12
Habían transcurrido unos meses desde la aventura que los llevó hasta Creixell, pero la vida de Arnau había cambiado poco en ese tiempo. A la espera de cumplir los diez años, edad en que entraría de aprendiz en el taller de su tío Grau, seguía recorriendo junto a Joanet la atractiva y siempre sorprendente Barcelona; daba de beber a los bastaixos y, sobre todo, disfrutaba de Santa María de la Mar, la veía crecer y rezaba a la Virgen, a quien le contaba sus cuitas, recreándose en esa sonrisa que Arnau creía percibir en los labios de la pétrea figura.
Como le había dicho el padre Albert, cuando el altar mayor de la iglesia románica desapareció, se transportó a la Virgen a la pequeña capilla del Santísimo, situada en el deambulatorio, por detrás del nuevo altar mayor de Santa María, entre dos de los contrafuertes de la construcción y cerrada por unas altas y fuertes rejas de hierro. La capilla del Santísimo no gozaba de ningún beneficio que no fuese el de los bastaixos, encargados de cuidarla, de protegerla, de limpiarla y de mantener siempre encendidos los cirios que la iluminaban. Aquélla era su capilla, la más importante del templo, destinada a guardar el cuerpo de Cristo y, sin embargo, la parroquia la había cedido a los humildes descargadores portuarios. Muchos nobles y ricos mercaderes pagarían por construir y constituir beneficios sobre las treinta y tres restantes capillas que se construirían en Santa María de la Mar, les dijo el padre Albert, todas ellas entre los contrafuertes del deambulatorio de las naves laterales, pero aquélla, la del Santísimo, pertenecía a los bastaixos y el joven aguador nunca tuvo problema para acercarse a su Virgen.
Una mañana en que Bernat estaba ordenando sus pertenencias bajo el jergón, donde escondía la bolsa en que guardaba los dineros que había salvado en su precipitada huida de la masía, hacía ya casi nueve años, y los pocos que le satisfacía su cuñado —dineros que servirían para que Arnau pudiese salir adelante cuando hubiera aprendido el oficio—, Jaume entró en la habitación de los esclavos. Bernat, extrañado, miró al oficial. No era habitual que Jaume entrase allí.
—¿Qué…?
—Tu hermana ha muerto —lo interrumpió Jaume.
A Bernat le flaquearon las piernas y cayó sentado sobre el jergón, con la bolsa de monedas en las manos.
—¿Có…? ¿Cómo ha sido? ¿Qué ha sucedido? —balbuceó.
—El maestro no lo sabe. Ha amanecido fría.
Bernat dejó caer la bolsa y se llevó las manos al rostro. Cuando las separó y alzó la mirada, Jaume ya había desaparecido. Con un nudo en la garganta, Bernat recordó a la niña que trabajaba los campos junto a él y su padre, a la muchacha que cantaba sin cesar mientras cuidaba de los animales. A menudo Bernat había visto que su padre hacía un alto en sus tareas y cerraba los ojos para dejarse llevar durante unos instantes por aquella voz alegre y despreocupada. Y ahora…
El rostro de Arnau permaneció impasible cuando, a la hora de comer, recibió la noticia de boca de su padre.
—¿Me has oído, hijo? —insistió Bernat.
Arnau asintió con la cabeza. Hacía un año que no veía a Guiamona, salvo en las ya lejanas ocasiones en que se encaramó al árbol para ver cómo jugaba con sus primos; él estaba allí, espiando, llorando en silencio, y ellos reían y corrían, y nadie… Sintió el impulso de decirle a su padre que no le importaba, que Guiamona no le quería, pero la expresión de tristeza que vio en los ojos de Bernat se lo impidió.
—Padre —dijo Arnau acercándose a él.
Bernat abrazó a su hijo.
—No llores —susurró Arnau con la cabeza pegada a su pecho. Bernat lo apretó contra sí y Arnau respondió cerrando sus brazos alrededor de él.
Estaban comiendo en silencio, junto a los esclavos y aprendices, cuando sonó el primer aullido. Un grito desgarrador que pareció rasgar el aire. Todos miraron hacia la casa.
