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1 de enero de 1354

Plaza de Santa María de la Mar

Barcelona

Como no iba a ser frente a Santa Maria, pensó Arnau mientras observaba desde una de las ventanas de su casa a toda Barcelona reunida y apiñada en la plaza, en las calles adyacentes, sobre los andamios, dentro de la iglesia incluso, con la atención puesta en un entarimado que había hecho levantar el rey. Pedro III no había elegido la plaza del Blat, ni la de la catedral, la lonja o las soberbias atarazanas que él mismo estaba construyendo, no. Había elegido Santa María, la iglesia del pueblo, aquella que se estaba levantando gracias a la unión y el sacrificio de todas sus gentes.

—No hay lugar en Cataluña entera que represente mejor que éste el espíritu de los habitantes de Barcelona —le comentó Arnau a Guillem aquella mañana, mientras miraban cómo los operarios levantaban el entarimado—. Y el rey lo sabe. Por eso lo ha elegido.

Arnau sacudió los hombros a causa de un escalofrío. ¡Toda su vida había girado alrededor de aquella iglesia!

—Nos costará dinero —se limitó a rezongar el moro.

Arnau se volvió hacia él, tentado de protestar, pero Guillem no apartó la mirada del entarimado y Arnau optó por no añadir nada más.

Habían transcurrido cinco años desde que abrieron la mesa de cambio. Arnau contaba treinta y tres, y era feliz… Y rico, muy rico. Llevaba una vida austera, pero sus libros acreditaban una considerable fortuna.

—Vamos a desayunar —lo instó poniendo la mano sobre su hombro.

Abajo, en la cocina, los esperaba Donaha con la niña, que la ayudaba a poner la mesa.

La esclava siguió preparando el desayuno, pero Mar, al verlos, corrió hacia ellos.

—¡Todo el mundo habla de la visita del rey! —gritó—. ¿Podremos acercarnos a él? ¿Vendrán sus caballeros?

Guillem se sentó a la mesa con un suspiro.

—Viene a pedirnos más dinero —le explicó a la niña.

—¡Guillem! —exclamó Arnau ante la expresión de perplejidad de Mar.

—Es cierto —se defendió el moro.

—No. No lo es, Mar —le dijo Arnau obteniendo el premio de una sonrisa—. El rey viene a pedirnos ayuda para conquistar Cerdeña.

—¿Dinero? —preguntó la niña tras guiñarle un ojo a Guillem.

Arnau observó a la muchacha primero y después a Guillem; los dos le sonrieron con ironía. ¡Cuánto había crecido aquella niña! Ya era casi una muchacha, bella, inteligente, con un encanto capaz de encandilar a cualquiera.

—¿Dinero? —repitió la muchacha interrumpiendo sus pensamientos.

—¡Todas las guerras cuestan dinero! —se vio obligado a reconocer Arnau.

—¡Ah! —dijo Guillem abriendo los brazos.

Donaha empezó a llenarles las escudillas.

—¿Por qué no le cuentas —continuó Arnau cuando Donaha acabó de servir— que en realidad no nos cuesta dinero, que en realidad ganamos dinero?

Mar abrió los ojos hacia Guillem.

Guillem titubeó.

—Llevamos tres años de impuestos especiales —comentó, negándose a dar la razón a Arnau—, tres años de guerra que hemos costeado los barceloneses.

Mar apretó los labios en una sonrisa y se volvió hacia Arnau.

—Cierto —reconoció Arnau—. Hace exactamente tres años los catalanes firmamos un tratado con Venecia y Bizancio para hacer la guerra a Genova. Nuestro objetivo era conquistar Córcega y Cerdeña, que por el tratado de Agnani debían ser feudos catalanes y que sin embargo se encontraban en poder de los genoveses. ¡Sesenta y ocho galeras armadas! —Arnau alzó la voz—. Sesenta y ocho galeras armadas, veintitrés catalanas y el resto venecianas y griegas, se enfrentaron en el Bosforo a sesenta y cinco galeras genovesas.

