llama —le pidió Arnau.
Guillem golpeó con la aldaba sobre la madera del portalón. El sonido atronó la calle desierta. Nadie abrió.
—Vuelve a llamar.
Guillem empezó a golpear la puerta, una, dos…, siete, ocho veces; a la novena se abrió la mirilla.
—¿Qué ocurre? —preguntaron los ojos que aparecieron en ella—. ¿A qué tanto escándalo? ¿Quiénes sois?
Mar, agarrada al brazo de Arnau, notó que se tensaba.
—¡Abre! —ordenó Arnau.
—¿Quién lo pide?
—Arnau Estanyol —contestó con gravedad Guillem—, propietario de este edificio y de todo lo que hay dentro de él, incluida tu persona si eres esclavo.
«Arnau Estanyol, propietario de este edificio…». Las palabras de Guillem resonaron en los oídos de Arnau. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Veinte años? ¿Veintidós? Tras la mirilla, los ojos dudaron.
—¡Abre! —insistió a gritos Guillem.
Arnau levantó la vista al cielo, pensando en su padre.
—¿Qué…? —empezó a preguntarle la muchacha.
—Nada, nada —contestó sonriendo Arnau justo cuando la puerta para el paso de personas de uno de los portalones empezaba a abrirse.
Guillem le ofreció entrar.
—Los portalones, Guillem. Que abran los dos portalones.
Guillem entró y, desde fuera, Arnau y Mar oyeron cómo daba órdenes.
«¿Me estás viendo, padre? ¿Recuerdas? Aquí fue donde te entregaron la bolsa de dinero que te perdió. ¿Qué podías hacer entonces?». La revuelta de la plaza del Blat acudió a su memoria; los gritos de la gente, los de su padre, ¡todos pidiendo grano! Arnau notó que se le hacía un nudo en la garganta. Los portalones se abrieron de par en par y Arnau entró.
Varios esclavos se encontraban en el patio de entrada. A su derecha, la escalinata que subía a los pisos nobles. Arnau no miró hacia arriba, pero Mar sí lo hizo y pudo ver cómo unas sombras se movían tras los ventanales. Enfrente de ellos estaban las caballerizas, con los palafreneros parados a la entrada. ¡Dios! Un temblor recorrió el cuerpo de Arnau, que se apoyó en Mar. La muchacha dejó de mirar hacia arriba.
—Toma —le dijo Guillem a Arnau, ofreciéndole un pergamino enrollado.
Arnau no lo cogió. Sabía qué era. Se había aprendido de memoria su contenido desde que Guillem se lo entregara el día anterior. Era el inventario de los bienes de Grau Puig que el veguer le adjudicaba en pago de sus créditos: el palacio, los esclavos —Arnau buscó en vano entre los nombres pero Estranya no constaba—, algunas propiedades fuera de Barcelona, entre las que se encontraba una insignificante casa en Navarcles que decidió dejarles para que vivieran en ella. Algunas joyas, dos pares de caballos con sus arneses, un carruaje, trajes y vestidos, ollas y platos, alfombras y muebles, todo lo que se encontraba dentro del palacio aparecía reseñado en aquel pergamino enrollado que Arnau había leído una y otra vez la noche anterior.
Volvió a observar la entrada de las caballerizas y después paseó la mirada por todo el patio empedrado… hasta el pie de la escalera.
—¿Subimos? —preguntó Guillem.
—Subimos. Llévame ante tu señor…, ante Grau Puig —se corrigió, dirigiéndose a un esclavo.
Recorrieron el palacio; Mar y Guillem lo observaban todo, Arnau con la vista al frente. El esclavo los llevó hasta el salón principal.
—Anunciame —le dijo Arnau a Guillem antes de abrir las puertas.
—¡Arnau Estanyol! —gritó su amigo abriéndolas.
