27
Eran prostitutas; sus vestidos de colores lo proclamaban. Aledis dudaba si acercarse a ellas, pero el aroma de la olla de carne y verduras la empujaba a hacerlo. Tenía hambre. Estaba demacrada. Las muchachas, jóvenes como ella, se movían y charlaban alegremente alrededor del fuego. La invitaron a acercarse cuando la vieron a pocos pasos de las tiendas del campamento, pero eran prostitutas. Aledis se examinó a sí misma: harapienta, maloliente, sucia. Las prostitutas volvieron a invitarla; los reflejos de sus trajes de seda moviéndose al sol la distrajeron. Nadie le había ofrecido algo de comer. ¿Acaso no lo había intentado en todas las tiendas, chamizos o simples fogatas a las que se había arrastrado? ¿Alguien se había apiadado de ella? La habían tratado como una vulgar pordiosera; había pedido limosna: un poco de pan, algo de carne, una simple hortaliza. Le habían escupido en la mano tendida. Después se habían reído. Aquellas mujeres eran rameras, pero la habían invitado a compartir su olla.
El rey ordenó que sus ejércitos se reunieran en la ciudad de Figueras, al norte del principado, y hacia allí se dirigieron tanto los nobles que no abandonaron al monarca como las hosts de Cataluña, entre ellas los soldados de Barcelona y, con ellos, Arnau Estanyol, liberado, optimista y armado con la ballesta de su padre y una simple daga roma.
Pero si en Figueras el rey Pedro logró reunir a cerca de mil doscientos hombres a caballo y a cuatro mil soldados de a pie, también logró congregar otro ejército: familiares de los soldados —principalmente de los almogávares, quienes, como nómadas que eran, llevaban a cuestas familia y hogar—, comerciantes de todo tipo de mercaderías —que esperaban comprar las que los soldados obtuviesen del saqueo—, mercaderes de esclavos, clérigos, tahúres, ladrones, prostitutas, mendigos y todo tipo de menesterosos sin ningún otro objetivo en la vida que perseguir la carroña. Todos ellos formaban una impresionante retaguardia que se movía al ritmo de los ejércitos y con sus propias leyes, a menudo mucho más crueles que las de la contienda de la que vivían como parásitos.
Aledis sólo era una más en aquel heterogéneo grupo. La despedida de Arnau repiqueteaba en sus oídos. Una vez más, Aledis notó cómo las rugosas y ajadas manos de su marido recorrían los entresijos de su intimidad. Los estertores del viejo curtidor se mezclaron con sus recuerdos. El anciano le pellizcó la vulva. Aledis no se movió. El anciano pellizcó de nuevo, más fuerte, reclamando la falsa generosidad con que hasta entonces lo había premiado su mujer. Aledis cerró las piernas. «¿Por qué me has dejado, Arnau?», pensó Aledis sintiendo a Pau sobre ella, que se ayudaba de las manos para penetrarla. Cedió y se abrió de piernas a la vez que la amargura se instalaba en su garganta. Disimuló una arcada. El anciano se movía encima de ella como un reptil. Ella vomitó hacia un lado del lecho. Él ni se enteró. Siguió empujando lánguidamente, ayudado de sus manos, aguantando el pene, y con la cabeza sobre sus pechos, mordisqueando unos pezones a los que el asco impedía crecer. Cuando terminó se dejó caer sobre su lado de la cama y se durmió. A la mañana siguiente, Aledis hizo un pequeño hatillo con sus escasas posesiones, algo de dinero que le hurtó a su marido y un poco de comida, y, como cualquier otro día, salió a la calle.