—Plañideras —dijo uno de los aprendices—; mi madre lo es. Quizá sea ella. Es la que mejor llora de toda la ciudad —añadió con orgullo.
Arnau miró a su padre; sonó otro aullido y Bernat vio cómo su hijo se encogía.
—Oiremos muchos —le avisó—. Me han dicho que Grau ha contratado a muchas plañideras.
Así fue. Durante toda la tarde y toda la noche, mientras la gente acudía a casa de los Puig para dar el pésame, varias mujeres lloraron la muerte de Guiamona. Ni Bernat ni su hijo lograron conciliar el sueño debido a aquel constante zumbido de las plañideras.
—Lo sabe toda Barcelona —le comentó Joanet a Arnau cuando éste logró encontrarlo, por la mañana, entre la muchedumbre que se apiñaba a las puertas de la casa de Grau. Arnau se encogió de hombros—. Todos han venido al funeral —añadió Joanet ante el gesto de su amigo.
—¿Por qué?
—Porque Grau es rico y a todo aquel que venga a acompañar el duelo le regalará ropa. —Joanet le mostró a Arnau una larga camisa negra—. Como ésta —añadió sonriendo.
A media mañana, cuando toda aquella gente estuvo vestida de negro, el cortejo fúnebre partió en dirección a la iglesia de Nazaret, donde estaba la capilla de San Hipólito, bajo cuya advocación se encontraba la cofradía de los ceramistas. Las plañideras iban junto al féretro, llorando, aullando y arrancándose los cabellos. La iglesia estaba repleta de personalidades: prohombres de diversas cofradías, los consejeros de la ciudad y la mayor parte de los miembros del Consejo de Ciento. Ahora que Guiamona había muerto, nadie se preocupó de los Estanyol, pero Bernat, tirando de su hijo, logró acercarse al lugar en que reposaba su cadáver, donde las sencillas vestimentas regaladas por Grau se mezclaban con sedas y bissós, costosas telas de lino negro. Ni siquiera le dejaron que se despidiera de su hermana.
Desde allí, mientras los sacerdotes oficiaban el funeral, Arnau logró vislumbrar los rostros congestionados de sus primos: Josep y Genis mantenían la compostura, Margarida permanecía erguida, pero sin lograr refrenar el constante temblor de su labio inferior. Habían perdido a su madre, igual que él. ¿Sabrían lo de la Virgen?, se preguntó Arnau; luego desvió la mirada hacia su tío, hierático. Estaba seguro de que Grau Puig no se lo contaría a sus hijos. Los ricos son diferentes, le habían dicho siempre; quizá ellos tuviesen otra manera de encontrar una nueva madre.
Y ciertamente la tenían. Un viudo rico en Barcelona, un viudo con aspiraciones… No había transcurrido aún el período de duelo cuando Grau empezó a recibir propuestas de matrimonio. Y no tuvo reparo en negociarlas. Finalmente, la elegida para convertirse en la nueva madre de los hijos de Guiamona fue Isabel, una muchacha joven y poco agraciada, pero noble. Grau había sopesado las virtudes de todas las aspirantes pero se decidió por la única que era noble. Su dote: un título exento de beneficios, tierras o riquezas, pero que le permitiría acceder a una clase que le había estado vedada. ¿Qué le importaban a él las cuantiosas dotes que le ofrecían algunos mercaderes, deseosos de unirse a la riqueza de Grau? A las grandes familias nobles de la ciudad no les preocupaba el estado de viudedad de un simple ceramista, por rico que fuera; sólo el padre de Isabel, sin recursos económicos, intuyó en el carácter de Grau la posibilidad de una conveniente alianza para las dos partes, y no se equivocó.
—Comprenderás —le exigió su futuro suegro— que mi hija no puede vivir en un taller de cerámica. —Grau asintió—. Y que tampoco puede desposarse con un simple ceramista. —En esta ocasión Grau intentó contestar, pero su suegro hizo un gesto de desdén con la mano—. Grau —añadió—, los nobles no podemos dedicarnos a la artesanía, ¿entiendes? Tal vez no seamos ricos, pero nunca seremos artesanos.