—¿Qué pasó? —preguntó Mar ante el repentino silencio de Arnau.

—No ganó nadie. Nuestro almirante, Ponç de Santa Pau, murió en la batalla y sólo volvieron diez de las veintitrés galeras catalanas. ¿Qué pasó entonces, Guillem? —El esclavo negó con la cabeza—. Cuéntaselo, Guillem —insistió Arnau.

Guillem suspiró.

—Los bizantinos nos traicionaron —recitó—, y a cambio de la paz, pactaron con Genova y les concedieron el monopolio exclusivo de su comercio.

—¿Y qué más ocurrió? —insistió Arnau.

—Perdimos una de las rutas más importantes del Mediterráneo.

—¿Perdimos dinero?

—Sí.

Mar seguía la conversación mirando a uno y otro. Hasta Donaha, junto al hogar, hacía lo propio.

—¿Mucho dinero?

—Sí.

—¿Más del que después le hemos dado al rey?

—Sí.

—Sólo si el Mediterráneo es nuestro, podremos comerciar en paz —sentenció Arnau.

—¿Y los bizantinos? —preguntó Mar.

—Al año siguiente, el rey armó una flota de cincuenta galeras capitaneada por Bernat de Cabrera y venció a los genoveses en Cerdeña. Nuestro almirante apresó treinta y tres galeras y hundió otras cinco. Ocho mil genoveses murieron y tres mil doscientos más fueron capturados, ¡y sólo cuarenta catalanes perdieron la vida! Los bizantinos —continuó, con la mirada puesta en los ojos de Mar, brillantes de curiosidad— rectificaron y volvieron a abrir sus puertos a nuestro comercio.

—Tres años de impuestos especiales que todavía estamos pagando —apostilló Guillem.

—Pero si el rey ya tiene Cerdeña y nosotros el comercio con Bizancio, ¿qué viene a buscar ahora el monarca? —preguntó Mar.

—Los nobles de la isla, encabezados por un tal juez de Arbórea se han levantado en armas contra el rey Pedro y tiene que acudir a sofocar la revuelta.

—El rey —intervino Guillem— debería conformarse con tener las rutas comerciales abiertas y cobrar sus impuestos. Cerdeña es una tierra tosca y dura. Nunca llegaremos a dominarla.

El rey no reparó en boato para presentarse ante su pueblo. Sobre el entarimado, su corta estatura pasó inadvertida para la multitud. Vestía sus mejores galas, de un brillante rojo carmesí que brillaba al sol de invierno tanto como la pedrería que las adornaba. Para aquella ocasión no había olvidado portar la corona de oro ni, por supuesto, el pequeño puñal que siempre llevaba al cinto. Su séquito de nobles y cortesanos no le iba a la zaga y, al igual que su señor, vestían lujosamente.

El rey habló al pueblo y lo enardeció. ¿Cuándo se había dirigido un rey a los simples ciudadanos para explicarles qué pensaba hacer? Habló de Cataluña, de sus tierras y de sus intereses. Habló de la traición de Arbórea en Cerdeña y la gente levantó sus brazos y clamó venganza. El rey siguió enardeciendo al pueblo, con Santa María al frente, hasta que les solicitó la ayuda que necesitaba, le hubieran entregado a sus hijos si se los hubiera pedido.

La contribución salió de todos los barceloneses; Arnau pagó la cantidad que le correspondía como cambista de la ciudad y el rey partió hacia Cerdeña al mando de una flota de cien barcos.

Cuando el ejército abandonó Barcelona, la ciudad recobró la normalidad y Arnau volvió a dedicarse a su mesa de cambio, a Mar, a Santa María y a ayudar a quienes acudían a él pidiéndole un préstamo.

Guillem tuvo que acostumbrarse a una forma de actuar muy distinta de la de los cambistas y mercaderes que había conocido hasta entonces, incluido Hasdai Crescas. Al principio se opuso y así se lo manifestó a Arnau cada vez que abría la bolsa para entregar dinero a alguno de los muchos trabajadores que lo necesitaban.

