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Hacia el final del verano, la señora Vogler y la enfermera Alma se mudan a la casa de la doctora. Se encuentra algo apartada y da al norte, a una alargada porción de playa frente al mar abierto, y al oeste, a una cala rocosa y escarpada. Detrás de la casa se extiende un brezal y más allá el bosque.

La estancia cerca del mar resulta especialmente beneficiosa para la señora Vogler. La apatía que la tenía paralizada mientras estuvo en el hospital empieza a ceder y poco a poco sale a dar largos paseos y a pescar, cocina, escribe cartas, entre otras distracciones. Hay periodos, no obstante, en los que vuelve a caer en una honda melancolía, un tormento inmutable. Y entonces se queda estática, letárgica, casi extinguida.

Alma está encantada con su retiro rural y cuida a su paciente con un esmero indecible. Se muestra atenta en todo momento y le hace llegar a la doctora informes largos y detallados.