Los nobles no podemos… Grau ocultó su satisfacción al verse incluido. Y tenía razón: ¿qué noble de la ciudad tenía un taller de artesanía? Señor barón; a partir de entonces le tratarían de señor barón, en sus negociaciones mercantiles, en el Consejo de Ciento… ¡Señor barón! ¿Cómo iba un barón de Cataluña a tener un taller artesano?
De la mano de Grau, todavía prohombre de la cofradía, Jaume no tuvo problema alguno en acceder a la categoría de maestro. Trataron el asunto bajo la presión de las prisas de Grau por desposar a Isabel, agobiado por el temor a que esos nobles, siempre caprichosos, se arrepintieran. El futuro barón no tenía tiempo para salir al mercado. Jaume se convertiría en maestro y Grau le vendería el taller y la casa, a plazos. Sólo había un problema:
—Tengo cuatro hijos —le dijo Jaume—. Ya me será difícil pagaros el precio de la venta… —Grau lo instó a continuar—; no puedo asumir todos los compromisos que tenéis en el negocio: esclavos, oficiales, aprendices… ¡Ni siquiera podría alimentarlos! Si quiero salir adelante, debo arreglármelas con mis cuatro hijos.
La fecha de la boda estaba fijada. Grau, de la mano del padre de Isabel, adquirió un costoso palacete en la calle de Monteada, donde vivían las familias nobles de Barcelona.
—Recuerda —le advirtió su suegro al salir de la recién adquirida propiedad—, no entres en la iglesia con un taller a tus espaldas.
Inspeccionaron hasta el último rincón de su nueva casa; el barón asentía condescendientemente y Grau calculaba mentalmente lo que le costaría llenar todo aquel espacio. Tras los portalones que daban a la calle de Monteada se abría un patio empedrado; enfrente, las cuadras, que ocupaban la mayor parte de la planta baja, junto a las cocinas y los dormitorios de los esclavos. A la derecha, una gran escalinata de piedra, al aire Ubre, subía a la primera planta noble, donde estaban los salones y demás estancias; encima, en el segundo piso, los dormitorios. Todo el palacete era de piedra; los dos pisos nobles con ventanas corridas, ojivales, miraban al patio.
—De acuerdo —le dijo a quien durante años había sido su primer oficial—, quedas libre de compromisos.
Firmaron el contrato aquel mismo día y Grau, ufano, compareció ante su suegro con el documento.
—Ya he vendido el taller —anunció.
—Señor barón —le contestó aquél ofreciéndole la mano.
«¿Y ahora? —pensó Grau una vez solo—. Los esclavos no son problema; me quedaré con los que sirvan y los que no…, al mercado. En cuanto a los oficiales y aprendices…».
Grau habló con los miembros de la cofradía y recolocó a todo su personal a cambio de modestas sumas. Sólo quedaban su cuñado y el niño. Bernat carecía de cualquier título en la cofradía; no tenía ni el de oficial. Nadie lo admitiría en un taller, amén de estar prohibido. El niño ni siquiera había empezado su aprendizaje, pero existía un contrato y, de todas formas, ¿cómo iba a pedirle a alguien que admitiese a unos Estanyol? Todos sabrían que aquellos dos fugitivos eran parientes suyos. Se llamaban Estanyol, como Guiamona. Todos sabrían que había dado refugio a dos siervos de la tierra, y ahora que iba a ser noble… ¿Acaso no eran los nobles los más acérrimos enemigos de los siervos fugitivos? ¿Acaso no eran aquellos mismos nobles los que estaban presionando al rey para que derogase las disposiciones que permitían la huida de los siervos de la tierra? ¿Cómo iba a convertirse en noble con los Estanyol en boca de todos? ¿Qué diría su suegro?
—Vendréis conmigo —le dijo a Bernat, que ya llevaba algunos días preocupado por los nuevos acontecimientos.
