El envenenamiento del aire
Los combustibles fósiles que contribuyen al efecto invernadero no se detienen ahí. También nos perjudican en otros aspectos. Contaminan el aire que respiramos. Destruyen los bosques con la lluvia ácida. Ensucian nuestras casas y nuestros pulmones con hollín. Corroen las piedras de los monumentos antiguos y matan los peces de los lagos. Acortan la vida de la gente y perjudican a su salud. Hacen enfermar a los niños y en algunas partes del mundo, los matan.
Los combustibles fósiles no actúan solos, reciben ayuda de los venenos industriales y agrícolas y de muchas otras fuentes, pero casi todas las fuentes tienen algo en común: como ocurre con casi todas nuestras calamidades medioambientales, no podemos culpar de ellas a la voluntad de Dios o de Gaia; son única y exclusivamente producto de lo que nos hacemos a nosotros mismos.
Uno de los problemas al hablar de la contaminación del aire es que parece como si fuera un problema del pasado. La mayoría de nosotros incluso cree que ya se ha hecho algo.
En realidad se ha hecho, aunque muy despacio y de mala gana; pero con todo es cierto que los gobiernos han dado algunos primeros pasos vacilantes para mitigar algunos de ellos. Mediante el Acta Federal del Aire Limpio y miles de ordenanzas locales y estatales se ha prohibido a las compañías petrolíferas estadounidenses añadir plomo a la gasolina, salvando a muchos niños de la enfermedad y del retraso mental; el uso obligatorio de catalizadores ha reducido algo los compuestos tóxicos de los tubos de escape de coches y fábricas; y a las centrales eléctricas se les ha obligado a limpiar parte de los contaminantes de sus chimeneas.
Pero el problema no está resuelto ni nada que se le parezca. Lo que ha sucedido es que ahora generamos una nueva contaminación más rápido de lo que limpiamos la vieja, incluso en Estados Unidos; y de todas maneras sólo este país y unos pocos más han hecho por lo menos eso.
La mayoría del mundo sigue rezagado incluso en estas medidas básicas… y éste también es un problema global. Todos respiramos el mismo aire. De las focas de la bahía de Hudson a los pingüinos de la Antártida, los cuerpos de los seres vivos del planeta -incluidos todos los seres humanos- tienen cantidades perceptibles de tóxicos fabricados por el hombre y presentes en el aire.
Lo que ha ocurrido con el problema de la contaminación del aire no es más que lo que ocurre con todos los problemas medioambientales del mundo. Los problemas no se resuelven. Sencillamente se dejan de lado, relegados por otros problemas inesperados más nuevos e incluso peores, y así el problema de ayer sigue siendo el de hoy.
Para entender en qué consiste el problema de la contaminación del aire y tener alguna esperanza de encontrar algún modo de afrontarlo, necesitamos saber cómo es. Para empezar, hay seis clases fundamentales de contaminantes en el aire que respiramos. Son -no necesariamente en orden de importancia, porque su peligrosidad varía de una zona a otra- el ozono, la lluvia ácida, el monóxido de carbono, el hollín, los productos químicos tóxicos y los gases y partículas radiactivas.
Merece la pena hablar del ozono en primer lugar, aunque no sea más que porque sabemos que su papel en nuestras vidas es muy desconcertante: el ozono es claramente un veneno, pero también es indispensable para nuestra supervivencia. En el siguiente capítulo, sabremos por qué el ozono es un gran amigo del hombre cuando se encuentra a gran altura por encima de la Tierra, en la estratosfera, donde es nuestra única protección contra las formas letales de radiación ultravioleta procedente del Sol.
Sin embargo, en la superficie del planeta, ese mismo ozono es un contaminante peligroso.
No debería sorprendernos. Casi todos los contaminantes -de hecho, casi todos los residuos- son en realidad sustancias útiles que se encuentran en el lugar equivocado. En el caso del ozono, sería fantástico si pudiésemos atrapar de alguna manera todo este ozono de la superficie y llevarlo a la estratósfera; donde no sólo no es perjudicial sino que se le necesita con urgencia para protegernos de la acción mortal de los rayos ultravioletas. No podemos hacerlo. El ozono de superficie tampoco nos hace el favor de ascender hasta la estratosfera por sí mismo. No sobrevive lo bastante para hacerlo. Lo que hace tan destructivo al ozono es que es uno de los compuestos químicos más activos a la hora de reaccionar con los demás. Por esta razón tiene que reaccionar químicamente con algo más -a menudo quemando los pulmones o los tejidos de algún ser vivo y dañando gravemente al organismo-, mucho antes de poder ascender y alejarse de su fuente en la superficie.