Anduvo hasta el monasterio de Sant Pere de les Puelles y abandonó Barcelona para enfilar la antigua vía romana que la llevaría hasta Figueras. Traspasó las puertas de la ciudad cabizbaja, reprimiendo la necesidad de salir corriendo y evitando cruzar la mirada con los soldados; levantó la vista hacia el cielo, azul y brillante, y se encaminó hacia su nuevo futuro, sonriendo a los muchos viajeros que se cruzaban con ella camino de la gran ciudad. Arnau también había abandonado a su esposa, lo había comprobado. ¡Seguro que se había ido por Maria! No podía querer a aquella mujer. Cuando hacían el amor…, ¡lo notaba!, ¡lo sentía sobre ella! No podía engañarla: la quería a ella, a Aledis. Y cuando la viera… Aledis lo imaginó corriendo hacia ella con los brazos abiertos. ¡Escaparían! Sí, escaparían juntos… para siempre.
Durante las primeras horas de viaje, Aledis acomodó su paso al de un grupo de campesinos que tras vender sus productos, volvían a sus tierras. Les explicó que iba en busca de su marido puesto que estaba embarazada y había hecho la promesa de que él debía saberlo antes de entrar en combate. Supo por ellos que Figueras se hallaba a cinco o seis jornadas a buen paso, siguiendo aquel mismo camino hasta Gerona. Pero también tuvo la oportunidad de escuchar los consejos de un par de ancianas desdentadas que parecía que fuesen a quebrarse bajo el peso de las cestas vacías que transportaban; sin embargo, seguían y seguían caminando descalzas, con una energía inconcebible en sus cuerpos viejos y delgados.
—No es bueno que una mujer ande sola por estos caminos —dijo una de ellas negando con la cabeza.
—No, no lo es —ratificó la otra.
Transcurrieron unos segundos, los necesarios para que ambas tomasen el aliento necesario.
—Mucho menos si es joven y hermosa —añadió la segunda.
—Cierto, cierto —asintió la primera de ellas.
—¿Qué puede sucederme? —preguntó ingenuamente Aledis—. El camino está lleno de gente, de buena gente como vosotros.
Tuvo que volver a esperar mientras las ancianas daban algunos pasos en silencio, un poco más largos éstos para no alejarse del grupo de campesinos.
—Aquí sí encontrarás gente. Hay muchos pueblos cerca de Barcelona que, como nosotros, viven de ella. Pero un poco más alia —añadió sin levantar la vista del suelo—, cuando los pueblos se distancian entre sí y no hay ciudad a la que dirigirse, los caminos son solitarios y peligrosos.
En esta ocasión la compañera se abstuvo de hacer ningún comentario; con todo, y tras la espera de rigor, fue ella quien volvió a dirigirse a Aledis:
—Cuando estés sola procura no dejarte ver. Escóndete al menor ruido que oigas. Evita cualquier compañía.
—¿Incluso si son caballeros? —preguntó Aledis.
—¡Sobre todo a ésos! —gritó una.
—¡En cuanto oigas los cascos de un caballo, escóndete y reza! —exclamó la otra.
Esta vez las dos contestaron al unísono, encolerizadas y sin necesidad de respiro alguno; incluso hicieron un pequeño alto, por lo que la comitiva se alejó un tanto. La expresión de incredulidad de Aledis debió de ser lo suficientemente ostensible para que las dos ancianas, una vez que recuperaron el ritmo, volvieran a insistir.
—Mira, muchacha —le aconsejó una de ellas mientras la otra asentía aun antes de saber qué diría su compañera—, yo que tú volvería a la ciudad y esperaría allí a mi hombre. Los caminos son muy peligrosos y más cuando todos los soldados y oficiales están de campaña con el rey. Entonces no existe autoridad, nadie vigila y nadie teme el castigo de un rey que está ocupado en otros menesteres.