Jaume, como nuevo dueño del taller, libre de las órdenes de Grau, se sentó con él y le habló con confianza: «No se atreverá a hacer nada con vosotros. Lo sé, me lo ha confesado; no quiere que se haga pública vuestra situación. Yo he conseguido un buen trato, Bernat. Tiene prisa, le urge arreglar todos sus asuntos antes de casarse con Isabel. Tú tienes un contrato firmado para tu hijo. Aprovéchalo, Bernat. Aprieta a ese desalmado. Amenázalo con ir al tribunal. Eres un buen hombre. Quisiera que entendieras que todo lo que ha sucedido durante estos años…».
Bernat lo entendía. Y llevado por las palabras del antiguo oficial se atrevió a plantar cara a su cuñado.
—¿Qué dices? —gritó Grau cuando Bernat le contestó con un escueto «¿Adónde y para qué?»—. A donde yo quiera y para lo que yo quiera —continuó gritando, nervioso, gesticulando.
—No somos tus esclavos, Grau.
—Pocas opciones tienes.
Bernat tuvo que carraspear antes de seguir los consejos de Jaume.
—Puedo acudir al tribunal.
Crispado, tembloroso, pequeño y delgado, Grau se levantó de la silla. Pero Bernat ni siquiera pestañeó por más que leseara salir corriendo de allí; la amenaza del tribunal resonó en los oídos del viudo.
Cuidarían de los caballos que Grau se había visto obligado a adquirir junto con el palacete. «¿Cómo vas a tener unas cuadras vacías?», le había dicho su suegro de pasada, como si hablase con un niño ignorante. Grau sumaba y sumaba mentalmente. «Mi hija Isabel siempre ha montado a caballo», añadió.
Pero lo más importante para Bernat fue el buen salario que obtuvo para él y para Arnau, que también empezaría a trabajar con los caballos. Podrían vivir fuera del palacete, en una habitación propia, sin esclavos, sin aprendices; él y su hijo tendrían dinero suficiente para salir adelante.
Fue el propio Grau el que urgió a Bernat a anular el contrato de aprendizaje de Arnau y firmar otro nuevo.
Desde que le concedieron la ciudadanía, Bernat abandonaba el taller en escasas ocasiones y siempre solo o acompañado de Arnau. No parecía que hubiese ninguna denuncia contra él; su nombre constaba en los registros de ciudadanía. En ese caso ya habrían ido a buscarlo, pensaba cada vez que pisaba la calle. Solía andar hasta la playa y allí se mezclaba entre las decenas de trabajadores del mar, con la vista siempre puesta en el horizonte, dejando que lo acariciara la brisa, saboreando el ambiente acre que envolvía la playa, los barcos, la brea…
Hacía casi una década que golpeó al muchacho de la forja. Esperaba que no hubiera muerto. Arnau y Joanet saltaban a su alrededor. Se le adelantaban corriendo, volvían atrás con la misma rapidez y lo miraban con los ojos brillantes y una sonrisa en la boca.
—¡Nuestra propia casa! —gritó Arnau—. ¡Vivamos en el barrio de la Ribera, por favor!
—Me temo que sólo será una habitación —trató de explicarle Bernat, pero el niño seguía sonriendo como si se tratara del mejor palacio de Barcelona.
—No es un mal lugar —le dijo Jaume cuando Bernat le comentó la sugerencia de su hijo—. Allí encontrarás habitaciones.
Y hacia allí iban los tres. Los dos niños corriendo, Bernat cargado con sus pocas pertenencias. Habían transcurrido casi diez años desde que llegara a la ciudad.
Durante todo el trayecto hasta Santa María, Arnau y Joanet no pararon de saludar a la gente con la que se cruzaban.
—¡Es mi padre! —gritó Arnau a un bastaix cargado con un saco de cereales, señalando a Bernat, al que habían adelantado más de veinte metros.
El bastaix sonrió sin dejar de andar, encorvado por el peso. Arnau se volvió hacia Bernat y empezó a correr de nuevo hacia él, pero tras algunos pasos se detuvo. Joanet no lo seguía.
—Vamos —lo instó moviendo las manos.