El ozono que encontramos cerca de la superficie terrestre procede en su mayor parte de los coches que conducimos. La mezcla de compuestos orgánicos procedente de los escapes de los motores de gasolina reaccionan entre sí con la ayuda de la luz solar para producir ozono. Además de ser tóxico si se respira, el ozono causa perjuicios en la agricultura; según la Agencia para la Protección del Medio Ambiente el ozono reduce el rendimiento de las cosechas en un 12% en Estados Unidos, una pérdida efectiva de más de 2000 millones de dólares para agricultores y consumidores.
La lluvia ácida es casi tan perjudicial para los seres vivos como el ozono, y mucho más abundante. La lluvia ácida cae de las nubes exactamente igual que el resto de la lluvia. Como cualquier lluvia, disuelve parte de los compuestos químicos que hay en el aire mientras cae. Lo que convierte a la lluvia en ácida es la presencia en el aire de grandes cantidades de compuestos de azufre y nitrógeno. El azufre procede en su mayor parte de la combustión del petróleo y el carbón. Algunos combustibles fósiles tienen un mayor contenido en azufre que otros, pero casi todos liberan algo de azufre al quemarse. El nitrógeno procede de nuestra propia atmósfera, cuatro quintas partes de nuestro aire es nitrógeno. El nitrógeno, no es perjudicial mientras está en el aire en su estado natural, pero cuando arde cualquier combustible a temperatura elevada, en particular en los motores de los coches, se «quema» por equivocación algo del nitrógeno del aire junto con la gasolina y se producen óxidos de nitrógeno que se mezclan con el agua del aire y se convierten en ácido nítrico.
El monóxido de carbono es un gas tóxico que se produce cuando cualquier combustible de carbono no arde del todo. Es el gas por culpa del que muere quien se suicida arrancando el motor del coche en un garaje cerrado, lo que nos indica lo letal que es cuando las concentraciones son altas. Es perjudicial para la salud, fundamentalmente al alterar la capacidad de la sangre para transportar oxígeno al cerebro y a otros órganos, incluso cuando no está en cantidades suficientes como para matar. Casi todo el monóxido de carbono presente en el aire procede de los escapes de los coches.
El hollín es el contaminante procedente de la combustión más visible; es la suciedad negra que vemos salir de las chimeneas de las fábricas y de los tubos de escape de los camiones y que llamamos «humo». El hollín está formado por pequeñas partículas de materia sólida que no han ardido por completo. Las partículas son lo bastante pequeñas como para que floten en el aire durante bastante tiempo antes de depositarse en el alféizar de la ventana o en nuestros pulmones.
Era el hollín lo que en los viejos tiempos causaba las famosas nieblas de Londres y también de otras ciudades, de visibilidad cero, densas como puré de guisantes. Como era muy palpable, fue uno de los primeros contaminantes combatidos por los ecologistas primitivos, no siempre con éxito inmediato. Cuando hace años la ciudad de Boston por fin impuso límites estrictos a los humos negros de las chimeneas, el aire estaba tan contaminado que al principio las leyes no se podían hacer cumplir. Los inspectores no podían ver de qué chimenea salía el hollín porque la niebla era demasiado densa; no podían identificar las chimeneas para hacer la denuncia.
Londres, por otra parte, terminó por fin con sus tradicionales nieblas de hollín mediante la simple medida de prohibir todas las chimeneas de carbón. En la actualidad, las chimeneas de los londinenses no tienen fuego de verdad, todos han sido reemplazados por parrillas eléctricas.
Por desgracia, la mayoría de las centrales eléctricas que generan electricidad siguen utilizando combustibles fósiles. Esto significa que sólo hay una pequeña mejora en el aire de Londres; así que, para proteger las zonas inmediatas, las centrales eléctricas utilizan otra táctica. Construyen chimeneas muy altas de manera que la contaminación particular ascienda hasta muy alto y caiga a tierra como hollín a cientos de kilómetros de distancia. Como la mayoría de los ajustes técnicos, éste no resuelve el problema de verdad, sólo lo cambia de sitio. En el análisis final, todo lo que Londres ha hecho es exportar su niebla en forma de lluvia ácida a los lagos y bosques de Escandinavia… que no aprecian mucho el regalo.
Los compuestos químicos tóxicos proceden de los oligoelementos de los combustibles fósiles, en mayor medida de los procesos industriales y probablemente sobre todo de los incineradores de residuos.