Aledis caminó pensativa al lado de las dos ancianas. ¿Esconderse de los caballeros? ¿Por qué debía hacerlo? Todos los caballeros que acudían al taller de su marido se habían mostrado corteses y respetuosos con ella. Nunca, de boca de los numerosos mercaderes que proveían de materia prima a su marido, había oído relatos de robos o desmanes ocurridos en los caminos del principado. En cambio, recordaba las estremecedoras historias con las que solían entretenerlos, acerca de las accidentadas travesías marinas, los viajes por tierras moras o por las más lejanas del soldán de Egipto. Su marido le había contado que desde hacía más de doscientos años los caminos catalanes estaban protegidos por las leyes y por el rey y que cualquier persona que osara delinquir en un camino real recibía un castigo muy superior al que correspondería al mismo delito cometido en otro lugar. «¡El comercio exige paz en los caminos! —añadía—. ¿Cómo podríamos vender nuestros productos a lo largo y ancho de Cataluña si el rey no la proporcionara?». Entonces le contaba, como si fuese una niña, que desde hacía más de doscientos años la Iglesia había empezado a tomar medidas para defender los caminos. Primero hubo las Constituciones de Paz y Tregua, que se dictaron en sínodos. Si alguien atentaba contra esas reglas se le excomulgaba instantáneamente. Los obispos establecieron que los habitantes de sus condados y obispados no podían atacar a sus enemigos desde la hora nona del sábado hasta la hora prima del lunes, ni en las fiestas de precepto; además, la tregua protegía a los clérigos, a las iglesias y a todos aquellos que se dirigieran o regresaran de ellas. Las constituciones, le explicó, fueron ampliándose y protegiendo a mayor número de personas y bienes: mercaderes y animales agrícolas y de transporte, los aperos del campo y las casas de los campesinos, los habitantes de las villas, las mujeres, las cosechas, los olivares, el vino… Al final, el rey Alfonso I concedió la Paz a las vías públicas y a los caminos y estableció que quien la transgrediese cometería un delito de lesa majestad.
Aledis miró a las ancianas, que seguían caminando en silencio, cargadas con sus fardos, arrastrando los pies descalzos. ¿Quién iba a osar cometer un delito de lesa majestad? ¿Qué cristiano iba a arriesgarse a ser excomulgado por atacar a alguien en un camino catalán? En ello estaba pensando cuando el grupo de campesinos se desvió hacia San Andrés.
—Adiós, muchacha —se despidieron las ancianas—. Haz caso a dos viejas —añadió una de ellas—. Si decides continuar, sé prudente. No entres en ningún pueblo ni en ninguna ciudad. Podrían verte y seguirte. Detente sólo en las masías, y sólo en las que veas niños y mujeres.
Aledis observó cómo se alejaba el grupo; las dos ancianas arrastraban sus pies descalzos y se esforzaban por no perder al grueso de campesinos. En pocos minutos se quedó sola. Hasta entonces había avanzado en compañía de aquellos campesinos, charlando y dejando que sus pensamientos volasen tanto como su imaginación, despreocupadamente, anhelando llegar al lado de Arnau, emocionada por la aventura a la que le había llevado su precipitada decisión; sin embargo, cuando las voces y ruidos de sus compañeros de viaje se perdieron en la distancia, Aledis se sintió sola. Tenía un largo camino por delante, que trató de escudriñar poniendo su mano sobre la frente a modo de visera para protegerse de un sol que ya estaba alto en el cielo, un cielo azul celeste, sin una sola nube que empañase la inmensidad de aquella magnífica cúpula que se unía en el horizonte con las vastas y ricas tierras de Cataluña.