—¿Acaso no pagan? ¿Acaso no lo devuelven? —le preguntó Arnau.

—Son préstamos sin intereses —adujo Guillem—. Esos dineros deberían estar dando beneficios.

—¿Cuántas veces me has dicho que deberíamos comprar un palacio, que deberíamos vivir mejor? ¿Cuánto costaría todo eso, Guillem? Bien sabes que infinitamente más que todos los préstamos que hemos concedido a esas personas.

Y Guillem se vio obligado a callar. Porque era cierto. Arnau vivía modestamente en su casa de la esquina de Canvis Nous y Canvis Vells. En lo único que no reparaba en gastos era en la educación de Mar. La niña la recibía en casa de un mercader amigo a la que acudían preceptores y, por supuesto, en Santa María. Poco tardó la junta de obra de la parroquia en acudir a Arnau en solicitud de ayuda económica.

—Ya tengo capilla —les contestó Arnau cuando la junta le ofreció beneficiar una de las capillas laterales de Santa María—. Sí —añadió ante la sorpresa de la comitiva—, mi capilla es la del Santísimo, la de los bastaixos, y ésa será siempre. De todas formas… —dijo abriendo el cofre—, ¿qué necesitáis?

¿Qué necesitáis? ¿Cuánto quieres? ¿Con cuánto pasarías? ¿Tienes suficiente con esto? Guillem tuvo que acostumbrarse a aquellas preguntas hasta que empezó a ceder cuando la gente lo saludaba, le sonreía y le daba las gracias cada vez que paseaba por la playa o por el barrio de la Ribera. «Quizá tenga razón Arnau», empezó a pensar. Se entregaba a los demás, pero ¿acaso no hizo lo mismo con él y con tres niños judíos que estaban siendo lapidados y a los que no conocía? De no ser por ese carácter, lo más probable es que él, Raquel y Jucef estuvieran muertos. ¿Por qué tenía que cambiar por el hecho de ser rico? Y Guillem, igual que hacía Arnau, empezó a sonreír a la gente con la que se cruzaba y a saludar a desconocidos que le cedían el paso.

Sin embargo, aquella forma de actuar nada tenía que ver con algunas decisiones que Arnau había tomado a lo largo de los años. Que se negase a participar en comandas o fletes que tuvieran relación con el comercio de esclavos, parecía lógico, pero ¿por qué, se preguntaba Guillem, se negaba a participar a veces en ciertos negocios que nada tenían que ver con los esclavos?

Las primeras veces, Arnau justificó sus decisiones sin entrar en una discusión.

—No me convence.

—No me gusta.

—No lo veo claro.

Al final, el moro se impacientó.

—Es una buena operación, Arnau —le dijo cuando los comerciantes abandonaron la mesa de cambio—. ¿Qué pasa? A veces rechazas negocios que nos proporcionarían buenos beneficios. No lo entiendo. Ya sé que no soy quién…

—Sí que lo eres —lo interrumpió sin volverse hacia él, los dos sentados en sus sillas tras la mesa—; lo siento. Lo que sucede… —Guillem esperó a que se decidiera—. Verás, nunca participaré en un negocio en el que lo haga Grau Puig. Mi nombre nunca estará unido al suyo.

Arnau miró al frente, mucho más allá de la pared de la casa.

—¿Me lo contarás algún día?

—¿Por qué no? —musitó volviéndose hacia él. Y se lo relató.

Guillem conocía a Grau Puig, pues éste había trabajado con Hasdai Crescas. El moro se preguntaba por qué, si Arnau no quería trabajar con él, el barón sí se prestaba en cambio a hacerlo con Arnau. ¿Acaso los sentimientos no eran recíprocos después de todo lo que le había contado Arnau?

—¿Por qué? —le preguntó un día a Hasdai Crescas tras resumirle la historia de Arnau, en la confianza de que no saldría de allí.