La peligrosidad de estos compuestos depende de la composición de los residuos. Hace años, la mayoría de las basuras urbanas casi se limitaban a papel, restos de comida y otros materiales orgánicos relativamente poco peligrosos cuando se quemaban. La situación ha cambiado para peor. En la actualidad, incluso las basuras domésticas están llenas de plásticos y otras sustancias artificiales; y la mayoría de los residuos de las ciudades también están cargados de aceites usados, neumáticos viejos, productos químicos industriales y otros combustibles que originan tóxicos venenosos cuando arden.
Éstos son los principales contaminantes corrientes del aire. Hay otros tipos que, afortunadamente, no aparecen en cantidades importantes muy a menudo, pero que pueden ser muy perjudiciales cuando lo hacen.
Los radio nucleidos, en algunos aspectos, son los peores contaminantes radiactivos. No sólo causan daños y matan, sino que continúan haciéndolo durante mucho tiempo.
Aunque los contaminantes químicos son muy desagradables, la mayoría de ellos son de vida corta; si dejásemos de fabricarlos hoy, el aire del planeta estaría casi limpio en cuestión de semanas. Por supuesto, no podemos hacer eso. Pero algunos de los contaminantes radiactivos sobreviven durante decenas de miles de años y pueden seguir causando cánceres y malformaciones congénitas durante todo este tiempo.
Cuando hablamos de radiactividad en el aire, la primera palabra que nos viene a la mente es «Chernobyl». El accidente de esta central nuclear en abril de 1986 envió una nube radiactiva a casi toda Europa -y a la larga sobre gran parte del mundo-, y sus efectos por exposición todavía no se han terminado de descubrir. Sin embargo, hay muchas otras fuentes. Hace años, las pruebas con armas nucleares produjeron casi tanta lluvia radiactiva como Chernobyl y, de vez en cuando, siguen añadiendo pequeñas cantidades radiactivas al aire del planeta.
Chernobyl no fue el primer desastre nuclear a gran escala del planeta; ni siquiera fue el primero de la Unión Soviética, aunque este hecho se ha mantenido en secreto hasta hace poco. En septiembre de 1957, en la planta de armas nucleares de Kyshtym, al sur de los Urales, el fluido de procesamiento gastado se mantenía en un gran tanque, y el tanque estalló. La explosión fue química, una reacción entre los innumerables compuestos del tanque. El contenido era altamente radiactivo. Una pócima de contaminación radiactiva muy parecida a la de Chernobyl invadió el aire, contaminando 13 000 kilómetros cuadrados de territorio. Cientos de personas murieron, nunca se hizo público el número exacto. Otras diez mil personas tuvieron que ser evacuadas de la zona; sin duda tendrían que haber sido más, pero, para empezar, el área de Kyshtym no estaba muy poblada, por eso fue elegida para la planta secreta. Algunas viejas aldeas fueron eliminadas de un plumazo de los mapas soviéticos sin ninguna explicación y todo el asunto fue silenciado; hasta que un científico soviético escapado a Occidente, Zhores Medvedey, fue atando los cabos de la historia a partir de relatos confusos de los periódicos soviéticos y en 1990, finalmente, fue confirmado por las autoridades soviéticas.
Otras innumerables fuentes de contaminación radiactiva -desde fábricas de armas a centrales nucleares- también añaden su granito de arena, y es inevitable que se produzcan más accidentes.
Los peores efectos de la lluvia radiactiva se producen en lo seres vivos; causan malformaciones congénitas, las cosechas se vuelven no comestibles y matan. Sólo los efectos de Chernobyl pueden causar decenas o centenares de miles de malformaciones congénitas y muertes por cáncer que seguirán apareciendo en las décadas venideras. Algunos pueblos de los alrededores informan de que una cuarta parte de los nacimientos de su ganado son deformes… y lo mismo sucede, por desgracia, con muchos niños.
Puesto que los seres humanos somos capaces de verter todo este veneno al aire, parece razonable pensar que deberíamos ser capaces de encontrar algún modo de eliminarlo.
Podemos, hasta cierto punto. Hay ajustes técnicos al menos como solución parcial, para algunos de estos problemas. Los compuestos químicos tóxicos de la incineración de residuos se pueden limitar mediante un control preciso del flujo de oxígeno y la temperatura del incinerador; o, mejor todavía, eliminando previamente sus fuentes de los residuos. Motores de coches mejor diseñados y catalizadores pueden reducir la cantidad de contaminantes de los gases de escape de los coches. Las depuradoras de gases en las chimeneas de las fábricas que utilizan petróleo o carbón y de las centrales térmicas pueden eliminar lo peor de los componentes de azufre antes de que los gases salgan al aire. Entonces hay que hacer frente al problema independiente de encontrar un modo de eliminar el lodo alquitranado que se acumula en las depuradoras. Alternativamente, las compañías eléctricas pueden elegir utilizar sólo combustibles con contenidos bajos en azufre, aunque estos combustibles son más caros y tienen la desventaja de dejar sin trabajo a los trabajadores del carbón de bajo contenido pero con gran proporción de azufre.