Quizá no fuese únicamente la sensación de soledad que asaltó a la muchacha tras verse abandonada por los campesinos o la sensación de extrañeza por hallarse en un paraje desconocido. En realidad, Aledis jamás se había enfrentado al cielo y a la tierra cuando nada se interpone en la visión del espectador, cuando se puede otear el horizonte girando sobre uno mismo… ¡y verlo en todo momento! Y lo miró. Aledis miró al horizonte, hacia donde le habían dicho que estaba Figueras. Las piernas le flaquearon. Giró sobre sí misma y miró hacia atrás. Nada. Se alejaba de Barcelona y sólo veía tierras desconocidas. Aledis buscó los tejados de los edificios que siempre se habían interpuesto ante la maravilla de una realidad desconocida: el cielo. Buscó los olores de la ciudad, el olor a cuero, los gritos de la gente, el rumor de una ciudad viva. Estaba sola. De pronto, las palabras de las dos ancianas acudieron atropelladamente a su mente. Trató de divisar Barcelona desde la distancia. ¡Cinco o seis jornadas! ¿Dónde dormiría? ¿Qué comería? Sopesó su hatillo. ¿Y si fueran ciertas las palabras de las ancianas? ¿Qué haría? ¿Qué podía hacer ella contra un caballero o un delincuente? El sol estaba alto en el cielo. Aledis volvió la vista hacia donde le habían dicho que estaba Figueras… y Arnau.
Redobló la prudencia. Anduvo con los sentidos a flor de piel, atenta a cualquier ruido que perturbara la soledad del camino. En las cercanías de Monteada, cuyo castillo, alzado en la cima del mismo nombre, defendía la entrada al llano de Barcelona, y ya con el sol situado en el mediodía, el camino volvió a llenarse de campesinos y mercaderes. Aledis se sumó a ellos como si fuese parte de alguna de las comitivas que se dirigían hacia la ciudad, pero cuando alcanzó sus puertas recordó los consejos de las ancianas y la rodeó a campo traviesa hasta volver a encontrar el camino.
Aledis se sintió satisfecha al comprobar que cuanto más avanzaba más se disipaban los temores que la habían sobrecogido tras encontrarse sola en el camino. Cuando llegó al norte de Monteada siguió cruzándose con campesinos y mercaderes, la mayoría a pie, otros en carros, mulas o asnos. Todos se saludaban amablemente y Aledis empezó a disfrutar de aquella generosidad en el trato. Como había hecho con anterioridad, se sumó a un grupo, esta vez de mercaderes, que se dirigía a Ripollet. La ayudaron a vadear el río Besos, pero nada más cruzarlo los mercaderes se desviaron a la izquierda, hacia Ripollet. Cuando Aledis, de nuevo sola, rodeó y dejó atrás Val Romanas, se encontró con el verdadero río Besos: una corriente de agua que en aquella época del año aún era lo suficientemente caudalosa para que fuera imposible cruzarla a pie.
Aledis miró el río y al barquero que esperaba indolente en la orilla. El hombre sonrió con una absurda expresión de condescendencia y le mostró unos dientes horriblemente negros. A Aledis no le quedaba otro remedio, si quería proseguir su viaje, que utilizar los servicios de aquel barquero de dientes negros. Intentó cerrar el escote tirando de los cordeles que se cruzaban sobre él, pero tenía que sostener el hatillo y no lo consiguió. Aminoró el paso. Siempre le habían dicho lo bonitos que eran sus movimientos; siempre se había recreado en ellos cuando se sabía observada. ¡Todo él era negrura! Desprendía suciedad. ¿Y si soltaba el hatillo? No. Se daría cuenta. No tenía por qué temerlo. La camisa del barquero estaba apergaminada por la mugre. ¿Y sus pies? ¡Dios! Si casi no se le veían los dedos. Despacio. Despacio. «¡Dios, qué hombre más horrible!», pensó.
—Quiero cruzar el río —le dijo.
El barquero levantó la vista desde los pechos de Aledis hasta sus grandes ojos castaños.
—Ya —se limitó a contestar; luego, descaradamente, volvió a fijar la vista en sus pechos.
—¿No me has oído?
—Ya —repitió, sin ni siquiera levantar la mirada.
El rumor de las aguas del Besos rompió el silencio. Aledis creyó notar el roce de los ojos del barquero sobre sus senos. Su respiración se aceleró, lo que realzó sus pechos, y los sanguinolentos ojos escudriñaron hasta el último rincón de su cuerpo.