—Porque hay mucha gente que no quiere trabajar con Grau Puig. Hace tiempo que yo ya no lo hago, y como yo, muchos otros. Es un hombre obsesionado por estar allí donde no ha sido llamado por nacimiento. Mientras era un simple artesano, era de fiar; ahora…, ahora sus objetivos son otros y nunca supo dónde se metía cuando contrajo matrimonio. —Hasdai negó con la cabeza—. Para ser noble hay que haber nacido noble, hay que haber mamado nobleza. No es que sea bueno o que lo defienda, pero sólo los nobles que la han mamado pueden seguir siéndolo y controlar a la vez sus riesgos. Además, si se arruinan, ¿quién se atreve a llevarle la contraria a un barón catalán? Son orgullosos, soberbios, nacidos para mandar y estar por encima de los demás, incluso en la ruina. Grau Puig sólo ha podido continuar siendo noble a fuerza de dinero. Gastó una fortuna en la dote de su hija Margarida y eso casi le arruma. ¡Toda Barcelona lo sabe! A sus espaldas se ríen de él y su esposa lo sabe. ¿Qué hace un simple artesano viviendo en un palacio de la calle Monteada? Y cuanto más se burlan los demás, más tienen que demostrar su poder a fuerza de dilapidar dinero. ¿Qué haría Grau Puig sin dinero?

—¿Quieres decir…?

—No quiero decir nada, pero yo no haría negocios con él. En eso, aunque sea por otros motivos, tu patrón ha acertado.

A partir de aquel día, Guillem aguzaba el oído en cuanto oía alguna conversación en la que se nombraba a Grau Puig, y en la lonja, en el Consulado de la Mar, en las transacciones, entre compras y ventas de mercancías, en comentarios sobre la situación del comercio, se hablaba mucho del barón, demasiado.

—El hijo, Genis Puig… —le comentó un día a Arnau, tras salir de la lonja y mientras miraban al mar, un mar en calma, plácido, manso como nunca. Arnau se volvió hacia él al oír ese nombre—. Genis Puig ha tenido que pedir un préstamo barato para seguir al rey a Mallorca. —¿Le habían brillado los ojos? Guillem sostuvo la mirada de Arnau. No le había contestado, pero ¿le habían brillado los ojos?—. ¿Quieres que siga?

Arnau continuó en silencio, pero al final asintió con la cabeza. Tenía los ojos entrecerrados y los labios levemente apretados. Y siguió asintiendo durante un buen rato.

—¿Me autorizas a tomar las decisiones que considere oportunas? —preguntó finalmente Guillem.

—No te lo autorizo. Te lo ruego, Guillem, te lo ruego.

Con discreción, Guillem empezó a utilizar sus conocimientos y los muchos contactos que había obtenido a lo largo de años de negociaciones. Que el hijo, el caballero don Genis, hubiera tenido que recurrir a uno de los préstamos especiales para nobles significaba que el padre ya no podía sufragar los gastos para la guerra. Los préstamos baratos, pensaba Guillem, implican un interés considerable; son los únicos en los que se admite el cobro de intereses entre cristianos. ¿Por qué iba un padre a permitir que su hijo pagase intereses salvo si él carecía de ese capital? ¿Y la tal Isabel? Aquella arpía que había hundido a Arnau y a su padre, que había obligado a Arnau a arrastrarse de rodillas, ¿cómo permitía tal situación?

Guillem lanzó sus redes durante algunos meses; habló con sus amigos, con aquellos que le debían favores y mandó mensajes a todos sus corresponsales: ¿cuál era la situación de Grau Puig, barón catalán, comerciante?, ¿qué sabían de él, de sus negocios, de sus finanzas…, de su solvencia?

Cuando la temporada de navegación estaba pronta a finalizar y los barcos regresaban ya al puerto de Barcelona, Guillem empezó a recibir respuestas a sus cartas. ¡Preciosa información! Una noche, cuando cerraron el establecimiento, Guillem se quedó sentado en la mesa.