Pero Joanet negó con la cabeza.
—¿Qué pasa, Joanet? —le preguntó volviendo hasta él.
El pequeño bajó la mirada.
—Es tu padre —murmuró—. ¿Qué pasará conmigo ahora?
Tenía razón. Todos los tomaban por hermanos. Arnau no había pensado en ello.
—Corre. Ven conmigo —le dijo tirando de él.
Bernat los vio acercarse; Arnau tiraba de Joanet, que parecía reacio. «Le felicito por sus hijos», le dijo el bastaix al pasar junto a él. Sonrió. Más de un año correteando juntos. ¿Y la madre del pequeño Joanet? Bernat lo imaginó sentado sobre el cajón, dejándose acariciar la cabeza por un brazo sin rostro. Se le hizo un nudo en la garganta.
—Padre… —empezó a decir Arnau cuando llegaron a su altura.
Joanet se escondió tras su amigo.
—Niños —lo interrumpió Bernat—, creo que…
—Padre, ¿importaría ser el padre de Joanet? —soltó de corrido Arnau.
Bernat vio cómo el pequeño asomaba la cabeza por detrás de Arnau.
—Ven aquí, Joanet —le dijo Bernat—. ¿Tú quieres ser mi hijo? —añadió cuando el pequeño abandonó su refugio.
El rostro de Joanet se iluminó.
—¿Significa eso que sí? —preguntó Bernat.
El niño se abrazó a su pierna. Arnau sonrió a su padre.
—Id a jugar —les ordenó Bernat con voz entrecortada.
Los niños llevaron a Bernat ante el padre Albert.
—Seguro que él nos podrá ayudar —dijo Arnau mientras Joanet asentía.
—¡Nuestro padre! —dijo el pequeño, adelantándose a Arnau y repitiendo la presentación que había estado haciendo durante todo el trayecto, incluso a quienes no conocía sino de vista.
El padre Albert pidió a los niños que los dejasen a solas e invitó a Bernat a una copa de vino dulce mientras escuchaba sus explicaciones.
—Sé dónde podréis alojaros —le dijo—; son buena gente. Dime, Bernat. Has conseguido un buen trabajo para Arnau; cobrará un buen salario y aprenderá un oficio, y los palafreneros siempre son necesarios. Pero ¿qué hay de tu otro hijo? ¿Qué piensas hacer con Joanet?
Bernat torció el gesto y se sinceró con el sacerdote.
El padre Albert los acompañó a todos a casa de Pere y su mujer, dos ancianos sin familia que vivían en un pequeño edificio de dos pisos, a pie de playa, con el hogar en la planta baja y tres habitaciones en el piso superior, y de quienes sabía que estaban interesados en alquilar una de ellas.
Durante todo el trayecto, y también mientras presentaba los Estanyol a Pere y a su mujer y observaba cómo Bernat les enseñaba sus dineros, el padre Albert no dejó de coger por el hombro a Joanet. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? ¿Cómo no se había dado cuenta del calvario que vivía aquel pequeño? ¡Cuántas veces lo había visto quedarse ensimismado, con la mirada perdida en el infinito!
El padre Albert apretó contra sí al pequeño. Joanet se volvió hacia él y le sonrió.
La habitación era sencilla pero limpia, con dos jergones en el suelo por todo mobiliario y con el constante rumor de las olas como compañía. Arnau aguzó el oído para escuchar el trajín de los operarios en Santa María, justo a sus espaldas. Cenaron la consabida olla, preparada por la mujer de Pere. Arnau observó el plato, levantó la vista y sonrió a su padre. ¡Qué lejos quedaban ahora los mejunjes de Estranya! Los tres comieron con fruición, observados por la anciana, presta en todo momento a llenarles de nuevo las escudillas.
—A dormir —anunció Bernat, ya satisfecho—; mañana tenemos trabajo.
Joanet titubeó. Miró a Bernat, y cuando ya todos se habían levantado de la mesa, se volvió hacia la puerta de la casa.
—No es hora de salir, hijo —le dijo Bernat en presencia de los dos ancianos.