Aledis estaba sola, perdida en el interior de Cataluña, a la orilla de un río del que ni siquiera había oído hablar y que ya creía haber cruzado con los de Ripollet y con un hombre fornido que la miraba con lujuria. Aledis miró a su alrededor. No se veía un alma. Algunos metros a su izquierda, algo apartada de la orilla, se alzaba una cabana fabricada con troncos mal dispuestos, tan destartalada y cochambrosa como su dueño. Frente a la puerta de la cabana, entre desechos y desperdicios, un fuego calentaba una olla colgada de un trípode de hierro. Aledis no quiso ni imaginar lo que se estaría cociendo en aquella olla pero el olor que desprendía le pareció repulsivo.
—Tengo que alcanzar al ejército del rey —empezó a decirle con voz titubeante.
—Ya —le contestó otra vez el barquero.
—Mi esposo es oficial del rey —mintió, alzando el tono de voz—, y tengo que comunicarle que estoy embarazada antes de que entre en combate.
—Ya —contestó volviendo a mostrar sus negros dientes.
Un hilillo de baba apareció en la comisura de sus labios. El barquero se la limpió con la manga de la camisa.
—¿Acaso no sabes decir otra cosa?
—Sí —contestó el hombre entrecerrando los ojos—. Los oficiales del rey suelen morir pronto en batalla.
Aledis no lo vio venir. El barquero descargó una terrible bofetada en la mejilla de la muchacha. Aledis se giró, antes de caer postrada a los inmundos pies de su agresor.
El hombre se agachó, la agarró del cabello y empezó a arrastrarla hacia la cabana. Aledis clavó sus uñas en la mano del hombre hasta notar cómo se hundían en la carne, pero él siguió arrastrándola. Intentó levantarse, dio varios traspiés y volvió a caer. Se recuperó y se lanzó a gatas contra las piernas de su agresor, tratando de inmovilizarlas. El barquero se zafó y le propinó una patada en la boca del estómago.
Ya dentro del chamizo, mientras intentaba recuperar el aliento, Aledis sintió que la tierra y el barro arañaban su cuerpo al son de la lujuria del barquero.
Mientras esperaba a las diversas hosts y asambleas del principado, así como los correspondientes víveres, el rey Pedro estableció su cuartel general en un albergue de Figueras, ciudad con representación en Cortes y cercana a la frontera con el condado del Rosellón. El infante don Pedro y sus caballeros se instalaron en Perelada, y el infante don Jaime y los demás nobles —el señor de Eixérica, el conde de Luna, Blasco de Alagó, mosén Juan Ximénez de Urrea, Felipe de Castro y mosén Juan Ferrández de Luna, entre otros— se repartieron, junto con sus tropas, por los alrededores de Figueras.
Arnau Estanyol se hallaba con las tropas reales. A sus veintidós años jamás había vivido una experiencia como la de aquellos días. El campamento real, en el que se hacinaban más de dos mil hombres exultantes por la victoria obtenida en Mallorca, ávidos de guerra, pelea y botín, sin nada que hacer salvo esperar la orden real de marchar sobre el Rosellón, era el polo opuesto al orden que reinaba en Barcelona. Salvo los momentos en que la tropa recibía instrucción o hacía ejercicios de tiro, la vida en el campamento giraba en torno a las apuestas, las tertulias en las que los novatos escuchaban terroríficas historias de guerra de boca de los orgullosos veteranos y, cómo no, los hurtos y las pendencias.
Junto a tres jóvenes venidos de Barcelona y tan inexpertos como él en el arte de la guerra, Arnau acostumbraba a pasear por el campamento. Le maravillaban los caballos y las armaduras, que los sirvientes se ocupaban de tener bruñidas en todo momento, y las mostraban al sol, frente a las tiendas, en una suerte de competición en la que vencían aquellas armas y pertrechos que más refulgían. Pero si las monturas y las armas lo maravillaban, sufría por el contrario el suplicio de la suciedad, el mal olor y las miríadas de insectos atraídos por los desechos de miles de hombres y animales. Los oficiales reales ordenaron la construcción de unas largas y profundas zanjas a modo de letrinas, lo más alejadas posible del campamento, junto a un arroyo en el que pretendían desaguar los detritos de los soldados. Sin embargo, el arroyo estaba casi seco y los desechos se amontonaban y se descomponían, originando un hedor pegajoso e insoportable.