Como mucho, estas medidas lo único que pueden hacer es reducir los daños al aire. No pueden limpiar el aire por completo. Además, son caras, por lo que las compañías petrolíferas, los fabricantes, las compañías eléctricas, los vendedores de coches y muchas otras personas se oponen enérgicamente a las medidas más útiles para limpiar el aire.
Incluso una reducción parcial de la contaminación del aire merece realmente la pena, aunque su costo sea elevado. Para convencernos a nosotros mismos de esto, todo lo que hay que hacer es mirar a las partes del mundo que han dejado aumentar la contaminación sin control, por ejemplo los países del Este de Europa. Quizá deberíamos empezar con la historia de un lugar llamado Níkel, en el Ártico soviético.
Cuando se descubrieron grandes depósitos de mineral de níquel en la península de Kola, justo al otro lado de la frontera de Noruega, los soviéticos, construyeron minas y fundiciones y crearon una ciudad. Le pusieron su nombre por la razón de su existencia –«níkel», en ruso- y durante años fue una de las principales fuentes del mundo de metal de níquel de gran pureza. Finalmente se agotaron los yacimientos. Las fundiciones permanecieron y durante las últimas décadas han seguido tan activas como siempre, aunque la mena que purifican ahora debe ser traída en barco de otras fuentes.
Son, asimismo, tan contaminantes como siempre. Así, cada año las fundiciones de Níkel producen unas 130 000 toneladas de metal. Al mismo tiempo producen unas 450 000 toneladas de dióxido de azufre, que abandonan la planta a través de enormes chimeneas y se depositan en toda la península de Kola, y llega más lejos en forma de lluvia ácida. Todo Noruega en conjunto, el país vecino, emite sólo la mitad de esta cantidad. Cientos de kilómetros cuadrados de bosque alrededor de Níkel están muertos. No hay peces vivos en sus ríos. Incluso la hierba, cuando algunas briznas tratan de aparecer en primavera, se vuelve marrón y muere.
La gente de Níkel está casi igual de mal. Nadie vive allí, al menos no por mucho tiempo. Los trabajadores voluntarios de Níkel procedentes de otros lugares de la Unión Soviética rara vez permanecen más de diez años. Para entonces, según los médicos, nueve de cada diez tienen lesiones pulmonares permanentes, a pesar de que durante su horario de trabajo respiran aire filtrado a través de una máscara y un tubo.
La contaminación no se mantiene en el lado soviético de la frontera. En los países escandinavos es tan grave que de vez en cuando grupos de noruegos furiosos gritan en la frontera manifestándose para protestar y pedir que limpien Níkel. No pueden. En el estado actual de la economía soviética, sencillamente no tienen dinero, así que sus preocupados vecinos -Suecia y Finlandia además de Noruega- han reunido un fondo de 50 millones de dólares para empezar la limpieza.
La situación medioambiental de Nikel es atroz. No obstante, no es el único caso del Este de Europa. En Cracovia, Polonia, se recomienda a los turistas que no permanezcan en la ciudad durante más de tres días debido a los peligros de la contaminación del aire. Los residentes están mucho peor. Curiosamente, la tasa de mortalidad por cáncer en Cracovia es ligeramente inferior a la del resto de Polonia… Alentador, podemos pensar, hasta que los médicos nos aclaran que es porque la gente de esta ciudad no vive lo bastante como para sufrir algunas de las enfermedades del envejecimiento. En Copsa Mica, Rumanía, la industria química IMMN está especializada en metales pesados y emite 27 000 toneladas de hollín cargado de metales por año. Los trabajadores de Copsa Mica están sanos cuando les contratan, pero al cabo de un año su nivel de plomo en sangre es 800 veces superior al permitido y casi tres cuartas partes de ellos padecen anemia inducida por el plomo. En Checoslovaquia, hasta un 10% de los niños que nacen en determinadas áreas, como el norte de Bohemia, padecen malformaciones congénitas y la luz del sol por toda el área es descrita como «fría y gris». En la pequeña ciudad checoslovaca de Teplice se mantiene a los niños sin salir de casa durante un mes seguido; además, las seis semanas peores del año la escuela y todos los niños son enviados a otra comunidad con el aire más limpio.
