18

Una mañana de otoño, pero hace un calor estival y el cielo está despejado. La luz baña el empedrado de la terraza y la basta gravilla del paseo hasta la playa. La enfermera Alma se despierta temprano, según su costumbre (su habitación da al este). Se dirige a la cocina, se prepara un zumo de naranja, toma el vaso en la mano derecha y sale descalza y con paso silencioso a la terraza, bajo los destellos de la luz. Se sienta en el último peldaño de la escalinata y empieza a tomarse el zumo despacio mientras contempla los reflejos del sol sobre el espejo del agua.

Deja el vaso vacío a su lado pero, al ir a sacar las gafas del bolsillo del albornoz, lo vuelca sin querer. Los fragmentos se esparcen por la escalera y sobre la grava.

Alma queda paralizada en un movimiento de indignación. Se levanta refunfuñando y va en busca de un cepillo y un recogedor para barrer los numerosos pedazos, lo hace a conciencia, meticulosamente. Se agacha, recoge algunos fragmentos con la mano, mira alrededor, todo parece limpio, vacía el recogedor en el cubo de la basura. Vuelve al escalón, enciende un cigarrillo, y con las gafas de sol puestas, contempla los insectos que se arrastran por el camino de grava.

Entonces descubre un trozo de cristal bien grande e irregular brillando entre las chinas. Es una porción de la base del vaso, cuya punta afilada sobresale hacia arriba. Extiende el brazo para cogerlo, pero detiene a medio camino el movimiento de su mano.

Oye a la señora Vogler en el interior de la casa.

Tras reflexionar un instante, coge una revista, se pone los zuecos, abre una de las tumbonas plegables de la terraza. La punta del cristal queda a unos metros a su derecha. La entrevé a su lado. Se pone a hojear la revista, que está aceitosa de la crema solar y contiene suplementos a color.

Elisabet Vogler sale a la escalinata con el desayuno en una pequeña bandeja. Lleva bañador y una chaqueta corta, va con las piernas desnudas, descalza. Deja la bandeja en la mesa del jardín y camina por la grava en distintas direcciones, primero para ir a coger una tumbona, luego para colocar el rastrillo contra la pared.

Sus pies pasan constantemente junto a la punta del cristal.

Hasta que se sienta con el café y un libro. Hay un silencio absoluto.

La enfermera Alma se levanta y va a su cuarto para ponerse el bañador.

Cuando vuelve a salir, ve a Elisabet inclinada en la escalera, extrayéndose el cristal de la planta del pie izquierdo. La sangre sale a borbotones de la profunda herida.

Alma se queda quieta un instante captando la escena, le sostiene la mirada a la señora Vogler sin pestañear.