Una mañana en que Arnau y sus tres nuevos compañeros paseaban entre las tiendas, vieron que se acercaba un caballero que volvía de ejercitarse. El caballo, que se dirigía hacia la cuadra en busca de una comida bien merecida y de que lo descargaran del peso de la armadura que cubría su pecho y sus flancos, piafaba alzando sus patas, mientras el jinete trataba de llegar a su tienda sin causar daño, sorteando a los soldados y los enseres amontonados en las calles que se habían abierto entre las tiendas. Pero el animal, grande y brioso, obligado a someterse a los crueles frenos que lo embocaban, sustituía sus deseos de avanzar por un espectacular baile a cuyo son lanzaba el blanco sudor que empapaba sus costados a cuantos se cruzaban con él.
Arnau y su grupo se apartaron cuanto pudieron al paso del jinete, pero con tan mala fortuna que en ese preciso instante el animal desplazó violenta y lateralmente su grupa y golpeó a Jaume, el más pequeño de los cuatro, que perdió el equilibrio y cayó al suelo. El golpe no dañó al muchacho; el jinete, por su parte, ni siquiera miró atrás y siguió su camino hacia una tienda cercana. Sin embargo, el pequeño Jaume cayó justo en el lugar en que algunos veteranos se jugaban su mesada a los dados. Uno de ellos había perdido una cantidad equivalente a los beneficios que pudieran corresponderle en todas las futuras campañas del rey Pedro, y el altercado no se hizo esperar. El desafortunado jugador se levantó cuan grande era, dispuesto a descargar en Jaume la ira que no podía descargar en sus compañeros. Se trataba de un hombre robusto, con el cabello y la barba largos y sucios y con una expresión en el rostro, fruto de horas de constantes pérdidas, que habría amedrentado al más valeroso de los enemigos.
El soldado agarró al entrometido y lo levantó en volandas hasta la altura de sus ojos. Jaume ni siquiera tuvo tiempo de percatarse de lo que sucedía. En cuestión de segundos, el caballo lo había desplazado, él había caído y ahora lo atacaba un energúmeno que le gritaba y lo zarandeaba hasta que, sin soltarlo, le abofeteó el rostro logrando que un hilillo de sangre apareciese en la comisura de sus labios.
Arnau vio cómo Jaume pataleaba en el aire.
—¡Déjalo! ¡Cerdo! —Sus palabras lo sorprendieron incluso a él.
La gente empezó a apartarse de Arnau y el veterano. Jaume, que, también sorprendido, había dejado de patalear, cayó sentado cuando éste lo soltó para enfrentarse al que había osado insultarlo. De repente, Arnau se vio en el centro de un círculo formado por los muchos curiosos que se acercaron para presenciar el espectáculo. Él y un enfurecido soldado. Si por lo menos no lo hubiera insultado… ¿Por qué había tenido que llamarle cerdo?
—Él no tenía la culpa… —balbuceó Arnau señalando a Jaume, que todavía no entendía qué había pasado.
Sin mediar palabra el soldado arremetió contra Arnau como un toro en celo; le golpeó el pecho con la cabeza y lo lanzó varios metros más allá, los suficientes para que el círculo de curiosos tuviera que apartarse. Arnau sintió un dolor como si le hubieran reventado el pecho. El aire hediondo que se había acostumbrado a respirar parecía haber desaparecido de repente. Boqueó. Trató de levantarse, pero una patada en el rostro lo lanzó de nuevo a tierra. Un intenso dolor se ensañó con su cabeza mientras intentaba recuperar el aliento, y cuando empezaba a lograrlo, una nueva patada, esta vez en los riñones, volvió a tumbarlo. Después la paliza fue terrible, tanto que Arnau cerró los ojos y se hizo un ovillo en el suelo.