—Tengo cosas que hacer —le dijo a Arnau.

—¿Qué cosas?

—Mañana te lo contaré.

Al día siguiente, por la mañana, antes de desayunar, los dos se sentaron a la mesa y se lo contó:

—Grau Puig está en una situación crítica. —¿Habían vuelto a brillar los ojos de Arnau?—. Todos los cambistas o mercaderes con que he hablado coinciden: su fortuna se ha evaporado…

—Quizá sean rumores malintencionados —lo interrumpió Arnau.

—Espera. Toma. —Guillem le entregó las respuestas de los corresponsales—. Esto lo prueba. Grau Puig está en manos de los lombardos.

Arnau pensó en los lombardos: cambistas y mercaderes, corresponsales de las grandes casas florentinas o pisanas, un grupo cerrado que vigilaba sus propios intereses, cuyos miembros negociaban entre ellos o con sus casas matrices. Monopolizaban el comercio de telas de lujo: vellones de lana, sedas y brocados, tafetán de Florencia, velos pisanos y muchos otros productos. Los lombardos no ayudaban a nadie y si cedían parte de su mercado o sus negocios lo hacían única y exclusivamente para que no los echasen de Cataluña. No era nada bueno depender de ellos. Hojeó la documentación y la dejó sobre la mesa.

—¿Qué propones?

—¿Qué es lo que deseas?

—Ya lo sabes: ¡su ruina!

—Según dicen, Grau es ya un anciano y sus negocios los llevan sus hijos y su esposa. ¡Imagínate! Sus finanzas están en un equilibrio precario; si les fallase alguna operación, todo se desmoronaría y no podrían hacer frente a sus compromisos. Lo perderían todo.

—Compra sus deudas. —Arnau habló fríamente, sin mover un solo músculo de su cuerpo—. Hazlo con discreción. Quiero ser su acreedor y no quiero que se enteren. Haz que falle una de sus operaciones… No, una no —se corrigió—, ¡todas! —gritó, golpeando la mesa tan fuerte que temblaron hasta los libros—. Todas las que puedas —añadió en voz baja—. No quiero que se me escapen.

20 de septiembre de 1355

Puerto de Barcelona

El rey Pedro III, al mando de su flota, arribó victorioso a Barcelona tras la conquista de Cerdeña. Toda Barcelona acudió a recibirlo. Desembarcó, entre el fervor popular, por un puente de madera alzado sobre el mar frente al convento de Framenors. Tras él, nobles y soldados desembarcaron en una Barcelona vestida de fiesta para celebrar la victoria sobre los sardos.

Arnau y Guillem cerraron la mesa y acudieron a recibir a la armada. Después, con Mar, se sumaron a los festejos que la ciudad había preparado en honor del rey; rieron, cantaron y bailaron, escucharon historias, comieron dulces y cuando el sol empezaba a ponerse y la noche de septiembre a refrescar, volvieron a casa.

—¡Donaha! —gritó Mar cuando Arnau abrió la puerta.

La joven entró en su casa, contenta por la fiesta, y siguió llamando a Donaha a gritos, pero al llegar al umbral de la cocina se detuvo en seco. Arnau y Guillem se miraron. ¿Qué ocurría? ¿Le habría pasado algo a la esclava?

Corrieron a su vez.

—¿Qué…? —empezó a preguntar Arnau por encima del hombro de Mar.

—No creo que estos gritos sean los más adecuados para recibir a un pariente al que hace tiempo que no ves, Arnau —dijo una voz masculina no del todo desconocida.

Arnau había empezado a apartar a Mar, pero se quedó con la mano sobre su hombro.

—¡Joan! —logró gritar al cabo de unos segundos.

Mar vio cómo Arnau se acercaba, con los brazos abiertos y balbuceando, a aquella figura de negro que la había asustado. Guillem abrazó a la muchacha junto al quicio de la puerta.

—Es su hermano —le susurró.

