21
Alma está sola, con el pulso acelerado. Vuelve a la casa, entra en una habitación que no ha visto antes, una especie de porche acristalado con un candil adormecido colgado del techo. En el centro hay una mesa. Sentada a la mesa está Elisabet Vogler vestida con el uniforme de Alma.
Alma se acerca a la mesa y se sienta frente a ella. Tras un largo silencio, empieza a hablar.
—He aprendido bastante.
—… aprendido bastante —dice la señora Vogler.
Alma posa la mano derecha sobre la mesa y pone la palma hacia arriba. Elisabet la mira atenta, alza su mano izquierda y la pone extendida sobre la mesa, antes de poner la palma hacia arriba.
Lo repiten varias veces, bajo una tensión creciente. Alma siente deseos de llorar, pero se controla.
—Veamos cuánto lo resisto —dice en voz alta.
—… lo resisto —responde la señora Vogler.
Alma se araña con las uñas el brazo desnudo. Brota un estrecho canal de sangre. Elisabet se inclina y absorbe la sangre con sus labios. Alma hunde la mano en su abundante cabello y le retiene la cabeza contra el brazo. Tiene que inclinarse mucho sobre la mesa para conseguirlo.
—Yo nunca seré como tú —asegura en un rápido susurro—. Yo cambio constantemente. No hay nada decidido, todo se mueve, haz lo que quieras. De todos modos, no me alcanzarás.
Cuando Elisabet se libera y echa la cabeza hacia atrás, Alma hincha los carrillos como un niño cuando infla un globo y luego va dejando escapar el aire entre los labios con un leve soplido. Elisabet mueve la cabeza aterrada, pero luego le saca la lengua con una expresión de crueldad burlona.
Se quedan sin saber qué hacer, mirándose la una a la otra con cara de aburrimiento, enfurruñadas.
Entonces, Alma se da cuenta de que Elisabet Vogler se esfuerza denodadamente por concentrarse. Mueve la boca, como si estuviese hablando y, poco a poco, empiezan a surgir palabras de su garganta. Sin embargo, aún no es su voz, ni tampoco la de Alma, sino un sonido débil, angustiado, sin dominio de sí, sin claridad.
—Quizá un delito contra lo privado, una carnación desesperada. O quizá lo otro, lo que domina, y todo vuelve a su ser. No, hacia dentro no. Así debería ser, pero ahí es donde estoy yo. Y claro, entonces puede uno llorar o arrancarse la pierna.
La voz se vuelve más débil. Elisabet Vogler se tambalea, como si fuese a desplomarse sobre la mesa, en el suelo, pero Alma le agarra las manos y la sujeta.
—Los colores, la rapidez en el tiro, la repugnancia incomprensible del dolor y, luego, tantas palabras. Yo, a mí, nosotros, a nosotros… no, ¿cómo se dice?, ¿qué está más cerca?, ¿dónde puedo tomar impulso?
Alma le sujeta las manos y la mira a los ojos. Tiene frío, todo el tiempo, se siente gris y arrugada. La voz continúa avejentada y lastimera, trepando hacia arriba, se vuelve chillona y desagradable.
—El fracaso, que no se produjo cuando debía, que llegó en otro momento de forma imprevista, sin avisar. No, no, ahora hay otro tipo de luz, que corta sin cesar, nadie puede defenderse.
Alma aplasta el pecho contra la mesa. La señora Vogler interrumpe su monólogo chillón y alza la vista, observa el rostro ajado y estragado de Alma, sus hombros helados y encogidos, hace un movimiento brusco para liberarse, como si estuviese encadenada a un muerto, pero Alma la sujeta fuerte, la retiene por las muñecas.