Cuando el veterano cesó en sus ataques, Arnau creyó que aquel loco lo había destrozado; con todo y pese al dolor que sentía, le pareció oír algo.
Desde el suelo, todavía hecho un ovillo, aguzó el oído.
Entonces lo oyó.
Lo oyó una vez.
Y una vez más, y otra, y otras más. Abrió los ojos y miró a la gente del círculo, que estaba riéndose alrededor de él, señalándolo y volviendo a reír. Las palabras de su padre resonaron en sus maltratados oídos: «Yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre». En su mente aturdida se confundieron imágenes y recuerdos: vio a su padre colgando de una soga en la plaza del Blat… Se levantó con el rostro ensangrentado. Recordó la primera piedra que llevó a la Virgen de la Mar… El veterano le daba la espalda. El esfuerzo que entonces tuvo que hacer para transportar aquella piedra sobre sus espaldas… El dolor, el sufrimiento, el orgullo al descargarla…
—¡Cerdo!
El barbudo giró sobre sí mismo. El campamento entero pudo oír el roce de sus pantalones al hacerlo.
—¡Campesino estúpido! —gritó antes de volver a lanzarse cuan grande era sobre Arnau.
Ninguna piedra podía pesar más que ese cerdo. Ninguna piedra… Arnau se lanzó sobre el veterano, se agarró a él para impedir que lo golpease y ambos rodaron por la arena. Arnau logró levantarse antes que el soldado y, en lugar de pegarle, lo cogió por el cabello y por el cinturón de cuero que vestía, lo levantó por encima de él como si fuese una marioneta y lo lanzó por los aires encima del círculo de curiosos.
El barbudo cayó estrepitosamente sobre los espectadores.
Sin embargo, aquella demostración de fuerza no arredró al soldado. Acostumbrado a pelear, en pocos segundos se halló de nuevo ante Arnau, que estaba firmemente plantado en el suelo, esperándolo. En esta ocasión, en lugar de abalanzarse sobre él, el veterano intentó golpearlo, pero Arnau volvió a ser más rápido: paró el golpe cogiéndolo del antebrazo y, tras girar sobre sí mismo, volvió a lanzarlo a tierra, varios metros más allá. Sin embargo, la forma en que Arnau se defendía no dañaba al soldado y el acoso se repetía una y otra vez.
Al fin, cuando el veterano esperaba que su contrincante volviera a lanzarlo por los aires, Arnau le descargó un puñetazo en el rostro, un golpe en el que el bastaix puso toda la rabia que llevaba dentro.
Los gritos que habían acompañado la reyerta cesaron. El barbudo cayó inconsciente a los pies de Arnau, que deseaba cogerse la mano con la que lo había golpeado y aliviar el dolor que sentía en los nudillos, pero aguantó las miradas con el puño cerrado, como si estuviese dispuesto a golpear de nuevo. «No te levantes —pensó mirando al soldado—. Por Dios, no te levantes».
Con torpeza, el veterano intentó erguirse. «¡No lo hagas!». Arnau apoyó el pie derecho en la cara del veterano y lo empujó al suelo. «No te levantes, hijo de puta». No lo hizo, y los compañeros del soldado se acercaron para retirarlo.
—¡Muchacho! —La voz sonó autoritaria. Arnau se volvió y se encontró con el caballero causante de la pelea, todavía vestido con su armadura—. Acércate.
Arnau obedeció cogiéndose la mano con disimulo.
—Me llamo Eiximén d’Esparça, escudero de su majestad el rey Pedro III, y quiero que sirvas bajo mis órdenes. Preséntate a mis oficiales.