Durante más de setenta años, los países del Este no han tenido divisas para comprar combustible bajo en azufre. Lo que tenían eran grandes yacimientos locales de carbón, muy contaminados de azufre y otros compuestos químicos, listos para su explotación. Y los explotaron. Arañaron el suelo en enormes explotaciones abiertas que permanecerán como una cicatriz en el paisaje durante tiempos geológicos y arrastraron el carbón en carretillas a sus centrales térmicas, fábricas y hogares para quemarlo. El resultado es que de Polonia a Yugoslavia el aire apesta a azufre.
Algunos de estos países del Este han hecho esfuerzos simbólicos para limpiar el aire. Mucho antes de la unificación alemana, los alemanes orientales aprobaron leyes muy semejantes a las estadounidenses, que exigían torres de absorción de gases en muchas chimeneas industriales. Sin embargo, las leyes se ignoraron por completo, ya que las torres de absorción necesarias para cumplirlas no existían. En toda Alemania Oriental había una única fábrica capaz de manufacturar estos equipos, y el ansia de divisas por parte del gobierno era tanta que se obligó a la fábrica a vender en el extranjero la mayoría de su producción.
Están en la misma situación Polonia, Bulgaria, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Yugoslavia -y la propia Rusia-, con el resultado de que la Europa del Este en la actualidad contiene los bienes raíces más contaminados del mundo. Las consecuencias para la salud son espantosas. En algunas zonas la esperanza de vida es de hasta siete años menos que en zonas incluso cercanas, en comparación limpias. El producto nacional bruto de Polonia sufre una disminución del 10%, por contaminación de varios tipos; alrededor de la mitad por enfermedades de los trabajadores y el consecuente absentismo. Hay zonas en la antigua Alemania Oriental en las que la contaminación del aire sigue siendo tan alta que los médicos mandan que los niños sean enviados fuera hasta que cumplan los diez años y en las que algunas clínicas no pueden ser dotadas con el personal adecuado porque los médicos se niegan a trabajar en la zona. Es demasiado desalentador intentar curar enfermedades que sólo un aire limpio podría evitar. Nueve de cada diez ciudadanos de Leipzig tienen enfermedades relacionadas con la contaminación del aire. En Budapest, Hungría, los hospitales han instalado «inhalatorios» o cajas del tamaño de cabinas telefónicas ante las que los pacientes hacen cola para poder respirar aire limpio durante 15 minutos. En Hungría, una muerte de cada siete se debe a la contaminación.
Los seres humanos no son las únicas víctimas. Nada vivo escapa a la plaga. Los animales de las granjas también enferman, e incluso la vegetación queda dañada o muere; hay zonas de Checoslovaquia y Polonia en las que hasta tres cuartas partes de los árboles sufren daños o están muertos debido a la lluvia ácida, y el resto de la región está casi igual de mal.
¿Cambiará esto con el final de la dominación soviética en la zona?
Todos los países han prometido hacer cuanto puedan para combatir la contaminación, los «verdes» en todos estos países estaban entre los líderes de las revoluciones de liberación. Pero sus problemas son casi insuperables; no tienen dinero para hacerlo. Incluso aunque el dinero llegara de algún sitio, ¿qué harían para obtener energía y artículos mientras se construyen fábricas nuevas más limpias? ¿Y qué vehículos utilizarán para el transporte?
Si las fábricas y centrales eléctricas de Europa del Este están obsoletas y son contaminantes, sus coches son todavía peores. Alemania Oriental ha suministrado la mayoría de los vehículos de la zona, y los coches «populares» orientales, los Warburgs y los Trabants, se encuentran entre los más contaminantes del mundo. Funcionan con motores de dos tiempos, como las segadoras mecánicas, con una mezcla de aceite y gasolina. Los gases de escape son una nube negra y hedionda de contaminación. No se conocen los catalizadores…
Y así podría haber sido Estados Unidos si no hubiésemos empezado a dar al menos unos pocos primeros pasos.
Y si no seguimos adelante hasta bastante más lejos, podría seguir siendo Estados Unidos.