Donaha estaba escondida en un rincón de la cocina.

—¡Dios! —exclamó Arnau al abrazar a Joan—. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! —continuó diciendo mientras lo levantaba en volandas, una y otra vez.

Joan logró separarse de Arnau, sonriente.

—Me partirás en dos…

Pero Arnau no lo escuchó.

—¿Por qué no me has avisado? —le preguntó, cogiéndole esta vez de los hombros—. Deja que te vea. ¡Has cambiado! —Trece años, intentó decir Joan, pero Arnau no le dejó—. ¿Cuánto hace que estás en Barcelona?

—He venido…

—¿Por qué no me has avisado?

Arnau zarandeaba a su hermano a cada pregunta.

—¿Vuelves para quedarte? Di que sí. ¡Por favor!

Guillem y Mar no pudieron evitar una sonrisa. El fraile los vio sonreír.

—¡Basta! —gritó, separándose de Arnau un paso—. Basta. Me matarás.

Arnau aprovechó la distancia para examinarlo. Sólo los ojos pertenecían al Joan que había abandonado Barcelona: vivos, brillantes; por lo demás estaba casi calvo, delgado y demacrado… y ese hábito negro que le colgaba de los hombros lo hacía todavía más tétrico. Tenía tres años menos que él, pero parecía mucho mayor.

—¿No comías? Si no tenías suficiente con el dinero que te mandaba…

—Sí —lo interrumpió Joan—, más que suficiente. Tu dinero ha servido para alimentar… mi espíritu. Los libros son muy caros, Arnau.

—Haberme pedido más.

Joan hizo un gesto con la mano y se sentó a la mesa, de cara a Guillem y Mar.

—Bien, preséntame a tu ahijada. Observo que ha crecido desde tu última carta.

Arnau hizo una seña a Mar y ésta se acercó a Joan. La chica bajó la mirada, turbada ante la severidad que se leía en los ojos del sacerdote. Cuando el fraile dio por finalizado su examen, Arnau le presentó a Guillem.

—Guillem —dijo Arnau—. Ya te he hablado mucho de él en mis cartas.

—Sí. —Joan no hizo ademán de alargar la mano y Guillem retiró la que había adelantado hacia él—. ¿Cumples con tus obligaciones cristianas? —le preguntó.

—Sí…

—Fra Joan —añadió Joan.

—Fra Joan —repitió Guillem.

—Aquélla es Donaha —intervino rápidamente Arnau.

Joan asintió sin siquiera mirarla.

—Bien —dijo dirigiéndose a Mar e indicándole con la mirada que podía sentarse—, eres la hija de Ramón, ¿verdad? Tu padre fue un gran hombre, trabajador y cristiano temeroso de Dios, como todos los bastaixos. —Joan miró a Arnau—. He rezado mucho por él desde que Arnau me dijo que había muerto. ¿Qué edad tienes, muchacha?

Arnau ordenó a Donaha que sirviera la cena y se sentó a la mesa. Entonces, se dio cuenta de que Guillem seguía de pie, alejado de ella, como si no se atreviera a sentarse ante el nuevo invitado.

—Siéntate, Guillem —le pidió—. Mi mesa es la tuya.

Joan no se inmutó.

La cena transcurrió en silencio. Mar estaba inusualmente callada, como si la presencia de aquel recién llegado le hubiera quitado la espontaneidad. Joan, por su parte, comió frugalmente.

—Cuéntame, Joan —le dijo Arnau cuando terminaron—. ¿Qué ha sido de ti? ¿Cuándo has vuelto?

—He aprovechado el regreso del rey. Tomé un barco hasta Cerdeña cuando me enteré de la victoria y desde allí hasta Barcelona.

—¿Has visto al rey?

—No me ha recibido.

Mar pidió permiso para retirarse. Guillem la imitó. Ambos se despidieron de fra Joan. La conversación se prolongó hasta la madrugada; alrededor de una botella de vino dulce, los dos hermanos recuperaron los trece años de separación.