Arnau no recordaba cómo era el salón principal del palacio. Ni siquiera lo miró cuando de niño lo recorrió… de rodillas. Tampoco lo hizo ahora. Isabel estaba sentada en un sillón junto a una de las ventanas; flanqueándola, en pie, Josep y Genis. El primero, como su hermana Margarida, había contraído matrimonio. Genis seguía soltero. Arnau buscó a la familia de Josep. No estaban. En otro sillón, vio a Grau Puig, anciano y babeante.
Isabel lo miraba con los ojos encendidos.
Arnau se plantó en medio del salón, junto a una mesa de comedor, de madera noble, el doble de larga que su mesa de cambio. Mar permaneció junto a Guillem, detrás de él. En las puertas del salón se arracimaron los esclavos.
Arnau habló lo suficientemente alto para que su voz resonase en toda la estancia.
—Guillem, esos zapatos son míos —dijo señalando los pies de Isabel—. Que se los quiten.
—Sí, amo.
Mar se volvió sobresaltada hacia el moro. ¿Amo? Conocía el estado de Guillem, pero nunca antes le había oído dirigirse a Arnau en tales términos.
Con una señal, Guillem llamó a dos de los esclavos que miraban desde el quicio de la puerta y los tres se encaminaron hacia Isabel. La baronesa continuaba altiva, enfrentándose con la mirada a Arnau.
Uno de los esclavos se arrodilló, pero antes de que la tocase, Isabel se descalzó y dejó caer los zapatos al suelo, sin dejar de mirar un solo momento a Arnau.
—Quiero que recojas todos los zapatos de esta casa y les prendas fuego en el patio —dijo Arnau.
—Sí, amo —volvió a contestar Guillem.
La baronesa lo seguía mirando con altivez.
—Esos sillones. —Arnau señaló los asientos de los Puig—. Llévatelos de ahí.
—Sí, amo.
Grau fue cogido en volandas por sus hijos. La baronesa se levantó antes de que los esclavos cogieran su sillón y se lo llevaran, junto con los demás, hasta una de las esquinas.
Pero seguía mirándolo.
—Ese vestido es mío.
¿Había temblado?
—¿No pretenderás…? —empezó a decir Genis Puig, irguiéndose con su padre aún en brazos.
—Ese vestido es mío —repitió Arnau interrumpiéndolo, sin dejar de mirar a Isabel.
¿Temblaba?
—Madre —intervino Josep—, ve a cambiarte.
Temblaba.
—Guillem —gritó Arnau.
—Madre, por favor.
Guillem se acercó a la baronesa.
¡Temblaba!
—¡Madre!
—¿Y qué quieres que me ponga? —gritó Isabel dirigiéndose a su hijastro.
Isabel se volvió de nuevo hacia Arnau, temblando. Guillem también lo miró. «¿De verdad quieres que le quite el vestido?», preguntaban sus ojos.
Arnau frunció el ceño y poco a poco, muy poco a poco, Isabel bajó la vista al suelo, llorando de rabia.
Arnau le hizo una señal a Guillem y dejó transcurrir unos segundos mientras los sollozos de Isabel llenaban el salón principal del palacio.
—Esta misma noche —dijo al fin, dirigiéndose a Guillem—, quiero este edificio vacío. Diles que pueden volver a Navarcles, de donde nunca deberían haber salido. —Josep y Genis lo miraron, Isabel continuó sollozando—. No me interesan esas tierras. Dales ropas de los esclavos, pero no calzado; quémalo. Véndelo todo y cierra esta casa.
Arnau se volvió y se encontró de cara con Mar. Se había olvidado de ella. La muchacha estaba congestionada. La tomó del brazo y salió con ella.
—Ya puedes cerrar estas puertas —le dijo al viejo que les había abierto.
Anduvieron en silencio hasta la mesa de cambio, pero antes de entrar, Arnau se detuvo.
—¿Un paseo por la playa?
Mar asintió.
—¿Ya has cobrado tu deuda? —le preguntó cuando empezaron a ver el mar.
Siguieron caminando.
—Nunca podré cobrármela, Mar —lo oyó murmurar la muchacha al cabo de un rato—, nunca.