Los estadounidenses cumplimos con nuestra parte de arruinar el medio ambiente con nuestros coches. Los coches son más limpios que los Trabis, kilo por kilo. Pero también son mucho mayores -con motores mayores que necesitan más combustible para andar-, así como muchos más en número. Después del embargo árabe del petróleo en la década de 1970, se aprobaron leyes para exigir coches más eficaces energéticamente (y por tanto menos contaminantes). Cuando volvió a bajar el petróleo, las exigencias legales fueron rebajadas sistemáticamente. En la actualidad, cada vez más estadounidenses están cambiando a vehículos más pesados y que engullen más gasolina, a coches mayores, con más dispositivos incorporados que gastan combustible y también a furgonetas, camionetas, jeeps, todoterrenos e incluso pequeños camiones. Los catalizadores y las mejoras mecánicas pueden reducir la proporción de contaminantes por litro de gasolina, pero cuanto mayor es el vehículo, más litros consume, de manera que el total de las emisiones aumenta.
Peor todavía, el número de coches aún no se ha estabilizado; ahora hay más vehículos que nunca en las calles, lo que significa no sólo más consumo de gasolina sino también un tráfico más denso y, por tanto, más tiempo perdido en atascos; lo que también quiere decir más emisiones. La gasolina desperdiciada en los atascos con el motor al ralentí, reduce la eficacia media de los coches estadounidenses en un 15%. De todas maneras, la eficacia no es algo de lo que alardear; debido a la moderación en las restricciones de la época Reagan-Bush, ha disminuido algo al final de los ochenta.
Incluso cuando los coches no están en marcha, sus residuos siguen sofocando el aire. La gasolina que se derrama cada vez que llenamos el depósito y la que gotea del propio tanque, no desaparece. Se evapora en el aire y es tan contaminante como los gases de los escapes. Mientras que los neumáticos viejos…
¡Ah, los neumáticos viejos de coche! Son una fuente importante de contaminación. Nadie tiene ni idea de qué hacer con ellos. Hubo una época en que recauchutarlos era un proceso rutinario e incluso se troceaban para hacer otros artículos de caucho. La llegada de las llantas con refuerzo de acero complicó el proceso (no se puede moler el acero) y los suministros de caucho más baratos lo hizo antieconómico. Ni siquiera se les puede enterrar bien, ya que su forma hace que salgan a la superficie después de cada chaparrón. Así que se quedan ahí, en montones inmensos de decenas de miles de neumáticos usados. Entonces, de vez en cuando, arden.
Hay pocas visiones tan evidentemente contaminantes como vanas hectáreas de ruedas abandonadas ardiendo. Hubo un fuego especialmente desagradable cerca de la ciudad de Hagersville, al sur de Toronto, en Canadá, en el invierno de 1990: 14 millones de neumáticos en montones de ocho metros de alto y cubriendo un área equivalente a tres manzanas ardieron a la vez. Se recomendó a 1700 personas que abandonaran sus casas mientras el fuego estuviera fuera de control y el humo llegó a varios kilómetros de distancia; sin embargo, no era algo fuera de lo normal. En todos los incendios de neumáticos, el humo es muy denso, sofocante y, debido a los compuestos químicos que éstos contienen, muy tóxico. Arden a temperaturas de hasta 1400 grados, lo que hace muy difícil para los bomberos acercarse lo suficiente para apagarlo, y el fuego calienta el agua de las mangueras y la evapora antes de que pueda actuar. Los neumáticos ardiendo contaminan de casi todas las maneras posibles. Mientras arden rezuman aceites tóxicos que se filtran por el suelo envenenando los suministros de agua cercanos; pero donde vierten la mayoría de su humo negro sofocante es en el aire, que es arrastrado por el viento y hace que la gente sienta náuseas y respire con dificultad en ciudades situadas a kilómetros de distancia.
Con esto no se termina la lista de la contaminación generada por los coches. Los ácidos de las baterías viejas contaminan los vertederos. Cuando los coches se convierten en chatarra, sus aires acondicionados rezuman CFC que va hacia su destino de destruir el ozono, mientras que los propios coches a menudo son abandonados en las calles. En resumen, es acertado decir que si la brillante aproximación a la ingeniería de Henry Ford se hubiese dirigido a la creación de una fuente de contaminación, en vez de sólo a la de un vehículo para transportar a la gente, hubiera diseñado más o menos lo mismo. El coche es casi todo él contaminación.
Los contaminantes se dispersan por el aire, alcanzando no sólo a ciudades sofocantes, sino también a lugares en los que uno pensaría que el aire debería ser puro eternamente. Los árboles del parque nacional de Yosemite, en California, una de las reservas salvajes más bellas e intactas del mundo, están sensiblemente debilitados por los efectos del ozono y otros contaminantes del aire arrastrados por el viento procedente del valle de San Joaquín, que se está desarrollando con gran rapidez y genera una gran contaminación atmosférica. Parques cercanos como el de Sequoia y Kings Canyon están incluso en peores condiciones; en ellos los excursionistas pueden sufrir ataques de asma, y de un 10% a un 20% de sus árboles de hoja perenne están muertos. En la Costa Este, la visibilidad en el bello parque nacional de Shenandoah se ha reducido a la mitad desde la Segunda Guerra Mundial, mientras que en los alrededores de los aeropuertos grandes de esta zona ha disminuido en una media de 145 kilómetros a 25 kilómetros. Los viajeros que visitan Honolulú -en medio del mayor océano del Planeta-, o Denver -en el corazón majestuoso e intacto de las montañas Rocosas-, se sienten consternados al ver las nubes pardas de smog que cubren estas ciudades.
Sin duda, Los Ángeles se ha hecho famosa por su contaminación. Todas las ciudades estadounidenses la sufren en cierto grado (el 86% del monóxido de carbono procede de los gases de los escapes de los coches), pero Los Ángeles es un caso especial. En 1988, de los 366 días de ese año, 176 excedieron los límites legales de concentración de ozono y hay muchos días al año en esa ciudad en los que a los niños no se les permite utilizar los patios de recreo y deben permanecer dentro, igual que los desgraciados niños de las escuelas de Europa del Este.
El resto del «mundo libre» no está mucho mejor que Estados Unidos; la «libertad», obviamente, incluye la libertad de contaminar. Incluso los Alpes están contaminados: 24 000 kilómetros de pistas de esquí y 30 millones de esquiadores al año están pisoteando las conocidas violetas de los Alpes, que casi se han extinguido en algunos lugares; mientras que sus coches producen tanta contaminación que, en el verano de 1990, se advirtió a los turistas que respiraran suavemente y evitaran los esfuerzos excesivos. De hecho, a finales de 1989, el Instituto Forestal Suizo estimó que la mitad de los árboles alpinos estaban enfermos por culpa de la lluvia ácida y del polvo producido por el hombre, y que un tercio de éstos se estaban muriendo o estaban muertos. Los árboles de muchas otras partes de Europa Occidental también están afectados -cerca del 53% sólo en Alemania Occidental-, al igual que los de Nueva Inglaterra y los del este de Canadá; y hay lagos y ríos en todas estas zonas que están biológicamente muertos debido a la contaminación del aire. Las estructuras de mármol que han permanecido intactas durante miles de años están siendo corroídas por el ácido del aire durante este siglo; incluso las carreteras y los puentes sufren daños que en otro tiempo se achacaron a la sal utilizada para eliminar la nieve, pero que ahora se sabe que, al menos en parte, se deben a los sulfatos procedentes del aire. Ni siquiera el Ártico se libra; desde 1950 la contaminación del aire ha crecido tanto que una neblina persistente cubre casi una décima parte de la zona, mientras que los arquitectos de nuestras ciudades ya rara vez se deciden por el blanco para las fachadas de los rascacielos; los edificios no permanecen blancos durante más que unos pocos meses y la piedra es erosionada. Cualquier habitante de ciudad de mediana edad que no esté seguro de lo mal que está el aire de las ciudades, pregúntese cuándo fue la última vez que vio la Vía Láctea.
Pero puede ser que el mayor peligro a largo plazo para nuestra salud esté en lo que no podemos ver.
Los venenos más mortales son invisibles a nuestros ojos. Nadie sabe todavía cuantos cánceres causará la nube de gases radiactivos que vomitó la central nuclear de Chernobyl al explotar en la primavera de 1986; se calcula que serán cientos de miles sólo por este accidente. Tampoco existe ninguna medida precisa de cuántos morirán como consecuencia de los venenos procedentes de la incineración de plásticos y residuos industriales. Entre los compuestos químicos producidos de esta manera -y que después respiramos- están los famosos PCB (policlorobifenilos) y las dioxinas, que son todavía peores. Son tan mortales que los científicos no han podido encontrar un nivel inferior a partes por billón (piense en una sola gota en una gran piscina) por la que no sean peligrosos. E incluso el plomo presente en el aire sigue siendo una amenaza para los cerebros y los cuerpos de los niños en algunos lugares. Cuando prohibimos los aditivos de plomo en la gasolina que utilizamos, pensamos que, al menos, ese problema estaba resuelto. De hecho, el nivel de plomo en el aire de Estados Unidos se ha reducido en nueve décimas partes desde 1970, pero siguen quedando cantidades importantes.
Parte de ellas procede de fuentes bastante inesperadas. Un informe británico, por ejemplo, nos dice que los crematorios emiten hasta nueve kilos de plomo al año. ¿La fuente? Nadie está del todo seguro; la mejor teoría es la de que proceden de los empastes de amalgama de mercurio de los dientes de los cadáveres.
—¿Hay algo que podamos hacer para que el «aire puro» vuelva a ser puro otra vez?
Por supuesto que lo hay, pero, una vez más, no es fácil, ya que en realidad no hay más que un camino. Como dijo una vez Carl Sagan: «Pones algo en el aire y permanece allí durante largo tiempo. No hay manera de limpiarlo». Así que nuestra única esperanza para limpiar el aire es, en primer lugar, dejar de contaminarlo.
Es imposible librarse de la contaminación de ninguna otra manera. Después de todo, no hay más que dos formas tradicionales de librarse de cualquier tipo de residuo dañino: una es enterrarlo donde no se vea, como hacemos con nuestro cuerpo después de morir; la otra es diluirlo hasta que ya no lo notemos, como el humo procedente de la quema de hojas en otoño o las aguas residuales vertidas al agua por un barco que navega por el océano.
Tampoco podemos hacer demasiado en eso. El enterramiento no funciona para los gases. Y ya tampoco funciona muy bien para los residuos sólidos, como veremos cuando lleguemos a tocar el tema. Y ya tampoco lo hace la dilución, no en un mundo de más de 5000 millones de seres humanos, todos ellos contaminando el aire tanto como pueden. Somos demasiados y todos compartimos el mismo aire. Los gases de los escapes de nuestros coches y las emisiones procedentes de nuestras chimeneas se alejan de nuestra vecindad inmediata; de acuerdo, pero ¿dónde encontraremos aire limpio que se acerque y lo reemplace?
Por tanto debemos limitar su producción, lo que nos lleva a la conocida pregunta de: ¿podemos calcular una Perturbación Admisible del Equilibrio -una SAP- que nos diga cuánta contaminación nos podemos permitir producir?
De nuevo la respuesta es sí, pero con dificultades. La dificultad es que necesitamos por lo menos una docena de SAP, una para cada uno de los tipos principales de contaminantes.
Para los más perjudiciales, como los materiales radiactivos del aire y compuestos químicos tan venenosos como las dioxinas, la SAP debe ser lo más próximo a cero que podamos conseguir. Cualquier paso menos radical que éste no evitará la enfermedad y la muerte. Lo más que podrá hacer es disminuir el número de personas afectadas; los muertos seguirán tan muertos como antes.
Para las partículas -hollín y cenizas flotantes, la SAP también debería ser próxima a cero, pero por una razón diferente. Las partículas son el contaminante más fácil de evitar. Las torres de absorción y los filtros -y un diseño adecuado de todos los sistemas de combustión- las pueden eliminar casi por completo. En el caso de las partículas la regla debería ser: si las puede ver, prohíbalas.
Para el resto de los principales contaminantes -ozono y los compuestos químicos que causan la lluvia ácida-, la SAP puede ser ligeramente más generosa. No hay duda de que los niveles actuales son demasiado altos, aunque tampoco tienen que reducirse a cero. Para ellos, se pueden establecer lo que los científicos llaman «niveles de umbral», niveles debajo de los cuales no hay un efecto perceptible.
La virtud de los contaminantes químicos del aire -su única virtud- está en el hecho de que son tan activos químicamente que se consumen con bastante rapidez al reaccionar con cualquier cosa que encuentran. Por esa razón, se puede calcular cada SAP basándose fundamentalmente en cuestiones económicas: ¿cuánto estamos dispuestos a gastar para evitar una determinada reducción de los ataques de asma y de los árboles destruidos?
Pero las noticias realmente buenas sobre la contaminación del aire nos llegan en dos paquetes:
Primero, tiene cura sin el tipo de cambios drásticos en nuestro estilo de vida que exige hacer frente al efecto invernadero.
Segundo, si reducimos nuestra producción de gases de invernadero dejando de usar paulatinamente los combustibles fósiles todo lo que podemos, como parece que tendremos que hacer de todas formas, automáticamente reduciremos gran parte de la contaminación del aire, puesto que los dos males proceden en gran medida de las mismas fuentes.
Hay otro problema con nuestro aire; no con la parte que respiramos en la superficie terrestre, sino con la capa de la atmósfera que se encuentra a gran altura en el cielo y que nos protege de la radiación solar más perjudicial. Esto requiere un capítulo aparte.